sábado, 31 de octubre de 2015

DE LA DEFINITIVA APROXIMACIÓN AL INFINITO. DEL AMOR, A LA MUERTE EN ABSOLUTA RELACIÓN DE CONTINUIDAD.

Porque tales son, en esencia, los absolutos a cuya percepción tiene acceso el Ser Humano. Como el ratón que preso sin saberlo, en su jaula, da vueltas y más vueltas en esa rueda que muestra la definitiva paradoja del mundo, la que pasa por constatar lo fácil que es moverse hasta la extenuación previa a la propia muerte, sin ir en realidad a parte alguna; así el Hombre llora hasta el delirio reduciendo a menudo a un ejercicio de histrionismo aquello que los demás resumen en el tantas veces resumido ejercicio que es en definitiva, vivir.

Pero, entonces, ¿quién ha de sentirse más desgraciado? Unos mueren sabiendo que han vivido. Otros, a lo sumo, se dan de bruces con la muerte, de parecida manera a como otra vez se toparon con la vida. Por ello no es de extrañar que de los que no supieron vivir, no podamos esperar se muestren ahora complacientes a la hora de morir con ¿sería acertado denominarlo dignidad?

Mientras arriba la Vida se empeña en volver a encadenarnos a otro de sus ya a estas alturas casi míticos juegos encaminado, no lo olvidemos, a desentrañar la más antigua de sus trampas, la que desencadena en colaboración con su otro gran aliado, a saber, el Tiempo; lo cierto es que hoy más que en otras ocasiones hemos de mostrarnos raudos, aunque no necesariamente veloces, a la hora de aprovechar las circunstancias que de manera propicia se presentan ante nosotros una vez al año, en su periódica coincidencia con las fechas que estos días redundan en nuestro calendario. Fechas en las que obviamente, la sensibilidad hacia la muerte es mayor. Fechas por ello propicias para desenvolvernos durante unos instantes, sin miedo a la muerte.

Inciden cómo no en la muerte, y en especial en su relación para con los hombres, muchos, por no decir todos, de los condicionantes que determinan la vida. Está presente la muerte, de una u otra manera, en todos los componentes de la propia vida toda vez que, de manera clara y eminentemente constatable, la causa última de toda muerte se haya, inexorablemente, ligada a la propia vida.
Es precisamente el conocimiento o constatación de tal hecho, o más concretamente el efecto que el mismo causa en nosotros, lo que sin duda de manera más característica marca el desarrollo, cuando no el absoluto devenir, de cualquier hombre, primero respecto de si mismo y luego, cómo no, respecto de los demás.

Ahí y en nada más que ahí redunda la mayor, cuando no la verdaderamente única, de las diferencias que el Hombre en tanto que tal tiene respecto del resto de animales. De hecho, saber que lo único inexorable es, la muerte, determina nuestra postura primero respecto de nosotros mismos, acabando por influir de manera explicita en nuestro comportamiento para con los demás.
De hecho, saber que vamos a morir se convierte, de manera absolutamente paradójica, en nuestro mayor determinante a la hora de vivir.

Se va así pues poco a poco consolidando una vez más la extraña escenografía que de manera común a como en otras circunstancias ya ha ocurrido, la realidad parece empeñada en converger cuando no en divergir de manera inexcusablemente específica en pos de constatar hasta qué punto realidades tantas veces observadas en su determinada naturaleza y comportamiento, redundan de manera totalmente diferente a lo que  vendría siendo previsible, incluso convencional, precisamente cuando lo que se halla al otro lado de la cuerda es, el Ser Humano.

Es entonces cuando al final de esa escalera que simbólicamente describe si no el devenir, sí cuando menos el transitar del Hombre a través de lo que nos hemos dado en llamar vida; descubre el Hombre la mayor de sus motivaciones. Una motivación que procede de intuir una sed para la que no hay agua capaz de saciarla. Una motivación que procede de intuir la necesaria existencia de un hambre imposible de saciar por medio de los alimentos que hasta ese momento ha soñado con poder ingerir.

Comprende así pues el Hombre su posición respecto de lo que no es natural siguiendo los principios de lo estrictamente dado por la naturaleza. Se topa pues el Hombre con la Metafísica y lo hace, cómo no, en el intento de desentrañar el mayor de los misterios de cuantos ha tenido conciencia desde que es Hombre, lo que supone mucho más que dar por hecho que desde que dejó de ser animal.
Descubre pues el Hombre el fenómeno de la espiritualidad y lo hace, por supuesto, vinculado al fenómeno de la muerte.

Uniendo en el mismo transitar al Mugur que en las ya transitadas aunque todavía poco frecuentadas praderas del Valle de la Vida; elabora complejos pigmentos destinados a representar de manera consciente (ahí está la clave) en la pared de la caverna común, complejas representaciones de lo que a la mañana siguiente será o al menos habrá de ser, una fructífera jornada de caza; con el sacerdote que hoy implora entonando míticos cantos a la vez que embadurna en óleos, el cuerpo del fallecido, con la convicción de poder así alcanzar si no un mínimo conocimiento, si al menos la esperanza de comprender, aunque sea someramente, los principios que rigen las conexiones que de manera caprichosa se muestran cuando unen ambos mundos; lo cierto es que del análisis objetivo de ambas realidades, la que se ha perdido en los anales de la Historia, y la que sin duda se está dando en este preciso momento en algún lugar del mundo; lo cierto es que solo una cosa es cierta, la constatación del permanente pensamiento, que se da en ambos casos, según el cual entonces y ahora el actor, se siente absolutamente convencido de que efectivamente sus actos tienen o tendrán algún efecto sobre aquél que ha muerto.
Unos actos que, no lo olvidemos, aparecen destinados a influir no tanto en la suerte del que ha abandonado este mundo, como sí más bien en el bienestar y en la tranquilidad de todos aquellos a los que el mencionado a precedido en el inexorable, ahí está de nuevo la clave, caminar en pos del abrazo último hacia la muerte; descripción igualmente somera de lo que es en sí mismo el acto de vivir.

Balbucea así pues el Hombre en lo que supone la mera comprensión, pues muy lejos queda aún el dominio, de estos paños; y lo hace transitando por ellos como el niño pequeño lo hace cuando gateando, inseguro y a veces cómico, participa del más bello de los logros que va unido al de el mero hecho de vivir a saber, el que supone la sorpresa vinculada al hecho de descubrir cosas.

Queda así pues la Vida inexorablemente ligada al bello arte del descubrimiento. Descubre el Hombre la Belleza, aprovecha sus cualidades para ella, que una vez más se muestran exclusivas en comparación con las que poseen el resto de animales junto a los que ocupamos este planeta llamado Tierra; y las ejercemos yendo de nuevo un paso más allá, creando a tal efecto: El Arte.
Descubre el Hombre las limitaciones naturales que imperan en todas las cosas, y rápidamente, por oposición de contrarios, se enfrasca en la que a la vez constituye una de las epopeyas más complicadas de cuantas han afectado al Ser Humano, la que inexorablemente pasa por explicar el concepto de infinito, empleando para ello el compendio de conocimientos que proceden de la observación de la propia Naturaleza los cuales son, por ello, finitos.

El Infinito. Consagración de lo inmensurable, de lo inaccesible, de lo eterno…en definitiva, de todo cuanto le está, al menos en principio, negado a la comprensión del Hombre. El Hombre, y como elemento inabordable, la paradoja. La que procede de saber que solo la comprensión de la existencia de límites que sabemos insalvables, de realidades que bien podrían ser a lo sumo tan solo accesibles por medio de la intuición, cabe en nosotros la esperanza de seguir manteniendo viva esa suerte de ilusión que pasa por considerarnos diferentes de todos aquellos animales que junto a nosotros pueblan, sin sabernos y sin saberse, el resto de aspectos de este planeta.

Es así que el Hombre intuye, que no comprende, su posición en el mundo, precisamente a medida que asume su incapacidad para manipularlo todo. A medida que abandona las tesis científicas a la hora de manipular esa suerte de realidades que por etéreas se sublevan ante la mera posibilidad de ser accesibles por métodos estrictamente empíricos; surge de manera casi proporcional la posibilidad de acceder a la naturaleza de las mismas empleando como herramienta uno de esos hallazgos de los que hemos tenido constancia, tal y como hemos demostrado, precisamente a lo largo del propio proceso.
Es entonces cuando devengamos de la naturaleza de esas otras realidades, la firme posibilidad de que estén compuestas a partir de elementos más propios de esa suerte de Metafísica antes mencionada. Entran entonces en juego teorías y procedimientos a ella ligados, y de la nueva perspectiva se derivan rápidamente avances muy notorios a la hora de explicar entonces fenómenos que vinculados con el infinito, se desarrollan en la belleza, siendo pues propios del Arte.

Es así como queda determinado que la relación entre el Amor y la Muerte es, en sí misma, un hecho natural.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 24 de octubre de 2015

DE CERVANTES Y “QUIJOTES”. TAL VEZ LA ÚNICA MANERA ACERTADA DE DESCRIBIR A ESPAÑA, Y POR DEFECTO A LOS ESPAÑOLES.

Aunque con ello no seamos capaces, a pesar de todo, de garantizar que lo hagamos a gusto de todos. Porque si acertado estuvo el que describió a España diciendo que efectivamente “es grande”, no le fue a la zaga el que hubo de renunciar una vez reconoció como ardua la labor de definir a los españoles; porque, sinceramente: ¿Qué significa ser español”? Dicho de otra manera: ¿Existe una determinada conducta de cuya presencia pueda derivarse la certeza de que, efectivamente; estamos en España?

Cifrados que no puestos en una época en la que aquello que parece ser moderno pasa precisamente por no ser español, por negarlo incluso, cuando se presta; lo cierto es que miles de horas y múltiples libros son los que se han planteado en pos cuando no de contestar a la pregunta, sí al menos de ser capaces de plantear nuevas cuestiones las cuales, en su mayor parte, no son sino actualizaciones apropiadas a los nuevos tiempos, de una pregunta que precisamente por hallarse compuesta de múltiples esencias, no puede en realidad, cuando no en justicia, devengar al tiempo una sola duda, toda vez que por absoluta es, eterna.
Cito entre éstos unan vez más, sin reparo ni disimulo todo hay que decirlo, el que Julián Marías escribió hace ya algunos años, y que bajo el expeditivo título de SER ESPAÑOL encierra, sin ambages ni pavoneos, las claves cuando no de lo que de existir habrían de ser las definiciones de españolidad, sí con gran acierto una inmejorable descripción de los que son los comportamientos propios de aquél que, a lo largo de los siglos puede decir que se ha paseado por Europa, por el mundo, enseñando al resto a comportarse como cabría esperarse de un español.

Como cabría esperarse de un español. Pero… ¿Qué significa tamaña afirmación? ¿Qué circunstancias sin duda implícitas más que explícitas, caben dentro de Tamala cuestión? De primeras dadas, nos enfrenta con la disyuntiva de tener que asumir la posibilidad de que, efectivamente, no existe una forma de ser español, sino que a lo máximo a lo que podemos aspirar es, precisamente, a conducirnos como españoles. De ser así: ¿podemos diferenciar entre una forma buena y otra mala de comportarnos como españoles? ¿Están a su vez semejantes conductas y por supuesto los criterios propios sometidos a la evolución acorde a los tiempos?

Rememorados de entre todos los efectos de la obra el que describe como una manera correcta de identificar a un español el que procede de toparse con alguien que si bien no está dispuesto a desenvainar su acero por el bien de la patria, no dudará en hacerlo por el honor de una joven camarera que ha podido ver puesto en tela de juicio su honor si causa ni medida que lo justifique; lo cierto es que salvando las distancias en este caso no tanto procedimentales cuando sí más bien temporales; que hecha la salvedad temporal que resulte perentoria, creo poder afirmar que para perseverar en la encomienda que una vez más hemos aceptado, habremos de una vez de profundizar en aras de localizar algo que si bien no ha de ser necesario en el sentido magno del término, lo cierto es que habrá de estar medianamente libre de las consideraciones de contingencia que presentan todas aquellas realidades sometidas a las disquisiciones del tiempo.
La tarea no es, evidentemente fácil, más en cualquier caso nadie dijo que hubiera de serlo, y lo que sí se dice es que a mayor dificultad, mayor es la esperanza de recompensa a la que habrá de confiarse en vista de los resultados.

Es así que de tales formas, me sorprendo hace poco reconociendo en las afirmaciones vertidas por un conocido historiador en un reputado foro, afirmaciones  que en resumen vienen a conciliar el debate en pos de certificar que, efectivamente, es España una de las naciones pioneras en Europa a la hora de poder cifrar el espacio contenido en sus fronteras, así como a la hora de poder catalogar las conductas que en virtud, le son propias y a la sazón reconocibles.

Y entre tales conductas, la Lengua. El Castellano, Lengua de dioses, no solo por su riqueza y expansión, cuando sí más bien por lo grande de los logros a los que rápidamente se vio abocada.

Porque hablando de lo eterno y de lo universal. ¿Hay acaso algún español más eterno y universal, que el mismísimo Don Quijote de la Mancha?

Universal y Eterno, D. Quijote de la Mancha consigue hoy, y viene haciéndolo desde siempre, conciliar como nada y mejor que nadie es capaz de hacerlo, en pos de su mito, a generaciones enteras de españoles que ya sean pasados, presentes o futuros, se encuentran irrefutablemente cómodos haciendo un alto en el camino de la Historia para buscar refugio si no en las palabras que lo componen, sí tal vez en las enseñanzas que una a una, poco a poco, van cuando no tramando, si más bien desentramando la que puede considerarse la mejor de las virtudes que atesora el que acabará siendo llamado Caballero de la triste figura; la de aunar por siempre y en pos de si a todos los españoles, en tanto que nada ni nadie puede presumir como él, de tener absolutamente de acuerdo en torno a su leyenda tanto a nobles de Castilla, como a braceros de Andalucía; pasando, cómo no, por alguna dama de alta cuna despechada que le canta a la luna, quién sabe si desde el puerto que desde las aguas de Finisterre perciben más cercanas que nadie las estribaciones de otros mundos.

Realidad o leyenda, de una u otra manera sin atrevernos por supuesto a renunciar a las lisonjas o a las obligaciones de conducirse por las estribaciones del mito; lo cierto es que ni el Caballero Don Quijote ni por supuesto, el que habría de ser su padre, D. Miguel de Cervantes pudieron, ni yo quiero que de mis palabras se dé por sentado que intentaron, pasar desapercibidos para su época. Máxime quedando ésta contenida en un momento de periplo tan espectacular como la que les es propia a Cervantes y por qué desasistirle por negárselo, a Don Quijote.

Y como prueba de los condicionantes que planean tanto sobre el autor, como en especial sobre el personaje (no en vano a menudo dudamos de cuál es más real, de cuál es más auténtico) bastará o será suficiente un instante para comprender hasta qué punto Cervantes hubo de enfrentarse a la realidad, cuando no a las malas pasadas que ésta se empeñaba en jugarle, y que en lo concerniente a las fechas pareció mostrarse especialmente sádica puesto que si el 21 de octubre de 1615 se da por bien publicada la que a partir de entonces figurará como Don Quijote de la Mancha. Segunda Parte; habrá de ser precisamente otro 21 de octubre, de doscientos años después cuando junto a Cabo Trafalgar España sufra una de sus mayores derrotas.

Realidad o ficción, personaje histórico o a la sazón imaginario; lo único y tal vez por ello lo más grandioso de cuanto acontece en torno a la figura del que para la mayoría se dará en llamar “Historia del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha” la cual, si bien como corresponde y procede fue capaz de atravesar los que para otros fueron insuperables muros en forma de los censores del Consejo de los que se valía el Rey; sea precisamente la de reunir en pos de una sola certeza y realidad tanto de grandioso, universal y eterno, haciéndolo a la vez sin ofrecer tacha ni por supuesto mácula ya fuera a ojos de los hombres (el censor solo halla cuestiones de grandeza moral en lo dicho); o a ojos de Dios (pues no en vano el censor recalca en gran medida las grandezas que para coherencia con la vida a tenor de lo dicho, sirven para agradar a Dios.)

Tendrá que ser entonces el más brutal de los realismos, precisamente el que procede de lo material esbozado en aras al efecto que el vil metal viene a causar, el que nos golpee con toda la fuerza que es capaz de concitar toda vez que la obra, originalmente concebida en una misma pieza y unidad, hubo de ser fragmentada en dos precisamente por el elevado coste que publicarla tenía, no siguiendo otro principio que el de la capacidad para asumir el coste, lo que determinó el lugar por el que la obra habría de partirse.

“Por comisión y mandado de los señores del Consejo he hecho ver que el libro contenido con este memorial;: no contiene cosa contra la Fe ni buenas costumbres; antes es libro de mucho entretenimiento lícito, mezclado de mucha filosofía moral…”

“(…) Por lo que se tasare a cuatro maravedís cada pliego, que al respeto suma y monta doscientos y noventa y dos maravedís), y mandaron que esa tasa se ponga al principio de cada volumen del dicho libro, para que se sepa y entienda, lo que por él se ha de pedir y llevar, sin que se exceda de ello de manera alguna…”

Dicho respectivamente por los señores Hernando de Vallejo y el Doctor Gutierre de Cetina; escribano de la Cámara del Rey y Censor del Reino respectivamente; las citas corresponden concretamente a las dispuestas formalmente en la primera edición de “Don Quijote de la Mancha Parte Segunda”.
Ambas anotaciones, del todo imprescindibles para lograr la promoción del libro, y a la sazón causa suficiente para hacer que la obra vea la luz, rezan por fecha y datación tal día como hoy, a saber y rezando formalmente: “A veinte y uno de otubre, mil seiscientos y quince.”

Con ello, o tal vez por todo, podemos así dejar constancia expresa de por qué Don Quijote de la Mancha es y será, sin estar a la sazón sometido al devenir del tiempo, así como al devenir del tiempo. De porqué la obra bien pudiera considerarse como la mejor definición que de la eternidad y en lo concerniente a este mundo se ha dado; y sobre todo de por qué es universal, sencillamente porque no hay nadie en este mundo para quien suponga un desaire ser llamado alguna vez en su vida, Quijote.

Con todo, y tal vez por ello, no resulte en absoluto inadecuado poner hoy punto final a nuestras reflexiones retornando al principio de las mismas; concretamente al punto en el que especificábamos las dificultades que Julián MARÍAS encontraba para aunar las voces en torno a lo que sin lugar a dudas podría considerarse coherente con lo que sería “obrar como un buen español.”

Tal vez bastase no tanto con obrar como Don Quijote, como sí más bien hacerlo movido por las aspiraciones que a Don Quijote impulsaban.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 17 de octubre de 2015

SOLO CUANDO PARECE QUE NOS MOVEMOS EN LA MÁS ABSOLUTA OSCURIDAD, ES CUANDO PUEDE LLEGAR EL TRIUNFO DE LA LUZ.

Constatada una vez más la presencia inequívoca de todos y cada uno de los componentes que podríamos considerar imprescindibles para la evocación, cuando no para el desarrollo de lo que sin duda denominaremos Drama Clásico, es cuando convencidos de que cualquier tipo de manipulación por pequeña que sea no solo no mejorará en absoluto los tintes de cualquiera de los originales, sino que en medio de la constatación inequívoca de la mediocridad, solo lograremos constatar una vez más lo mediocre del tiempo que nos es propio, haciendo surgir en nosotros la trágica sensación de la frustración propia de la certeza mal atendida; será pues por lo que habremos de satisfacer una vez más la insaciable necesidad de nuestras almas, acudiendo raudos a nuestra cita con la Historia.

Constatamos ésta incapacidad del Hombre para saciar sus verdaderos apetitos sobre todo en el hecho evidente manifestado en su incapacidad para detenerse. Dicho de otro modo es el Hombre permanente movimiento, aunque en la mayoría de ocasiones, sobre todo cuando logra recorrer las mayores distancias, la sensación de movimiento no responde necesariamente con aquél que habría de haberse llevado a cabo en el plano digamos físicamente convenido esto es, en el plano del espacio físico.
Más bien al contrario, los  mayores logros asociados al movimiento, entendiendo al menos como tales los que logran permanecer en el tiempo, se dan obviamente dentro de una consideración física en la que el componente espacial no solo carece de relevancia, sino que resulta efectivamente inútil a la hora de ejercer o constatar acción o efecto alguno sobre el hecho considerado. Resulta pues que de constatar la ineficacia de lo espacial a la hora de inferir efecto alguno sobre las consideraciones de partida, que hemos de entender como imprescindible la aportación que el tiempo por medio de la Historia puede hacer a nuestra disquisición.

Es entonces que a medida que vamos poco a poco desentrañando el puzzle en el que hemos entramado hoy la identidad, o en este caso identidades de los protagonistas a los que rendimos tributo; vamos constatando las dificultades propias de un proceso en otras ocasiones bastante más sencillo. Es entonces que una vez superado el shock propio de la ya enunciada novedad, que habremos pues de acudir a la aportación de la lógica en aras de ir apropiándonos del escenario que efectivamente hemos vuelto a constreñir.

Es así que haciendo uso de los parámetros que hasta el día de hoy han servido para erigir la lógica desde la que semana tras semana hemos ido desentrañando la Historia y sus personajes a través de los vínculos que ellos o en su defecto sus acciones, tenían para con la Música, es que hoy habremos de tratar de identificar a dos personajes de consabido renombre y si cabe mayor prestigio los cuales además tengan vinculación a partir del momento histórico que protagonizaron, existiendo de manera conjunta o individual una clara relación para con la Música.

Dicho así, las tinieblas del misterio que al menos en apariencia jalonaban nuestro destino dejan paso a un suspiro de tranquilidad cómplice cuando las incuestionables figuras de Giuseppe Verdi y Friedrich Nietzsche emergen claras de nuestro imaginario basado en el pasado, para protagonizar una vez más otro de nuestros episodios del presente.

Nacidos ambos bajo el inestimable sello que confiere el siglo XIX, el compositor el 10 de octubre de1813 en Milán; en Weimar el 15 de octubre de 1844 el… alemán, ambos vendrán como pocos otros a inflamar el presente que les tocó respectivamente vivir. Y en contra de lo que se pueda suponer dadas las en apariencias insalvables distancias que les separan, ambos lo harán pergeñando y desarrollando estrategias que si bien pueden obviamente ser y constituir realidades neta y absolutamente incompatibles, lo cierto es que en ambos casos se dirimirá un denominador común no menos claro procedente de la existencia de una suerte de espíritu común que en forma de llama, hará arder en nuestros respectivos personajes un fuego muy característico a la par que poco común, responsable en gran parte del efecto que para sus contemporáneos, pero sobre todo para la Historia, tendrán.

Albergando en su interior de manera evidente el sello que imprime la neta permanencia en el siglo XIX, ambos murieron con el siglo, como si hubieran supuesto que o bien su genio, o bien la categoría de sus aportaciones estuvieran amenazadas por alguna suerte de maldición que podría traducirse en la constatación de verse víctimas de alguna clase de merma en el caso de haber permitido que sus vidas se hubieran extendido más allá de los límites impuestos por el mencionado siglo XIX.

Será así pues el siglo XIX, o para ser más exacto las circunstancias que a título de definición lo enmarcan, lo que conferirá de nuevo rango de sentido a todas y cada una de las afirmaciones hechas hasta el momento, o que están por venir.
Es entonces, tal y como no podía ser de otra manera que el Romanticismo, patrón indiscutible, dueño del timón del barco que una vez más surca las aguas del mencionado siglo, se erige por plena autoridad como el mejor de los arquetipos desde el que tratar de aproximarnos cuando no netamente interpretar, el escenario sobre todo temporal en el que hoy nos hemos sumergido.

Tanto es así que, rauda y magníficamente, si no todos sí la mayoría de los grandes elementos que componen y trazan esta navegación acuden a su cita no con el presente, sino con su tiempo en pos de reclamar lo que siempre fue suyo.
Y entre todos, o en este caso concreto por encima de todos, uno, el nacionalismo. 

Componente substancial donde los haya, el Nacionalismo hace gala como pocos otros de todos y cada uno de los ingredientes que elevan al rango de mitos todas y cada una de las consideraciones propias que a su vez erigen en inmortal el carácter del Romanticismo, más allá por supuesto de cualquier limitación temporal dentro de la cual queramos constriñir semejante fenómeno.
Es así que pocos fenómenos de estricta consideración social como es el caso del nacionalismo, logran acaparar y de manera tan precisa todas y cada una de las emociones cuya comprensión resulta a la par imprescindible para determinar el grado de éxito del Romanticismo.

La pasión, el amor a la belleza en tanto que tal, pero sobre todo el tributo que a la belleza como fin en si mismo que se lleva a cabo por medio de la exaltación de los sentidos reflejado en el triunfo de lo que en cualquier otro momento hubiese sido insoportable, como es el caso del Parnasianismo, vienen a describir un cuadro cuando no una escenografía que si bien se muestra con tintes de sutil evidencia cuando persistimos en la búsqueda del cromatismo característico del mentado Romanticismo, comprobamos que no queda en absoluto desasistida cuando tratamos de aplicarla al Nacionalismo.
Así, como entes estrictamente pasionales que ambos son, conviven prácticamente en igualdad de condiciones cuando han de desarrollar sus virtudes o sus iniquidades en los campos de batalla que les son propios, ya que por más que pueda parecer difícil de aceptar, la Música y la Filosofía redundan de manera inmisericorde al mostrarse como magníficos mecanismos destinados a la exaltación de los valores y procedimientos que hasta el momento hemos descrito. Además nuestros protagonistas han dado sobradas muestras de ser respectivamente los mejores, cada uno  en el ejercicio de su respectiva disciplina.

Es así Verdi un músico nacionalista. La afirmación, lejos de dar lugar a una interpretación que pueda abocarnos a una conclusión reduccionista, ha de ser por el contrario sometida a la consideración que desde el carácter magnífico del Romanticismo se traducirá, en el caso de ser vista desde el punto de vista del protocolo nacionalista, a un devenir en el que los factores de exaltación pondrán especial énfasis en este caso sobre los condicionantes destinados a incrementar, en la medida de lo posible la valía de los entes amplificados, en tanto que los mismos proceden netamente de una cultura respecto de la que pueden establecer nexos cuando no elementos de comparación. De esta manera Verdi se verá inmerso en un proceso de doble dirección en tanto que la firme voluntad de exaltación de lo nacional, a partir de su empeño en utilizar como sustento conceptual elementos y estructuras del folclore por definición típico de Italia, redundará en una implementación que acabará por hacer resurgir el movimiento alimentando con ello los procederes de una Italia en plena efervescencia la cual, por otro lado, no tardará en saltar por los aires. Por otro lado, el marcado interés que en pos de colocar en su justo lugar tal arte desarrollará en Verdi unas acciones que en el estricto marco de lo compositivo redundarán en una notable mejora de las ya de por sí notables habilidades del compositor, denotando con ello la certeza que algunos tenían y que les llevaban a tomar como posibles las sospechas de que efectivamente, nos encontrábamos ante uno de los compositores con más talento de todo el XIX; sin duda el que se ubicará en el ecuador procedimental destinado a separar a los partícipes del Bell Canto, de los que habrán de venir implementando lo que luego se conocerá como verismo.

Por otra parte, la relación de Nietzsche con el nacionalismo es, a la par que más complicada de definir, mucho más difícil de determinar, en tanto que siguiendo los parámetros que resultan convencionales en todo lo que tiene que ver con el autor y su obra, ésta resulta absolutamente oscura.

Para empezar, la relación de Nietzsche con el nacionalismo es abordada por el autor, como todo lo que acontece en su filosofía, de manera absolutamente propia, quedando por ende muy alejada la realidad, o al menos aquello que el autor consideraba como su realidad, de lo que acababa siendo lo comprendido por el autor.
Así, el nacionalismo entendido como exacerbación de un cierto sentido de pertenencia a algo, en este caso a un país, parece no tener sentido en el caso de las concepciones expresadas a tal efecto por el filósofo de Weimar. A pesar de ello, una comprensión más profunda de las disquisiciones definidas por el autor a lo largo de sus múltiples escritos nos permiten erigir una suerte de teoría a partir de la cual la patria del Hombre es el propio Hombre, de manera que cada individuo asume la sagrada obligación de conocerse a sí mismo dicho lo cual podrá asentarse en el lugar que mejor le permita desarrollar estas ideas, desarrollándose él con ellas.

El Hombre como patria de sí mismo. A partir de esta disposición, la obligación de desarrollo del Hombre a partir del esquema de búsqueda del Superhombre determinará un planteamiento en el que, sin ser abordado de manera específica, podemos no obstante identificar los componentes propios de la lucha que otros autores determinarían dentro del enfrentamiento contra el extranjero, en este caso en la lucha que el Hombre ha de librar contra todas las pulsiones que son residuales en tanto que le alejan de su sagrada obligación, la que pasa por el desarrollo del Hombre en toda su expresión, una expresión que recordemos resulta magnífica en el caso de seguir los preceptos nietzschelianos.

Para finalizar, podemos decir que el elemento que finalmente con mayor rotundidad nos permite albergar alguna esperanza a la hora de considerar como acertado el proceso destinado a integrar en un solo estudio los pensamientos de Nietzsche con las virtudes compositoras de Verdi pasa inexorablemente por poner de manifiesto y aceptar que ambos se revelan como virtuosos de la percepción, en tanto fueron si no los primeros si los que con más fuerza se empeñaron en poner de manifiesto la profunda crisis en la que se encontraba el Hombre del XIX. Una crisis con claras y evidentes connotaciones sociales, que no tardó en generar conductas cuyas consecuencias se extenderán como sabemos no solo más allá del XIX, sino que tal y como hemos puesto de manifiesto en multitud de ocasiones podrán en riesgo los desarrollos del propio siglo, no dudando, lo que es francamente peor, en hipotecar los del siguiente siglo, el XX.

De esta manera, y para cerrar si fuera posible con un ejemplo la proximidad entre ambos protagonistas, bien podríamos decir que el número del Coro de los Esclavos de Nabucco, sin duda habría sido elegido por Nietzsche como banda sonora del drama social e individual en el que se depaupera instante tras instante el Hombre Europeo inmerso en un proceso que le impide alcanzar su verdadero hito, su verdadera conclusión, convirtiéndose con ello en reflejo de lo que le pasa a Europa.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 10 de octubre de 2015

DE LA IMPORTANCIA DE LLAMARSE ESPAÑA.

Llegados cómo no una vez más a nuestra cita con otra de esas fechas podríamos decir que paradigmáticas, lo cierto es que cumpliendo casi con un ritual, podemos afirmar una vez más las dificultades que por primera vez en muchos años, siendo éstas de carácter tanto propias como impropias, que en este caso se concitan a la hora reseñar o si se prefiere de rememorar, el listado de grandezas que sin duda han hecho grande a esta Nación, a este Pueblo.

Haciendo buena la afirmación que A. DULLES pone en boca del que tal vez es el más famoso de sus protagonistas, el que hace tantos años nos guió a través de la oscura y a la sazón procelosa selva en la inestimable aventura en la que se convirtió la búsqueda de las minas de El Rey Salomón, lo cierto es que, efectivamente “no digas tonterías chico. El imperio siempre ha estado en peligro.”

Porque viniendo como de hecho lo hacemos procedentes de unos tiempos en los que conceptos otrora indefectibles tales como la grandeza y el honor se cuantificaban de manera casi obscena procediendo a su manipulación sin observar el menor rigor que resulta por supuesto preceptivo, acaban por supuesto por originar, cómo no habrían de hacerlo, si no tanto un ambiente marcadamente contrapuesto a aquel que en principio se promovía, si cuando menos uno no tan dispuesto a generar ¿cómo lo diríamos? Ese ambiente previo a la emotividad previa que sin duda ha de inferirse instantes antes de pedir a los hijos que den su vida por la Patria, y a las madres que no hagan ni digan nada por evitarlo.

Porque tal y como Marco Aurelio dejó escrito: “Habiendo pronto mi fin de este mundo. ¿Cómo me recordará la Historia? ¿Lo hará como militar, como el conquistador…quizá como el filósofo? (…) Dejo el Imperio en su momento de mayor grandeza y, a pesar de todo ¿Qué es Roma? (…) Roma es, como todo lo enorme, solo una idea. Una idea a la sazón tan débil, que necesita ser protegida a diario, pues solo pronunciar su nombre con demasiada fuerza, o hacerlo en lugar equivocado, puede ser suficiente para contemplar su desaparición.”

Resulta curioso que una vez más la realidad se empecine en hacer de paladín destinado a unir, a dotar de cohesión aquello que procede de lo que no es sino la interpretación, en un caso de un personaje que pone voz a los más profundos pensamientos de su autor; en el otro de los pensamientos de un hombre sabio y poderoso que tal vez por su gran distanciamiento para con lo que resulta nuestro aquí y nuestro ahora, puede en realidad pasar como más personaje que el que en realidad lo es.
¿El denominador común? Si tenemos no ya la perspicacia como si más bien la paciencia suficiente aparecerá, como suele ocurrir con todas las cosas que son verdaderamente importantes, claro y distinto ante nosotros. Y lo que es mejor, lo hará por sí solo.
Así el miedo, o por ser más precisos la inseguridad que acompaña a todo proceder que redunda en el mero hecho de caminar por espacios que le son impropios, o en cualquier caso le resultan poco propiciatorios, acabará por consignar el escenario en el que tendrá lugar la que por mero orden, que no por secuenciación se erigirá como la última representación de ésta, la que todavía no hemos enunciado explícitamente cual es la Fiesta de la Hispanidad.

Pocas son las ocasiones que en el contexto propio de mentar o describir esta fecha, se han mostrado tan eficaces, quién sabe si habría que decir mejor tan útiles, de cara a cumplir el cometido para el que fueron inestimablemente creadas.
Dicho de otra manera. ¿Qué nos lleva a considerar como necesario la instauración de una jornada destinada específicamente a recordarnos qué y por qué somos lo que somos? ¿Acaso nuestro personaje de novela y nuestro viejo Emperador de Roma tenían razón? ¿Es posible que en realidad todo, absolutamente todo no responda sino a una idea, que no sea más que la configuración resultante de  una vana ilusión?
De ser así, no nos quedaría la menor duda de estar ante una de las grandes genialidades de cuantas el hombre ha sido capaz de pergeñar. ¿Es entonces cierto que solo los débiles soportes que proporcionan los mitos constituyen en realidad los cimientos de ésta, la sin duda gran creación en la que a la postre se convertiría el ilusorio modelo de concepción nacional que desde la Revolución Francesa hasta hoy, pasando por el derrocamiento de los Despotismos, hasta la violencia de los Fascismos; han venido a certificar nuestro sueño? ¿Es en definitiva nuestra realidad poco más que una forma ordenada de sueño?

No en vano, y quién sabe si de manera una vez más provocativa precisamente por visionaria, nuestro alemán por excelencia dijo que “Los ídolos tienen los pies de barro.”

Por eso tal vez que una vez se apagaron los fuegos en los que ardieron las estructuras del XVIII. Una vez que se hubo asentado el polvo procedente de las demoliciones del XIX, que comenzó a ser necesario erigir no tanto estructuras, no tanto edificios, como sí más bien paradigmas que con su doble función garantizaran, tal vez por primera vez, la absoluta imposibilidad para los enemigos para destruir lo recién creado. La causa es evidente: Las ideas son indestructibles es más, cuanto más se las persigue, con más fuerza resurgen.

Y es así que si no de la comprensión de principios como éste, sí de su aceptación, que poco a poco iremos resolviendo los problemas propios de las obsoletas estructuras las cuales, lejos quién sabe si de su verdadera función, hacen de su comprensible naturaleza de supervivencia un obstáculo para la implantación de los nuevos cánones.
Viejas estructuras, y a su sombra, sus peones. Peones que careciendo en este caso de la excusa moral de la que como hemos dicho goza su matriz, se empecinan en negar lo inevitable de su desaparición diluyéndose y tratando, lo que es peor, de diluir a otros, en debates del todo ya demostrados como estériles los cuales pasan por tratar de dirimir vicisitudes en torno a la corrección o no del uso de terminologías tales como Nación, Pueblo y por supuesto, Estado.

Ubicado por sí solo llegados a este punto la trascendencia del debate, podemos dar por definitivamente consolidada la idea hasta este preciso momento solo sugerida en base a la cual el miedo procedente, cómo no, de una amenaza, bien puede jugar un papel de consolidación en torno en este caso a una idea, logrando como ningún otro fenómeno de los posibles con los medios de los que se dispone, la promoción de ésta hasta alcanzar niveles de otro modo inalcanzables; traduciendo a una posición de solvencia estructuras que de cualquier otro modo estarían condenadas a permanecer en posición de frágil equilibrio.

De esta manera, la situación originada a partir de los efectos cuando no de las consecuencias vinculadas a la manera que se ha tenido de tratar el comúnmente llamado asunto catalán, resulta obvio que ha tenido una derivada aparentemente altisonante en apariencia por incontrolada, la cual ha terminado por inspirar incluso a quienes al respecto no tenían opinión formada, una suerte de sentimiento patrio que en ocasiones ha alcanzado una intensidad desconocida para la mayoría, tal vez o precisamente porque muchos son los años transcurridos desde la última vez en la que si no ya España, sí tal vez la Idea de España, se había visto tan claramente amenazada.

Queda así pues una vez más legítimamente instaurada por constatación la certeza de que si bien en este país resulta difícil obtener un viso de autoridad basado en la certeza absoluta de saber a qué o a quién se apoya, ocurre todo lo contrario cuando lo que entonamos en aras de conseguir la leva es el listado de agravios que exponemos sobre aquel contra quien estamos.

Es precisamente a la vista de la importancia que adquiere la labor de difusión, cuando comprendemos el riesgo que inherente a la misma surge cuando intuimos el efecto que los voceros pueden llegar a causar. Así, hace pocas lunas y enmarcado como no podía ser de otra manera en el tono de arenga desde el que hoy por hoy se juzga cualquier disposición que pretende no tanto aglutinar a los que componen lo propio de lo que denominaríamos una facción, como sí más bien separarse a cualquier precio de los que siguiendo esa deleznable lógica compondrían la otra facción; que me encontré con sendos acólitos de la teoría de la conspiración reforzando precisamente sus tesis a partir de algo que me llenó de perplejidad: ¿De verdad resulta tan imposible de aceptar que efectivamente el término Nación pueda estar efectivamente dotado de varias acepciones?
Naciones y Pueblos se conforman de los elementos de los que la Historia, entendida como forma de percepción ordenada del paso del tiempo, los dota. De esta manera El Hombre, actor indiscutible en tanto que protagonista imprescindible tanto de la Historia como de la disposición no ya de su devenir sino incluso de su interpretación; se revela como el único capaz de presagiar lo que no ya la Nación sino incluso el Pueblo, hará con semejante dotación, ordenada en pos de la Cultura.
¿Tiene pues en sí mismo sentido un Pueblo, o si se prefiere una Nación? De mi desarrollo resulta mi certeza, que en este caso redunda en el no. De ser un Pueblo o Nación dueño de su propio motivo, además de convertirse en un hecho necesario, lo que alienaría a los individuos que la compusieran, entraría en la contradicción procedimental de discutir la necesidad de otras Naciones las cuales, por su misma naturaleza, estarían pues dotadas de la misma condición de necesidad, lo que hace ininteligible el razonamiento por imposibilidad semejante a la de las contradicciones observables cuando discutimos las Vías Tomistas diseñadas para percibir la existencia de Dios, propias de Tomás de AQUINO.

De esta manera, resulta evidente asumir que desde una perspectiva inherentemente constructiva, la dotación semántica de una Nación y por ende de un Pueblo, ha de estar mucho más vinculada a factores de adición tales como la riqueza de su Historia, y de las múltiples acepciones que ésta genere con ejemplos en los campos de la Cultura, la Política, y cuantos demás dominios puedan ser o parecer de interés.

Así, la conmemoración del Día de la Hispanidad, si bien puede con el tiempo resultar un concepto propenso a la extinción, debería merecer, al menos durante el tiempo que le otorguemos de vigencia, propenso a ser tenido en cuenta, no obviamente en tanto que por sí mismo, como sí más bien por lo que a ciencia cierta representa.


Luis Jonás VEGAS VELASCO,

sábado, 3 de octubre de 2015

DE FERNANDO VII Y EL DERECHO A LA DISCUSIÓN, SI NO TANTO SOBRE SU REINADO, SIN DUDA SÍ SOBRE LA DIALÉCTICA EN SÍ MISMA.

Pocos, por no decir ninguno han sido los monarcas capaces de despertar en España tantas expectativas ante su llegada, tanda decepción una vez vistas sus formas, y puede que tantos y tan intensos suspiros de desahogo tras su marcha.

Decir que la historia de Fernando VII es la historia de una desgracia, tal y como algunos no solo han dicho, sino que han llegado a acuñarlo encierra, cuando no un suerte de injusticia, si seguro una mala interpretación de la realidad procedente en todo caso de apostar que, efectivamente, un solo hombre, por muy rey que fuera, se hallaba todavía por aquel entonces en disposición no ya de hacer, ni tan siquiera de suponer, que podía hacer lo que le diera la real gana.

Mas revisados los procederes, así como por supuesto los antecedentes, y muy especialmente los consecuentes, que podemos decir sin ánimo de equivocarnos, y aunque parezca mentira sin el menor ánimo de sembrar polémica al respecto, que la manera de tratar los considerandos, así como las decisiones que a tenor de los mismos se promovieron, distan mucho, a  la vista no tanto de las consecuencias cuando sí más bien del análisis de los antecedentes y los protocolos en sí mismos; de ser los adecuados, por muy condescendiente que al respecto se desee manifestar uno mediante la aplicación de la consabida presunción de inocencia vinculada al ejercicio de la perspectiva.

Decir que Fernando VII es, en tanto que tal, un hombre de su época, limitado por algunas de sus circunstancias, a la par que amparado en otras; bien podría parecer no haber dicho mucho. Sin embargo, una vez no tanto el significado como sí más bien las connotaciones de esa afirmación son vinculadas no tanto a la condición de monarca, como sí más bien a las propia de hombre (aceptando que tamaña separación pueda verdaderamente llevarse a cabo tratándose de un rey), nos toparemos de manera inminente con la concienzuda conformación de un hombre cuya composición rápidamente nos ilustrará en relación a lo especialmente disparatada de tamaña afirmación toda vez que muy probablemente, Fernando VII haya sido el monarca que con más interés y empeño se ha lanzado en cada instante que tenía libre, así como en otros en los que esa libertad no era tanta o no estaba tan clara, a marcar soberbias diferencias al respecto de si mismo, hacia los demás.

Nacido y criado en un ambiente complicado, la época que le es propia al rey es por definición una de las más ricas, a la par que más evidentes, en lo que concierne a predisposición para las grandezas históricas. En un análisis propenso a la obtención de un análisis más sencillo vinculado a lo anterior, podríamos decir que el reflejo del colapso social del que la época es ejemplo, tiende a disponer sobre el escenario una serie de antecedentes a tenor de los cuales podemos anticipar excelencia en lo que se refiere a las expectativas ligadas no solo a un reinado, sino al periodo en general que le es propio.

Es entonces cuando a la vista de lo brillante de las expectativas, y más concretamente ante el contraste que éstas ponen de manifiesto en relación a las consecuciones digamos reales, ya sean éstas materiales o no logradas por el rey en el ejercicio de su cargo, que debemos de suponer una clara influencia, cuando no una severa vinculación, entre las elevadas expectativas promovidas desde los que impulsaron y apoyaron primero su nombramiento así como luego su retorno; y lo verdaderamente escaso de la aportación que para el total de España puede devengarse de los sendos periodos de reinado protagonizados por Fernando VII.

Nacido cuando todavía su abuelo Carlos III vivía, Fernando VII no lo tendrá fácil para ganar ni tan siquiera la que tradicionalmente en España se considera primera etapa en la larga carrera hacia el trono, cual es la de obtener la condición de Príncipe de Asturias, hecho que acontece en septiembre de 1789 una vez que su padre ha ascendido al trono de España como Carlos IV, y tras haber sobrevivido a ocho del total de trece hermanos engendrados por su madre, María Luisa de Parma.

Educado en los más sólidos principios de la solvencia católica, el por entonces ni tan siquiera heredero crecerá inmerso en las altisonancias de un proceso generoso en algunas de las circunstancias propias a la hora de describir una época en decadencia cuales son, a saber, la incapacidad para confiar en nadie (especialmente en los más cercanos) y sobre todo la confirmación de la voluntad propia como fuente no solo de satisfacción, sino en el caso de alguien destinado en apariencia a constituir en torno de sí lo mejor de la condición regia; lo que acabará degenerando en la consolidación de una personalidad no solo desconfiada, sino propensa a la desobediencia primaria, la cual con el tiempo acabará degenerando en la convicción de que la conspiración es un recurso válido, sobre todo cuando se dirige como en este caso en aras de la defensa propia toda vez que el objeto al que se atribuye la desconfianza es nada más, y nada menos, que su propia madre, a la que aborrecerá profundamente, sobre todo a partir del análisis del efecto que sobre la regia persona ejercerá el canónigo Juan Escóiquiz; de quien aprenderá a odiar, en especial al favorito, figura que en este caso recae nada menos que sobre Godoy.

Las zozobras que afectan no tanto, o más concretamente no solo, a la Corona de España, alcanzan uno de sus momentos álgidos con motivo del Motín de Aranjuez. Fruto del mismo, Carlos IV se verá obligado a abdicar, pero una maliciosa a la par que intencionada interpretación del Tratado de Fontainebleau ponen a Fernando VII literalmente a los pies de los caballos al tener que ceder en virtud del mismo la corona al rey decretado por Napoleón, nada menos que a José I Bonaparte.

Espoleado en este caso más por las acciones, por las emociones obviamente negativas que su predecesor deja, el rey Fernando se verá atropellado por las consideraciones propias de un pueblo que de manera francamente carente de pruebas que lo respalden, ha puesto literalmente todas sus esperanzas en un rey que no lo olvidemos, a partir de ese momento merecerá el apéndice de el deseado. Sin embargo tal y como la historia, una vez más, empecinada, se empeñará en demostrar, España, o más concretamente el pueblo español, tendrá que prepararse para la que sin duda será una de las más intensas decepciones que en lo atienten al capítulo de jefes de gobierno, guarda constancia.

Rescatamos aquí una de las consideraciones anteriormente referidas, más concretamente la que hacía referencia a lo que podríamos decir presencia de un exceso de ego en la personalidad del monarca; para cuando no justificar, si por lo menos hacer comprensibles no solo los ardides sino la manifiesta falta de escrúpulos a la que el monarca era tendente, sobre todo cuando éstos eran comportamientos imprescindibles para lograr el triunfo de lo que en cada momento constituía el deseo de su real persona, lo cual no siempre guardaba relación de paralelismo con lo lógico, ni mucho menos con lo más adecuado.

Vamos así pues poco a poco conformando no tanto el contexto como sí más bien en este caso el aspecto psicológico de una persona que no durará en utilizar, en el más amplio sentido de la palabra, y siempre que ello abogue por la consecución de lo que componen sus objetivos y deseos; todas y cada una de las circunstancias que en cada caso el destino ponga en su mano las cuales, en manos de un hombre competente no tanto para el gobierno como si más bien para la supervivencia, redundarán en la consolidación de uno de los periodos más negros cuando no abiertamente sórdidos de la Historia de España.

Sirviendo como ejemplo de todo lo expuesto hasta el momento nada más y nada menos que la manera mediante la que se sirve de los constitucionalistas de Cádiz de los que no duda en aprovecharse para luego no solo abandonarles cuando sí más bien declararles abiertamente la guerra promoviendo descaradamente su exterminio;  lo cierto es que el mejor cuando no el más acertado análisis que de tan atropellado periodo podemos hacer en el escaso espacio al que la costumbre nos ciñe en estas líneas, pasa por la específica mención del claro y evidente intento de restitución de los procederes y más aún de las instituciones de rango absolutista por las que Fernando VII abogará a lo largo de todo su periodo.

Con ello, y apoyado ¡cómo no! por la Iglesia en este caso bajo la alargada sombra de la corriente Jesuita; Fernando VII reinstaura un periodo de gobierno basada en el terror y facultada en el abandono de cualquier corriente ilustrada que pudiera en este caso proceder del extranjero, limitando con ello el acceso a las mismas de los pensadores españoles, certificando con ello de manera definitiva la permanencia de España en un ostracismo no solo cultural, sino flagrantemente social y por supuesto político, entendiendo éste como la única fórmula que convertía en plausible la supervivencia del gobierno en caso de extenderse conforme a los parámetros promediados y conocidos en tanto que supuestamente expuestos.

Con todo, y por supuesto no a título de conclusión, el reinado de Fernando VII se constituye, a todas luces, en uno de los periodos más oscuros y a la sazón más difícil de concertar, de cuantos hemos vivido en España.
¿Vinculado al contexto? ¿Reacción frente a la realidad? Fuera como fuese, lo único cierto es que probablemente nos encontremos ante el jefe de gobierno menos capaz de la Historia de España…¡Con permiso del presente!


Luis Jonás VEGAS VELASCO.