sábado, 9 de mayo de 2015

DE LA VIRTUD DE LA MELODÍA COMO CANALIZADOR DE ESPERANZA.

Aburridos cuando no hastiados de una realidad que no hace en nosotros sino reproducir modelos de conducta pronta y naturalmente vinculables al nihilismo, buscamos una vez más en la Música, por única o quién sabe si por eterna, un atisbo de esperanza vinculado quién sabe si a recuerdos de un pasado que se fue, o a un futuro cuya imposible denotación, lejos de proyectarnos hacia la ilusión, nos sumerge en la profundidad propia de lo que ha de ser temido, sencillamente por desconocido…

Pecamos así pues una vez más no solo de indolencia, y de nuevo no se halla en tal nuestro mayor pecado. La falta de humildad, que nos acucia y encierra, llevando primero nuestra mente y finalmente nuestro ¿alma? al estado previo, perceptible tan solo desde el laconismo; nos convierte en presa fácil para nuestros miedos, los cuales alcanzan el grado de perceptibles solo cuando ángeles y demonios nos han hecho pagar su tributo, el cual será del agrado de Dios o del Demonio, según sean unos u otros los que hayan acudido a saciar la demanda del que clamaba agua.
Desgraciado del que una vez más comprende, demasiado tarde, que no es el Demonio sino Dios con el traje de los domingos. Al final, bien pudiera ser que vivir no sea más que clamar en el desierto.

Pero si vivir es clamar, y lejos de considerar tal acción como algo que disminuya al Hombre, lo cierto es que en tal, como debería ocurrir en toda acción humana en la que la voluntad y el tiempo puedan contribuir a la hora de aspirar a darse cita con la virtud, lo cierto es que siempre habrá de ser exigible la concatenación ordenada de atributos en pos de devengar conforme a la mejor de las aspiraciones, concertando de nuevo una reunión con la Virtud.

Así como el plañir redunda en la perfección del llanto, permitiendo a través del mismos discernir el luto de un Hombre de lo que podría corresponderse con el dolor de un animal; no es cierto que en cumplido y correspondiente homenaje a éste, la calidad del plañido nos permite ir incluso más allá, pudiendo en base solo al arte de la escucha, poder afinar sobre la calidad de los actos del finado, traduciéndose siempre en positivo la ecuación que hace corresponder mayor número de Misas, y mayor calidad en los lamentos, para con aquél que en vida mayor número de Réquiem pudo pagarse.

Mientras, al pobre lo ubicamos siguiendo los ladridos de los perros que acompañan al féretro.

Sea como fuere, lo cierto es que cada vez resulta más complicado ser original, y es ésta una afirmación a cuya certeza no escapamos  ni conjeturando sobre la posibilidad de pensar que el sufrimiento es algo propio de ahora. La verdad es que ni la forma de sufrir nos es propia, por usada, por perpetua.

Es la nuestra una especie única, y lo es fundamentalmente por ser capaz de reconocerse a sí misma. Y qué mejor manera de hacerlo que conjeturando sobre la posible existencia de una serie de características que además de definirnos, sean capaces de erigirse en parámetros diferenciadores respecto del resto de elementos que compendian nuestra realidad.
De tal compostura, podemos llegar a delimitar una serie de patrones los cuales, en caso de poder ser aislados, se traducirían en una especia de canon conductual que de poder así mismo ser reconocible en el pasado, bien podría erigirse en precursor de un modelo en el que el Hombre, en tanto que tal, pudiera reconocerse, habilitándose con ello una suerte de catálogo conductual competente para establecer una relación binomial causa-efecto, a partir de la cual generalizar conductas y procedimientos.

De nuevo la Historia, reclamando su espacio. Un espacio que tal y como ya hemos demostrado en múltiples ocasiones, no conduce hacia el pasado, sino que se proyecta siempre hacia el futuro.

Reconocemos así pues en el pasado más o menos reciente, formas y conductas perfectamente identificables con usos propios de nuestro ahora. Así la famosa crisis, entendida ésta como proceso de ruptura generalizado en el que los cánones de conducta habituales no son reconocibles, arrojando con ello al Hombre a una suerte de desazón propia y comparable al terror que supone el no poder anticipar acontecimientos en forma de rutinas, sume al Hombre en el que se erige en uno de los mayores miedos a los que éste como especie puede imaginar, el miedo a lo desconocido.

Asumiendo aunque solo sea desde la perspectiva de lo obvio el hecho de que la que hoy por hoy no es ni la primera de las crisis que nos ha asolado. Asumiendo incluso que ni tan siquiera es original, no resultaría para nada descabellado considerar en serio la posibilidad de encontrar el rastro de otras que igualmente desde la perspectiva de sus contemporáneos pudieran haber parecido igual de devastadoras. Una vez localizadas, recorriendo en sentido contrario el camino, bien podríamos identificar el rastro dejado por los procedimientos que en cada caso se habilitaron en pos de encontrar las soluciones.

Finales del Siglo XVII. El mundo, o lo que viene a ser lo mismo, Europa, empieza a ver la luz al final del túnel de lo que ha sido la crisis secular por antonomasia. La sucesión devastadora de fenómenos climatológicos adversos se ha traducido en una sucesión de malas cosechas que ha redundado primero en un proceso de especulación que ha revertido el incipiente modelo de recuperación social, destruyendo de manera inmisericorde una vez más como no puede ser de otra manera, cualquier atisbo de justicia social. Superadas incluso las perspectivas más desalentadoras, la realidad ha terminado por imponerse sacando al exterior lo peor de los Hombres que se afanan por igual en conductas tan dispares como las que son la especulación a la que se entregan unos, a medida que se compara con la mera aunque no por ello vana lucha por la supervivencia en la que día tras día encontramos sumidos a los que componen la facción de los menos favorecidos.

Una vez que los ecos dejados por el galopar de los Cuatro Jinetes parecen apagarse, la fuerza vital del continente se abre paso, y lo hace desde Italia, canalizada en la bella forma que la voz de personajes como Pauline VIARDOT-GARCÍA le imprime.

Se trata del BEL CANTO, constatación de que la Vida siempre se abre paso.

Nacido de la necesidad a finales del XVII, será el XVIII y en especial sus peculiaridades, para la traducción de las cuales se muestra especialmente prolífica, lo que garantice su éxito.
Tratado y concebido dentro del universo musical y conceptual de la Ópera, el Bel Canto (sencillamente canto bello) supone la redición durante un largo periodo de tiempo de todos los componente operísticos, ya procedan éstos de lo técnico, lo compositivo o lo procedimental en tanto que vinculado a la interpretación; a la belleza de la MELODÍA.
Todo, absolutamente todo, sucumbe en silencio al placer que conlleva recibir el premio en forma de aplauso clamoroso desde el patio de butacas.
Aunque pueda parecer extraño, ahí es donde precisamente reside no tanto el origen como sí más bien la supervivencia de semejante concepción operística, de comprender que el elevado grado de tecnificación que la Música Barroca había alcanzado, amenazaba con hacerla incomprensible a la gente a la que, al menos en principio, iba dirigida.
En contra de lo que pudiera parecer, el auge de la Orquesta Sinfónica, auspiciada en la calidad de los compositores que se habían lanzado a alimentarlas, el cual se reflejaba en la calidad de las obras que a tal efecto componían, amenazaban con vaciar los escenarios en los que las mismas sonaban sencillamente porque la gente, rebajada al grado de chusma en lo concerniente a conocimiento técnico musical, se muestra incompetente para apreciar o cuando menos disfrutar de tamaños elixires.

En pos de defenestrar monstruos tales como BACHT o Haydn, otros como ROSSINI, DONIZETTI o el propio BELLINI toman el relevo gestando una nueva concepción musical en la que todo, absolutamente todo está al servicio, y cuando no, se sacrifica, de la belleza reconocible en la Melodía.

Surgen así obras, o sencillamente momentos, por todos fácilmente reconocibles, en tanto que forman parte del acervo generalizado de una época. Viene a ser a la vez el momento álgido del Aria, que se revela como el instrumento por excelencia en apariencia concebido exclusivamente para satisfacer la demanda o demandas siempre muy exigentes que en contra de lo que pueda parecer se esconden detrás de este modelo compositivo.

Es por ello el momento de las Grandes Damas de la Lírica, de los Grandes Tenores capaces de los mayores éxitos, como puede corresponderse con el primer Do de Pecho, alcanzado de manera técnicamente pura en octubre de 1831.

En definitiva, si desea saber si una determinada composición corresponde al Bel Canto, cierre los ojos, y si es capaz de tararear lo que sigue, se tratará sin duda de una obra a catalogar en tamaña consideración.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

No hay comentarios:

Publicar un comentario