sábado, 26 de abril de 2014

DE ISABEL, DEL SIGLO XV, Y QUIÉN SABE SI DEL INCIPIENTE NACIMIENTO DE ESPAÑA.

Rebuscamos hoy por hoy presos de la ausencia en la que redunda nuestro presente, y solo la desolación hace presa en nosotros al comprobar cómo, sin necesidad de elevar excesivamente el nivel de la demanda, y por supuesto sin ser maquiavélicos en el proceso una vez comenzado éste; no es sino cierto el sonrojo tras comprobar desde el sentido desaliento, la más que brutal falta de grandes personajes, cuando no de ciertas épicas, que circunda si no rodean, nuestro funesto presente.

Vivimos un presente ausente. Un tiempo carente de toda épica, en el que lo único que parece estar garantizado es por el contrario la certeza de comprobar una y hasta cien veces, la absoluta renuncia a participar de su destino con la que la sociedad parece haber rubricado su destino. Un destino por otra parte insoportable.

Y bien puede ser por ello que, al igual que ocurre tras la aplicación de la cuestión sociológica de los contrarios; que la cada vez  más fragrante necesidad no solo de héroes, sino abiertamente de guías, nos lleva a descubrir no sin cierta sensación de sofoco, cuando sí incluso abiertamente de envidia, la grandeza de algunos de los que nos precedieron.

Hombres y mujeres, personajes todos ellos, que vienen no tanto a conformar un escenario idílico, pero que no obstante sí ven ampliada su sombra ante lo que podríamos considerar ausencia de otros árboles en el derredor.
Parecen así pues confluir innumerables fuerzas, todas ellas empecinadas en albergar de manera sintomática los preceptos, que no los prejuicios, destinados a constatar la posibilidad de tener que ir dando por cierta la cuestión resumida en el aforismo en base al cual cualquier tiempo pasado fue mejor.

Y es entonces, cuando sumergidos de lleno en la paradoja, convencido de la necesidad de romper una lanza por aquéllos que se niegan a perderse en el encantador romanticismo eternamente presente en lo histórico, que es cuando uno topa con la figura de Isabel I de Castilla.

Aunque para ser más exactos, con una figura de la magnitud de la que gasta Isabel I de Castilla es imposible toparse. A lo sumo darse de bruces puede describir con más precisión el encuentro.

Es parida Isabel en la madrugada del Jueves Santo del año 1451, cuya festividad está aquel año ligada al 22 de abril, en la localidad abulense de Madrigal de las Altas Torres; pequeña villa de realengo en la que por entonces reside con carácter meramente circunstancial su madre, Isabel de Aviz.

No tanto el nacimiento en Tordesillas de su hermano Alfonso, como sí el que había acontecido años atrás del que será su hermano por parte de padre, y que gobernará desde la muerte de éste (Juan II de Castilla); bajo el título de Enrique IV; concitan un escenario y en definitiva un marco contextual tan aparentemente difuso de cara a conjeturar la menor de las aspiraciones al respecto de suponer importancia alguna a la niña, que incluso la fecha, incluso el lugar de nacimiento de Isabel, han sido objeto de cuestionamiento.

Mas en cualquier caso y por tales juicios, lo cierto es que a priori solo lo inusual del nombre (el de Isabel no es un nombre habitual en Castilla en tales calendas, procediendo lógicamente de el de su madre), parecen hacer presagiar algo de lo verdaderamente poco habitual de cuantas conductas, procederes y logros acaben por jalonar la vida de la que será sin el menor género de dudas no solo una de las figuras más relevantes de la Historia de España, como sí igualmente una de las figuras regias más reconocidas dentro de la mencionada Historia.

Pero por no caer en contradicción con la certeza de los hechos, y en pos y lo que sería más peligroso, por no acabar siendo víctimas del mal de la profecía autocumplida, lo cierto es que habremos de hacer gala de un cierto grado de respeto hacia la cronología, e interpretar así los primeros años de la futura reina como los que proceden de una niña cuyo destino está por entonces absolutamente velado por el devenir de una serie de circunstancias tan complicadas como inabordables, las cuales solo serán comprensibles si hacemos uso de ardides a veces del todo carentes del honor que al menos en principio ha de serles presupuestos a estos niveles, y que en todo caso no redundarán sino en el agravamiento de la complejidad del asunto.

Y mientras, a todo esto, y en principio absolutamente indolente ante los asuntos que se iban inexorablemente fraguando, una chiquilla que vive junto a su madre, desde hace algún tiempo en los aprecios más hospitalarios que les ofrece la villa de Arévalo, sumida de manera nunca sabremos si consciente o inconsciente, el inexorable proceso de hundimiento en la locura que ha hecho presa en la Isabel madre, y que como es de suponer terminará imprimiendo cierto grado de sello tanto en la personalidad, como por supuesto en la manera de conducirse de una Isabel que ya da muestras de algunos de los rasgos de carácter que siempre la acompañarán, confiriendo una más que fuerte personalidad, regida por una autoconfianza ingente, y un ego descomunal. Todo lo cual, combinado, dará paso a algunos de los episodios en torno de los cuales se concitarán grandezas y miserias de España, tales como el Descubrimiento de América, o la expulsión de los Judíos de territorio español.

Es así pues que en exquisito cumplimiento de los que por entonces son los cánones de conducta, Isabel es prometida cuando apenas cuenta tres años de edad con Fernando de Aragón. Si bien dar por hecho que la magnitud dinástica de los acontecimientos que tal compromiso, unido por supuesto a los volúmenes de territorialidad que el mismo traería aparejado eran ya conocidos, supondría sin duda un ejercicio de excesiva licencia; lo cierto es que tanto el giro que los acontecimientos pronto comenzarían a dar, como la constatación de sucesos inesperados y que van desde la increíble por tremenda “Farsa de Ávila”, hasta la muerte, quién sabe si envenenado, del propio Alfonso; terminan por conferir a Isabel un papel a presente y a futuro ya imposible de obviar.

Será así pues que con el inconcebible hasta aquel momento, ejercicio de desobediencia hacia la Corona que protagonizará una nobleza levantisca que ve en la debilidad del por entonces rey Enrique IV tanto un problema como una solución a las cada vez más evidentes pretensiones de poder y que será escenificada en el episodio de Ávila (5 de junio de 1465); hasta la muerte del propio Alfonso en Cardeñosa en los albores de 1468; pasando por el terrible detrimento de honor que para la Casa Trastámara tiene en general la cuestión de La Beltraneja, lo cierto es que sin llegar a creerlo, pero sin dejar de desmentirlo, Isabel se ve cada vez más cerca de la corona. Y lo que es peor, empieza a considerarlo seriamente.

La firma, que no consolidación, de la concordia entre Isabel y Enrique, reflejada en Los Pactos de los Toros de Guisando, firmados a mediados de septiembre de 1468, dan lugar a un conato de paz dentro del espacio de guerra pública aunque no declarada que comienza a ser cada vez más franca y abierta, entre ambos hermanos.
Aunque en cualquier caso, la historia, o si se prefiere, el devenir de los acontecimientos, parece verdaderamente dispuesto a jugar con nuestros dos protagonistas.

Así, la especie de vuelta atrás que al respecto de los compromisos de legítimo derecho a la corona sufren los acuerdos ya mencionados una vez que Enrique IV decide reconsiderar no solo el que Juana no sea hija suya, sino que de manera alguna ella no sea la destinada a gobernar; obligan ahora ya sí sin disimulos, remilgos ni miramientos a Isabel a comenzar una ardua partida de ajedrez cuya bolsa asociada a la victoria lo constituye la ya por entonces nada despreciable Corona de Castilla.

Como efecto colateral al expolio conceptual en el que parece verse sumido el rey, lo cierto es que otra de las cuestiones que se ve puesto en tela de juicio es el de los acuerdos matrimoniales en los que se encontraba sumida la futura reina. Así, no se trata ya tanto de que Enrique no vea con buenos ojos la unión dinástica con la Casa de Aragón. Se trata más bien de ver la posibilidad de explorar cotos que puedan aportar mayor riqueza al propio monarca. Indagando por ello en casas como la de Francia, y la propia de Portugal.

Pero tales ardides lejos de funcionar, no logran sino el efecto contrario al aumentar en Isabel el deseo de ser reina, ahora ya empecinadamente junto a Fernando de Aragón, de un territorio que será mucho más que el resultado de una fusión de tierras, será el nacimiento de una verdadera Nación.

El 19 de octubre de 1469 se celebra casi a escondidas el matrimonio de los que pasarán a ser conocidos como “Los Reyes Católicos”

A la muerte de Enrique IV, y en base a la cita del Concierto de los Toros de Guisando, Isabel se proclama Reina de Castilla en las postrimerías del año 1474.


La Edad Moderna ha llegado.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 19 de abril de 2014

DE LAS PASIONES, FUENTE INALTERABLE DE RECURSOS.

Convergen de manera aparentemente natural en torno al ser humano, multitud de realidades, conceptuales unas, materiales otra, que ayudan de manera franca y evidente a preconizar la certeza de la evidente complejidad que en términos generales se expresa en pos de la condición de éste.

Una complejidad que, si nos atenemos tanto a la fuente, como especialmente al resultado que de la misma procede, a saber el Hombre en tanto que sí mismo, sirve por sí solo para proverbiar en relación a la eficacia de ésta, ratificada, insistimos, en el elevado grado de éxito que de su obra se extrae.

Concibiendo así pues al Hombre como un  resultado, como algo que última instancia procede, bien podemos conjeturar sobre lo inaccesible que para el propio Hombre supone su concepción a tenor de la mencionada fuente; haciendo de lo inabarcable del objeto de tales pesquisas, una de las mayores fuentes de miseria para el propio Hombre, en tanto que tal.

Dicho de otra manera, o si se prefiere de manera más extendida, lo cierto es que la imposibilidad que el Hombre tiene para elevar a algo que supere al mero rango de conjetura todas y cada una de las a priori explicaciones competentes sobre sus orígenes, cuando no de sus fines; redundan en  pos de sumirle en una fiebre más o  menos sintomática. Fiebre que por otro lado presenta una forma de reacción a los procesos temporales, cuando no abiertamente cronológicos. Dicho de otra manera, la atenencia respecto de ciertas fechas parece redundar activamente en el reforzamiento tanto de la necesidad de obtener respuestas, como en el mero hecho de llevar a cabo preguntas.

Lejos de pretender aquí y ahora la elaboración de alguna suerte de compendio encaminado a corregir en todo o en alguna parte el corolario desde el que muchos satisfacen sus demandas en pos de nuestro componente metafísico, lo cierto es que sí acudiremos una vez más, e inexorablemente por estas fechas a nuestra cita con uno de esos grandes momentos, uno de esos grandes hitos del calendario, los cuales suelen venir inexorablemente ligados a momentos trepidantes de la Historia de la Humanidad. Momentos en una palabra que tienen permanente proyección hacia el futuro.

Es así por lo que, inmersos como estamos en mitad de una celebración tan marcadamente intimista, como es o a priori debería ser aquella mediante la que los seguidores de Jesucristo conmemoran la certeza del triunfo de su fe sobre la muerte, entendida ésta como la enésima conceptualización del mal; sorprende el alto grado de exposición pública al que los mismos, a los que a partir de ahora aglutinaremos bajo el denominador común de penitentes, se prestan.
Procesiones, representaciones, martirios más o menos lúcidos, y en definitiva, exteriorización de un proceso relativamente macabro y reincidente (no en vano acaba siempre son la muerte en la cruz a título de sacrificio máximo de un Jesús que en esencia vino a la Tierra como cordero) se fusionan para confeccionar de manera insistimos reiteradamente macabra y repetitiva, un escenario aterrador destinado a lograr misiones diversas.

Lejos como decíamos hace unos instantes de intentar hoy venir a dar respuesta a alguna de las sin duda innumerables cuestiones que una vez más se plantean, lo cierto es que verdaderamente el objetivo de la presente reflexión se halla enmarcada más dentro de los principios podríamos decir antropológicos. Otras consideraciones, a saber por ejemplo las que proceden de vínculos o consideraciones místicas o religiosas pertenecen a un campo más alejado, un campo que además, por estar inexorablemente flanqueado por las barreras que el respeto impone, no estamos dispuestos tan siquiera dispuestos a flanquear.

Mas tal consideración no ha de ser óbice para que, lejos de huir, al contrario aprovechemos las ventajas de las cuales gozamos a la hora de tratar de hacer frente con el inmejorable catálogo de armas que nuestro entendimiento nos brinda, al intento de comprensión del que a nuestro entender supone el gran misterio del Hombre. A saber, la dualidad que lo compone, y a la cual resulta imprescindible acudir si queremos intuir siquiera brevemente si está en nuestro ánimo acceder de una forma no manierista al compendio de realidades que indudablemente se confabulan a la hora de dar forma al Hombre, en todo su esplendor.

Insistiendo de manera absolutamente voluntaria en los procederes vinculados a la estructura antropológica del Hombre, habremos una vez más de traer a colación los múltiples aspectos, así como las no menos numerosas interpretaciones que de los mismos una y otra vez hacemos; todos los cuales una y otra vez acaban por chocar de manera inexorable en el parasintético mundo de la duda metodológica.
Sin necesidad de entrar todavía en el terreno de lo mitológico, ni tan siquiera en el de la Religión, por supuesto; y obviamente alejados cuando menos todavía de las pretensiones unívocamente excluyentes de la corriente pragmática por excelencia, lo cierto es que lo apropiado de la fecha, precisamente hoy, el único día en el que los seguidores de Cristo se encuentran huérfanos al hallarse extinguida en su Luz, aquélla que supuestamente ilumina al mundo; bien puede ser el mejor de los días para hacer frente al mero y no por ello menos interesante proceso destinado como decíamos a buscar preguntas.

Soslayando muchos de los aspectos que vendrían a compendiar y a matizar la cuestión, y aún a riesgo de que entre alguno de los obviados figuren elementos cuya aportación pueda ser estructural, lo cierto es que en el fondo la discusión queda reducida a si el Hombre, y con ello los criterios que de una u otra manera le son propios, puede o no dar cumplida explicación a todo cuanto le rodea acudiendo tan solo a  cuestiones y procedimientos que le son factibles por métodos directos. O lo que es lo mismo, si podemos o no obviar la necesidad de la imprescindible participación de una ser externo a la hora de comprender la existencia, en sus más amplios componentes.

La cuestión como vemos, para nada baladí, bien puede ser considerada, basta para ello con atenernos a los ríos de tinta que ha suscitado a lo largo de la historia de la propia Humanidad, como una de las que efectivamente con más intensidad ha cautivado a todos los que en uno u otro momento han formado parte de nuestra comunidad.

Estableciendo en DESCARTES el límite superior, esto es, el científico que por su marcado talante racionalista mejor puede identificarse como el paso previo que la ciencia concede antes de acabar definitivamente desbordando en el mito. Y poniendo en HUME el parámetro desde el que percibir la vida y sus aspectos como una mera y exclusiva sucesión de eventos todos ellos de marcado carácter empírico, lo cierto es que en realidad y entre ambos se consolida la existencia de un inabordable universo de vivencias, existencias y experiencias, todas las cuales quedan una vez más integradas en el espacio conceptual que va del mito al logos.
Y en el tránsito de ese universo, la imperturbable vivencia que va de lo necesario, a lo contingente. O expresado de otra manera, el recorrido que el Hombre está dispuesto a llevar a cabo en virtud a lo necesitado que esté de respuestas absolutas.

Sin embargo en este caso, marcando claramente las diferencias para con aquél otro momento, en torno al siglo VI a-C en el que se plantea por primera vez de manera consciente la cuestión, lo cierto es que hemos avanzado, evolucionado si se prefiere, lo suficiente, como para poder afrontar tanto la cuestión, como los corolarios que de la misma se deriven, sin necesidad de caer en el reduccionismo excluyente en el que una y otra vez hemos venido derivando la cuestión.
Tanto es así, que la indiscutible existencia de una y de miles estructuras de consideración pagana, si entendemos como tales las que proceden de concebir respuestas diferentes a las propuestas por la línea oficial al respecto de las grandes cuestiones que desde el principio de los tiempos aterrorizan a los individuos y a las comunidades que desde  el principio de los tiempos pueblan este planeta; nos conducen de manera definitiva y para nada errática a la constatación de que el denominador común que se halla implícito en todas y cada una de estas respuestas, localizables de una u otra manera en todas las comunidades que han existido, es precisamente el doble sentido al que el Hombre ha tenido que acudir siempre que ha querido darse una respuesta sincera a alguna de estas grandes cuestiones, integrantes todas ellas del compendio que se agrupa en lo inexcusable del Hombre.

¿Dónde nace entonces el problema? Pues una vez más, y de manera clara, el problema se ubica en la Tradición Cristiana, más concretamente en la interpretación dialéctica, y abiertamente excluyente que al respecto del resto de valoraciones, ésta impone.
Es así como de manera una vez más marcadamente paradójica, la forma se impone al fondo, o el medio supera al objetivo. Es así como la Religión, que derivada de la Mitología surgió para dar respuestas, se erige en elemento unificador y excluyente, autoinduciéndose la potestad suprema a la hora de indagar.

Sucumbe entonces el Hombre a una de las manifestaciones más destructivas de cuantas está destinado a conocer; y comprueba así la crueldad de una nueva realidad de la que inevitablemente pasará a quedar desterrada todo atisbo de vivencia pagana.
Es así como la incuestionable substancia racional que subyace al Hombre en tanto que tal, queda reducida para siempre a una determinada, de las muchas que por otra parte se hallarían en principio legitimadas para conciliar la dialéctica que a tal extremo conforma la incuestionable dualidad del Hombre.

Es por ello que vinculada no tanto a tal dualidad, cuando sí más bien a la necesidad de plasmar las vivencias religiosas que le son propias al Hombre; es por lo que la Música, como inevitable expresión de éste, y de sus múltiples cualidades subyacentes, apuesta de manera vivida por un formato cuya expresión está implícitamente ligado a tales extremos.

La Pasión, formato por excelencia en el que la Música refrenda su compromiso para con la evolución del Hombre, compendia mejor que cualquier otra realidad el íntimo compromiso que el compositor refrenda con cada una de las notas que la componen.
Vinculada no solo a autores, cuando sí más bien  a épocas, las pasiones consolidan en torno de sí no tanto a seguidores, por tratarse de una expresión íntima de una realidad transcendente y unipersonal; cuando sí más bien se convierten en la traducción perfecta de la emotividad con la que una determinada sociedad, una determinada época, vive su espiritualidad.

BACH, PERGOLESSI, VERDI. Todos tienen su Pasión. Y dicho de otra manera, a todos se les comprender de otra manera una vez éstas han sido convenientemente interpretadas, incluso comprendidas.

Es así que cada época tiene su Pasión de parecida manera a como no hay gran autor clásico que no tenga su Pasión.
El motivo de tal afirmación es sencillo, a la par que evidente. La Música es patrimonio de la Humanidad, en la medida en que sirve para posibilitar la comprensión del Hombre. Y el Hombre está incompleto sin su componente espiritual.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 12 de abril de 2014

DEL PROGRESO COMO CONCLUSIÓN, DE LAS CRISIS COMO MOTOR.

Sumidos como estamos en una malsana corriente naturalista, en base a la cual parece de obligado cumplimiento abrazar máximas tales como las que obligan a comulgar con tesis en base a las cuales el mero paso del tiempo lleva inexorablemente aparejado progreso; lo cierto es que resulta ahora, más que nunca, imprescindible el detenernos unos instantes en pos de observar nuestro derredor para, una vez adquirida la imprescindible perspectiva, poder retomar el hábito cuando no tanto de la emisión de conclusiones, si al menos el propio de la obtención de someras posiciones.

Inmersos en el trauma propio de la brusquedad con la que la realidad se ha cobrado su tributo, y una vez que todos empezamos a ser de nuevo conscientes de la que vuelve a ser de nuevo nuestra posición. Tras comprobar, no sin sorpresa todo hay que decirlo, que en realidad el mundo no ha girado más deprisa, ni por supuesto la Humanidad ha sido capaz de ir mucho más allá de donde en principio le correspondía según el recuento de medios desde el que partía, lo cierto es que bien mirado, la profunda desazón podría no ser la más adecuada de las fruiciones desde las que otear el horizonte que ante nosotros se abre, si bien en el caso de que decidamos venga a convertirse en la fuente desde la que partirán nuestras consideraciones, las mismas no será de justicia sean excesivamente criticadas por ello.

Porque una vez el mito ha vuelto a dejar paso al logos, y los cánones han sido restablecidos, lo cierto es que tal y como le ocurre al general que desde su colina de observación observa las consecuencias de la batalla; sea cual sea el resultado la responsabilidad le obliga a volver a plantearse si de verdad todo aquello fue necesario, si de verdad no había ciertamente otra forma de hacer las cosas.
Es entonces desde tales consideraciones, o más concretamente desde el momento en el que las mismas adquieren su rigor, desde donde podemos llegar a intuir, aunque en realidad sea vagamente, el escenario donde mejor se comprende el significado de términos como inexorable, inevitable, y si se me apura, imprescindible.

Términos enormes, magníficos todos ellos, y por ello si cabe más dignos de respeto. Pero términos igualmente que, soliviantados por el relativismo imperante, el cual no hace sino reducir el talante de los hombres ante su inexpresividad ante tales logros; poniendo de manifiesto la indolencia propia del cretinismo desde el que hoy por hoy parece observamos todo aquello que nos parece inaccesible.

Es así que, una vez desnortados, perdidos, sometidos al devenir de fuerzas que no acertamos a comprender, las cuales escenifican su magnitud dándose al desasosiego mordaz de la tropelía inicua; hemos de asumir lo inaccesible de afrontar por nuestros propios medios la salvedad de un futuro oscuro por incomprensible, en el cual los acontecimientos y su literal tránsito adoptan la postura del franco devenir, obligando al Hombre, al menos en principio, a asumir tal trasiego desde una resignación cuyos frutos cada día se parecen más a los que produce la hiel cuando es ingerida.
Es a partir de entonces cuando más necesario resulta, tanto para la salud del individuo, como para la pervivencia de la especie, remontar el largo río de la Historia y de la Moral, en pos de los conceptos, y no en menor medida de las consideraciones, en virtud de las cuales otros antes que nosotros afrontaron si no éstas, sí parecidas realidades. Unas realidades que sin duda, generaron en ellos parecidas, si no las mismas, emociones.

Los grandes conceptos: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Conceptos dueños de la eternidad, toda vez que sobre los mismos descansa la infranqueable certeza de la ausencia de efecto del factor tiempo. Conceptos que son atemporales, en tanto que de los mismos participa activamente la esencia del propio Hombre. Una esencia así mismo, atemporal en tanto que substancial.

Libertad, Igualdad, Fraternidad. Los conceptos por naturaleza. Definitivos, a la vez que definitorios. Presentes en toda categorización digna que de El Hombre o de su Obra desee hacerse; y que por ello han de estar presentes de una u otra manera, en un proceso como el actual. Un proceso dictado en pos de lograr no la continuidad del Hombre, sino su superación.

Un proceso que, en contra de lo que pueda parecer, o de lo que algunos pretendan hacernos creer, no solo no es nuevo, sino que más bien es indiscutible para cuantos pretendan comprender al Hombre en toda su extensión. Inexorable especialmente para cuantos crean poder hacerse un idea del Hombre Español, en su dimensión más absoluta.

Cuando Juan Bautista AZNAR-CABAÑAS entraba en el Palacio de Oriente de Madrid aquél 13 de abril de 1931 para celebrar en principio el habitual Consejo de Ministros, del cual era Presidente; fue interrogado por un periodista en relación a la aparente crisis que el resultado de las elecciones del día anterior podían haber suscitado. “¿Qué si habrá crisis? ¿Qué más crisis espera usted de un país que se acostó monárquico, y se ha levantado republicano?

Más allá de constatar lo periodístico del cometario, lo cierto es que el mismo resulta especialmente recomendable de cara a las tesis que hoy defendemos toda vez que en el mismo se encuentran maravillosamente dibujados los aspectos de redundancia temporal desde los que hemos comenzado a dotar de tesitura hoy nuestras observaciones.

Así, resulta evidente que una vez superado el shock que parece acompañar a un escenario en el que bien podría darse por hecho que nada parece más desaconsejable que imprimir velocidad, cuando no instantaneidad al devenir de los acontecimientos, lo cierto es que si a su vez somos nosotros los que nos damos unos segundos para proyectar la necesaria perspectiva, rápidamente acabaremos por comprobar cómo la supuesta velocidad con la que parecen precipitarse los acontecimientos no procede de los acontecimientos en sí, cuando sí más bien de la trascendencia de las fuerzas que participan en pos de los hechos.

Por eso aquel despertar republicano acontecido el 14 de abril de 1931 no puede ni debe ser analizado desde el punto de vista de un error, de una casualidad, ni por supuesto de una aparente transición de acontecimientos que a priori no podían desembocar en ninguna otra realidad.
Más bien al contrario aquel reencuentro con la Responsabilidad Republicana que España adoptó aquel domingo de abril de 1931, viene a representar una recapitulación que, en contra de lo que pueda parecer, no mira hacia el pasado sino al futuro. Un futuro de ilusión, de futuro y esperanza. Un futuro dedicado al hombre en su más amplia concepción.

Un futuro otrosí, predecible. Predecible, en tanto que inexorable. Un futuro que lleva a España a reconciliarse consigo misma, toda vez que viene a permitir la reconciliación de los españoles con ellos mismos, y con el propio país.
Un reconciliación que permite a España superarse a sí misma, en tanto que trasciende por primera vez los límites materiales que tiene como país, y que muestra los logros al ser la primera vez a efectos en la que se supera el endémico trauma en el que se debate el eterno presente de España y de los españoles.
Se supera así el ¡qué país! De Mariano José de Larra. Superamos el En este país…Ésta es la frase que todos repetimos a porfía. Frase que sirve de clave para todo tipo de explicaciones, cualquiera sea la cosa que a nuestro ojos choque en el mal sentido. ¿Qué quiere usted….? Decimos. ¡En este país! Cualquier acontecimiento desagradable que nos sucede, creemos explicarle perfectamente con la frasecilla: ¡Cosas de este país! Que con vanidad pronunciamos, y sin pudor repetimos.
Sustituyamos sabiamente a la esperanza de mañana el recuerdo del ayer y veamos si teníamos razón en decir a propósito de todo: ¡Cosas de este país!

Son estas palabras pertenecientes a LARRA, extractadas directamente de El Censor, en su edición de 1830, el más firme reflejo de otra de esas grandes paradojas que acompañan siempre no tanto a España, como sí al hecho de ser, y tener que conducirse, como español. Si bien y como el propio Larra había dicho ediciones atrás “….éste ha dejado poco a poco de ser un país donde conducirse como caballero.” Lo cierto es que una vez superados los condicionantes propios de la perspectiva, la cita nos devuelve a la certeza de que las grandes cosas son no ya tanto predecibles, como sí más bien necesarias. Necesarias, porque tienen efectivamente en sí mismas la causa última de su existencia, naturaleza ésta que les dota de la certeza imprescindible para superar el aquí y el ahora que pueden no obstante serles propio, y terminar desembocando en la generación de sus propias primacías.

Es así como la resignación, antaño síntoma de prejuicios dolosos, adopta ahora una tesitura mucho más imperturbable. La que precede a la certeza de que cuestiones y conceptos tales como Libertad, Igualdad y Fraternidad, bien podrían formar parte durante siglos del recuerdo, pero lo inexorable del vínculo que con el Hombre tienen, redunda en la certeza de que siempre, antes o después, han de terminar aflorando.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.