sábado, 2 de mayo de 2015

70 AÑOS DEL FIN DE LA ARQUITECTURA DEL CAOS.

El 30 abril de 1945, acompañado de sus más íntimos, entre los que se encontraba por supuesto la mujer con la que había compartido los últimos trece años, y con la que apenas trece horas antes se había casado; Adolf HITLER, uno de los hombres que sin duda más ríos de tinta ha hecho correr, y que se ha hecho acreedor del mayor catálogo de calificativos, tanto en número como en consideración, de cuantos conoce la historia; se quitaba finalmente la vida acudiendo para ello al nada wagneriano método de la ingesta de una cápsula de cianuro.
El cadáver de su Eva BRAUNM, la mujer que fascinada tanto por su figura como por el trasfondo del hombre no solo había consentido, sino que había deseado hacerlo así, descansa en un diván a su lado. La pistola que en un principio estaba destinada a ser el medio que llevara a ambos a su encuentro con el Tesoro del Nibelungo de Wagner, ha sido estrambóticamente depositada en el suelo, en un intento de desempeñar un papel de contexto en el que su vez ya es el contexto apocalíptico de lo que ha sido el Apocalipsis de Alemania, el Apocalipsis del mundo.

Cerca de setenta y cinco millones de muertos, seis de ellos correspondientes a los que fueron víctimas de La Solución Final, el proceso expresamente diseñado por el Führer, gestado personalmente y a tal fin atribuido en pos de lograr no la desaparición sino el exterminio de hasta el último de los integrantes de la Raza Judía; constituyen o al menos deberían constituir motivos más que suficientes para entender en la medida de lo posible no ya la mentalidad de un sujeto que para la Historia de Europa es y ha sido siempre omnisciente, en la medida en que por más que su existencia es un hecho del que aún hoy sus consecuencias dan cumplida cuenta, no lo es en menor medida el intento que aún hoy algunos llevan a cabo para negar que tanto él, como por supuesto su obra, han acontecido. O que de haberlo hecho nunca hubiera sido, siempre según ellos, de la manera mediante la que  la manipulada verdad procedente de los judíos, trata de hacernos creer.

Pero si de verdad resultan sorprendentes los esfuerzos que tanto en el terreno cualitativo como por supuesto en el cualitativo, son llevados a cabo por los que atendiendo a razones tan diversas como las que vienen a componer la naturaleza humana vienen a tratar de lavar la imagen de un Régimen de rapiña y desesperación; del todo incomprensibles e igual de infundados resultan los que de parecida manera son desplegados por aquéllos que de verdad se cargan de razones, a falta de la razón, para afirmar que todo, absolutamente todo, se debió y por ende ha de ser atribuido al devaneo mitológico de un hombre que en su fuero interno deseaba tomar el té con los Dioses.

Sinceramente: ¿Todavía resulta útil para alguien decir que todo, absolutamente todo, ocurrió por obra y gracia de los devaneos que un hombre y su aparente locura mantuvieron en pos de preparar el terreno a una supuesta Teocracia?
Para echar abajo semejante consideración, nos bastan las declaraciones llevadas a cabo por Hoffman en el tribunal a efectos inferido para juzgar los crímenes que se cometieron: “Que se me acusa de sacar provecho del Régimen del Terror impuesto por Hitler. ¿Y quién, en aquel momento no lo hizo? ¿Por qué se vendieron, entonces, tantos de mis libros?

Los libros, sin duda, una de las piedras de toque sobre las que apoyar todos los desarrollos, curiosamente tanto los que abogan en un sentido, como paradójicamente los que lo hacen en el sentido contrario (así de ambiguo, contradictorio y enigmático resulta sin duda un género que hace precisamente de la instantaneidad uno de sus mejores argumentos) y que a la hora no tanto de esclarecer, cuando sí más bien de aportar algo de luz al respecto se mueve lógicamente entre el propio Mein Kampf y los libretos de Wagner, pasando, cómo no, por los paralelismos que en la Obra de Nietzsche algunos interesadamente han intentado encontrar.

Si bien puede ser éste sin duda el momento adecuado para desistir en tanto que lejos de concretar un punto de anclaje no hacemos, al menos en apariencia más que diversificar los procederes; lo cierto es que el no encontrarse entre los motivos que facultan la presente disquisición ni uno solo que lleve al autor a mostrarse imbuido en la suerte de locura que significaría el creerse de verdad competente como para añadir ni siquiera una coma a cuanto correcta o incorrectamente se ha considerado digno de formar parte de lo definitorio de alguien capaz de lo que fue capaz; es por lo que acudimos a la obra de ensayistas al respecto tales como Sebastian HAFFNER, quien en base a la certeza de su pluma desarrolla, con enorme audacia las estrategias que se suceden de hilvanar de manera muchas veces original la enorme madeja formada por sus ingentes conocimientos en la materia. Madeja que a menudo da lugar a construcciones tan sagaces como deslumbrantes.

Una vez que lo magnífico del proceder se revela ante nosotros podremos, en la medida de lo posible, y siempre por supuesto dentro de ciertos cánones, atribuirnos algunas licencias No podrán ser éstas de concepto ya que desvirtuarían de manera inexorable el estudio, reduciendo a la nada cualquier logro que a las mismas pudiera ser atribuible. Mas sí será  de procedimiento, en tanto que mientras el mismo responda a lo que ha sido validado, sus resultados no parecen discutibles. Adecuamos así pues la escala, y nos acercamos a la realidad objeto hoy de nuestro interés desde la perspectiva que en este caso nos aporta la introducción de una suerte de acción que denominaríamos la historia de la Historia. Se trataría, como es de suponer, de disponer las piezas que confieren rigor a nuestro escenario siguiendo en este caso un criterio que procede de la lectura de los hechos no a partir de 1939, ni siquiera desde principio de los años 20, como preconizan los que ven en el cierre del ciclo que comenzó con la chapuza de Munich la explicación de todo lo que sucedió.
Porque en contra de lo que pueda parecer, la propensión de un hecho a ser considerado de forma justa como de histórico, no desmerece en nada en el caso de que en la génesis del mismo pueda subyacer la esencia de otro acontecimiento que igualmente en su momento lo fuera.

La prueba, evidente. Diplomáticos alemanes y diplomáticos franceses se hallan sentados, frente a frente en un vagón de tren detenido y abandonado en una vía muerta en el bosque de Compiégne al noreste de París. En la mesa, un tratado de rendición incondicional. Si a la escena le añadimos nieve, resultaría adecuado que nos encontramos narrando los hechos que acontecieron el 11 de noviembre de 1918, y que además de poner fin a la Primera Guerra Mundial, supusieron el en apariencia definitivo hundimiento de Alemania. Si por el contrario quitamos la nieve, podemos vernos en el proceder que Hitler construyó en julio de 1940 para devolver la afrenta causada por el anterior hecho, obligando a los franceses a firmar su rendición en el mismo lugar, incluso en el mismo vagón, que había permanecido exhibido en un museo.

Se va así construyendo casi por sí solo un escenario en el que de nuevo la magnitud de los hechos parecen conducirnos a constatar que ni los protagonistas, ni por supuesto los propios hechos, responden en criterio de proporcionalidad, al momento que en terminología histórica les corresponde. Tenemos así pues que con la salvedad de la venganza escenificada en el dulce plato que sin duda supuso la escenita del tren en el bosque de París, el resto de los acontecimientos desarrollados si bien lo hacen en la parte del siglo XX que se corresponde cronológicamente con su primera mitad, ponen de relevancia una larga lista de conductas y consecuencias que solo pueden explicarse asumiendo la posibilidad de que al siglo XX le sobraran etimológicamente por aquel entonces ¡los cincuenta años transcurridos!

Porque si ya para entender las causas de la Primera Guerra Mundial jugueteamos con la posibilidad de que las causas que la provocaron se encontraran realmente en lo que denominaríamos el cierre en falso del XIX, y que se explica asumiendo que si bien el siglo XX comienza en el año 1900, habrán de pasar bastantes años hasta poder afirmar sin el menor género de dudas que el siglo XIX ha finalizado; no es menos cierto que en términos culturales, y al ser éstos mucho más absolutos el razonamiento no hace sino ganar en condición, para encontrar muchas de las causas del desastre que supuso la primera mitad del siglo XX, haya que lanzarse hasta el fondo en la Cultura del XIX.

Un siglo, el XIX, propenso al Nacionalismo. Un siglo, el XIX, canalizado por el fervor patrio, conducido por las corrientes procedimentales tendentes a la escenificación de Grandes Héroes precursores incluso de una suerte de mitología particular cuyos desarrollos tienen lugar en lugares idílicos, míticos. Con fuentes y cuevas, con cavernas llenas de tesoros en pos de cuya consecución el Hombre ha de lanzarse en brazos de la oscuridad protegido solo por la luz que le aporte su virtud, cuando no su conocimiento. Un siglo el XIX propenso a los príncipes, y por supuesto a las princesas en el que las convicciones y las certezas más descabelladas otrora, adquieren ahora visos no solo de contingencia, sino más bien de necesidad.

El Romanticismo pues, como síntoma del desastre. Y en medio, un arquitecto del Caos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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