sábado, 30 de septiembre de 2017

SHOSTAKÓVICH. DE LOS LLAMADOS A SER DESGRACIADOS EN TIEMPOS DE PAZ.

Arrollados una vez más por una realidad cuya inherente idea de perpetuación choca de plano con el inefable éxito de la teoría según la cual el éxito de todo está inexorablemente vinculado al tiempo que lleva su consecución; lo cierto es que no tanto el éxito como sí más bien la consideración que el concepto de instante nos merece, requiere de una consideración tal y como se desprende del indiscutible hecho por el cual la magnitud de la realidad que nos ha tocado vivir resulta si bien no apreciable, sí tal vez comprensible en la medida precisamente en la que lo aparatoso de un hecho supera en consecuencias a lo que el mismo traía imbricado una vez que fue pergeñado.

Habilitada tal suerte de consideraciones si no a los hechos sí al menos a las circunstancias que los mismos pueden llegar a promulgar, lo cierto es que uno de los paradigmas llamados a consolidar una descripción coherente y que a ser posible haga plausible la comprensión de la actualidad, pasa inevitablemente por la aceptación de que el valor de los instantáneo, somatizado si se quiere en la manera en la que la realidad cambia la forma de entender en cada caso la promulgación de la tesis de la causalidad redunda en este caso en ver hasta qué punto episodios circunstanciales o en todo caso importantes tan solo por formar parte del catálogo presentado por la actualidad, pueden adoptar cierto aire de preponderancia al respecto de afectar a consideraciones y cuestiones que, por otro lado, bien habrían de llevar planificada o cuando menos consideradas, desde hace mucho tiempo.

De esta manera, ubicados ya en los albores de un mes de octubre llamado de una u otra manera a ceder su propia esencia en aras de la constatación de los personajes, sus obras, y las consecuciones que por acción de lo uno o de lo otro, acontecieron en ese otro octubre del que se conmemoran ahora cien años; no hace sino generar una suerte de contradicción, una forma de desasosiego, las cuales eran del todo impensables hace ahora algo menos de un año, cuando a principios de 2017 nada ni nadie hacía en realidad presagiar que un grado de crispación como el que nos embarga fuera capaz de impregnarlo todo hasta el punto de hacerse explícito no ya en cada palabra que se pronuncia, sino más bien incluso en el espacio metafísico que cada silencio explicita a la hora de no refrendar alfo por medio de la opinión que se supone ha de ser dicha, que se espera sea pronunciada.

Palabras, silencios, opiniones…Múltiples son los ejemplos a lo largo de la Historia llamados a demostrar hasta qué punto así han comenzado algunos de los destinados a ser los periplos más oscuros que el Hombre es capaz de recordar.
Y en todos ellos, la contradicción. Contradicciones en unos casos aparentes, como la que se da cuando según algunos no tiene sentido que, como en el caso de Dimitri Shostakóvich, un niño que lo tiene todo se muestre tan feliz por el triunfo del alzamiento contra el Zar. Contradicciones reales e indiscutibles, como las que se dan cuando en enero de 1936 la falta de aprobación de una obra, manifestada primero mediante la ausencia de aplauso, y reforzada después mediante la publicación de una crítica feroz en el Diario Pravda, puedan someter a un hombre a una presión que se traduzca en la consideración formal del suicidio como única vía.

Tiempos feroces son, sin duda, los destinados a contener la vida y obra de uno de los llamados a ser, sin duda, grandes protagonistas del pasado Siglo XX. No se trata en este caso de una frase hecha, no supone en absoluto, una exageración, pues si en sí misma la vida de Dimitri Shostakóvich se convierte en una pieza imprescindible si se desea comprender el espectro de desarrollo del ya superado siglo, su obra, o más concretamente lo que ésta significa dentro del desaforado caos en el que para entonces se ha tornado la cultura de la Rusia post-revolucionaria resulta inherentemente imprescindible. Con todas las connotaciones de aplicación posterior que resultan de obligado cumplimiento una vez llevamos a cabo las traslaciones destinadas a conmemorar el efecto por el que la cultura, y m muy especialmente la música, se erigen en el patrón más eficaz al emprender la inconmensurable labor de hacer comprensible al Hombre para el propio Hombre, máxime cuando las diferencias que el tiempo imprime entre ellos amenazan con elevar un muro tan alto, que hace imposible tal acción para cualquier otra disciplina.

Por eso, y sin el menor ánimo de infundir una tesitura que a cambio de aportar sosiego, compre éste a cambio de superficialidad; consideramos ya llegado el momento de expresar el argumento llamado a tornar en casi evidente la suerte de expresiones aparentemente incoherentes en las que parece, se ha tornado nuestra actual reflexión. “Stalin murió el 5 de marzo de 1953”.
Se trata, efectivamente, de un hecho. Constatable por su propia naturaleza, ajeno a la desazón que imprime el marco de lo opinable; no es sino la comprensión de tales lo que vuelve en apariencia absurda la necesidad de constatarlo, y más concretamente de hacerlo creyendo que con ello aportamos algo a nuestro aquí, y a nuestro ahora.
Sin embargo ha de bastar un instante de reflexión para comprender que la importancia del hecho alcanza un grado de premisa vital tal y como redunda del hecho por el cual no hay ni un solo escrito de importancia, ni una sola reflexión de importancia vital que estando referida de una u otra manera a iluminar la figura de Shostakóvich, no haga específica mención, en algunos casos incluso con caracteres resaltados, al hecho que en sí mismo se refrenda en la muerte del que fuera no ya figura insigne del proceso ruso, que sí más bien hombre imprescindible a la hora de tratar de explicar los avatares del Siglo XX.

Stalin no existe, existe la Revolución. De esta manera, no hay circunstancia ni persona capaz de relacionarse con Stalin si no es precisamente a través de los vínculos que esa persona o esa circunstancia generen en él.
Esperar de tales consideraciones un marco mínimamente científico esto es, un marco al cual referirse de manera más o menos monótona en tanto que predecible resulta del todo imposible toda vez que el elevado grado de subjetividad que implementa la situación torna en improductivo cualquier intento de generalización.

Será esa falta de generalización la que se traduzca en la imposibilidad de construir una forma de rigor a la cual atribuir una suerte de predicción destinada a estipular con un mínimo de precisión que será tenido por correcto, y qué por incorrecto, a la hora de desarrollar en este caso una obra musical que resulte si no capaz en lo concerniente a refrendar los deseos del oído revolucionario, si capaz de hacerlo a la ora de enfrentarse al que es oído de la Revolución.

Desde esta perspectiva, resulta no solo comprensible sino casi asumible como inevitable, el hecho por el cual la vida de nuestro protagonista se tornara manifiestamente en una pesadilla en la medida en la que su supervivencia como compositor iba inexorablemente ligada al efecto que cada una de sus obras causara en el oído del líder.
Es así pues fácilmente comprensible cómo el compositor pasaba, en cuestión de pocas decenas de meses, de ser idolatrado por el público (como ocurrió con su Primera Sinfonía, a la sazón su trabajo de fin de carrera en el Conservatorio de San Petersburgo), a ser denostado como muestra el hecho de que para poder estrenar su Cuarta hubieran de transcurrir la friolera de 30 años.

Y en medio de todo eso, un devenir con forma de huracán destinado a erigirse en contenedor de una genialidad sublime y pertinaz que se muestra en latigazos tales como el pasar de la composición de una Tercera Sinfonía grandilocuente, a ganar un concurso de lo que hoy llamaríamos Música Ligera organizado en la ciudad que en ese momento se llama Leningrado, con el propósito de tornar en seria ese estilo de música excesivamente popular que amenaza las estructuras musicales precedentes. Por cierto, se referían al Jazz.
Y Shostakóvich lo gana. Y no contento con eso lo hace con una composición formada por tres movimientos, el último de los cuales es, ¡agárrense!...¡un foxtrot.

Aunque si nos detenemos un segundo, la situación gana no solo en prestancia, sino más bien en elegancia pues quién mejor que el que se ha visto obligado a vivir en la permanente ambigüedad para sobrevivir, será ahora el más adecuado para canalizar los nuevos impulsos, los destinados a tornar en comprensibles para los nuevos ciudadanos el ímpetu de una nueva realidad que llama impetuosa a la puerta.

Por eso, la música de Shostakóvich se muestra como el mejor puente que podemos tender a la hora de comunicar Oriente con Occidente, o para ser más exactos, la naturalidad que trasciende toda la obra del compositor ruso (nótese que no hemos dicho soviético) se convierte en el catalizador imprescindible destinado a volver inteligible una relación que durante décadas había amenazado con manifestar ahora ya sí con tintes de inexorabilidad la tradicional separación que Rusia cultivó siempre, respecto del resto del mundo.

Pero la música de Shostakóvich es en ese sentido genial. Y lo es porque sin dejar de ser comprensible para Rusia, convierte a Rusia en comprensible para quien desde el resto del mundo tenga la valentía de tomarse unos minutos dedicándoselos a comprender a Rusia.

Acabamos pues, tal y como hemos empezado: Poniendo de manifiesto la falta de voluntad que hay para entenderse con el otro.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 23 de septiembre de 2017

MARÍA CALLAS. EL MITO DESCRIBIENDO UNA REALIDAD.

No es sino hasta el instante previo a que ha de salir el Sol, que la noche nos muestra su cara más oscura.

Bien es entonces que a eso se deba la circunstancia por la cual el Hombre, asumida que no entendida su condición, muestra su enésima paradoja en el hecho que se manifiesta cuando no es sino a través del calibre de sus dramas que  con mas certeza pueda dar fe de la magnificencia de su condición. Una condición en esencia magnífica, llamada no obstante a redundar permanentemente en lo efímero toda vez que no es sino la consciencia de su propia muerte lo que le lleva a saberse especial, toda vez que no es sino la ¿capacidad? de morir, lo que torna en verdaderamente magnífico el hecho en sí mismo que significa la vida, incluso cuando ésta queda reducida al mero acto, a la mera acción.

Es entonces que la Vida, ya sea como causa o como efecto, adquiere y se torna en diversos matices los cuales no resultan perceptibles en tanto no se observan en la acción que se manifiesta en tanto que tal; lo que viene a significar que la cognición de la vida solo puede asumirse acercándose a aquellos que viven.

Aquellos que viven, que ejercen, que desarrollan la Vida. Pero no es el hecho de vivir, un proceder científico. Más bien al contrario, y una vez superado el concepto a través de la irrupción del hecho clave, a saber, el de el procedimiento; que la paradoja surge de nuevo adoptando un papel que supera con mucho al de la mera comparsa al que muchos han intentado siempre reducirla, para adoptar aquí un papel protagonista al presentar su función más drástica, si por drástico puede ser visto el hecho de enfrentar de manera fría en tanto que científica la acción de decir que muy probablemente, la vida adquiere su valor a menudo solo una vez superado el instante en el que el individuo es netamente consciente de que puede morir.
No en vano es el propio HOMERO el llamado a descubrirnos el secreto de la vida: pues si bien es cierto que no es sino ésta insuflada en el hombre por los dioses; no lo es menos que lo hacen para su disfrute (…) pues los dioses nos envidian, o envidian el hecho de ver hasta qué punto algo como la vida puede producir en nosotros una sensación de deleite tal, desconocida para ellos, pues están privados de la sensación que proporciona el sabernos mortales.

De esta manera, y por deducción si se quiere, bien resulta posible establecer el vínculo por el cual la vivencia (que resulta de añadir conciencia, humanidad, al mero hecho de vivir), puede erigirse en marco descriptor de lo que supone vivir en un momento o estado determinado. Dicho de otro modo, existen personas cuyo modo de vivir ha de resultar tan pleno, que de su comprensión bien puede redundar una sensación lo suficientemente completa como para ser considerada modelo de complejidad de lo que bien podría considerarse una vida plena a desarrollarse según los modos y maneras del instante en cuestión.
Son éstas sin duda personas especiales las destinadas a sentar cátedra. Personas destinadas a no pasar, toda vez que ya sea por sus acciones, por sus acciones de vida o por consideraciones si cabe más complejas; están llamadas a erigirse en formas resolutivas de comprensión capaces de contener aspectos que en sí solos son suficientes para contener los modos y maneras determinantes de tal o cual época.

Estas personas, recreaciones o mitos si se refieren a periodos remotos; se vuelven si cabe más sorprendentes cuando nos sorprenden al estar presentes y funcionales en toda la extensión que hemos descrito, haciéndolo en épocas de las que tenemos muchas más reseñas, o incluso en momentos mucho más recientes.

Evoluciona entonces la idea del mito en sí misma, y lo hace adaptándose a la nueva realidad que el instante le demanda. De esta manera, los motivos que llevan a una sociedad a identificar a uno de sus semejantes con la finalidad descrita cambia o lo que es lo mismo, evoluciona, de manera que la comprensión de esas causas y las implementaciones que de la misma se deriven aportarán posteriormente datos que en sí mismo serán útiles para describir las nociones implementadas en las épocas en cuestión.

Como ni puede ni deber ser de otro modo, el mito que llama hoy nuestra atención cumple todos y cada uno de esos requisitos. Pues es María CALLAS, de cuya muerte acaba de conmemorarse el cuadragésimo aniversario; una mujer que adoptó (o por ser más preciso, a la que su momento histórico proporcionó la condición de Diva).

Describe, o para ser más precisos ha de contener nuestro protagonista, una serie de requisitos que no ya de manera independiente sino como unidad tienen que ser capaces de enamorar al presente y al futuro, no en vano tienen que ser capaces de cautivar de igual manera a los que son sus contemporáneos, reservando algo muy especial que la haga no perder ni por un instante su brillo, aunque éste haya de redundar en los cánones y estereotipos de los que están llamados a conformar su futuro.

Compleja misión, por eso su éxito es esquivo, y está tan reservado. Pero María CALLAS lo alcanzó, y con creces. De hecho dejó el pabellón tan alto, que bien podríamos afirmar nos encontramos ante la última Gran Diva de la Ópera.

Reunía “La Callas” en lo que significa el a priori casi todos los requisitos previos para el éxito en la misión que la Historia parecía haberle encomendado. Así, habiendo nacido en el periodo de los años treinta, la cognición del escenario global que describiremos como “el propio a la inmediata posterioridad al desastre de 1929” faculta por sí sola la comprensión de una fenomenología global predispuesta a permitir casi todo, o cuando menos mucho más de lo normal, a una niña nacida de emigrantes que manifiesta activamente su deseo literal de comerse el mundo en este caso por medio de la interpretación lírica.

Añadamos a tal consideración el hecho de su fundamento (la Callas manifestó desde muy pequeña aptitudes reales para el canto), y tendremos sin duda un ingrediente magnífico de cara a interpretar un papel esencial dentro del melodrama hacia el que transitaba la realidad del mundo, y en especial la de Norteamérica, en lo que era ya el Periodo de Entreguerras.

Conseguirá su primer éxito real en 1942 en la representación de Tosca, en el Teatro de Atenas. Pero su éxito hubiera sido otro sin duda de no haber sido escuchada por  Edward Johnson, el director general del Metropolitan Opera House, quien le ofreció inmediatamente los principales papeles en dos producciones en las temporadas de 1946-1947: Fidelio, de Ludwig van Beethoven, y Madama Butterfly, de Giacomo Puccini. Para sorpresa de Johnson, María rechazó los papeles: no quería cantar Fidelio en inglés, y consideraba que el rol de Butterfly no era el mejor para su debut en América.

Mas lo que importaba en ese momento estaba más en lo que significaba el cuándo, que en el propio qué. El mundo de 1947 acaba de superar la que bien puede ser considerada la mayor prueba conocida por La Humanidad hasta ese momento. Y si algo nos reconoce la Historia es que el Hombre no es plenamente consciente del logro que supone una victoria hasta que se halla en condiciones para celebrarla. Y María CALLAS no se conformará con ser parte de esa celebración, más bien al contrario se erigirá en símbolo de la misma, sobre todo en lo que concierne a lo llamado a resultar propio para las celebraciones de esa floreciente Clase Media que en forma de Burguesía vinculada al metal, al carbón y al comercio en general, amenaza con apropiarse del mundo.

La ecuación es perfecta: Un nuevo estrato social recién surgido, gustoso de considerarse a sí mismo como formado como digna retribución por lo grandioso de su éxito, que a duras penas puede diferenciar en la mayoría de los casos una ausencia plena de historia como se desprende de la evidente ausencia de antecedentes. Son ricos por acontecimientos, carecen de dinastía. Son monedas de cobre cubiertas por una todavía fina capa de fulgor, la cual amenaza con desprenderse con el menor roce. La Bolsa  y otros riesgos similares les proporcionan a ellos la emoción del riesgo destinado a convencer a propios y a extraños de una valía que solo su conciencia necesita aplacar. Ellas, por el contrario, lo tienen más difícil si cabe, pues están llamadas a ser lo que la Historia denomina Las Princesas del Millón de Dólares: Ricas herederas llamadas a venir a Europa a casarse con apellidos arruinados que no obstante aportan como contraprestación la distinción de un apellido ilustre, llamado por supuesto a perdurar.

Y en medio de todo ello La Diva. Brillante en toda forma de ejecución, lo que la lleva a resultar propicia para papeles inalcanzables para otras; su arrojo y especial determinación la llevarán a escalar muy lejos a la par que muy rápido de la mano del auge de un Bel Canto que por cumplir escrupulosamente con los condicionantes que los componentes de la sociedad solicitan, harán de ella la persona destinada a convertir en éxito cualquier representación llamada en pasado o en presente a contar con su arrojo.

Pero la ecuación no aparecería completa de no contener el ingrediente específico llamado a convertir en definitivo un instante. Así, la configuración de una sociedad vacua y efímera como la que hemos descrito, posee no obstante una psicología muy específica a la par que compleja. En esencia fomentan el éxito, pero envidian por otro lado a los que triunfan. Es así que la recompensa que supone ver caer a quien amasó cierta forma de éxito, añade curiosamente un elemento diríamos que imprescindible para que alguien además de triunfar, sobreviva a su éxito.

Es en este caso el drama personal cifrado en la imposibilidad para alcanzar la felicidad por medio del amor, lo que convertirá definitivamente en mito a la que por propia capacidad fue La Diva. Sus desgraciados amores, con especial referencia en el abandono que sufrirá en la persona del magnate ONASIS, el llamado a ser su gran amor; desequilibrará definitivamente a la que habiéndolo sido todo recorrerá en la más íntima de las soledades el último periodo de su vida.

Un último periodo que se tornará en auténtico periplo, acabará de manera poco clara en su casa de París, el 16 de septiembre de 1977.
Como aportación, su visión del mundo. Una visión que tiene su clamor en los éxitos de 1958, su mejor año; y que tiene sus recelos en la comprensión de que si bien los dioses envidian a los hombres, bien merecido lo tienen, pues sólo éstos saben de lo complicado que es vivir.


Luis Jonás VEGAS Velasco.

sábado, 9 de septiembre de 2017

TOMAS LUIS DE VICTORIA: “Clericus o Presbiter Abulensis”

Vivimos tiempos convulsos, y la primera y la sazón mejor muestra de que tal consideración responde en realidad a un hecho, procede de comprobar que la fuente de la misma no es sino la constatación certera de lo que nos hemos dado en llamar realidad.
Es esa realidad el modus que envuelve a la vez que narcotiza al Hombre Moderno. Mas cómo vivir, como sobrevivir si no nada menos que a la propia Vida, de no asumir un eterno procedimiento destinado a ahogar en el agotamiento propio del no parar las lágrimas de lo que otrora hubieron de proceder de la constatación de la eterna pena cuya consideración (que no necesariamente su comprensión), no hace sino tornarnos humanos (definitivamente humanos).
Definitivamente humanos. ¡Cuán simple parece la afirmación! Y no obstante qué llena de compromiso conceptual parece estar llena. Tal llena tan llena, que tal vez y solo por ello haya de resultar inaccesible al Hombre.

Nos damos entonces, casi de bruces, no ya con la definición de Hombre Moderno, que sí más bien con la forma de primera derivada destinada a permitirnos tomar por eliminación el recurso destinado a entornar a tal respecto del que por oposición habrá de conformarse como Hombre Clásico pues, sin entrar en mayores consideraciones: ¿Cuál de los dos se encontrará sinceramente en condiciones de asumir cuando no de explicar lo que sólo las palabras de Job exponen cuando éste define por primera vez “lo que es estar a solas con Dios”. Un Dios que le ha probado haciéndole objeto de las más crueles desgracias, y al que él, a pesar de todo, interroga esperanzado.

No es que el Hombre Moderno se diferencia de Job a la hora de mostrarse incapaz del todo de interrogar a Dios. Es que la fuente de esa incapacidad, lejos de encontrarse en la humildad (no necesariamente en el miedo); se halla más bien en la certeza que, destinada a sustituir una creencia por otra, afirma una vez más que Dios ha muerto. De hecho, Dios parece haber muerto hace tanto, que apenas se le descubre entre los vestigios de tal o cual ruina, a veces en figura de estatua a la que los siglos han arrancado la cabeza.

No es por ello de extrañar que asustados (aunque hoy prefiramos tornar en hastíos y abulias lo que no dejarán de ser sino humanos miedos), los hombres (en este caso tanto Clásicos como Modernos), hagamos de nuestra capa un sayo a la hora de enfrentar, nunca mejor dicho cada uno a su manera, o como Dios a cada uno mejor le dé a entender; lo que no son sino como entonces y siempre diarias muestras de compromiso a través de las cuales se circunscribe lo que siempre se ha denominado vida, y para cuya superación a menudo hace falta encomendarse a Job, ya sea consciente o inconscientemente.

Porque vivir ha de ser mucho más que transitar. De ello se encarga el afecto que a la obligación para con la vida nos conduce la forma de conciencia unas veces vivida, otras padecida que entendemos como conciencia, la cual se encarga de imbuirnos en esa suerte de nostalgia que se traduce de sabernos como tal vez los únicos seres de la creación conocedores de la etimología de la muerte.
La muerte, compañero leal, dador de vida en tanto que proveedor de dignidad, pues a menudo uno solo sabe que ha sido regalado con una buena vida, precisamente porque los que le recuerdan lo hacen desde la certeza de saber que tuvo una buena muerte. Una buena muerte que al contrario de lo que puede llegar a ser pensado, no acorta la vida sino que la nutre, pues muchas son las ocasiones en las que lo único que nos impulsa a seguir viviendo, es saber que la muerte puede estar oculta en cualquier recodo, lista, unas veces para llevarnos, otras para hacernos eternos.

Porque no ha de ser sino la muerte, o convendría mejor decir que la noción que de la misma le es revelada al Hombre; la responsable de las más hermosas a la par que más co-substanciales nociones a las que el Hombre puede acceder. Así, la preeminencia de la eternidad (característica de lo ajeno al Hombre por excelencia en tanto que ingrediente definitivo del Motor Inmóvil), sirvió, sirve y previsiblemente servirá, nada más y nada menos que para poner al Hombre frente a sí, al enfrentarle a la necesidad de encontrarse a sí mismo por medio del reconocimiento de sus propias características (no necesariamente de sus propias debilidades).

Hombre, transición, muerte. Conceptos absolutos y por excelencia eternos, cuya mención ha de llevarnos sobre la senda de los otros elementos llamados hoy a configurar la noción de lo que realmente conforma la esencia de nuestra reflexión de hoy.
Elementos de por sí difíciles de conjugar, que habrán de tener no obstante en algún punto una convergencia cuya convergencia lleve a cabo la magia de ubicar en tiempo y espacio factores aparentemente inabordables.

Empecemos pues por el espacio:

Ávila la ciudad de los páramos. Inmersa en su propia realidad, la que procede como en pocas otras de su especial orografía. Una orografía que imprime carácter, pues no en vano ser de Ávila confiere un espíritu tan propio, tan específico, que si bien el mismo no dota, al menos a priori de una ventaja conceptual, no es menos cierto que sí se traduce en una suerte de arte procedimental el cual se revela como especialmente adecuado, si no valioso, cuando ha de exhibirse en momentos especialmente delicados, cuando no meramente crudos, como es el caso.
Es entonces que aquel que resulta agraciado con la condición de nativo de Ávila, a la postre lo que se regula en el “clericus o presbiter abulensis”, no es que se  muestre o porte una forma de estandarte identificador de alguna diferencia previa, o denotado por algo especialmente excelso…Mas ser de Ávila proporciona cierta capacidad para interpretar tanto la realidad, como por supuesto los tiempos que vienen a componerla, de una manera diferente.

En lo concerniente al tiempo, no parece a la sazón que la cuestión se disponga de manera más sencilla, en vista sobre todo de lo relativo que el tratamiento del tiempo puede llegar a ser cuando, no lo olvidemos, nos movemos en parámetros cuya asíntota es la eternidad.
Es desde esa perspectiva, la de la  paradoja de considerar que hablar de alguien que vivió hace más de cuatrocientos años es posible, supone asumir que al menos en el fondo (o tal vez muy en el fondo), no hemos de renunciar a la esperanza de que algo esencial prevalezca; algo cuya nitidez y persistencia nos permita identificar como iguales al hombre que siendo contemporáneo de Lope de VEGA y del mismísimo CERVANTES; tenga un mínimo de noción reconocible por el hombre de Internet, y de la imposibilidad de disfrutar del silencio.

Pero todo ha de converger. Y esa convergencia se lleva a cabo en este caso nada más y nada menos que en la persona de Tomás Luis de VICTORIA.

Hablar de Tomás Luis de Victoria resulta complicado, y esa complejidad no hace sino incrementarse a partir del momento en el que somos conscientes de que la aproximación contextual ha de ser llevada a cabo desde la concepción básica de tener muy en cuenta las premisas propias que sin duda han de afectar a alguien que murió en Ávila, en el ocaso de un mes de agosto de 1611.

Sin embargo, y lejos en nuestro ánimo el resultar redundante, todo empieza a encajar, sería más justo decir que todo empieza a adquirir sentido, cuando decimos que rápidamente, Victoria entiende y pone en marcha la realidad vital procedente de reaccionar a la comprensión de las dos certezas cuando no premisas que al menos en apariencia siempre han resultado claves para ser aceptado, no digamos ya para triunfar, en esta tierra. La primera y a saber, dedicar tu vida a La Iglesia. La segunda, y no por ello menos imprescindible, marchar pronto y lejos.

Y cierto es que Tomás Luis de Victoria entendió pronto y bien las circunstancias que con lo dicho se pormenorizaban, y cierto que lo desarrolló de manera eficaz es decir: de manera rápida, y en toda su intensidad.

Es por ello que la vida, o más concretamente lo que de la misma podemos mentar por hallarnos en disposición de probarlo documentalmente (ya sea a través del Archivo Catedralicio de Ávila, o del “Liber ordinationum” conservado en el Archivo General del Vicariato de Roma) donde desde el 6 de marzo de 1575 consta la anotación que concierta lo adecuado de su calidad musical con lo prolífica de su obra, lo que le faculta desde entonces para hacer aparecer su nombre en la portada de sus obras, queda inexorable e inquisitivamente vinculado al binomio taxativo que en lo tocante a su vida forman La Música y La Iglesia; binomio al que Victoria, como pocos, aportará claridad, coherencia y por encima de todo, belleza estética.

Una vez consagrada su vida a Dios, Tomás Luis de Victoria desarrollará su labor de permanencia y vocación al servicio de La Iglesia descubriendo, promoviendo y reforzando hasta el infinito los nexos que a su entender existen entre las dos magnitudes a las que hemos hecho mención.
Sin embargo, no podemos dejar el menor resquicio a través del cual puedan colarse malas interpretaciones. Así, ha de quedar muy claro que Victoria no se limita a musicar la Misa. Más bien al contrario, Tomás Luis de Victoria está netamente convencido, y así se lo expresa a sus maestros entre los que destacan  Raffaele Casimiri, de que resulta viable una opción por medio de la cual el acceso a Dios se lleve a cabo netamente a través del ejercicio de la Música. (…) La Música enardece al Hombre, le predispone para ser agente activo y paciente a la vez a la hora de entender la belleza; y se pone de manifiesto entonces como un instrumento imposible de ignorar a la hora de usarlo para aproximar a Dios y al Hombre. (De la Correspondencia con Felipe II, Rey de España.)

Dedicado pues y pocas veces resulta más acertado el uso de la expresión en cuerpo y alma a la Música toda vez que para él no hay contradicción entre sus deberes para con Dios toda vez que éstos quedan sobradamente nutridos por medio de su condición musical, o más concretamente por la calidad que la misma promueve; es cuando no resulta para nada sorprendente sino que más bien al contrario se revela como casi lógico el que Tomás Luis de Victoria compusiera exclusivamente en el marco de lo Sacro. Mas tal consideración no es óbice, y de serlo cometeríamos un error imperdonable, de cara a pensar que ello pudiera traducirse en una suerte de limitación que ya fuera desde el punto de vista de lo conceptual, o posteriormente una vez alcanzado el plano de lo procedimental, se tradujera en limitaciones para el compositor.

Más bien al contrario, no solo el cúmulo de acontecimientos, sino evidentemente también el orden en el que éstos vinieron a desarrollarse, imprimen a la personalidad de el abulense una serie de sellos imprescindibles a la hora de avalar la certeza que le caracteriza a la hora de por ejemplo ser justamente tenido en cuenta como un verdadero humanista.
De esta manera, la soberbia combinación que produce la unión del soberbio catálogo conceptual al que Victoria ha ido accediendo desde su ingreso en la Catedral de Ávila, con la inigualable capacitación que a título de aptitud el mismo demuestra, termina por poner de manifiesto lo que no es sino la constatación de  una realidad llamada a subrayar la existencia de uno de los destinados a ser conocido como Grande entre los Grandes en la Música de España y por supuesto de Europa.

Llamado a brillar participando de lo que llamaríamos natural desarrollo del movimiento musical renacentista, Tomás Luis de Victoria se mostró como un valuarte imperturbable a la hora de desarrollar todas las técnicas musicales que el que el que era su presente le ofrecía, abocándolas en cualquier caso hasta sus últimas consecuencias, sobrepasando en muchos casos las limitaciones que en principio bien podrían haber restringido el que parecía su desarrollo potencial. Pero lejos de ceder a la tentación natural de rendirse ante los problemas, el abulense sacaba entonces su proceder, y a partir de las premisas de lo existente, conseguía hacer fluir un mundo nuevo en el que la nueva Música más que superar el presente, anticipaba el futuro.

Se constata así la genialidad del que fue capaz de anticipar movimientos que aún tardarían mucho en llegar, como es el caso del Barroco Musical; sin que por ello se resientan ni un ápice los que habrían de ser sus más brillantes composiciones, todas ellas dentro del Renacimiento Musical.

El Gran Maestro Polifónico había llegado, y era nuestro. Más nuestro que otros, si cabe.

Pero Ávila es Ávila. En Ávila no se triunfa, se perdura, se sobrevive. Es por ello que la manifestación natural de Ávila es la piedra, y el carácter natural del que es natural de Ávila pasa por lo imperturbable, lo pétreo. Con todo y con ello, o tal vez solo a pesar de ello, el que estuvo llamado a renovar el mundo de la Música a través de su particular interpretación del carácter polifónico era de nuestra tierra, y se llamaba Tomás LUIS DE VICTORIA.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.