sábado, 30 de mayo de 2015

DE BOCHERINI, EL INFANTE DON LUIS Y ARENAS DE SAN PEDRO, SIN DUDA UNA FORMA DE INTERPRETAR EL SIGLO XVIII.

Pocas por no decir que contadas, son las ocasiones en las que siguiendo el esquema que libremente nos hemos dado, el cual al menos en lo procedimental pasa por enlazar periodos pasados con la realidad, aprovechando cuando no buscando la excusa que algún detalle vinculado con la Música nos proporciona; pone ante nosotros el manjar que constituye vincular Espacio y Tiempo mediando la nostalgia de lo propio, tal y como ocurre en el caso de traer a colación las por otro lado evidentes certezas, que se dan cita cuando mentamos, nada más y nada menos, que a Luigi Boccherini, ubicándole además dentro de las múltiples menciones que le son propias, las cuales transitan entre su condición indiscutible de gran músico, pasando por la de compositor innovador, culminando después en la certeza de renovador, hecho éste que desarrolló en su doble papel de compositor, tarea en la que desató enorme admiración; como en la de ejecutante, donde hilando con maestría la cuerda, en este caso del violonchelo, alcanzó no solo notoriedad de cara a sus contemporáneos, sino también la admiración entre los que habrían de seguirle, por ende los únicos capacitados para entender, gracias a la acción ejercida por el paso del tiempo, la grandeza de muchas de sus aportaciones.

Decir que nació en Italia, concretamente en la ciudad de Lucca, para más seña el día 19 de febrero de 1743, seguramente no sirva para mucho. Pero en cualquier caso, una vez salvada la mala tentación en la que a menudo redunda el gusto de dejarse llevar por las primeras impresiones, tal vez podamos establecer el terreno sembrado para las especulaciones a las que podemos tender si centramos nuestro análisis en las probables realidades que poco a poco toman forma si tomamos como referencia el destino que parece constatarse al ver que convergen el mejor momento posible (un siglo XVIII que arde en deseos de renovación); con un lugar, Italia, en el que como puede constatarse sin gran molestia revisando la Historia, posee un excelente coeficiente en lo tocante a la densidad de genios, sobre todo en el episodio correspondiente a la composición y ejecución musical.

Artista cuando no genio que demostró pronto las habilidades que pronto se convertirían en las habilidades con las que luego renovar el universo musical europeo; no sería justo ignora que el niño Luigi destacó pronto en las Artes, si bien fue la Poesía la que primero despertó su capacidad creativa, y no sin éxito tal y como demuestra el hecho de que con apenas catorce años compusiera libretos que fueron entre otros, del gusto del mismísimo Salieri.

Mas el momento es especialmente convulso, lo que una vez aplicados los matices que el Lenguaje nos proporciona, nos permite reconsiderarlo desde el prisma de lo propenso para la innovación. Es por ello que desde ese prisma podamos considerar no solo como no sorprendente, incluso casi como obvio, el ingreso de nuestro protagonista en la Corte Española del Rey Carlos III, hecho para lo cual resultará no ya de gran ayuda, sería más justo decir que sin su participación el hecho hubiese sido del todo improbable; estamos hablando de los ardides que en pos de la consecución de tal hecho desarrollará en embajador español en París.
Hablamos de ardid, sin tapujos, y por supuesto con pleno conocimiento de causa. Y el empleo no ya de tamaña palabra, cuando sí más bien de las consecuencias que el mismo lleva aparejadas, convierte no ya en exigibles, diremos que manifiestamente imprescindibles, el aportar una serie de anotaciones vinculadas al estado general del contexto histórico tanto de España, como especialmente de los lugares sobre los que el desempeño de la misma pueda tener consecuencias; lo que supone reducir a la práctica totalidad del mundo conocido tamaños extremos.

Decir que el mundo se convulsiona en el Siglo XVIII sería injusto por escaso. Resulta más correcto decir que el siglo XVIII convulsiona al mundo, sencillamente porque el torrente de sucesos, logros y principalmente ideales que surgen para remover no tanto al mundo, como sí más bien a la interpretación que de éste se hace; es propio solo de tal siglo.
Y es Europa, (interpretada si se nos permite como Metrópoli del mundo), la que liderará el ranking que de tal innovación se deduce, asumiendo con ello de forma casi exclusiva el coste que las renovaciones y de las revoluciones que con ellas vienen asociadas.

Será precisamente este papel predominante de Europa, o por obrar con más justicia, será la diferencia de percepción que para con tales cambios mostrará España, lo que se manifieste como el mejor de los indicadores de la ya galopante pérdida de hegemonía que en lo concerniente a influir en las decisiones políticas de Europa, presenta España.

No es España ya ni la sombra de lo que una vez fue, y haciendo bueno una vez más el dicho, parece estar como tantos otros antes condenada a ser el último en enterarse, lo que en este caso bien puede redundar en el desarrollo y ejecución de políticas cuya conveniencia o a lo sumo cuya justificación, bien pueden resultar altamente comprometedoras.
En tal contexto podemos ubicar no solo las consecuencias que en lo atinente a la pérdida de prestigio internacional tendrá el Tratado de Utrecht, cuando sí más bien las disposiciones vinculantes de la Ley Sálica, la cual en este caso resulta de aplicación en lo convenido a la sazón del tratamiento que en materia de herencia y traspaso de Corona tienen los apartados vinculados a la imposibilidad de heredar por parte de descendientes regios que no hayan nacido en España. Y los hijos de Carlos III son todos nacidos en Italia.

Van así poco a poco, por su propio peso nos atreveríamos a decir, compareciendo las piezas que acabarán por dar forma no tanto al puzzle más bien al mosaico (pues presenta cierto grado de relieve) del que habíamos hablado al comienzo de la exposición del episodio que ha recibido hoy nuestra atención.

Porque si bien las disposiciones dinásticas resultan poco halagüeñas para el ya Luis Antonio Jaime de Borbón y Farnesio, no es menos acertado recalcar que las ya anunciadas aplicaciones de la Ley Sálica podrían poner no ya en peligro la Corona de Carlos III, sino más bien las garantías de que sus hijos puedan recibir todos los beneplácitos para heredar.

Hechas estas salvedades, resulta no ya paradójico, sino que se convierte en casi obvio al menos desde la óptica del monarca, las disposiciones a tomar en pos de la preparación, dinámica y ejecución de la estrategia a seguir para con el no heredero, que puede resultar molesto en el futuro.
Es así que una vez sopesadas todas las posibilidades, o por ser más exacto, casi todas, y desde el prisma que aporta el considerarnos miembros de una Corona Moderna, lo que parece alejar la opción del regicidio, lo cierto es que el ingreso de éste en el seno del Otro Gran Poder, a saber, la Iglesia, no solo se muestra como una gran posibilidad, sino que además es positiva para todos.

Sin embargo las disposiciones habilitadas por el Concilio de Trento prohíben expresamente el nombramiento de lo que se había dado en llamar Sacerdotes-Niños, y Luis apenas tiene trece años.
Se habilita entonces un proceso que llega a contar con la dispensa del Papa, sobre todo por estar apoyado en quien lo está, aceptándose por el propio Vaticano la adopción de una solución “de compromiso” en base a la cual el niño D. Luis podrá y de hecho administrará oficialmente las posesiones de la Archidiócesis de Toledo.

Mas con el tiempo otras serán las circunstancias de especial concurrencia que vendrán a impedir el normal discurrir de la vida monacal del Infante. Así, si exacerbado apetito sexual, vinculado a un desenfrenado gusto por las féminas sobre las que desarrollar la exhibición de sus encantos; hace del todo imposible el mantenimiento de la que llamaremos, ficción vocacional.

Es entonces cuando Carlos III ensaya primero en Madrid, y pone finalmente en práctica en Arenas, cerrando con ello hoy nuestro particular círculo; las disposiciones destinadas a encerrar en una cárcel de oro, no tanto a su hermano, como sí a sus descendientes.

Consiente primero el matrimonio hacia el que tanta predisposición había mostrado siempre D. Luis, eligiendo para ello a María Teresa de Vallabriga y Rozas, hija de uno de los coperos del propio monarca.
Tal elección, como podemos imaginar vinculada a cualquier consideración salvo a la azarosa, albergaba en sí misma otra magnífica pata del plan de Carlos III. La explicación es evidente: por tratarse de un matrimonio morganático esto es: por unir a personas de “rango regio diferenciado”, la parte de mayor realengo ha de renunciar a sus disposiciones testamentarias, incluyendo por supuesto sus derechos dinásticos. La jugada es pues magistral, toda vez que exonera a Carlos III de cualquier sospecha vinculada a una acusación formulada en los términos de poner zancadillas a sus sobrinos en lo atinente a sus derechos futuros.

Con ello, Luigi Boccherii se verá inmerso en una de las disputas más interesantes de cuantas el siglo y la época dispondrá. Sin embargo al abrigo y bajo la protección del Infante podrá disfrutar, como éste, de las libertades y despreocupaciones que la vida desahogada proporciona todo lo cual, unido a las especiales connotaciones estéticas que proporciona el por aquel entonces ya destacado paisaje de Arenas de San Pedro, proporcionan las herramientas suficientes para dirimir las especiales circunstancias desde las que el compositor derramó su solvencia en pos de escribir, entre otras, La Música Nocturna de Madrid.

Hermosas composiciones, excepcionales interpretaciones, y por supuesto innovaciones técnicas tales como llevar el rango de ejecución del sonido del violonchelo hasta umbrales del agudo desconocidos hasta ese momento, colocarán a Luigi Boccherini en la posición de maestro de la que desde entonces no se ha bajado.

Sin embargo nada de todo esto le evitará un injusto final. La muerte del Infante, sucedida en la madrugada del 7 de 1785  no solo le privará de su Lord Protector, sino que le hará receptor de los odios de un Carlos III que le retirará cualquier favor, dejándole pues desnudo a merced de las envidias de una corte de buitres que envidiosos de su hacer, no pararán hasta verle privado de todas sus ventajas.

Morirá solo, olvidado y denostado en Madrid, el 28 de mayo de 1805.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 23 de mayo de 2015

DE LA TOMA DE TOLEDO, ALGO MÁS QUE LA SATISFACCIÓN DE UNA MERA AMBICIÓN.


Cuando el 25 de mayo del año 1085, Alfonso VI planta su bandera de manera definitiva en Toledo, muchas y todas ellas de gran trascendencia son las circunstancias concurrentes, y todas en pos de garantizar a propios y a extraños que sin duda nos encontramos ante un hecho de los que, verdaderamente, hacen Historia.
Inmersos obviamente en el proceso reconocido a título genérico como de la Reconquista, no estará de más aunque pueda parecer redundante, retrotraernos unos instantes en pos de dibujar los escenarios que configuran el contexto de un momento sin duda, peculiar.

En un ambiente de segregación generalizada en lo que concierne a los conceptos desde los que cada uno confiere uno y distintos valores tanto en escala como en concepto, lo cierto es que solo si atendemos a lo referido a la tierra, esto es a la disposición de las fronteras y por ende de las ambiciones que tras sus permanentes modificaciones se ocultan, lo cierto es que únicamente la vinculación respecto de los territorios y su conservación es lo que se manifiesta como una suerte de valía a la hora de ayudarnos a entender no solo la vinculación de los hombres hacia la tierra, sino que éste será el único mecanismo válido a la hora de insinuar los procesos que vinculan incluso a los hombres entre ellos.

La Tierra es el Alma de los Hombres, reza un aforismo de absoluta vigencia en el momento. Incluso de las sociedades, podríamos atrevernos a generalizar, sobre todo si aceptamos el escaso o incluso nulo valor que la vida en tanto que posesión individual tiene para todos.
Todos estos sentimientos, en uno u otro sentido, y aplicados en una escala de intensidades en la que solo la posición que cada factor ocupa es lo que cambia con el tiempo (los valores en sí mismos sobreviven, cuando no que se refuerzan,) servirá para entender la plena vigencia de un escenario monocromático en el que difícil resulta ubicar las fidelidades, poco más allá de los rangos filiales. E incluso a menudo éstos mismos se ven cuestionados.

Obligados nos vemos una vez más, aunque en ocasiones el motivo como en el caso que nos ocupa se eleva la consideración al rango de imprescindible; de retroceder en el contexto histórico para comprender las composición del escenario en lo estrictamente físico, sin obviar evidentemente las consideraciones de rango etimológicamente cronológicos sin los cuales sería imposible no ya no perderse, sino simplemente osar entender algo.

Así, las especiales cuestiones que acompañaron, cuando no determinaron el proceso de caída del Imperio Romano de Occidente, y la especial consideración del escenario en el que desarrollarían su proceder el que será conocido e identificado como Reino Bárbaro de los Visigodos; ha de conciliarse dentro del contexto excepcional que ha de aplicarse a una caída, la del Imperio Romano queremos decir, que excepcionalmente en la Historia acontece no tanto por excelencia de los Pueblos Conquistadores, (obviamente los bárbaros en este caso, dueños de todas las connotaciones que creamos resulten de aplicación,) cuando sí más bien por una suerte de colapso atribuible a la incapacidad de las rancias y estereotipadas estructuras de un Imperio que fueron del todo incapaces de asumir las nuevas necesidades que venían con los nuevos tiempos.

Este modelo de colapso interno, al que podemos referirnos de manera un tanto superficial certificando que efectivamente, el Imperio murió de éxito, se erige como gran arquetipo a la hora de escenificar la proyección que el futuro de las estructuras sociales resultantes puede llegar a esperar. Así, una circunstancia se pone de manifiesto de modo casi evidente, sirviendo de guía y haciéndose a gala de cuantas cuestiones posteriores queramos extrapolar: por primera vez nos encontramos ante un caso de invasión en el que la socialización posterior y evidentes, lejos de llevarse a cabo por parte del conquistador sobre el conquistado, ocurre al revés, teniendo como consecuencia primaria y más espectacular el hecho de que pasadas unas generaciones, la huella esencial que había desaparecido no era como podía esperarse la de los conquistados, cuando sí más bien la de los supuestos conquistadores.

Todas estas peculiaridades, unidas a otras como aquellas de las que el propio Publio Cornelio “Escipión El Africano” ya había hecho constar en sus crónicas vinculadas al relato de sus incursiones contra los Cartagineses en el Contexto de las Guerras Púnicas; sirve para poner de manifiesto lo que con el tiempo se demostrarán como elementos incuestionables no solo para desentrañar la configuración de los modelos sociales que resultaron de tales, como sí más bien para tratar de hacernos un hueco en la mentalidad de sus protagonistas.

Vamos así poco a poco pergeñando el contexto cuando no la realidad en sí misma que se traduce en la implementación de un hábitat histórico que resulta de aproximación, en tanto que no definible, acudiendo para ello no tanto a la implementación de variables, cuando sí más bien a la categorización de las múltiples diferencias que respecto de lo que significa su medio más cercano y vinculante, sirven para diferenciarle radicalmente de éstos.

Son las estas mimbres de lo que luego será Castilla, un conjunto tan dispar y heterogéneo, que si bien será precisamente de tal consideración de donde finalmente surja su grandeza; no es menos cierto que se mostrará primero e igualmente como la máxima responsable de las mayores desgracias a las que habrá de hacer frente en toda su Historia. Unas desgracias que por otro lado se mostrarán en un grado de intensidad casi inconcebible, y que tendrán su mayor enjundia en los hechos que propiciarán el desarrollo y resultado de la Batalla de Guadalete, con todo lo que traerá aparejado.

Si bien el proceso de Conquista por parte de los Musulmanes merecerá el apelativo de relámpago, en apenas dos años serán dueños de la práctica totalidad del territorio peninsular; probablemente lo que más choque sea precisamente el largo, agotador y sin duda dura proceso que bajo el apelativo genérico de La Reconquista, aglutina todos los procesos, desarrollos y esfuerzos que hubieron de encomendarse en pos de recuperar no solo el tiempo y el territorio perdidos.

Es así que dentro de una absoluta incapacidad en lo atinente a ni tan siquiera considerar seriamente la posibilidad de ubicar un medio que sirva para dotar de uniformidad los procedimientos a habilitar por los que tenga a bien considerarse en pos de iniciar las acciones de recuperación mencionadas, o sea, a iniciar la Reconquista, que solo la Religión parecía reunir los requisitos tanto previos como evidentes en pos de consolidar una mera promesa de uniformidad.

Será precisamente el III Concilio de Toledo, celebrado en el año 589 el primero en tener carácter general, lo que nos permite con grado de certeza atribuirle de forma cierta la connotación de erigirle como el momento a partir del cual podemos afirmar que los territorios peninsulares son, efectivamente cristianos. Sin embargo, Sin embargo, en lo albores del siglo IV tendrá lugar en la ciudad de Lliberis (cerca de la actual Granada), el que a ciencia cierta podríamos considerar como el primer Concilio acontecido en nuestro territorio. El conocido como Concilio de Elvira.

Sea como fuere, y sobre todo en un periodo de tamaña heterogeneidad, que lo único evidente pasa por comprender y a la par conjurar los efectos que se hacen imprescindibles en pos de aglutinar a elementos del todo dispares, canalizando para ello la única fuerza que parecía ser obvia, y que a la sazón parece materializarse en torno a la máxima según la cual nada une más que la existencia de un enemigo común.
Porque en definitiva, de eso era de lo que se trataba. De la dificultad que en muchos casos existía para convencer a los propios conquistados, de que era imprescindible no solo recuperar el territorio perdido, cuando sí incluso expulsar al invasor.
La causa de esta en apariencia contradicción, hay que buscarla en la habilidad sin duda demostrada por los conquistadores, y que en líneas generales se define por la aparente inconsistencia de los procedimientos de conquista, sobre todo sí los comparamos con los desencadenados por los cristianos.
Es así que sin quitar un grado a la barbarie que unos y otros desataban sobres los lugares sobre los que posaban sus ojos, los cuales se iniciaban con la crueldad propia de un sitio, destinado como es sabido a promover la rendición de una ciudad o sitio por medio del hambre y la sed asociado al corte del suministro de recursos; hay que sumar finalmente la aberración que solía acompañar a la carga posterior y pertinente; lo cierto es que luego el Musulmán es mucho más concienzudo para con sus conquistados, tanto que en muchas ocasiones éste ni considera que vive como oprimido.

Libertad económica, mejoras técnicas, falta de presión social, e incluso en la mayoría de los casos libertad de culto, son algunas de las consideraciones que llevaron a los cristianos viejos que vivían bajo dominio del invasor africano a poco menos que olvidar lo necesario de la santa obligación de recuperar el territorio al moro, lo que se había traducido en una falta de tensión que había frenado la Reconquista de manera ciertamente embarazosa.

Si a esto le añadimos los problemas internos que los propios Reinos Cristianos presentaban en su derredor, y que se materializaban en los problemas que de cara a justificar su vigencia respecto de sus propios súbditos presentaban los reyes, podemos  entender, o al menos intuir, la importancia que la Toma de Toledo, el 25 de mayo del año 1085, tuvo para la comprensión de la futura Castilla, y por ende de todo lo que después habría de venir.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 16 de mayo de 2015

DE LA CECA A LA EU. ¿CRÓNICA DE UNA ESTAFA ANUNCIADA?

Inmersos como pocas veces en la debacle conceptual y procedimental en la que se convierte el fervor con el que estos tiempos nos obligan a vivir, no resulta para nada extraño, de hecho la situación creada adquiere tintes reveladores, cuando detenidos un instante al borde de la senda que recorremos, constatamos a menudo con sorpresa, que circunstancias incluso de mérito y resonancia han pasado no solo desapercibidas, sino que han quedado abiertamente olvidadas.
Es entonces cuando la constatación no ya del hecho, como sí más bien de la reflexión generalmente funesta que le acompaña, viene a ponernos en la tesitura de, necesariamente, abordar de manera presta la labor de recomponer los fragmentos en los que aquello, sea lo que sea, que se ha roto, pueda volver a lucir espléndido, sea cual sea el lugar que en justa medida sin duda haya de ocupar.

Pero hay cosas que una vez rotas,  desgraciadamente, no se pueden arreglar. Existen cosas cuyos fragmentos, una vez esparcidos por el suelo, no se pueden recomponer. Hay olvidos que una vez cometidos, resultan imposibles de permutar.

Por eso, comprobar hasta qué punto el nueve de mayo ha pasado desapercibido y lo que es peor, constatar cómo el efecto de la crisis ha tapado con su negra sombra el azul de la bandera europea, debería hacernos reflexionar no solo en pos de cuestionarnos si efectivamente tenemos un problema. La cuestión a estas alturas es ya comprobar si estamos en condiciones de resolverlo.

En el 65º aniversario de la presentación formal de la Declaración Schumann, hecho que formalmente tiene lugar el nueve de mayo de 1950, y que a efectos constituye la consagración formal de un proceso destinado a lograr la gestión común del carbón de, en un primer momento la por entonces República Federal Alemana y Francia, creando especialmente un espacio al que después podrán ir adhiriéndose el resto de países; lo que viene es a quedar de facto constituido el primer ensayo de proyecto de desarrollo extranacional que viene, no obstante no a delimitar sino a poner de manifiesto las potencialidades de beneficio y crecimiento que para todos los países contenidos físicamente en el Viejo Continente, tendría la concepción y posterior puesta en marcha de medidas y proyectos concebidos a la sazón a partir de ideas consolidadas desde la grandeza que a priori promete el consoldar un espacio de desarrollo común, a partir del cual pergeñar primero y después desarrollar, un modelo de desarrollo no solo común, sino que abiertamente trascienda a las fronteras, ya sean éstas de carácter físico o conceptual.

La impresión que el proyecto sigue causando hoy, cuando como decimos han transcurrido ya 65 años desde el primer acto en el que el mismo vio la luz; puede sin duda servir para hacernos una idea de la magnificencia del concepto. Un concepto que se ha visto afectado, ¡cómo no! por el paso del tiempo. Aunque lo que sin duda se ha visto afectado por el tiempo ha sido sin duda, el procedimiento mediante el cual llevar a cabo la consecución de los objetivos que al menos en principio, constituían el motivo de su génesis.

Se constituye ante todo aquella CECA, germen insistimos no solo de la actual EU sino más bien de todos y cada uno de los macroproyectos de consolidación transfronteriza en los que se ha embarcado el Viejo Continente, al cual hasta ese preciso instante solo podíamos referirnos de manera común desde un punto de vista estrictamente geográfico; como el primero de los sin duda numerosos e intensos esfuerzos que habrán de ser llevados a cabo en pos de lograr una suerte de coordinación arbitrados en pos de la consecución de arbitrios comunes para lo cual, lo más sencillo sobre todo a efectos de lograr una justificación práctica, pasa por centrar los mencionados esfuerzos en torno a proyectos y desarrollos certeramente identificables como de económicos.

Porque resulta una obviedad que sin lugar a dudas en justicia ha de ser mencionada, es la Economía, y nada más que la Economía la que pasa por hacer comprensible el que la energía desde la que se alimentó el proyecto destinado a resucitar a la Diosa Europa para ayudarla a cumplir la misión que le había sido encomendada; pasaba inexorable y certeramente por la contraposición de una serie de cuestiones cuya consideración obedecía en principio a cánones escuetamente económicos. Puede resultar frío, pero paradójicamente de tal frialdad, escueta y científica, podemos extraer las causas principales a partir de las cuales explicar la superación de los múltiples impedimentos que sin duda jalonaron el proyecto.

Una Economía que resulta especialmente adecuado recordar, tenía por aquel entonces el para nada desdeñable apellido de “de guerra.”

Europa está devastada. Más allá de que técnicamente todavía no se haya despejado en su totalidad el humo que vuelve tan inexorable como difuso el horizonte hacia el que habrá de tender no tanto el continente, como sí más bien sus gentes, el eco de una guerra que ha dejado una estela de más de sesenta millones de muertos, entre los que en términos de Pirámide Demográfica se encuentran el 67% de los que habrían de estar destinados a constituirse en la mano de obra destinada a reconstruir un continente que además ha visto arrasado todo su compendio económico, ha de enfrentarse además a una serie de consideraciones imprescindibles las cuales tienen además efectos similares a los que en otras épocas que podrían haber sido olvidadas tendrían, no obstante, alguno de los fenómenos epidemiológicos o destructivos que tantas veces habían recorrido Europa.

Con la mano de obra desmenuzada, los territorios esquilmados, las reservas en mínimos o directamente desaparecidas; la única opción que a Europa le queda no tanto para reconsiderarse, como sí más bien para sobrevivir, pasa inexorablemente por reinventarse.

Porque de reinventarse, o al menos de iniciar un proceso cuya inversión en términos de energía habrá de ser igual, cuando no mayor, es de lo que hablamos en tanto que lo que se pide es algo sintetizable en pos de una suerte de renuncia a, nada más y nada menos que, la esencia nacional.

En un territorio, o por expresarse de manera más precisa, en un continente, que todavía tiene frescas cuestiones que lejos además de encontrarse en la base del conflicto reseñado pasan por formar parte imprescindible de las estipulaciones a partir de las cuales se conminan no tanto la certidumbre de los territorios, como sí más bien la sensación de pertenencia a algo de sus habitantes; lo cierto es que resulta difícil promover un cisma traumático como pocos en un lugar en el que aún siguen frescas tanto las fronteras como por supuesto el modus vivendi del Sacro Imperio Romano-Germánico.

Es por ello que, a medida que vamos asumiendo las consecuencias de semejante escenario, vamos no solo entendiendo, como sí más bien elevando al rango de categoría existencial, los procedimientos sin los cuales hubiera sido imposible primero gestar, y finalmente desarrollar, los cánones que han terminado por alumbrar esto que hoy consideramos como nuestro proyecto europeo.

Pero hablando con sinceridad, y mostrarnos excesivamente apocalípticos: ¿Tenía Europa alguna otra posibilidad?

1950 no ya tanto como fenómeno cronológico, sino más bien contemplado desde el punto de vista del contexto en el que se halla implícito, nos muestra una Europa no ya solo devastada en presente, como sí más bien arruinada en futuro.
Con todo absolutamente hipotecado, la única opción pasa, asumiendo procedimientos casi escatológicos, por aceptar las condiciones que los vendedores estipulen, a la hora de firmar cuanto antes los criterios de la rendición. ¿Pero cómo, acaso los países aliados integrados en el continente no resultaron victoriosos? Puede que así fuera, pero lo cierto es que el precio que pagaron se traduce, en términos de destrucción, que el estado de conservación (más bien de destrucción) en el que quedaron sus infraestructuras, difería poco del que se podía observar en los territorios vencidos.
Y lo que en términos objetivos era ya un hecho incuestionable, la verdad es que adquiría tintes dramáticos cuando lo poníamos en contraste con respecto a los países miembros de la coalición aliada, por ejemplo los EE.UU los cuales, por su posicionamiento geográfico, estaban intactos. Y lo que es más importante para lo que nos ocupa, deseosos de poner su maquinaria productiva a trabajar.
Porque es en tal consideración donde se ubica la base del actual razonamiento: Europa se había convertido en la principal receptora de producto acabado, reactivando con ello un mercado en el que además colaborábamos por partida doble, al ser su proveedor de materia prima, lo único de lo que a la sazón disponíamos.

Así, y con la ventaja tramposa que proporciona la perspectiva del tiempo, podemos decir que el Plan Marshall había ya herido de muerte desde su incipiente nacimiento, al Proyecto Europeo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 9 de mayo de 2015

DE LA VIRTUD DE LA MELODÍA COMO CANALIZADOR DE ESPERANZA.

Aburridos cuando no hastiados de una realidad que no hace en nosotros sino reproducir modelos de conducta pronta y naturalmente vinculables al nihilismo, buscamos una vez más en la Música, por única o quién sabe si por eterna, un atisbo de esperanza vinculado quién sabe si a recuerdos de un pasado que se fue, o a un futuro cuya imposible denotación, lejos de proyectarnos hacia la ilusión, nos sumerge en la profundidad propia de lo que ha de ser temido, sencillamente por desconocido…

Pecamos así pues una vez más no solo de indolencia, y de nuevo no se halla en tal nuestro mayor pecado. La falta de humildad, que nos acucia y encierra, llevando primero nuestra mente y finalmente nuestro ¿alma? al estado previo, perceptible tan solo desde el laconismo; nos convierte en presa fácil para nuestros miedos, los cuales alcanzan el grado de perceptibles solo cuando ángeles y demonios nos han hecho pagar su tributo, el cual será del agrado de Dios o del Demonio, según sean unos u otros los que hayan acudido a saciar la demanda del que clamaba agua.
Desgraciado del que una vez más comprende, demasiado tarde, que no es el Demonio sino Dios con el traje de los domingos. Al final, bien pudiera ser que vivir no sea más que clamar en el desierto.

Pero si vivir es clamar, y lejos de considerar tal acción como algo que disminuya al Hombre, lo cierto es que en tal, como debería ocurrir en toda acción humana en la que la voluntad y el tiempo puedan contribuir a la hora de aspirar a darse cita con la virtud, lo cierto es que siempre habrá de ser exigible la concatenación ordenada de atributos en pos de devengar conforme a la mejor de las aspiraciones, concertando de nuevo una reunión con la Virtud.

Así como el plañir redunda en la perfección del llanto, permitiendo a través del mismos discernir el luto de un Hombre de lo que podría corresponderse con el dolor de un animal; no es cierto que en cumplido y correspondiente homenaje a éste, la calidad del plañido nos permite ir incluso más allá, pudiendo en base solo al arte de la escucha, poder afinar sobre la calidad de los actos del finado, traduciéndose siempre en positivo la ecuación que hace corresponder mayor número de Misas, y mayor calidad en los lamentos, para con aquél que en vida mayor número de Réquiem pudo pagarse.

Mientras, al pobre lo ubicamos siguiendo los ladridos de los perros que acompañan al féretro.

Sea como fuere, lo cierto es que cada vez resulta más complicado ser original, y es ésta una afirmación a cuya certeza no escapamos  ni conjeturando sobre la posibilidad de pensar que el sufrimiento es algo propio de ahora. La verdad es que ni la forma de sufrir nos es propia, por usada, por perpetua.

Es la nuestra una especie única, y lo es fundamentalmente por ser capaz de reconocerse a sí misma. Y qué mejor manera de hacerlo que conjeturando sobre la posible existencia de una serie de características que además de definirnos, sean capaces de erigirse en parámetros diferenciadores respecto del resto de elementos que compendian nuestra realidad.
De tal compostura, podemos llegar a delimitar una serie de patrones los cuales, en caso de poder ser aislados, se traducirían en una especia de canon conductual que de poder así mismo ser reconocible en el pasado, bien podría erigirse en precursor de un modelo en el que el Hombre, en tanto que tal, pudiera reconocerse, habilitándose con ello una suerte de catálogo conductual competente para establecer una relación binomial causa-efecto, a partir de la cual generalizar conductas y procedimientos.

De nuevo la Historia, reclamando su espacio. Un espacio que tal y como ya hemos demostrado en múltiples ocasiones, no conduce hacia el pasado, sino que se proyecta siempre hacia el futuro.

Reconocemos así pues en el pasado más o menos reciente, formas y conductas perfectamente identificables con usos propios de nuestro ahora. Así la famosa crisis, entendida ésta como proceso de ruptura generalizado en el que los cánones de conducta habituales no son reconocibles, arrojando con ello al Hombre a una suerte de desazón propia y comparable al terror que supone el no poder anticipar acontecimientos en forma de rutinas, sume al Hombre en el que se erige en uno de los mayores miedos a los que éste como especie puede imaginar, el miedo a lo desconocido.

Asumiendo aunque solo sea desde la perspectiva de lo obvio el hecho de que la que hoy por hoy no es ni la primera de las crisis que nos ha asolado. Asumiendo incluso que ni tan siquiera es original, no resultaría para nada descabellado considerar en serio la posibilidad de encontrar el rastro de otras que igualmente desde la perspectiva de sus contemporáneos pudieran haber parecido igual de devastadoras. Una vez localizadas, recorriendo en sentido contrario el camino, bien podríamos identificar el rastro dejado por los procedimientos que en cada caso se habilitaron en pos de encontrar las soluciones.

Finales del Siglo XVII. El mundo, o lo que viene a ser lo mismo, Europa, empieza a ver la luz al final del túnel de lo que ha sido la crisis secular por antonomasia. La sucesión devastadora de fenómenos climatológicos adversos se ha traducido en una sucesión de malas cosechas que ha redundado primero en un proceso de especulación que ha revertido el incipiente modelo de recuperación social, destruyendo de manera inmisericorde una vez más como no puede ser de otra manera, cualquier atisbo de justicia social. Superadas incluso las perspectivas más desalentadoras, la realidad ha terminado por imponerse sacando al exterior lo peor de los Hombres que se afanan por igual en conductas tan dispares como las que son la especulación a la que se entregan unos, a medida que se compara con la mera aunque no por ello vana lucha por la supervivencia en la que día tras día encontramos sumidos a los que componen la facción de los menos favorecidos.

Una vez que los ecos dejados por el galopar de los Cuatro Jinetes parecen apagarse, la fuerza vital del continente se abre paso, y lo hace desde Italia, canalizada en la bella forma que la voz de personajes como Pauline VIARDOT-GARCÍA le imprime.

Se trata del BEL CANTO, constatación de que la Vida siempre se abre paso.

Nacido de la necesidad a finales del XVII, será el XVIII y en especial sus peculiaridades, para la traducción de las cuales se muestra especialmente prolífica, lo que garantice su éxito.
Tratado y concebido dentro del universo musical y conceptual de la Ópera, el Bel Canto (sencillamente canto bello) supone la redición durante un largo periodo de tiempo de todos los componente operísticos, ya procedan éstos de lo técnico, lo compositivo o lo procedimental en tanto que vinculado a la interpretación; a la belleza de la MELODÍA.
Todo, absolutamente todo, sucumbe en silencio al placer que conlleva recibir el premio en forma de aplauso clamoroso desde el patio de butacas.
Aunque pueda parecer extraño, ahí es donde precisamente reside no tanto el origen como sí más bien la supervivencia de semejante concepción operística, de comprender que el elevado grado de tecnificación que la Música Barroca había alcanzado, amenazaba con hacerla incomprensible a la gente a la que, al menos en principio, iba dirigida.
En contra de lo que pudiera parecer, el auge de la Orquesta Sinfónica, auspiciada en la calidad de los compositores que se habían lanzado a alimentarlas, el cual se reflejaba en la calidad de las obras que a tal efecto componían, amenazaban con vaciar los escenarios en los que las mismas sonaban sencillamente porque la gente, rebajada al grado de chusma en lo concerniente a conocimiento técnico musical, se muestra incompetente para apreciar o cuando menos disfrutar de tamaños elixires.

En pos de defenestrar monstruos tales como BACHT o Haydn, otros como ROSSINI, DONIZETTI o el propio BELLINI toman el relevo gestando una nueva concepción musical en la que todo, absolutamente todo está al servicio, y cuando no, se sacrifica, de la belleza reconocible en la Melodía.

Surgen así obras, o sencillamente momentos, por todos fácilmente reconocibles, en tanto que forman parte del acervo generalizado de una época. Viene a ser a la vez el momento álgido del Aria, que se revela como el instrumento por excelencia en apariencia concebido exclusivamente para satisfacer la demanda o demandas siempre muy exigentes que en contra de lo que pueda parecer se esconden detrás de este modelo compositivo.

Es por ello el momento de las Grandes Damas de la Lírica, de los Grandes Tenores capaces de los mayores éxitos, como puede corresponderse con el primer Do de Pecho, alcanzado de manera técnicamente pura en octubre de 1831.

En definitiva, si desea saber si una determinada composición corresponde al Bel Canto, cierre los ojos, y si es capaz de tararear lo que sigue, se tratará sin duda de una obra a catalogar en tamaña consideración.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 2 de mayo de 2015

70 AÑOS DEL FIN DE LA ARQUITECTURA DEL CAOS.

El 30 abril de 1945, acompañado de sus más íntimos, entre los que se encontraba por supuesto la mujer con la que había compartido los últimos trece años, y con la que apenas trece horas antes se había casado; Adolf HITLER, uno de los hombres que sin duda más ríos de tinta ha hecho correr, y que se ha hecho acreedor del mayor catálogo de calificativos, tanto en número como en consideración, de cuantos conoce la historia; se quitaba finalmente la vida acudiendo para ello al nada wagneriano método de la ingesta de una cápsula de cianuro.
El cadáver de su Eva BRAUNM, la mujer que fascinada tanto por su figura como por el trasfondo del hombre no solo había consentido, sino que había deseado hacerlo así, descansa en un diván a su lado. La pistola que en un principio estaba destinada a ser el medio que llevara a ambos a su encuentro con el Tesoro del Nibelungo de Wagner, ha sido estrambóticamente depositada en el suelo, en un intento de desempeñar un papel de contexto en el que su vez ya es el contexto apocalíptico de lo que ha sido el Apocalipsis de Alemania, el Apocalipsis del mundo.

Cerca de setenta y cinco millones de muertos, seis de ellos correspondientes a los que fueron víctimas de La Solución Final, el proceso expresamente diseñado por el Führer, gestado personalmente y a tal fin atribuido en pos de lograr no la desaparición sino el exterminio de hasta el último de los integrantes de la Raza Judía; constituyen o al menos deberían constituir motivos más que suficientes para entender en la medida de lo posible no ya la mentalidad de un sujeto que para la Historia de Europa es y ha sido siempre omnisciente, en la medida en que por más que su existencia es un hecho del que aún hoy sus consecuencias dan cumplida cuenta, no lo es en menor medida el intento que aún hoy algunos llevan a cabo para negar que tanto él, como por supuesto su obra, han acontecido. O que de haberlo hecho nunca hubiera sido, siempre según ellos, de la manera mediante la que  la manipulada verdad procedente de los judíos, trata de hacernos creer.

Pero si de verdad resultan sorprendentes los esfuerzos que tanto en el terreno cualitativo como por supuesto en el cualitativo, son llevados a cabo por los que atendiendo a razones tan diversas como las que vienen a componer la naturaleza humana vienen a tratar de lavar la imagen de un Régimen de rapiña y desesperación; del todo incomprensibles e igual de infundados resultan los que de parecida manera son desplegados por aquéllos que de verdad se cargan de razones, a falta de la razón, para afirmar que todo, absolutamente todo, se debió y por ende ha de ser atribuido al devaneo mitológico de un hombre que en su fuero interno deseaba tomar el té con los Dioses.

Sinceramente: ¿Todavía resulta útil para alguien decir que todo, absolutamente todo, ocurrió por obra y gracia de los devaneos que un hombre y su aparente locura mantuvieron en pos de preparar el terreno a una supuesta Teocracia?
Para echar abajo semejante consideración, nos bastan las declaraciones llevadas a cabo por Hoffman en el tribunal a efectos inferido para juzgar los crímenes que se cometieron: “Que se me acusa de sacar provecho del Régimen del Terror impuesto por Hitler. ¿Y quién, en aquel momento no lo hizo? ¿Por qué se vendieron, entonces, tantos de mis libros?

Los libros, sin duda, una de las piedras de toque sobre las que apoyar todos los desarrollos, curiosamente tanto los que abogan en un sentido, como paradójicamente los que lo hacen en el sentido contrario (así de ambiguo, contradictorio y enigmático resulta sin duda un género que hace precisamente de la instantaneidad uno de sus mejores argumentos) y que a la hora no tanto de esclarecer, cuando sí más bien de aportar algo de luz al respecto se mueve lógicamente entre el propio Mein Kampf y los libretos de Wagner, pasando, cómo no, por los paralelismos que en la Obra de Nietzsche algunos interesadamente han intentado encontrar.

Si bien puede ser éste sin duda el momento adecuado para desistir en tanto que lejos de concretar un punto de anclaje no hacemos, al menos en apariencia más que diversificar los procederes; lo cierto es que el no encontrarse entre los motivos que facultan la presente disquisición ni uno solo que lleve al autor a mostrarse imbuido en la suerte de locura que significaría el creerse de verdad competente como para añadir ni siquiera una coma a cuanto correcta o incorrectamente se ha considerado digno de formar parte de lo definitorio de alguien capaz de lo que fue capaz; es por lo que acudimos a la obra de ensayistas al respecto tales como Sebastian HAFFNER, quien en base a la certeza de su pluma desarrolla, con enorme audacia las estrategias que se suceden de hilvanar de manera muchas veces original la enorme madeja formada por sus ingentes conocimientos en la materia. Madeja que a menudo da lugar a construcciones tan sagaces como deslumbrantes.

Una vez que lo magnífico del proceder se revela ante nosotros podremos, en la medida de lo posible, y siempre por supuesto dentro de ciertos cánones, atribuirnos algunas licencias No podrán ser éstas de concepto ya que desvirtuarían de manera inexorable el estudio, reduciendo a la nada cualquier logro que a las mismas pudiera ser atribuible. Mas sí será  de procedimiento, en tanto que mientras el mismo responda a lo que ha sido validado, sus resultados no parecen discutibles. Adecuamos así pues la escala, y nos acercamos a la realidad objeto hoy de nuestro interés desde la perspectiva que en este caso nos aporta la introducción de una suerte de acción que denominaríamos la historia de la Historia. Se trataría, como es de suponer, de disponer las piezas que confieren rigor a nuestro escenario siguiendo en este caso un criterio que procede de la lectura de los hechos no a partir de 1939, ni siquiera desde principio de los años 20, como preconizan los que ven en el cierre del ciclo que comenzó con la chapuza de Munich la explicación de todo lo que sucedió.
Porque en contra de lo que pueda parecer, la propensión de un hecho a ser considerado de forma justa como de histórico, no desmerece en nada en el caso de que en la génesis del mismo pueda subyacer la esencia de otro acontecimiento que igualmente en su momento lo fuera.

La prueba, evidente. Diplomáticos alemanes y diplomáticos franceses se hallan sentados, frente a frente en un vagón de tren detenido y abandonado en una vía muerta en el bosque de Compiégne al noreste de París. En la mesa, un tratado de rendición incondicional. Si a la escena le añadimos nieve, resultaría adecuado que nos encontramos narrando los hechos que acontecieron el 11 de noviembre de 1918, y que además de poner fin a la Primera Guerra Mundial, supusieron el en apariencia definitivo hundimiento de Alemania. Si por el contrario quitamos la nieve, podemos vernos en el proceder que Hitler construyó en julio de 1940 para devolver la afrenta causada por el anterior hecho, obligando a los franceses a firmar su rendición en el mismo lugar, incluso en el mismo vagón, que había permanecido exhibido en un museo.

Se va así construyendo casi por sí solo un escenario en el que de nuevo la magnitud de los hechos parecen conducirnos a constatar que ni los protagonistas, ni por supuesto los propios hechos, responden en criterio de proporcionalidad, al momento que en terminología histórica les corresponde. Tenemos así pues que con la salvedad de la venganza escenificada en el dulce plato que sin duda supuso la escenita del tren en el bosque de París, el resto de los acontecimientos desarrollados si bien lo hacen en la parte del siglo XX que se corresponde cronológicamente con su primera mitad, ponen de relevancia una larga lista de conductas y consecuencias que solo pueden explicarse asumiendo la posibilidad de que al siglo XX le sobraran etimológicamente por aquel entonces ¡los cincuenta años transcurridos!

Porque si ya para entender las causas de la Primera Guerra Mundial jugueteamos con la posibilidad de que las causas que la provocaron se encontraran realmente en lo que denominaríamos el cierre en falso del XIX, y que se explica asumiendo que si bien el siglo XX comienza en el año 1900, habrán de pasar bastantes años hasta poder afirmar sin el menor género de dudas que el siglo XIX ha finalizado; no es menos cierto que en términos culturales, y al ser éstos mucho más absolutos el razonamiento no hace sino ganar en condición, para encontrar muchas de las causas del desastre que supuso la primera mitad del siglo XX, haya que lanzarse hasta el fondo en la Cultura del XIX.

Un siglo, el XIX, propenso al Nacionalismo. Un siglo, el XIX, canalizado por el fervor patrio, conducido por las corrientes procedimentales tendentes a la escenificación de Grandes Héroes precursores incluso de una suerte de mitología particular cuyos desarrollos tienen lugar en lugares idílicos, míticos. Con fuentes y cuevas, con cavernas llenas de tesoros en pos de cuya consecución el Hombre ha de lanzarse en brazos de la oscuridad protegido solo por la luz que le aporte su virtud, cuando no su conocimiento. Un siglo el XIX propenso a los príncipes, y por supuesto a las princesas en el que las convicciones y las certezas más descabelladas otrora, adquieren ahora visos no solo de contingencia, sino más bien de necesidad.

El Romanticismo pues, como síntoma del desastre. Y en medio, un arquitecto del Caos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.