sábado, 27 de agosto de 2016

TOMAS LUIS DE VICTORIA: “clericus o presbiter abulensis”

Es Ávila la ciudad de los páramos. Inmersa en su propia realidad, la que procede como en pocas otras de su especial orografía, ser de Ávila confiere por sí solo un espíritu tan propio, tan específico, que si bien el mismo no dota, al menos a priori de una ventaja conceptual, no es menos cierto que sí se traduce en una suerte de arte procedimental el cual se revela como especialmente adecuado, si no valioso, cuando ha de exhibirse en momentos especialmente delicados, cuando no meramente crudos, como es el caso.
Es entonces que aquel que resulta agraciado con la condición de nativo de Ávila, a la postre lo que se regula en el “clericus o presbiter abulensis”, no es que se  muestre o porte una forma de estandarte identificador de alguna diferencia previa, o denotado por algo especialmente excelso…Mas ser de Ávila proporciona cierta capacidad para interpretar tanto la realidad, como por supuesto los tiempos que vienen a componerla, de una manera diferente.

Se trata pues sin duda del desarrollo de esa habilidad especial, la que como decimos posiciona al orante en una situación privilegiada en tanto que es como mucho, más que un sujeto paciente, la que muy probablemente en primer lugar hayamos de citar a la hora de poner de manifiesto lo excelso que Tomás Luis de Victoria resulta no solo para Ávila, sino tal  y como la historia ha demostrado, para el mundo; a la hora de traer a colación sus múltiples y especialmente renovadoras aportaciones con las que tuvo a bien derramarse en todos los campos en los que se prodigó.

Hablar de Tomás Luis de Victoria resulta complicado, y esa complejidad no hace sino incrementarse a partir del momento en el que somos conscientes de que la aproximación contextual ha de ser llevada a cabo desde la concepción básica de tener muy en cuenta las premisas propias que sin duda han de afectar a alguien que murió en Ávila, en el ocaso de un mes de agosto de 1611.

Sin embargo, y lejos en nuestro ánimo el resultar redundante, todo empieza a encajar, sería más justo decir que todo empieza a adquirir sentido, cuando decimos que rápidamente, Victoria entiende y pone en marcha la realidad vital procedente de reaccionar a la comprensión de las dos certezas cuando no premisas que al menos en apariencia siempre han resultado claves para ser aceptado, no digamos ya para triunfar, en esta tierra. La primera y a saber, dedicar tu vida a La Iglesia. La segunda, y no por ello menos imprescindible, marchar pronto y lejos.

Y cierto es que Tomás Luis de Victoria entendió pronto y bien las circunstancias que con lo dicho se pormenorizaban, y cierto que lo desarrolló de manera eficaz es decir: de manera rápida, y en toda su intensidad.

Es por ello que la vida, o más concretamente lo que de la misma podemos mentar por hallarnos en disposición de probarlo documentalmente (ya sea a través del Archivo Catedralicio de Ávila, o del “Liber ordinationum” conservado en el Archivo General del Vicariato de Roma donde desde el 6 de marzo de 1575 consta la anotación que concierta lo adecuado de su calidad musical con lo prolífica de su obra, lo que le faculta desde entonces para hacer aparecer su nombre en la portada de sus obras), queda inexorable e inquisitivamente vinculado al binomio taxativo que en lo tocante a su vida forman La Música y La Iglesia; binomio al que Victoria, como pocos, aportará claridad, coherencia y por encima de todo, belleza estética.

Una vez consagrada su vida a Dios, Tomás Luis de Victoria desarrollará su labor de permanencia y vocación al servicio de La Iglesia descubriendo, promoviendo y reforzando hasta el infinito los nexos que a su entender existen entre las dos magnitudes a las que hemos hecho mención.
Sin embargo, no podemos dejar el menor resquicio a través del cual puedan colarse malas interpretaciones. Así, ha de quedar muy claro que Victoria no se limita a musicar la Misa. Más bien al contrario, Tomás Luis de Victoria está netamente convencido, y así se lo expresa a sus maestros entre los que destacan  Raffaele Casimiri, de que resulta viable una opción por medio de la cual el acceso a Dios se lleve a cabo netamente a través del ejercicio de la Música. (…) La Música enardece al Hombre, le predispone para ser agente activo y paciente a la vez a la hora de entender la belleza; y se pone de manifiesto entonces como un instrumento imposible de ignorar a la hora de usarlo para aproximar a Dios y al Hombre. (De la Correspondencia con Felipe II, Rey de España.)

Dedicado pues y pocas veces resulta más acertado el uso de la expresión en cuerpo y alma a la Música toda vez que para él no hay contradicción entre sus deberes para con Dios toda vez que éstos quedan sobradamente nutridos por medio de su condición musical, o más concretamente por la calidad que la misma promueve; es cuando no resulta para nada sorprendente sino que más bien al contrario se revela como casi lógico el que Tomás Luis de Victoria compusiera exclusivamente en el marco de lo Sacro. Mas tal consideración no es óbice, y de serlo cometeríamos un error imperdonable, de cara a pensar que ello pudiera traducirse en una suerte de limitación que ya fuera desde el punto de vista de lo conceptual, o posteriormente una vez alcanzado el plano de lo procedimental, se tradujera en limitaciones para el compositor.

Más bien al contrario, no solo el cúmulo de acontecimientos, sino evidentemente también el orden en el que éstos vinieron a desarrollarse, imprimen a la personalidad de el abulense una serie de sellos imprescindibles a la hora de avalar la certeza que le caracteriza a la hora de por ejemplo ser justamente tenido en cuenta como un verdadero humanista.
De esta manera, la soberbia combinación que produce la unión del soberbio catálogo conceptual al que Victoria ha ido accediendo desde su ingreso en la Catedral de Ávila, con la inigualable capacitación que a título de aptitud el mismo demuestra, termina por poner de manifiesto lo que no es sino la constatación de  una realidad llamada a subrayar la existencia de uno de los destinados a ser conocido como Grande entre los Grandes en la Música de España y por supuesto de Europa.

Llamado a brillar participando de lo que llamaríamos natural desarrollo del movimiento musical renacentista, Tomás Luis de Victoria se mostró como un valuarte imperturbable a la hora de desarrollar todas las técnicas musicales que el que el que era su presente le ofrecía, abocándolas en cualquier caso hasta sus últimas consecuencias, sobrepasando en muchos casos las limitaciones que en principio bien podrían haber restringido el que parecía su desarrollo potencial. Pero lejos de ceder a la tentación natural de rendirse ante los problemas, el abulense sacaba entonces su proceder, y a partir de las premisas de lo existente, conseguía hacer fluir un mundo nuevo en el que la nueva Música más que superar el presente, anticipaba el futuro.

Se constata así la genialidad del que fue capaz de anticipar movimientos que aún tardarían mucho en llegar, como es el caso del Barroco Musical; sin que por ello se resientan ni un ápice los que habrían de ser sus más brillantes composiciones, todas ellas dentro del Renacimiento Musical.

El Gran Maestro Polifónico había llegado, y era nuestro. Más nuestro que otros, si cabe.

Pero Ávila es Ávila. En Ávila no se triunfa, se perdura, se sobrevive. Es por ello que la manifestación natural de Ávila es la piedra, y el carácter natural del que es natural de Ávila pasa por lo imperturbable, lo pétreo. Con todo y con ello, o tal vez solo a pesar de ello, el que estuvo llamado a renovar el mundo de la Música a través de su particular interpretación del carácter polifónico era de nuestra tierra, y se llamaba Tomás LUIS DE VICTORIA.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 20 de agosto de 2016

DE “1812” A HOY. HAN TRANSCURRIDO EXACTAMENTE 134 AÑOS.

Pocos son los casos en los que tan perfecta y gráficamente están descritos no ya los acontecimientos de contexto, sino más bien los detalles propios que tienen que ver con todo lo referido al instante concreto de una obra musical.
Ya sea por lo importante de la obra en sí mismo, o por lo trascendental del fenómeno al que ésta haga mención ya sea directa o indirectamente, lo cierto es que solo en contadas ocasiones podemos gozar con la amplitud de un catálogo descriptivo tan soberbio como el que se corresponde con el del estreno de la Obertura Solemne 1812.

Acontecido el hecho en la Catedral de Cristo el Salvador de Moscú, el 20 de agosto de 1882; no solo la obra, sino especialmente el contexto que vino a convertir en poco menos que imprescindible su composición redundan de manera más que soberbia en todos y cada uno de los prolegómenos anteriormente aducidos, hasta el punto de que bien podríamos considerar que los mismos han sido específicamente consignados para un fenómeno de las dimensiones del anunciado.

Porque efectivamente, la Obertura Solemne 1812 constituye en sí misma un fenómeno de magnitud considerable, toda vez que no solo los antecedentes, sino realmente los consecuentes, asumen una suerte de notoriedad capaz de redundar en la certeza de la necesidad de una explicación que lejos de atenerse al fondo, bien puede en este caso hacer mención expresa de la forma.

Constituye la 1812 en sí misma lo que podríamos llamar la suerte de obra tipo. De esgrimirse como parangón en lo concerniente a la reseña vinculada a la explicación de los parámetros que por realidad histórica redundan en la justificación contextual como refrendo a su composición; es cierto que la Obertura Solemne 1812 hace referencia al que se esgrime por antonomasia como el motivo digno de merecer una mención, a saber, la refrenda de una vistoria.

Pero resumir al vínculo con una victoria lo relativo al campo semántico que une inexorablemente a la 1812 con la Historia, sería tan injusto como insoportable.

Compuesta en el último trimestre de 1880, La Obertura Solemne 1812 aglutina sobre sí muchas, si no todas, las características que han de considerarse propias a la hora de discernir cuando no de analizar este tipo de obras.
Respetuosa con la realidad, al menos con la que era de esperar, la obra destila una suerte de emotividad vinculada con la satisfacción, una satisfacción que como es de esperar procede del hecho de la victoria en sí misma. Sin embargo, y es ahí precisamente donde cabe la mención expresa, la reseña de la victoria está elevada a una potencia de magnitud tan alta que resumir tanta emotividad a las consecuencias de una única victoria, por grande o intensa que la misma haya sido, parece cuando menos excesivo.

Es por ello que descartada la teoría de la mera celebración de un éxito, no ya causas de su éxito, cuando sí más bien las de su génesis, han de ser buscadas en otro sitio, en otros motivos. Unos motivos que emergen de manera clara, casi cristalina, cuando hacemos confrontar la realidad que se manifiesta en el momento histórico refrendado en la obra, con el que se sufre en el momento en el que la misma es compuesta, y a la sazón estrenada.

Muchas y muy diversas son las causas que redundan en el estallido de la Revolución Francesa resultando por ello casi infinitas las consecuencias que de la misma habrán de dirimirse. Sea como fuere, lo único cierto desde un punto de vista más cualitativo que cuantitativo es que la realidad que tras la misma se devenga resulta curiosamente más descifrable acudiendo a paradigmas de nuestro presente, que si intentáramos resolverlo desde los aspectos mentales propios de la Europa Anterior a la Revolución.

Muchas cosas cambiaron. O por ser más exactos, muchos fueron los clamores de cambio que fueron escuchados tras la Revolución. Pero si algo caracteriza a las revoluciones es la ausencia de medida, y ¡cómo no! a tal realidad hemos de hacer alusión si nos referimos a la Revolución Francesa.
Uno de estos excesos es el que se da en la persona de Napoleón Bonaparte. Resultado más que catalizador de La Revolución, Bonaparte esgrime buena parte cuando no todos de los elementos que han de conformar el catálogo correspondiente en este caso al Buen Oficial.
Vanidoso y desmedido en lo que se refiere a los considerandos éticos, Pueril y un tanto subdesarrollado en los morales; Bonaparte hará buena la posterior consigna mentada en pos de afirmar que Una Sociedad es madura cuando es capaz de reconocer los que habrán de ser sus propios intereses; la modificará eso sí, sustancialmente, concretamente en lo referido a la connotación en base a la cual podríamos afirmar que él se erigirá en el paladín llamado a sustituir al Pueblo en lo referido al momento de dirimir entre lo bueno y lo malo.

Erigido ya el antihéroe, la 1812 necesita del ente sobre el cual refrendar siquiera por contrario el erario de virtudes a partir del cual clamar por la Justicia. Sin embargo en este caso la Justicia no lo es tanto, o al menos no lo es en lo concerniente a la representación numérica destinada a la refrendar el lechado de virtudes que se esperan del héroe. Y la causa, no por evidente, ya proceda esta evidencia de la realidad histórica, o de las consideraciones conceptuales; es menos atractiva…

Vinculado todo a los acontecimientos desarrollados como consecuencia de la Batalla de Borodín, que ya Tolstoi describiría acudiendo al formato coral en su sensacional Guerra y Paz; lo importante y por ello lo sujeto a la reseña no son los acontecimientos de la batalla pues ésta, acontecida el 7 de septiembre de 1812, terminó con una sonora derrota del ejército ruso, la cual redundó en la toma de Moscú.
Sin embargo, y es ahí aquí donde todo adquiere sentido, será el inescrutable sentimiento de unidad que preside el ánimo del Pueblo Ruso el responsable de reorganizar rápida y eficazmente una suerte de resistencia que acabará por expulsar primero a Napoleón de Moscú, en lo que será el anticipo de la salida de los ejércitos extranjeros de Rusia.

De esta manera, el innegable condicionante patrio, muestra efervescente de una suerte de Nacionalismo encubierto quién sabe si por la especial configuración que tales sentimientos experimentan cuando son tamizados por el crisol del pensamiento Romántico, dan forma a una estructura tremendamente compleja que solo adquiere sentido formal a posteriori, cuando la interpretación conceptual de la obra lleva a considerarla como una muestra excepcional de Música Programática.
Esta consideración, lejos de limitar no solo el campo semántico sino incluso mucho más, el de interpretación de la obra; se erigen en una suerte de elementos de conservación que envuelven a la misma en una suerte de contenedor ajeno a la entropía que la protege, garantizando su conservación.

Falta de entropía y conservación. A la sazón, los conceptos fundamentales a la hora no tanto de comprender sino a lo sumo de tratar de explicar lo que está llamado a describir el fracaso que ya de manera indefinida se da por sentado en la Rusia de Tchaikovsky. Porque si el factor coral llamado a traducirse en la certeza de que los éxitos están garantizados si éstos se persiguen a partir del trabajo en común, constituía el factor determinante en la Rusia propia al momento referido en la Obra; lo cierto es que ni la realidad social ni mucho menos la histórica parecían llamados a refrendar tales considerandos en la Rusia que vio el estreno.

Así, la Rusia de 1880, la que promueve su concepción, y la Rusia de 1882, la que como decimos será testigo de su estreno, no solo no se parecen en nada, sino que más bien parecen encerrar una innegable contradicción en lo que se refiere a lo dispuesto para con el espíritu desarrollado por El Pueblo en 1812. Un espíritu cuyo referente material redunda de manera indiscutible en la consecución de los éxitos referidos.

Por ello, tanto la aventura en la que se convierte la concepción de la Obra, como especialmente el boato desde el que las clases dirigentes pretenden apuntarse el éxito al que parece llamar su estreno, pues del mismo parece depender la recuperación de un mancillado sentimiento nacionalista patrio, terminan por convertir en una suerte de apóstrofe impostado todo intento de refrendar como propio un concepto, el que en todo momento redunda en la obra, que por esencial es solo comprensible para el Pueblo.

Por ello, o quién sabe si con ello, La Obertura Solemne 1812 tiene tantas interpretaciones como momentos, centrando en las propias que cada instante puede ofrecer, las emociones que de manera evidente como pocas obras es capaz de inducir en el escuchante.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 13 de agosto de 2016

DE LA IMPORTANCIA DE AGOSTO EN “EL FENÓMENO DE LA ILUSTRACIÓN EN ESPAÑA”.

Si bien es un hecho conocido a la vez que probado el que pasa por saber que en Historia, pocos son los acontecimientos que por su nivel de precisión, o digamos de “puntillismo”, tienen repercusiones estructurales o digamos “de trascendencia histórica” a pesar de que su transcurrir queda reducido a un “día concreto”; lo cierto es que el vínculo que el mes de agosto tiene con esta clase de fenómenos, o más concretamente con el de “La Ilustración”, bien podría ser digno de merecer un estudio detallado e independiente.

Constituye el fenómeno de La Ilustración, uno de esos que, precisamente por ser supuestamente conocidos, han acabado por ser desmerecidos.
Lejos por supuesto de embarcarnos aquí y ahora en una apuesta de periplo más o menos encaminada a analizar el cúmulo de aciertos o desaciertos que al fenómeno vienen ligados, no por ello habremos de rechazar el sucumbir a la tentación de profesar el merecido homenaje a uno de los fenómenos que, precisamente por su diversidad y profundidad, de manera más espectacular vino a modificar para siempre no solo la estética, sino fundamentalmente la ética de todos y cada uno de los lugares por los que directa o indirectamente, transitó.

Podemos decir que se trata, el fenómeno de La Ilustración, de una respuesta instintiva, y por ello natural, que toda una época lleva a cabo cuando comprende que lo inexorable que se observa del análisis de las causas y consecuencias del momento histórico que la rodea, anuncia lo inevitable de un colapso.
El mundo de finales del XVII, y fundamentalmente de todo el XVIII, ha alcanzado una complejidad tal, que resulta del todo incomprensible incluso para los propios, si para ello han de seguir manejando los esquemas y conceptos propios de la etapa llamada a su extinción.
En un ejercicio de supervivencia, y por ello innovador donde los haya, la complejidad alcanzada por las estructuras de lo que por primera vez podemos llegar a llamar Sistema de Estado promueve de forma activa lo que podríamos llamar una suerte de autoanálisis. Las conclusiones que del mismo se derivan no son ahora relevantes, lo que importa es el hecho procedimental digamos en sí mismo. El Estado ha adquirido conciencia de su propia existencia. De cómo reaccionen ante tal disquisición sus representantes en gran medida dependerá la supervivencia o el colapso definitivo del mismo, al menos tal y como hasta ese momento lo conocían.

La primera gran condición ante la que debemos rendir cuentas cuando hablamos del fenómeno de La Ilustración, es sin duda el de su complejidad. Se trata de una complejidad que en este caso no obra conforme a lo esperado respecto al concepto de complejidad en sí misma, sino que más bien se refiere a la profundidad de las raíces desde la que emana. Se observa así que en cualquier contexto en el que La Ilustración haya arraigado, sus efectos se extienden desde el núcleo hasta la periferia, no dejando pues nada al albedrío. Procediendo desde la metáfora del árbol, El Concepto Ilustrado se asemeja al proceso mediante el que las raíces absorben por los pelíferos una suerte de elementos y compuestos que, tras ser tratados con las especificidades que el fenómeno ilustrado proporciona, logran fabricar nutrientes que hacen posible el desarrollo,  allí donde otros que carecen de tal procedimiento no pueden sino acaparar piedras en forma de sales minerales; al contrario del árbol que, a partir de la raíz, y a través de sus distintos componentes irradia su poder a todos y cada uno de sus miembros, creciendo y creciendo y lo que es más importante, gozando de las condiciones para hacerlo de manera infinita, acercando con ello al Hombre a sus metas.

Estamos pues ante un concepto cuyo desarrollo, fundamentalmente por la grandeza de los cambios que está llamado a generar, merece ser considerado bajo la perspectiva propia de lo llamado a tener verdaderas consecuencias revolucionarias. Como tal, los preámbulos a partir de los cuales puede percibirse la presencia parten inevitablemente de la concreción de lo que hasta ese momento se trataba tan solo de una intuición, intuición que poco a poco se iba generalizando a través del trabajo de zapa que nada tan corrosivo como el rumor puede llegar a hacer.

Y así, a finales del XVII lo que parecía tan solo un rumor, a saber la crisis del sistema hasta el momento vigente, alcanza por si solo, y ahí radica precisamente la genialidad del hecho toda su vigencia al poner de manifiesto de manera necesaria las causas de una crisis que de haberse dado en cualquier otra época hubieran evolucionado desde la contingencia.

La clave del éxito del nuevo modelo, o por ser más exigente, de la cadena de acontecimientos que a priori de manera accidental está llamada a hacerlo posible, se encuentra en la compresión de los estados previos; porque tal y como hemos tratado de poner de manifiesto, el llamado fenómeno de La Ilustración responde a un consecuente, o sea, se erige en procedimiento novedoso derivado de la incapacidad que el medio tiene para seguir promoviendo respuestas que han de ser nuevas, toda vez que las viejas preguntas han evolucionado.

En palabras de Lucien GOLDMANN, “Responde la Ilustración a una etapa histórica de la evolución global del pensamiento burgués”. Ubicada tal aseveración en el contexto sociopolítico del pensamiento del autor, la predisposición eminentemente marxista se erige en este caso como catalizador definitivo a la hora de aprovisionarnos del ingrediente magistral a la hora de ubicar no ya nuestra reflexión sino más bien los conceptos que se han significado a título de antecedentes y de consecuentes, dentro del esquema que tantas veces nos ha servido de referencia. Así, la aparición no solo del concepto económico, sino la predisposición a la que la reflexión propia nos expone, sirve para ubicar de manera definitiva el esquema que por integrador tantas y tantas veces ha resultado clave. De manera que la incidencia economicista que hemos puesto de manifiesto, más pronto que tarde habrá de desencadenar el periplo que le es propio, haciendo que todo fluya, en tanto que los condicionantes primero sociales, y luego políticos, nos permitan concebir la magnitud del nuevo escenario dentro del cual solo la coherente disposición de los personajes nos permitirá augurar un correcto desarrollo no solo de los conceptos, como sí más bien de los procedimientos cuyo ordenado desarrollo parece llamado a erigirse en el gestor de los mismos.

Queda así pues demostrado el carácter eminentemente vertical de la Revolución Ilustrada. La total afección en la que de uno u otro modo se ven implicados todos los elementos del sistema, en este caso del Estado, nos permite presagiar el grado y la magnitud de los cambios a los que de una u otra manera habrán de hacer frente los participantes, en este caso los estados, a los que hagamos mención.
De esta manera, tanto la intensidad de la afectación, como por supuesto el orden en el que la misma tendrá efecto, depende se manera inexorable del estado previo en el que se encuentra el potencial receptor de la novedad.
A la vista del estado de las cosas de la España previa, podemos concluir de manera sencilla que en nada parece estar la nación preparada no ya para afrontar un principio Ilustrado, más bien ningún proceso más allá del conservadurismo al que unos por acción y otros por omisión se han ido poco a poco acostumbrando.

Es entonces cuando la entrada de la que denominaremos variable extranjera, se muestra como imprescindible para comprender el éxito, siquiera relativo, del que gozó el movimiento ilustrado, y del que figuras como Jovellanos o el propio Goya pueden dar fe, si no en la duración, sí en la magnitud.

El movimiento Ilustrado concibe su concreción en España a partir de la consecución real o potencial de los acuerdos alcanzados en el Tratado de Utrecht. Más allá del logro objetivo de las disposiciones conciliadoras consecuentes, este acuerdo puso definitivamente en el cargo a Felipe V, un monarca que no sería reconocido como tal por la totalidad de los estados concomitantes hasta el 13 de agosto de 1713.
No ya su carácter extranjero, cuando sí más bien el hacer gala de su extensa educación francesa, supondrá, en lo que será una excepción a la hora de mostrarnos para con nuestros monarcas, una clara ventaja en tanto que la predisposición ilustrada de la que dará muestras desde muy pronto, redundarán de manera muy eficaz en lo que supondrá una especie de recuperación del tiempo perdido en tanto a lo que España llevaba consumido de Tiempo Ilustrado.

Y si Felipe V y su predisposición versallesca a la Ilustración, se erigirán en elementos imprescindibles para comprender el desarrollo siquiera incipiente de tal concepto, será con Carlos III, que precisamente será coronado rey un 10 de agosto, de 1759, con quien todas las atribuciones ilustradas que ya sea de manera real o inventada agasajamos a España, tendrán no ya cabida sino absoluto desarrollo.

De esta manera, podemos sino demostrar, sí cuando menos erigir el camino en pos del cual marcar la senda que nos permita entender el proceder Ilustrado de España precisamente a partir de la comprensión del que ha sido el mayor periodo en el que un mismo monarca gobierna España, hecho que acontece con Felipe V, y la continuidad y desarrollo de las Ideas Ilustradas hasta su más excelso desarrollo en España, lo que ocurre con Carlos III


Luis Jonás VEGAS VELASCO. 

sábado, 6 de agosto de 2016

DE LA ESENCIA DEL HOMBRE.

¿Qué es? O mejor aún. ¿Dónde radica lo que nos hace ser Hombres? Pues a la vista de lo deparado por los tiempos, o siquiera ante la lectura de las consecuencias que han tenido los actos que han sido protagonizados en los últimos tiempos, es más que posible que hayamos de ubicar nuestras esperanzas no tanto en la posibilidad de encontrar un Hombre Bueno, sino más bien en la capacidad de éste para superar las desgracias.

Es así entonces que, de aceptar como buena la premisa inducida, llegaremos más pronto que tarde a la conclusión de que no existe un Hombre Bueno en tanto que tal, sino que el Hombre pone de manifiesto su bondad en la medida en que la tesitura de las cosas, la disposición que adopta la realidad, contribuye de una u otra manera a consolidar o cuando menos a categorizar como buenos, o siquiera como idóneos, a los competentes a la hora de reaccionar de manera ordenada ante disquisiciones o dudas.

Pero vive El Hombre, y esto es indiferente de su condición, sumido a la par que condicionado  en el contexto que le es propio.

Puestos a discernir, o más concretamente a reconocer nuestra incapacidad para proceder de manera ordenada o cuando menos científica en el momento en el que se requiere de tamaño menester; que una vez reconocido nuestro sonoro fracaso en lo concerniente a la misión promovida en aras de encontrar respuesta a la cuestión versada sobre la esencia del Hombre, resultará evidente anticipar otro fracaso, si cabe más sonado, en lo concerniente a albergar alguna suerte de disposición sobre la comprensión del contexto, y de las maneras mediante las que éste influye en el devenir de tales.

Inmersos en el concepto, y ubicados cuando menos por contexto dentro de la displicencia propia a las materias en las que ideas como Tiempo y Espacio abandonan con serenidad el lugar que habitualmente les es propio en el armario de lo abstracto, para consolidarse como elementos imprescindibles de querer triunfar en la aproximación que hoy planteamos; es cuando la amalgama en principio determinada comienza a adoptar forma, una forma que rápidamente será reconocible, en cuanto apliquemos los últimos toques.

Convencidos de la displicencia que para entender el presente aporta el conocimiento del pasado, afirmamos que no ya solo para comprender el instante que nos ha tocado vivir, como sí más bien para cumplir la única obligación que en principio parece asumible, y que puede quedar definida dentro de la premisa en base a la cual, la única explicación absoluta en lo concerniente a las causas de la existencia de la muerte, pasa por aceptar que ésta solo afecta en realidad a las personas que han vivido; podeos ir poco a poco consolidando un escenario en el que no ya la comprensión del presente, sino la comprensión de todos los presentes nos está vedada toda vez que la mera asunción de la ilusión por la que el tiempo es comprensible, pasa por el requerimiento de la falacia según la cual podemos llegar a comprender al Hombre, a la sazón única medida de todas las cosas en tanto que es el único elemento común a todas las cosas. Y eso incluye, por supuesto, al Tiempo.

Elegido pues y no al azar el concepto crisis como el que en apariencia bien puede definir, yo creo incluso que restringir el proceso de comprensión del instante que, regalado, se constituye en el Tiempo que nos es propio, me atrevo a decir que no es un periodo de crisis sino el espacio temporal determinado entre dos fases constatables de bonanzas.
¿Significa esto que la crisis no tiene definición? Sencillamente no. Lo que la comprensión de la premisa viene a significar es que la intransigente continuidad a la que se halla sometida tanto la continuidad del tiempo como el mismo en tanto que tal, conforma en sí mismo la línea de evacuación cuando no la excusa llamada a evitarnos el mal trago de definir no tanto el periplo propio de una crisis, como sí más bien la naturaleza frustrada del Hombre que le es propio.
Sin embargo. ¿En qué medida es justo identificar la frustración como la emoción predominante en El Hombre protagonista de un periodo de crisis? ¿Significa tamaña afirmación que el Hombre llamado a transitar en mayor o menor medida por un periodo de crisis responde de una manera u otra a condicionantes que en cierta medida “justifican o promueven” tales ciclos? ¿Existe una suerte de Hombre diferente, incluso inferior, propio a habitar en un “tiempo de crisis”?

La aceptación de tales premisas devengaría rápidamente en la consolidación de una tesis cuyo tremendo peligro redunda en consideraciones tanto procedimentales como por supuesto morales. En lo atinente a éstas últimas, decir que la aceptación de una suerte de Hombre propenso a habitar los periodos de crisis, un Hombre que de seguir tales premisas habrá de ser supuesto como débil, cuando no quebradizo; además de constituir un serio detrimento en lo concerniente a las consideraciones de igualdad, presenta sobre todo un obstáculo insalvable que se revela en toda su magnitud cuando dirigimos el foco a las cuestiones prácticas o más bien de procedimiento. De existir de manera efectiva un Hombre de la Crisis, la continuidad predecible en el modus operandi que habría de serle propio repercutiría en la repetición de sus usos y costumbres, lo cual se traduciría en la manifiesta incapacidad para abandonar por sí solo cualquier periplo, ya fuera éste de crisis o de bonanza, ya que como por todos es sabido, la repetición a lo largo de todo su extremo de un determinado proceder no permite anticipar solución o resultado diferente al que desde la primera vez se viene repitiendo.

Deduciremos entonces de la conducta del Hombre, que no de la mera resolución que a los distintos problemas haya de producir, la causa inherente a las distintas configuraciones que el modo contexto acredita en cada uno de los tiempos. De este modo, el elemento unitario, el destinado a aportar coherencia en su modo de quehacer predecible se erige en torno al Hombre como figura ahora ya indiscutible.

Abandonamos pues con paso firme la teoría del mero devenir del Tiempo, y apostamos pues con paso firme y sin fisuras por la aceptación de la tesis por la que no es sino el Hombre, y sobre todo la interpretación que en cada caso realiza en pos de modificar la realidad en base a las premisas que le son propias, o que le han sido proporcionadas, lo que convierte no solo en único, sino en manifiestamente irrepetible, cada uno de los instantes que en función respectiva de la percepción que cada uno de los llamados a considerarlo como presente, el Hombre en ese instante coherente con la idea de presente, llevó a cabo.

Salta así pues por los aires la idea no ya de que el presente, ni siquiera las interpretaciones que en apariencia están llamadas a definirlo, pueden repetirse. El presente no resulta computable, siquiera por aproximación, desde la comprensión del pasado. El porqué es evidente. El Hombre es el elemento que consolida al presente en su faceta objetiva, y lo que es más importante, lo hace también en su faceta subjetiva, la llamada a producir sensaciones y emociones, muchas de ellas irracionales, no sujetas por ello a la lógica y, lo que las hace irrepetibles a demanda, lo que imposibilita la confección siquiera de manera experimental de un campo o de un contexto idéntico a otro, cifrado en un pasado que por ser coherente con el presente, resultara siquiera ilusoriamente un modelo de cuya comprensión pudieran devengarse premisas destinadas a ser útiles en el presente.

Relegada así a la nada la tesis por la que extrapolar la sucesión de periodos como una medida óptima resultaría eficaz para explicar tanto el progreso cuando perseguimos la comprensión de factores morales, como la madurez del individuo cuando el campo de afectación resulta más propio de la ética; acabaremos por redundar en la certeza de que no solo la calidad que define a los periodos, sino los periodos en si mismos, obedecen a criterios de susceptibilidad mayores en todo caso a los de mero orden.

Es entonces cuando desestimamos del todo, tal vez por reduccionista, la afirmación en base a la cual un periodo de crisis es tan solo el tiempo que transcurre entre dos periodos de bonanza.
El Hombre, o más concretamente las reacciones que ya sea de manera consciente o inconsciente habilita en pos de enfrentarse a ésta, resulta esencialmente los responsables no solo de la superación de la crisis, sino de la configuración del nuevo contexto que surge como fruto de tal superación.

En agosto de 1492, el Hombre asistía al fin del colapso estructural llamado a poner en tela de juicio la mayoría si no todos los conceptos que hasta ese momento habían resultado de utilidad para explicar y comprender el mundo.
La salida desde el Puerto de Canarias de las naves que capitaneadas por Cristóbal Colón, estaban destinadas a hacer Historia, lo harían no solo por la magnitud cuantitativa que sus descubrimientos denotarían. La realidad está en que esa misma magnitud implementaría en el Hombre del momento una nueva percepción del mundo al menos en apariencia destinada a cambiar el régimen vital del Hombre quien, cansado de mirar hacia atrás, hacia el pasado, encontrará ahora en la capacidad de proyectarse hacia el futuro la consecución de su máxima prioridad.
La Edad Moderna pide así paso.

Agosto de 1945. El que en apariencia es el mismo Hombre, lanza sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki el que sin duda será el mayor ataque de la Historia.

Si se trata o  no del mismo Hombre es algo en principio inabordable, si bien la lógica nos incita a decir que sí.
En consecuencia, la falta de perspectiva, identificada en este caso en la ausencia de un lapso de tiempo suficiente, nos impide hablar con propiedad al respecto de cifrar o no un cambio de época.

Sea como fuere, el Hombre, solo el Hombre, se erige en nexo coordinante.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.