sábado, 25 de febrero de 2017

DE EL PODER DE LA RENUNCIA.

Obnubilados una vez más por el efecto que la realidad provoca sobre nosotros, que decididamente procedemos a cambiar el sentido de nuestra apuesta toda vez que muy probablemente hayamos de comprender que si nuestros dilatados esfuerzos una y mil veces destinados a derribar los muros que nos separan de la comprensión, no hacen sino fracasar, bien pueda ser porque en realidad dirigimos nuestros esfuerzos por la senda equivocada.

Decididos pues a cuestionar todo cuanto en realidad parezca inferencia, o sea, todo aquello que si bien forma parte de la realidad no es parte substancial de la misma, o sea, es en realidad elemento complementario o a lo sumo modificador; que procederemos siguiendo siempre los esquemas cartesianos a redefinir nuevas formas dentro de las cuales acabarán por encontrar su espacio natural todos los elementos destinados a conformar la verdadera realidad.

Inmersos como cualquier otro en el momento que nos es propio o sea, en el tiempo que nos ha tocado vivir, bien puede ser que la única reacción razonable que frente a tal mundo pueda serle exigida al que aspire a considerarse hombre razonable, sea la que se encuentra precisamente inmersa en esa la tan en apariencia simple afirmación.
Si el hombre decide vivir a expensas del cumplimiento de las obligaciones propias para con el mundo que le ha tocado vivir, más pronto que tarde acabará por comprobar que tal hecho, además de frustrante, no es sino alienante por excelencia ya que, si no son más que las vivencias las destinadas a permitirnos inferir el valor atribuible a nuestro papel en el mundo, qué esperanza cabe si tal vivencia se desarrolla en un mundo que no nos es propio, tal y como se desprende de la resignación que subyace camuflada en el reconocimiento de la impotencia para reconocer éste como nuestro mundo.

Reconociendo que nuestra incapacidad para decidir qué mundo o qué manera de vivir son en definitiva las más recomendables, es por lo que un día más reduciremos el espectro de nuestro elemento de observación, y nos limitaremos a esas otras cuestiones más propias de los hombres (pues las anteriores nos acercarían peligrosamente al espacio en el que se guarece El Demiurgo), que pasan por relatar no tanto cuál es el escenario presto a ser considerado como digno de ser merecido, que sí más bien cuáles son las realidades que por su bajeza cuando no por su decrepitud, parecen destinadas a inferir en nosotros todas y cada una de las certezas llamadas a ser enumeradas a la hora de considerar la nuestra como una realidad decididamente mejorable.

Y es entonces cuando la conmemoración de los llamados a ser considerados como hitos históricos, o más concretamente la ausencia de éstas, sirve para poner de manifiesto las múltiples carencias de las que adolece nuestra realidad, manifiestos en la más que evidente resignación que se esconde tras la consabida renuncia.

En la semana que ya dejamos atrás, muere también la posibilidad de rendir merecido tributo a dos de los más grandes de las Letras de nuestro país. Son respectivamente ZORRILLA y MACHADO, dos figuras llamadas a erigirse por si solas en elementos nucleares, cuando no descriptivos, de un periodo que nunca regresará. Solo la amnesia, disfraz tras el que a menudo se ocultan otras consideraciones de naturaleza generalmente más vergonzante, se muestra como elemento mínimamente legitimador de ese ejercicio cada vez más repetido que pasa por arrancar a ciertos mitos el derecho que por su vida o por su obra, sin duda les ha hecho acreedores de ser recordados ya sea periódica o puntualmente.

Engloba la figura de José ZORRILLA, de cuyo nacimiento vinieron a cumplirse doscientos años el pasado martes 21 de febrero; si no todos sí cuando menos la mayoría de los calificativos que sin duda están llamados a formar parte de las aptitudes no ya de cualquier dramaturgo, que sí del que quiera formar parte de ese exclusivo catálogo llamado a conformarse a partir de los nombres a la par que las esencias de los exclusivos que en España triunfaron sin renunciar a las artes propias del quehacer romántico.

De haber sido de interés, o siquiera un poco menos vergonzante; un día después, concretamente el miércoles 22 de febrero bien podríamos haber encontrado un instante para rendir tributo a la muerte de uno de los más grandes creadores de cuantos han dado nuestras Letras. Pues el 22 de febrero de 1939 la muerte se cruzaba en el camino del más joven de los componentes de La Generación del 98.

No pasan  nuestras intenciones, pues de perseverar en ello tan solo lograríamos poner de manifiesto nuestra galopante ignorancia; el hacer aquí y ahora una compilación grande o pequeña de la en cualquier caso ingente aportación que uno y otro tuvieron a bien regalar a la configuración de nuestra Cultura. Sin embargo, y tal vez precisamente por la obligación que consideramos digna de ser restaurada y que pasa por constatar que pocos materiales aportan mayor dignidad y coherencia a la configuración de un Pueblo que los llamados precisamente a configurar su Cultura, es por lo que si dos figuras de la talla de ZORRILLA y MACHADO no encuentran un instante en el cual ser recordados dentro de esta vorágine en la que en mayor o menor medida nos hallamos sumidos; el mismo, sencillamente como hecho, habría de bastar para poner definitivamente sobre la mesa la certeza de que algo muy grave se ha adueñado de nuestra conciencia.

Abrigados en la certeza de que toda decisión trae inexorablemente aparejada una renuncia, es desde donde hoy podemos afirmar que a la vista del calibre de la renuncia expresada, es más que probable que el tópico venga a darnos la razón a la hora de considerar que no el mero paso del tiempo ha de ser confundido con progreso.
Porque si erigimos la vida y obra de ZORRILLA en prólogo de una ficticia obra llamada a considerar su epílogo en lo propio visto en este caso desde MACHADO, bien podríamos toparnos con la definición de un intervalo útil para compendiar la larga lista de fracasos que tras la renuncia que se esconde en el periodo que dista entre el nacimiento de ZORRILLA y la desaparición de MACHADO, se mostrarían como suficientes para poner de manifiesto que a la hora de determinar el futuro de España estuvieron llamadas a ser más incisivas las renuncias, que las acciones.

Ambos dramaturgos, será el amor a España, conjugado de formas inherentemente diferentes lo que esté llamado a configurar un escenario que como decimos está presidido por la renuncia, elemento proveedor de coherencia al argumento.

Renuncia así ZORRILLA a triunfar. Y lo hace simplemente porque renunciar a lo otro, o sea, a producirse como un romántico, hubiera sido una traición aún mayor pues la traición habría estado en este caso destinada a su propia persona.
Vertebrada toda su producción en torno a una consideración no tanto neta como sí exuberante del amor, ZORRILLA queda pues inexorablemente vinculado a una corriente literaria, la del Romanticismo, contra la que España está inevitablemente vacunada; o tal vez sería más justo decir que incapacitada.

Por otra parte, Antonio MACHADO es, y en este caso no hace falta subjetividad alguna, el más joven a la par que uno de los más prolíficos componentes de una Generación del 98 que lleva en su génesis la desazón propia de haber de cantar a la desesperación que inevitablemente forma parte de frustración y la renuncia que azota las estructuras más profundas del país que habrá de resultar.

Porque en el fondo, de eso y de nada más que de eso se trata. De comprender que nuestro presente es el resultado de las acciones que desde aquellos aprioris se tomaron.

De esta manera, el presente de España bien podría ser una mentira, o por no ser tan reaccionarios, bien podríamos decir que los hechos llamados a inferir nuestra actualidad no son en realidad sino la resultante de un fraude que ha transitado a partir de la renuncia a un Romanticismo del que implícitamente se cumplen ahora doscientos años con el nacimiento de José ZORRILLA; y que culminó con los significantes y significados que estuvieron llamados a cifrar la confección de la España que en 1939 fue incapaz de despedir tal y como se merecía a un Antonio MACHADO que desde la distancia fue capaz de retratarla como pocos, o como ninguno.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 18 de febrero de 2017

WAGNER: MUCHO MÁS QUE LA SUPERACIÓN DE UN CICLO

Sometido el Hombre Moderno a múltiples prejuicios, alguno de los cuales no está en realidad sino destinado a envolverle en una suerte de neblina destinada no tanto a impedir su percepción de la realidad, que sí más bien a justificar ésta tras el mortecino drama en el que acaba por convertirse la certeza de asumir su incapacidad para poder seguir disfrutando de las cosas cuyo goce requiere de disponer intacta la que ya no es sino una estéril aptitud sensible; es cuando tal vez por ello más necesario resulte retomar para nuestro presente aquello que para algunos, melifluos cuando no directamente desagradecidos tal y como denota no su actitud, que sí más bien su mera presencia, no hacían sino dar por perdido. Y todo por confundir tiempo con época, o lo que es peor, con ciclo.

Es el tiempo algo crónico, algo necesario (toda vez que es en sí mismo), hasta el punto de que ni siquiera el Hombre ha sido todavía capaz no ya de descifrar sus secretos, ni siquiera de definir lo que a priori es más que evidente, eso si haciendo un esfuerzo aceptásemos que el tiempo tiene algo evidente, pues no en vano tan solo sus residuos, o lo que por piedad llamamos sus efectos, sobre todo los causados en nosotros, resultan a la sazón evidentes.
Cansado pues el Hombre de correr tras el conejo blanco, símbolo otrora de nuestro permanente fracaso, que haciendo uso de ese poder cercano a la prestidigitación, y contra cuyo abuso fue alertado por los mismos magos que de tal le proveyeron, que en un oscuro giro destinado quién sabe si de manera inconsciente a poner de manifiesto esa conocida predisposición al suicidio como terapia romántica contra la incompetencia para asumir sus incapacidades, que el Hombre juega a poner puertas al campo sustituyendo el miedo que el intrínseco infinito del tiempo le causa, por un solícito placebo cual es el de confiar su alma al diablo. Se juega pues el todo por el todo, y apuesta erigiendo en su mejor baza lo que no es sino una mera posibilidad, que pasa por aceptar que el conocimiento termine por tornarse en dominio, esperando pues que considerar una época es una opción más manejable en la medida en que la inclusión de variables culturales (no en vano tiempo y época se diferencian en el hecho de que la última es en cierto modo un esqueleto temporal, vestido con los aditamentos de subjetividad que la cultura vierte desde el estilo).

Pero pase lo que pase, la grandeza de este duelo, el llamado a enfrentar al Hombre contra lo que no es sino una de sus percepciones, radica precisamente en la certeza de que tal vez por primera y quién sabe si por única vez, es un duelo que no se puede ganar; sencillamente porque el tiempo, como tal, no puede ni definirse ni percibirse más allá de la constatación de sus resultados. El tiempo no es aprensible en ninguna de sus maneras. El Hombre no puede hacer nada con el tiempo, salvo resumir su esencia en un término: inexorable.

Para quien vea en esta lucha, o incluso en esta aparente derrota, una atisbo de la debilidad del Hombre, sin duda habrá que decirle que está equivocado pues todo aquel que esté buscando una prueba de la grandeza del Hombre, es aquí que la encontrado ya que ¿cuántas especies son conocidas capaces de elucubrar no ya con otra certeza similar? Qué decir entonces del poder de quien intuye como verosímil la existencia de entes o estructuras superiores a sí mismo.

En resumidas cuentas, bien podríamos haber descrito una parte importante de ese proceso cuya explicación antropológica se nos escapa por compleja, pero que en lo que concierne a su vertiente filosófica puede quedar siquiera esquemáticamente cifrada en la consideración de que a partir de esa capacidad para percibir la existencia de entes o estructuras superiores, es desde donde el Hombre elucubra una transición que acaba por erigir a un ente externo en la imagen y semejanza a sazón de la cual entender el resto de la existencia, comenzando siquiera por la suya propia.

Y no es sino el tiempo, junto al resto de derivadas coyunturalmente descritas, el llamado a poner de manifiesto esa relación toda vez que su condición, aparentemente impersonal, faculta un trato más frío, o si se prefiere menos subjetivo, lo cual limita el grado de implicación humana o sea moral, que para tal discusión es cuando menos recomendable.

Resumiendo, el tiempo viene a materializar, o al menos a hacer más congruente, el proceso por el cual el Hombre accede al conocimiento de esos reductos cuya apariencia etérea dificulta cuando menos a priori todo intento de congruencia. Por así decirlo, el Mito de Dios se hace patente en el Tiempo.

Si la grandeza de el tiempo radica en su innata tendencia al infinito, la de la época se manifiesta al contrario, precisamente en su búsqueda de lo estático. El tiempo no es propio del Hombre, que por el contrario se encuentra muy cómodo en la época, tanto que de hecho convive en estrecha simbiosis con ella. Probad si no definir una época sin acudir a las acciones, igual da que éstas sean verídicas o no, llevadas a cabo por los Hombres que de hecho les son propias. Y ahí, precisamente ahí se encierra la otra parte de la ecuación ya que si como hemos dicho no hay época sin Hombre, éste queda definitivamente descrito a la par casi limitado cuando decimos que una manera muy eficaz de determinar la profusión del Hombre pasa por dilucidar a qué época está adscrito.

Encontrar así pues hombres capaces de transcender no ya a la época que les es dada, despojándose de las vestimentas que ésta les impone, no solo es difícil, sino que es a menudo presagio de épocas turbulentas. Encontrar como en el caso que nos ocupa a uno de la talla de Richard WAGNER, que no solo las desprecia sino que además las sustituye por las suyas propias, a la sazón más elaboradas y  modernas es, sin duda, la constatación de la superación del prejuicio.

Porque más allá de consideraciones estéticas, sobre las cuales no cabe deliberación alguna toda vez que los principios llamados a definir las mismas escapan por su naturaleza a toda pretensión que vaya más allá de lo subjetivo (inhábil a toda pretensión verificable); lo cierto es que la aportación que WAGNER hace no ya a la Música, más bien al tiempo y a la época que le es propia, supera con mucho cualquier intento que para limitarlo cuando no para criticarlo estemos en disposición de hacer.

Wagner es conocedor de todo lo expuesto hasta el momento. Todo lo que configura su presente, y por supuesto la procedencia de éste o sea, su pasado, son inteligibles para Wagner ya sea en una percepción congruente con la realidad, o en otra diferente, quién sabe si solo para él manejable.
Es por ello que no solo es capaz de obtener de la época llamada a serle propia conceptos, emociones y desarrollos que al resto de sus contemporáneos resultan inaccesibles, sino que luego, en otro ejercicio mágico, es capaz de desbordar todos los límites que en este caso se concentran en el Lenguaje y en las técnicas hasta ese momento consideradas como adecuadas, para edificar otras del todo originales y en comparación mágicas, llamadas a superar todos los obstáculos que de haber persistido sin duda hubieran hecho del todo imposible la construcción de lo que bien podremos denominar el Mundo de Wagner, dentro de lo que igualmente por su originalidad puede ser concebido como La Época de Wagner.

Porque si hemos de ser consecuentes con el desarrollo destinado a marcar la génesis de la presente reflexión: Wagner fue capaz de intuir antes que la mayoría de sus contemporáneos el fin de la época que les era propia. Hasta ese momento, situaciones similares, es decir las que se ponían de manifiesto cuando alguien por sus especiales habilidades era capaz de anticiparse al pánico que en definitiva se desata ante la certeza de lo que no es sino un drama apocalíptico; tenían como desenlace un drama aterrador pues el genio había de sucumbir al peso de la realidad haciendo frente al doble dilema que supone conocer no solo la naturaleza del desastre, sino la de la propia incapacidad para superarla.
Pero con WAGNER es distinto. WAGNER es el primero que se siente con fuerzas no ya para construir el armazón llamado a soportar el peso de la nueva sociedad, del nuevo hombre; sino que además se afirma autosuficiente para redactar las pautas que habrán de definir las nuevas conductas cuyo éxito supondrá a la larga el resurgir del nuevo Hombre.

Encontrar así pues los paralelismos no es nada difícil, cuando sí además muy recomendable. Que WAGNER coincida con otros como NIETZSCHE no solo no es una casualidad, sino que atendiendo a los preceptos descritos podríamos llegar a cifrar como de inevitable tan aparente coincidencia. Porque ambos son complementarios, es más tal complementariedad es imprescindible, y ha de darse por más que entre ellos ni siquiera lleguen a coincidir. Y todo porque ambos son no ya la superación de un tiempo, sino que responden más bien a una nueva necesidad, la que faculta al Hombre Moderno para no acudir inerme a la destrucción que hasta este momento ha supuesto toda cita que con la Historia se ha dado de esta magnitud, en la que la decadencia no hacía sino presagiar el fin.

Se trata de un salto conceptual comparable con el que varios milenios atrás se dio con la superación de las deidades. Es un nuevo Paso del Mito al Logos.
WAGNER supera la condición estoica que incipiente se halla en toda conducta llamada a asumir el drama de la pérdida intrínsecamente enclavada en toda superación de un ciclo. WAGNER cree en algo así como un Hombre con Memoria, y nos lo regala en su Obra de Arte Total. (Gesamtkunstwerk),

El Hombre es así pues libre para seguir creciendo.

Luis Jonás VEGAS.

sábado, 11 de febrero de 2017

LAS VISIONES DE JUIO VERNE. O DE CUANDO EL PRESENTE NO ES SUFICIENTE.

Pocas son las figuras con la solvencia suficiente como para permitirnos dar crédito a la afirmación de que sin duda, no hay nadie de este planeta que a la vista del nombre en torno al cual habrán de girar hoy nuestras reflexiones, no solo no tendrá la menor duda al respecto de quién es, sino que muy probablemente ya sean varios los segundos necesarios para dilucidar cuál es la novela que, referida a tal autor, con mayor certeza merece hoy ser elevada al grado de favorita.

Porque hablar de Julio VERNE, Jules Gabriel VERNE para ser más precisos si nos ceñimos a lo que contiene su partida de nacimiento, significa de manera inexorable darnos cita con uno de esos grandes individuos  que si bien son por si solos perfectamente capaces de hacerse grandes con sus obras, consiguen elevarse al grado de mitos a medida que el tiempo y la memoria les lleva a crecer exponencialmente en nuestra mente.

Cuando acaban de cumplirse 189 años de su nacimiento, lo que acontece pues el 8 de febrero de 1828 en Nantes, Francia, el tiempo no hace sino traer a justa colación en hecho de que sin duda nos encontramos no ya ante uno de los más grandes escritores de la Literatura de Francia, cuando sí más bien de la Literatura Universal. Y no lo es tanto por el inexcusable y objetivo hecho de ser la segunda figura más traducida de todos los tiempos, como sí quizá más bien porque al contrario de lo que ocurre con el tipo de obra en torno a la que gira la creación de la llamada a ser la primera en tal logro no solo cuantitativo; la obra de VERNE no solo es legible en cualquier época, sino que más bien su lectura sirve para ubicar al lector en ese extraño proceso que llamamos envejecimiento toda vez que uno puede valorar el grado en el que se manifiestan los cambios vinculados a lo que llamamos madurez en la medida en la que ubicamos lo diferente que nos resulta comprender al autor en cada momento, si lo comparamos con las emociones que su lectura nos deparó cuando éramos niños o sea, cuando de verdad lo comprendíamos toda vez que aún soñar no era un acto revolucionario.

Nacido en una familia burguesa con claros vínculos con la judicatura y el Derecho en general, la Dinastía de los Verne estaba ligada a tales acciones dedicadas al servicio de la Corona desde que su abuelo ejerciera ya funciones notariales al servicio de Luis XV. Tal hecho tendrá, como es de suponer, múltiples repercusiones en lo que concierne a la manera de afrontar la vida por nuestro protagonista el cual, si bien termina la carrera de Derecho, nunca tendrá entre sus verdaderos planes el dedicarse formalmente a ello. Más al contrario tamaño proceder, fundamentado en el deseo infantil de retrasar el momento de plantear el conflicto existencial a su padre, no hará más que enturbiar hasta la sinrazón el momento de comunicar a su progenitor que al contrario de lo que el mismo había expresado en multitud de ocasiones, Julio no desea seguir sus pasos profesionales.

Tal y como era de esperar por las consecuencias no solo objetivas sino más bien por las subjetivas, Pierre VERNE no encaja con la benevolencia que cabría esperarse la noticia de que su hijo no está dispuesto a seguir sus pasos. Más al contrario, no solo no accede a perseverar en una carrera llamada sin duda a satisfacer demandas de las que aún no es ni siquiera consciente, sino que más y al contrario desea dedicar todo su tiempo… ¡a la absurda idea de escribir! Sea pues, pero no con su beneplácito.

Y como podemos imaginar, tal choque conduce de manera inevitable a una confrontación cuyas consecuencias pasan, como podemos imaginar, por la retirada inmediata de los aportes económicos que habían estado llamados a convertirse en cuantos recursos disponía el todavía aspirante a autor.

La circunstancia es muy grave. Tal y como podemos observar en la correspondencia que Julio mantiene con su madre, las penurias económicas hacen a menudo imposible garantizar el mínimo de comidas diarias. A consecuencia de tal hecho, y agravado por el furor con el que Julio se dedica a su pasión, las complicaciones médicas no se hacen esperar manifestándose primero en una serie de parálisis y estertores faciales, precursores sin duda de lo que el tiempo habrá de deparar.

No obstante, nada hace decaer la pasión con la que nuestro protagonista se dedica a la escritura. Es así como obras de la talla de “De la Tierra a la Luna” o “Las aventuras del capitán Hatteras” no solo se compilan, sino que ven la luz toda vez que VERNE ya ha iniciado su prestigiosa colaboración con el editor Pierre-Jules Hetzel la cual surge a consecuencia del descubrimiento que para el editor supone disfrutar de “Viajes extraordinarios”, una popular serie de novelas de aventuras escrupulosamente documentadas y visionarias entre las que se incluían las famosas Viaje al centro de la Tierra (1864), Veinte mil leguas de viaje submarino (1870) y La vuelta al mundo en ochenta días (1873).

A partir de ahí, y salvedad hecha de lo que concierne a su vida personal, en la que un desgraciado matrimonio, junto con una más que calamitosa relación para con el que será el único fruto del mismo, su hijo.
Tal situación bien puede ser en parte la llamada a instaurar una definitiva corriente de pensamiento la cual a su vez cristaliza en una brillante a la par que fértil producción la cual debe su importancia, más que a la condición estrictamente cuantitativa, a consideraciones de otro orden entre las que bien podrían estar las que acabarán por hacerle merecedor de un título. El de visionario.
¿De qué otro modo tratar entonces cuestiones tales como lo referente a sus múltiples a la par que casi increíbles aportaciones en lo que concierne a los avances científicos y tecnológicos? No se trata ya de que Julio VERNE deslumbrara a propios y a extraños, a sus contemporáneos, y a muchos de los que aún estaban por llegar, con una batería de invenciones que si bien y en principio solo sobre el papel, sirvieron no obstante para orientar la manera de soñar de toda una sociedad; el verdadero logro se encuentra en su ingente capacidad para anticipar los sueños y deseos de una sociedad que, en el mejor de los casos, estaba todavía despertando de sus propias pesadillas.

Con todo, bien puede considerarse a VERNE un anticipado al Surrealismo, o directamente uno de los padres de la Ciencia Ficción (Honor que habrá de compartir con H. G. WELLS. Sea como fuere, VERNE sabía algo que los demás ignorábamos, y que a lo sumo hemos ido descubriendo paulatinamente, De no ser así, cómo entender que tal y como él pronosticó en “De la Tierra a la Luna”, el primer verdadero viaje al espacio exterior necesite exactamente de 150 horas para cumplir su misión, determine como velocidad de escape: la necesaria para poder escapar de la gravedad terrestre los 11 km/h y, efectivamente, no pueda sino circunvalar la órbita del satélite.

Sea como fuere, la grandeza de VERNE está en su obra, o por ser más precisos en las emociones que hoy es capaz de seguir provocando tanto a los que una y otra vez acudimos a releerlo, como a los que lo descubren. De no ser así, ¿Cómo explicar que la última novela publicada lo ha sido en 1994? Cuando les diga la causa que llevó a su editor a impedir que viera la luz lo entenderán todo: “Tanto los escenarios como los ambientes que recrea dibujan un futuro demasiado atroz, complicado y aterrador”.
¡Ojala en este caso Julio VERNE demuestre menos pericia que en el resto de sus interpretaciones!


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 4 de febrero de 2017

SCHUBERT. DOSCIENTOS VEINTE AÑOS, UN INSTANTE…COMO TANTOS OTROS: LA NADA.

“Si me hubieran hecho objeto, sería objetivo, pero como me hicieron sujeto, pues he de ser subjetivo”.
Tal vez estas palabras, dichas por José BERGAMÍN, quien sin duda ha hecho méritos más que suficientes para ser reconocido no solo como su mejor biógrafo en lengua castellana, sino que sus méritos se superan hasta permitirnos afirmar sin el menor género de dudas que es una de las personas que mejor nos pueden hablar de él (con todo lo que significa poder decir tal cosa al respecto de alguien que se convertirá en nuestro guía a la hora de navegar en la procelosa personalidad de quien incluso para sus contemporáneos se erigió como un verdadero misterio viviente) a saber: Franz SCHUBERT.

Puede ser que ver hasta qué punto lo que ansiaba ser tan solo una breve introducción, excusa como en muchas otras ocasiones llamada a erigirse en el amable catalizador a partir del cual la pluma, como correlato de la mente, con la que ha de estar en franca consonancia; se suelta, arrastrando siquiera tras de sí a la mano (pues pobre del que sufra los delirios propios del que recorre el camino a la inversa, viviendo en el sin vivir de ver cómo ha de ser siempre la mente la que ha de correr presta tras la mano); ha terminado por convertirse en algo más. Algo que ha superado con creces las simples aunque sincera expectativas que albergaba, y de lo que da muestra no tanto su excesiva extensión, como sí más bien lo voluminosamente complejo que se ha vuelto un proceder que, como decimos, poco o nada perseguía.

Puede que tal proceder se deba a la incapacidad que sentimos para hablar del que hoy es nuestro protagonista de forma no ya ligera, tan siquiera liviana. Aunque si tal hecho devengara de una reacción voluntaria (lo que justificaría entonces que hablásemos de proceder), lo cierto es que, como ocurre con todo lo referido a SCHUBERT, la grandeza que de tal pueda devengarse, habrá de estar refrendada en los efectos que la misma nos ofrezca en la medida en que ésta se refleje en la fertilidad de una planta, en el brío de un río, o en la magnificencia que se esconde tras la fuente que sempiternamente corona cualquier paisaje imaginario o real (si por real puede entenderse el gozar el privilegio de haber sido representado), que se esconde detrás de cualquier Acto Schubertiano. Porque todo acto de SCHUBERT, goce o no del privilegio de ser consciente, es ante todo un Acto Romántico.

Porque SCHUBERT nace Romántico, en la misma manera en que El Romanticismo adquiere forma en él, en su vida, y en sus actos (sobre todo en aquellos que, sin llegar a ocurrir, lo llenaban todo igualmente).
Porque SCHUBERT lo llenaba todo. Su mera presencia reforzaba lo que era, y servía para mejorar lo que estaba llamado a ser. Era capaz de ser siendo, dejando siempre a su interlocutor presa de la certeza de que podía ser eso, y cien cosas más.

Y para nuestra suerte decidió ser lo que fue, o cabria mejor decir que fue lo que creemos que fue.

Porque la corta dura de SCHUBERT sirve, y puede parecer que es poco, para apuntar lo que pudo haber sido. Si bien sería injusto que de estas palabras se desprendiera la imagen de que nuestro protagonista “llegó a ser poco”, lo cierto es que en una suerte de guiño a esa desazón que la perspectiva nos regala cuando tenemos la fortuna de descansar un instante nuestra mirada en lo que fue la vida de alguno de los llamados a ser concebidos como genios, lo que con mayor presteza emerge ante nosotros es la pena por saber que solo sabremos aquello que fue, perdiéndose para siempre, escondido a lo sumo en el baúl de la especulación, lo que pudo haber sido.
Condenados a morir jóvenes en la paradoja de saber que de perseverar en semejante trance moriremos además insatisfechos (pues dar más valor al instante que pudo llegar a ser, que a aquel instante que llamado a ser, acabó por materializarse), ya fuera en un pensamiento, o en cualquiera de las inmortales corcheas a través de las cuales nuestro protagonista desgranaba la vida, o por ser más justo, desgranaba la interpretación que su forma de ver la vida le dictaba; estaremos en condiciones de aproximarnos no tanto a la vida que vivió, como sí más bien a la que creyó vivir, pues para guardar consonancia con las palabras que han servido hoy para abrir nuestra reflexión, vivir puede convertirse en algo demasiado marcial, por ello demasiado objetivo; siendo más acertado dar nuestra opinión sobre la vida, lo que a la larga se convierte en la más dulce de las vidas, la que es subjetiva.

Y sin embargo SCHUBERT y su obra son ante todo sinceros, y creo que solo desde la objetividad puede uno aspirar a ser sincero pues como dice el aforismo: “Es la verdad privilegio del que no tiene miedo a olvidar nada”.
Pero que nadie se confunda, puesto que en lo que bien podríamos considerar como el guiño definitivo a la subjetividad; el compositor nos regala una visión excelsa de aquello que él comprende como algo insignificante a saber, el tiempo.

Es el tiempo, algo más que la fútil expresión de lo que a través de él acontece o, dicho de otro modo, el tiempo posee, siempre que es mencionado desde el punto de vista del Romántico, un valor intrínseco. Solo desde tamaña percepción, podemos siquiera hacernos una idea no de las consecuencias como si más bien de las connotaciones que el tiempo, en tanto que tal, adquiere para quien sin duda ninguna está llamado a ser, no por su naturaleza sino más bien por la de sus actos, el primer Romántico de la Historia.

Porque decir que SCHUBERT es el primer Romántico de la Historia, ha de ser mucho más que creer siquiera con absoluta convicción que su música está concebida, probablemente por primera vez en toda la historia, escrupulosamente dentro de los cánones que a posteriori servirán para catalogar como tal toda composición que a tal respecto haga gala. En realidad, decir que la música de SCHUBERT responde por primera vez a tales cánones supone reconocer, ya sea de manera consciente o inconsciente, que se trata de una música plena, necesaria esto es, que tiene en sí misma la causa suficiente a la hora de justificar su propia existencia.

De este modo, ejercicios posteriores tales como los desarrollados más o menos inmediatamente después de su muerte, todos ellos directa o indirectamente encaminados a reducir su obra y a la sazón su persona al esquema reduccionista en cumplimiento del cual nuestro protagonista sencillamente va detrás de BEETHOVEN en un supuesto orden de las cosas, quedan por sí solos desautorizados.

Como el propio BEETHOVEN dejó escrito: “Es verdad que en SCHUBERT hay una chispa divina”. ¿Nos encontramos ante un anticipo? Tal vez simplemente estemos ante un ejercicio por medio del cual un genio reconoce a otro. Sea como fuere, lo cierto es que la relación que se adivina entre ambos compositores, establecida ésta desde el marco conceptual de sus múltiples coincidencias, así como de sus evidentes contradicciones, resulta concebible desde un paradigma semejante al que se presenta cuando el desarrollo o la evolución de un determinado procedimiento, amenaza con fracasar por haber explorado todos los campos que a priori se le consideran propios, sin haber obtenido resultados satisfactorios. No es sino llegados a ese punto, que se impone una necesaria ruptura, la cual habrá de darse en forma de superación de las estructuras dentro de las que pudiera haberse definido el “experimento”, habilitando con ello un espacio totalmente nuevo, proclive por ello a la generación no solo de realidades nuevas, sino de verdaderos contextos netamente revolucionarios en lo que se refiere sobre todo a la concepción de múltiples y novedosos descubrimientos.
Estamos pues hablando de la paradoja de la implantación de algo nuevo, sin que el protocolo de superación de lo anterior requiera reducir al rango de obsoleto lo propio del ente superado. Se trataría pues de una forma de superación, sin que ello requiera discriminar lo que vendría a considerarse superado. Hablamos pues de una forma de ruptura no traumática, en la que la asunción de la mejora permite mantener intacta la continuidad de los entes afectados.

Porque tanto SCHUBERT como por supuesto BEETHOVEN sabían algo y lo que es más, compartían ese saber habilitando un puente que unía no tanto diferentes saberes como sí más bien el mismo saber analizado desde distintas perspectivas. Y eso está tan claro como que sirvió para que uno cerrara el Periodo Clásico, a la vez que el otro inauguraba el futuro Periodo Romántico.
Hoy sabemos de qué estaba compuesto ese saber; nada más y nada menos que de nostalgia, o como hemos dicho, de las distintas formas que el Ser Humano tiene de enfrentarse al mundo, ya sea por o desde la nostalgia.
De esta manera, SCHUBERT y BEETHOVEN están más cercanos de lo que podemos llegar a imaginar. Unir a ambos es rendir tributo a la devoción filial que nos ha conmovido a todos y que marca el sendero de una historia musical que posteriormente habrá de llevarnos a SCHUMANN, CHOPIN, BRAHMS y por supuesto, a MAHLER.
Será muy difícil, casi imposible que vuelvan a coincidir dos genios en tan corto espacio de tiempo; porque ellos contaban con el interrogante propicio, conscientes como eran de que el fracaso es el pronóstico de un logro; los fantasmas, epítome de la realidad, las ideas definitivas, solo pasos dados por o hacia lo inestable. Los hombres sagrados (HAYDNT, MOZART, BACH), solo maestros que incitaban de nuevo para crear un sentido alternativo allí donde no lo había.

¿Y de verdad aún os sorprendéis de que se les eche de menos?


Luis Jonás VEGAS VELASCO.