sábado, 25 de mayo de 2013

DE WAGNER, DE CUANDO EL CAMINO HACIA LOS INFIERNOS NO PASA NECESARIAMENTE POR LO TENEBROSO.

El tiempo pasa, inexorablemente. Con su taimado disfraz de justicia, quién sabe si romántica, su definición, revestida de inhóspita, transcendental; en definitiva sempiterna, se rodea a título conclusivo, de un tamiz eterno, con el que definitivamente logra revestir para siempre su, por otra parte, pétrea y oclusiva faz.

Constituye el tiempo, o mejor dicho, la percepción que del mismo tenemos, poco más que una vaga aproximación cuyo grado de absolutos a los que aparece ligado, es tan solo comprensible cuando con carácter previo, asumimos que también multitud de los aspectos que componen la mera ilusión a la que llamamos realidad, está compuesta en realidad de poco más que de aproximaciones, de ideas que tenemos sobre ideas, las cuales, de ser no ciertas, sino sencillamente creídas, bien podrían constituir el espacio idílico en el que se desarrollara en todo su esplendor el genio maligno de la Teoría de Descartes.

Y es entonces, cuando por aproximación comenzamos a representar en nuestro derredor la aproximación a la que de forma definitiva queda reducida toda ilusión destinada a concebir qué es el mundo; cuando comprendemos el grado de deslealtad, sufrimiento, ostracismo y perversión; al que inexorablemente ha de enfrentarse el Hombre (o al menos aquél que tenga valor para ello); y finalmente revestirlo todo con la osadía impenetrable propia de la virtud última, tal vez la del desprecio, que como trampa final espera ansiosa para derrotar al guerrero que, por más raudo que se mostró en la batalla, baja ahora sus armas convencido de la falsa ilusión de seguridad que le proporciona la visión en la lontananza de lo que él cree que es su hogar, el cual ha sido presa de la destrucción al caer en la batalla víctima de los zarpazos propinados por él mismo a medida que con cada sueño ficticio, le arrebataba uno tras otro, todos los retazos que una vez compusieron su realidad.

Es la realidad a la que nos referimos, la que compone, contextualiza y determina, el siglo XIX. Un siglo netamente marcado por grandes cambios, catalizados todos ellos sin el menor género de dudas por grandes revoluciones (unas armadas, otras, aparentemente no), pero que indefectiblemente han de converger en la necesaria composición de un teatro de operaciones, que a falta de uno real, bien puede ser virtual; en cuya definitiva composición, sin el menor género de dudas, la Música de Wagner tendrá mucho que decir.

Es, siguiendo esta interpretación, el siglo XIX un siglo de punto y aparte. A título de descripción, y sin ánimo de desmerecer en un ápice el grado de influencia que las distintas épocas han tenido a la hora de constituir el mundo, y con ello la formación del Hombre que del mismo deriva; podemos decir sin ánimo de perturbar la tranquilidad de nadie, que la centuria del 1800 encierra por primera vez dentro de sí, todos y cada uno de los preceptos, cánones y compromisos que permiten al propio Hombre ubicarse dentro de sí mismo “…como realidad (…) en tanto que tal”, a la par que, una vez cerrado aunque sea en falso, el círculo que constituía hasta ese momento el dilema sobre su propia identidad, proyectarse fuera de sí mismo.
Es entonces que se superan las viejas barreras. Los viejos muros, aquéllos que hace siglos que suplen la falta de argamasa pétrea, por los inocuos argumentos de la etérea tradición, son definitivamente superados. Y lo que es peor, lo hacen sin el menor esfuerzo, lo que lleva al Hombre, como artífice único de esa realidad, a plantearse el verdadero rigor de todas y cada una de las aparentes certeza que, por bien o por mal, han constituido desde entonces y por siempre, el armazón sobre el que unos y otros han construido su realidad.

El Hombre constata por sí mismo, de ahí la validez inalterable del argumento, “que los Ídolos tienen los pies de barro.”
¿Existe verdaderamente algún alimento mejor para una Verdadera Revolución?

Es el siglo XIX el instante acreditado para el diagnóstico de la enfermedad. Europa, el Mundo, y por ende el denominador común de ambos, el Hombre, está enfermo. La enfermedad que padece, ficción. Sus síntomas, el procedimiento ilusorio. La manifestación de la enfermedad, el uso de la religión.

Es así que Wagner se encuentra inevitablemente ligado no ya a un mero siglo de cambios. Se trata para mayor certeza, de un siglo en el que tanto la necesidad de los cambios, como la transcendencia que de los mismo se derive, forma parte implícita y abierta del catálogo de necesidades a las que se suscribe el propio procedimiento del cambio. Por primera vez, el Hombre es consciente antes de empezar, de las consecuencias que sus actos tendrán. El motivo, por primera vez estos cambios y su sentido no ha de ser buscado en entes externos, y por ende alienantes, como podrían ser las tesis religiosas, y por supuesto el propio Dios. Por primera vez el Hombre es desde el principio, la causa y el efecto del proceder Humano.

Es la constatación definitiva del triunfo del Humanismo.

Un triunfo que será irreversible, en tanto que parte de parámetros absolutos, por proceder de verdaderas intuiciones, “claras y distintas”, pero que alcanzan el grado de paradojas al verse intrínsecamente libres del estigma que podría consolidarse de una potencial vocación dogmática.
El Hombre deja así de necesitar a Dios. Ya no importa dónde éste de halle. El Hombre ha dejado de buscarle. Las piedras que antaño se usaron para construir templos, se usan ahora para hacer puentes por los que transitan las mercaderías, y para hacer muros que demarcan parcelas productivas en las que se cultiva trigo y uvas que pasarán a ser cuerpo y sangre del Hombre.

Y lo mejor de todo, los templos no serán destruidos, porque será del desprecio a lo anterior, por viejo, no por antiguo, de donde el Hombre extraerá la fuerza destinada a transformar verdaderamente su medio, mediante la acción constructiva del trabajo. Así, no hace falta matar a Dios, bien puede dimitir, descansar, o esperar mejores tiempos.

“Yo no he venido a matar a Dios, he venido a anunciaros que Dios ha muerto”
Una muerte en la que inexorablemente el Hombre ha de ser sujeto agente, en la medida en que la asunción del hecho requiere la inmediata adopción de medidas destinadas claro está a lograr la suplencia del ente desaparecido. De nuevo, y con  carácter sempiterno el miedo a la responsabilidad, manifestado en este caso a partir de la impronta de la cesión de actos.
Y dada la magnitud del mismo, está claro que no va a ser tarea fácil.

Era el Dios del Hombre Moderno, comparado con los dioses del Helenismo; un dios paternalista. Se trata de una concepción fundamentada desde la convicción humana de la necesaria adopción de valores destinados a medir el éxito moral de las acciones en base a la comparación con unos modelos que, a base de cánones, marcan expresamente la valía de las conductas humanas.
Se trata pues, de un proceso inapelablemente reduccionista. La validez de las conductas no se encuentra en las mismas, sino que la misma dependerá del lugar que ocupen en la comparación que al respecto se lleve para con unas tablas de verdad cuyo grado de certeza no depende en este caso de la lógica, sino de la aproximación absolutista que para con unas conductas canónicas, a priori puestas por Dios, y a las que hemos accedido por intuición, determinen el grado de perfección de un acto, a saber el sometido a consideración.

De lo dicho hasta el momento se extrae que lo que liberará al Hombre será tanto la rotura con Dios, no ya acabando con él, sino desposeyéndole de sus valores de competencia; y procediendo de manera literalmente inmediata, confeccionar un nuevo universo, un nuevo marco competencial, dentro del cual las capacidades, actitudes e intuiciones libres del Hombre, constituyan en sí mismas el único marco de referencia digno de ser tomado en cuenta.

Y la Música Programática de Wagner constituye la piedra de toque ideal para proceder no ya tanto con los cambios, para lo cual serán imprescindibles años; como si para la definitiva interiorización tanto de la necesidad de los mismos, como de su importancia para “El Hombre Futuro.”

Será éste no un Hombre sin valores, sino que sus valores vendrán de su interior. No será en consecuencia y por supuesto, un Hombre carente de moral, sino que más bien al contrario será el Hombre más moral de la Historia al proceder ésta del interior del propio Hombre. Como es lógico, ¿dónde mejor que en el interior del hombre hallaremos las causas de la felicidad del hombre? Dicho de otra manera, si el comportamiento virtuoso pasa por la búsqueda de lo que es virtud ¿acaso hay mayor virtud para el Hombre que buscar su propia felicidad?

Y es precisamente en el personaje de Tanhhausser, donde mejor se materializan todas estas cuestiones. El anhelo como meta, la búsqueda como voluntad (evidentemente de Poder). La renuncia a la moral del esclavo, en definitiva la constatación, no ya de la muerte de Dios, sino del nacimiento del Superhombre.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 18 de mayo de 2013

DE LA EUROPA DE NAPOLEÓN, DOSCIENTOS AÑOS DE DIALÉCTICA EUROPEA.


No ha de resultar especialmente sorprendente si, una vez más, acudimos de manera inexorable a la Historia en pos no solo de las respuestas, sino fundamentalmente de las preguntas adecuadas, sobre las que comenzar a profundizar en el conocimiento más o menos cimentado de la realidad que se desarrolla en el presente rocambolesco que nos ha tocado vivir.

Y es así que en la medida en que somos capaces de librarnos de nuestro chovinismo, enmarcado en la ocasión que nos toca en su vertiente histórica, que poco a poco vamos dejando paso no ya solo a nuevas interpretaciones, sino expresamente a realidades completas plenas las cuales, en ocasiones incontables, acaban por mostrarse como raudos timoneles enfrascados de manera insondable en la pocas veces gratificante muestra de tratar de iluminar la verdad, pues comprenderla supone un ejercicio demasiado desagradecido.

Cuando sobrecogidos nos enfrentamos, día tras día, al intento la mayoría de las veces infructuoso de acercarnos a la aparente ilusión que compone lo que nos hemos dado en llamar nuestra realidad, tropezamos con una amalgama de componentes cuya diversidad, dispersión, y aparente caos, tejen alrededor de aquello que compone el objetivo de nuestras indagaciones, una imponente tela de araña, que conspira en pos de convertir en prácticamente inaccesible no ya solo la realidad objeto de nuestras pesquisas, sino incluso el acceso a aquello que compone nuestro protocolo, a la hora de definir los criterios de la búsqueda.
Alcanzado ese momento, es cuando más necesario, por no decir imprescindible, resulta el acceder a uno de los recursos desgraciadamente más infravalorados que existen. Me estoy refiriendo al de la perspectiva.

Usando la perspectiva, aplicándola como motor, y dejándonos guiar por el tripulante más adecuado en estos casos, a saber la moderación, podremos entre otras cosas, comprobar cómo efectivamente muchos de los elementos estructurales que sin duda componen nuestra realidad, en sus distintas versiones de incipiente, o incluso instaurada, proceden ciertamente del desarrollo, evolución o franca aplicación de procederes, conductas o incluso complejos planes a largo plazo, cuya función bien pudiera ser tan solo vagamente intuida, a pesar de guardar consideraciones brutales de cara a la concepción de las variables sobre las que tiene implicación.

Es así que hoy por hoy, inmersos de manera evidente y práctica en el análisis de cuestiones que tienen al modelo de Europa en el punto de mira;.que nos sorprendemos a nosotros mismos analizando un problema que se manifiesta de tal calado, que inexorablemente nos lleva a interpretar de nuevo, obviamente desde el prisma innovador que nos proporcionan los nuevos tiempos; aspectos y elementos que ya integraban sin duda la escenografía europea hace doscientos años, precisamente cuando un 18 de mayo de 1804, Napoleón era definitivamente proclamado Emperador.

Si bien no será hasta el dos de diciembre, en París, y en presencia del Papa Católico Pio VII, donde finalmente tenga lugar el protocolo de reconocimiento, en forma de coronación; que Napoleón será proclamado como Emperador de los franceses el 18 de mayo de 1804.

Durante aproximadamente diez años, Bonaparte unificará en torno de su persona no solo las ansias, sino también las predisposiciones y por supuesto los protocolos prácticos destinados a dar forma, de una manera en principio definitiva, y por supuesto original, a los paradigmas desde los cuales habría de entenderse a partir de ese momento la por otro lado antigua idea de la Europa unificada.
Ha de resultar a estas alturas curioso, y sin duda a alguno así le habrá parecido, el que tachemos como de originales, cuando no de innovadoras, técnicas y procederes por otro lado sempiternas como podría deducirse de todos aquellos logros que procedan de la guerra (herramienta a la que el Bonaparte no hará nunca ascos), y mucho menos la predisposición conceptual que puede derivarse del uso de preceptos y denominaciones como el de Emperador.
Si sometemos el análisis de la realidad que hoy aquí traemos, desde un punto de vista excesivamente crítico, por no decir reduccionistas, bien podría resultar que las conclusiones quedaran resumidas en esa línea. Sin embargo, sometidos los perfiles al argot propio que sin duda Napoleón requiere, pronto comprobaremos que semejantes procederes son superficiales.

Es así que un hombre de personalidad tan compleja que le permite pasar de militar a gobernante sin padecer muestras de la inusitada esquizofrenia moral de la que tantos ejemplos ha dado la historia en procederes semejantes, y que por otro lado logra evolucionar desde General Republicano durante La Revolución, hasta Primer Cónsul de la República en 1799, cuando se erige en principal artífice del Golpe de Estado del 18 de Brumario.

Pero no subyacen los motivos que justifican nuestra reflexión de hoy, a analizar las circunstancias estrictamente políticas ni militares que circundan, transmiten y en gran medida determinan tanto el éxito como el fracaso del francés. Más bien procedemos hoy en la medida de tratar de ubicar sus acciones, tanto las estrictamente prácticas, como aquéllas más teóricas, dentro de un gran plan en el que participarían variables innovadoras, tales como la modificación estructural de los marcos y procederes desde los que afrontar la antigua idea de unificar Europa bajo un mando único e inexorable, como el contraste que se suscita de sugerir hacerlo en torno a una idea tan retrógrada como arcaica que se deriva del mero concepto de un emperador.
Y puede que sea de la paradoja que subyace a esa realidad, donde probablemente encontremos una de las mejores muestras de la genialidad que de todas, todas, impulsaba a este estadista, estratega, hombre de visión y político que fue Napoleón Bonaparte.
Porque nadie como él ha podido, a lo largo de la historia, poner de manifiesto la idea de que verdaderamente era conocedor del papel que desarrollaba de cara a su cita con la Historia, sin que tal percepción le abrumara definitivamente, y acabara por convertirse en un obstáculo insalvable para él.

Es así que Bonaparte hará coincidir en torno de sí, tanto a seguidores como a detractores, en pos de la idea que por ende será elevada a la categoría de definitiva, y que en términos conceptuales, si bien cayendo nuevamente en aspectos ligeramente reduccionistas, nos llevan a considerar su figura, y sin duda su obra, como la propia de uno de los elemento más innovadores, a la par que influyentes, no solo del siglo XIX recién comenzado, como sin duda alguna de la Historia.

El Eterno Revolucionario, concepto al que permanecerá ineludiblemente ligado, se constata en torno no tanto a la antítesis conceptual que en apariencia puede derivarse de la mala interpretación que de los procederes presumiblemente arcaicos pueda hacerse; como del hecho inequívoco de que él fue en todo momento coherente con la constatación expresa de la misión que, al menos en apariencia, estaba desarrollando, a saber, la unificación, en torno a su persona como mal menor, de los pueblos y naciones de Europa.
Semejante consideración, y sobre todo semejante proceder, han de ser analizados desde el prisma de una Europa colapsada a partir de la quiebra práctica, pero sobre todo conceptual, a la que los sucesivos derrumbes de las estructuras propias del Antiguo Régimen, han condenado a sus respectivos estados.
Afirmaremos pues sin riesgo a parecer pedantes, que Napoleón dispone encima de la mesa las variables destinadas a preparar en Europa la Verdadera Revolución Conceptual que culminará con el surgimiento de la Europa Contemporánea.

Se concitan pues, en torno a nuestro protagonista, realidades conceptuales que son propias tanto del talento militar, de las que sin duda dio merecidas lecciones y ejemplos a lo largo de las innumerables campañas que personalmente lideró; como fundamentalmente de un talento sociopolítico denodado en la época, y que le permitió brillar con parecido brillo, al ponerse de manifiesto como una ingente político, con responsabilidad manifiesta en la consolidación de bienes a priori procedentes de la propia Revolución, todas las cuales se encuentran formando parte del Código Napoleónico.

Sea no obstante como fuere, y más allá de interpretaciones subjetivas por ende siempre marcadas por el posicionamiento, lo cierto es que un hombre que fue capaz de manifestar de forma tan clara sus capacidades, siendo igualmente capaz de movilizar para ello al mayor ejército que hasta aquel momento había cruzado Europa; bien merece un rastro de consideración, si no de respeto.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 11 de mayo de 2013

DE LAS OTRAS “MOVIDAS MADRILEÑAS”


La madrugada del once al doce de mayo, de 1930, la noche madrileña se vio sobresaltada por el extraño resplandor que siempre produce el fuego. Mas en aquella ocasión, las habituales formas parduscas que en casos similares habían venido a recorrer de forma trémula los tejados, asustando ahora sí, y como pocas veces lo habían hecho, a toda la población de gatos; adoptaban en esta ocasión formas verdaderamente aterradoras.

Y para añadir si cabe mayor semántica a la tragedia, el silencio. Sobrecogedor, tétrico, espeluznante, pero también emotivo, y presagio, Madrid se sorprende rodeado de dos síntomas. Uno que se aprecia, en forma de humo, que se agarra a los pulmones. El otro solo se intuye, en forma de silencio, que se aferra al cerebro, al corazón, limitando los movimientos, anulando la capacidad de respuesta.

Madrid arde hoy, mañana podría hacerlo toda España.

Es España un país trágico, conformado a partir de un maremágnum de individuos, muchas veces poco merecedoras de ubicarse bajo el título que les aporta su única ilusión de coherencia, a saber, la de ser españoles.
Por ello es España un país acostumbrado a convivir con la tragedia, la que casi siempre procede de saber que el origen de los problemas que acucian a su realidad, se halla netamente implícito en la esencia de la realidad misma.

Es así que, atendiendo a circunstancias netamente históricas, y extraídas además de fuentes netamente históricas, y por ello inexcusablemente objetivas; que podemos decir que el Periodo de La Restauración, el que abarca desde la vuelta al poder de Alfonso XII con el Golpe de Estado de 1874, hasta 1923, con los movimientos de Primo de Rivera, bien puede conceptualizarse como el último de una larga serie de atenciones destinadas, en la mayoría de ocasiones a hacer más llevadero, en la medida de lo posible, tales dramas.

A partir de semejantes conceptualizaciones, y del drama que inexorablemente va unido a las mismas, tenemos que los diferentes gobiernos que al periodo le son propios, comparten, dentro de su características inherentemente anodina e insulsa, la certeza de que nada es viable, en tanto que en esta España cualquier cosa es posible.
Desde los ejercicios de aparente mesura basados en el aparente ejercicio de prudencia que constituía la alternancia en el poder, hasta las imposiciones meramente ilusorias de radicales conservadores, (y no necesito citar a Lerroux, me basta con los momentos iluminados de Sagasta), podemos entre todos ir componiendo un escenario destinado no tanto a comprender los protocolos que regía y definían las acciones correspondientes, sino sencillamente ubicado en pos de tratar de pintar de manera comprensible los escenarios en los que la misma había de desarrollarse.

Es sin lugar a dudas un periodo oscuro, tanto por los procedimientos, como sin lugar a dudas por las consecuencias de inexorable calado histórico que las mismas traerán aparejadas.
Un periodo en el que la política, en todas sus acepciones, se retira, unos, los menos críticos dirán que a descansar. Otros, que somos menos considerados, decimos sin lugar a dudas que a llorar sus penas por los rincones.
Se trata en términos formales del periodo de los trienios. Estructura diseñada por Cánovas, desde una aparente buena fe, constituye un ejercicio experimental fruto de la certeza que da el saber que España, bien podría ser ingobernable.
Se trata en términos prácticos, de la exposición real de la posibilidad de desarrollar para Alfonso XII un esquema de gobierno en el que desde una Constitución como la de 1976, en la que el Rey es de verdad soberano, se genere una ilusión de democracia que sirva sobre todo de puertas hacia fuera.
Se trata, en definitiva también, y atendiendo a marcos estrictamente internos en este caso, de consolidar la posibilidad de que de la alternancia de las dos formas no de poder, sino de concebir el mismo, representadas a saber por Conservadores por un lado, y Liberales por otro; se construya una ficción de estabilidad desde la que plantar cara a las amenazas residuales, a saber los rescoldos carlistas, y la sempiterna cuestión de la Reforma Agraria, verdadero Talón de Aquiles de la España del momento.

Pero España no está para ilusiones.

La realidad se impone. Tasas de analfabetismo que se sitúan en el caso de las mujeres por encima del 70%. Una nobleza restaurada ahora en forma de terratenientes que, gracias a la incapacidad de todos los gobiernos para aprobar la a todas luces imprescindible Reforma Agraria. Un sistema productivo basado eminentemente en la producción primaria, que hace de España un país agrario, terminarán por hacer que primero el pueblo, y después el gobierno, despierten de un sueño que se torna ya en pesadilla.

Es así que la ficción de España se aprecia, como suele pasar con la mayoría de las grandes cosas, mejor desde fuera que desde dentro.
Ficción política, toda vez que el aparente modelo de gobierno Liberal de España, se torna en una mera dictadura regia cuando se observa con más detalle.
Ficción social, en tanto que la brecha existente en todos los planos, convierte en poco menos que en un ejercicio onírico el hablar de unidad.
Ficción económica, ya que siendo España un país de campo, lleva más de 30 años enfrascada en una polémica que hace imposible la aprobación de la ley que más imprescindible resulta.

Es una España la de principios del pasado siglo XX, que se halla a su vez obligada a entenderse con un contexto sociopolítico integrado por países que conforman una unidad solo apreciable en términos geográficos.
Los hasta ahora incipientes problemas que han dificultado el correcto desarrollo de los asuntos desde la segunda mitad del XIX, amenazan ahora con volverse del todo intratables, constituyendo con todo la certeza de que la Europa de Bismarck es en realidad una ilusión interesada, cuyo mero cuestionamiento puede hacer saltar por los aires toda Europa.

Y así ocurre, en 1914. La Iª Guerra Mundial, consagración eficiente de todos los males manifestados, viene a dejar a España, en términos que al menos en lo atinente a consideraciones económicas, habrá de ser a priori muy ventajoso, ya que su no beligerancia, le deja en condición de sacar beneficio vendiendo mercadería a los dos grupos en contienda.
Pero esto no será, sino otra ilusión.

Las causas habremos de buscarlas en el presente, y en el pasado de la propia España.
En términos de presente, el recorrido político de España es tan corto, que ya a nadie le importa. Pero en realidad viene sin importar desde el siglo XIX. Por eso, y solo por eso, no tenia sitio en ninguno de los grupos enfrentados.
Otros motivos, si cabe más lamentables han sido ya esbozados. La inexistencia en España de una verdadera Revolución Industrial, tiene para nuestro país una consecuencia cuyo dramatismo se aprecia con perspectiva:
Por un lado condena a España a permanecer infinitamente sumida en una condición que podríamos catalogar como de eterna incapacidad productiva más allá de lo fraguado en la tierra.
Por otro, en el caso consiguiente, enfrenta a España en toda su extensión a la comprensión de que la incapacidad industrial en la que se suma España, le impide de todas aprovechar la primera de una serie de oportunidades que, a lo largo de los años el proyecto Europa le irá proporcionando.

Llegados a este punto, casi resulta imprescindible detenerse unos instantes en pos de localizar, si es posible, donde residen, si lo hacen, algunos por someros que sean de los argumentos que se confabulan para conciliar semejante ficción de país.

Y es así que los encontramos. Ignorancia, ausencia de futuro, miedo secular, ausencia de futuro; son algunos de los elementos que asociados a la ficción política que supone el comprobar cómo desde mediados del siglo XIX nuestro país ha vivido, o más bien ha sobrevivido, a una realidad política en la que la eximente de abogar por la estabilidad, ha hurtado a sus ciudadanos el derecho a disfrutar de una verdadera vida democrática.

Porque la certeza de que ni los Liberales ni los Progresistas, constituían de manera alguna, verdaderas fuerzas políticas, se comprende claramente en 1930.
Cuando la ficción se acaba, resulta imprescindible afrontar la realidad. Y ésta se hace patente con la Reforma Azaña para la Secularización del Estado. El objetivo parecía claro, y hasta justo. La omnipotente Iglesia Católica se apoya en un Clero formado por nada menos que 140.000 miembros, lo que supone un religioso por cada 493 españoles. Además, se quedan con más del 2% del Presupuesto Nacional, que a cambio se hace cargo de la Enseñanza Primaria, y sobre todo Secundaria.
Es así que el gobierno afronta medidas destinadas a secularizar el Estado, medidas que van desde la promoción de la Libertad de Culto, hasta la retirada del presupuesto, pasando por una Ley de Matrimonios Civiles.

¡Hasta se secularizaron los cementerios!

Con la IIª República hemos topado. El sector católico ve en la reforma un ataque sin paliativos, y lleva a la jerarquía católica, en voz del primado Cardenal Segura, a enfrentarse activamente con el gobierno repúblicano.
A la salida de una reunión, pronuncia la histórica frase: El español siempre va detrás de sus curas, con un cirio, o con una estaca.”

Esa noche, recibe la respuesta que el momento propicia, y lo hace mediante un mensaje claro, y muy contundente. La noche madrileña se ve sobrecogida por la quema de los conventos de múltiples órdenes, sobre todo Jesuitas.

El fin de la IIª República comienza a ser un hecho.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.