sábado, 28 de septiembre de 2013

DE LA EDUCACIÓN, DEL PASADO COMO COMPROMISO DE FUTURO.

Asistimos, sin duda, a momentos complejos. La Tierra gira a menudo varias veces en el intervalo de tiempo que antaño estaba reservado a un solo día, en tanto que las estructuras, los valores y, por qué no decirlo incluso las creencias, se tambalean de manera burda, reduciendo a poco menos que cenizas las estructuras que hasta ayer pensábamos conciliaban nuestra posición en esa, la eterna lucha que el Hombre tiene para con su presente, para consigo mismo.

No en vano el filósofo alemán ya lo dejó escrito: “Nuestros Ídolos tienen los pies de barro.”

Arrojados como estamos, en esta realidad, o en lo que consentimos de común acuerdo considerar como tal; lo cierto es que una vez asumido el primer golpe, pocas por no decir ninguna posibilidad le queda a ese mismo Hombre más que levantarse una vez encajado el impacto que se desencadena como efecto primitivo de el Saber, y reincorporarse como responsable que es de su destino. Ha de reconstruir el mundo una vez que ser consciente de su miseria ha destruido todo germen de posible recuperación.
Porque sí, paradójicamente, el saber destruye. Destruye las falsas creencias cimentadas en vanos deseos, construidos a menudo en el deseo de no saber. Destruye las vanas ilusiones, forjadas casi siempre en la falacia de la infancia, entendida como eterno aferro a la ausencia de realidad, mitigadora por excelencia del pánico que produce la responsabilidad, último vínculo del Hombre con la realidad.

Pero entonces, ¿dónde se halla la fuerza para recomenzar? Pues como no puede ser de otra manera, en la misma fuerza causante de la destrucción. Tan solo la que tiene capacidad para destruir, es suficiente para llevar a cabo no solo la reconstrucción, sino que amparada en el nuevo vínculo para con la realidad, dará pie a una nueva visión.
La esencia de la paradoja radica en ser capaz de comprender que la fuerza del Apocalipsis, es la misma que la que se convierte en generatriz.

Y es en preciso lugar, en ese preciso momento, donde converge no ya la fuerza, sino el catalizador encargado de conducir sus efectos. La Educación, como esencial catalizador, habrá de participar en la reacción, obrando como parte de los reactivos, pero evidentemente sin formar parte de los productos. Su misión, canalizar la Reacción Química más importante. La que se lleva a cabo obrando con El Hombre como reactivo, para dar lugar a una Sociedad neta y desarrollada como producto.

Constituye la Educación, dicho en términos estrictamente humanos, la actividad más arraigada en el género. Educar es formar, y formar es, aparte de las más diversas acepciones que el término pueda adoptar en función de los interlocutores; desarrollar de manera consciente y voluntaria un proceso destinado a generar en el individuo las actitudes vinculantes de cara a permitirle integrarse de manera completa en el espacio y en el tiempo que le son propios.
Afrontado pues en términos evolutivos, la Educación viene a ser el proceso más absoluto de cuantos el Hombre ha sido consciente, toda vez mediante el ejercicio de la Educación, el Hombre experimentará las sensaciones más cercanas al Creador, entendiendo tal aseveración desde el punto de vista de que si El Hombre procede de un origen que le dotó de aptitudes, el proceso de la Educación será el encargado de pulir los matices derivados del inexorable paso del tiempo.
Es así pues la Educación un poderoso mecanismo, destinado en origen a pulir los errores que bien pudo cometer El Creador.

Resulta pues del todo baldío, cualquier ejercicio destinado ahora a mitigar la intensidad o la fuerza de tal procedimiento. Constituye así el proceso de educar el ejercicio más poderoso al que un ser humano puede aspirar. En el educar, como en ninguna otra acción, convergen fuerzas cuya intensidad era hasta entonces desconocida, cuyos resultados son, salvo para los educadores, inalcanzables.

Y obviamente ni tales fuerzas ni por supuesto sus posibilidades, podían pasar desapercibidas.

Como podemos imaginar, una fuerza tan poderosa, surgida enteramente de la propia potencialidad humana, y destinada como ninguna otra a conformar de manera notoria tales potencialidades de cara a conformar una realidad definitiva; no podía por supuesto permanecer al margen de las estructuras de poder igualmente construidas por el Hombre, pero que en este caso habían evolucionado por cauces enteramente diferentes. Cauces por otro lado tan diferentes que no en vano habían logrado enajenar su contenido hasta el punto de alejarlas completamente de la función para la que en principio habían sido consideradas. Se produce así, y entonces, el choque inevitable. Educación y Política, ambas estructuras inexorablemente arraigadas en el Hombre, entran en franca divergencia precisamente en tanto que el modelo que consideran propio para él no solo difiere, sino que franca y absolutamente se contrapone.

Estalla así pues la guerra. Una guerra que tiene en los códigos legislativos su desarrollo, y que fecha en los instantes inmediatamente posteriores a las citas electorales sus batallas. Una guerra en la que la designación de los Ministros de Educación lleva aparejado el efecto de nombramiento de un General que, según de dónde procedan sus fuerzas, surtirá a sus ejércitos de elementos procedentes de la Iglesia, o de las calles.

Una guerra que en el caso de España no comienza a librarse hasta 1812. Será sí la Constitución Liberal de Cádiz, promulgada en 1812, La Pepa, el primer documento legislativamente vinculante a título de Rango de Ley Nacional la que en el Título IX proveerá por primera vez como decimos, designaciones destinadas al desarrollo formal de una política nacional destinada a racionalizar el proceso educativo. Éste, hasta ese momento, había permanecido como ocurre con tantas otras cosas, del todo huérfano, sujeto a unas consideraciones vinculadas al carácter de lo religioso, o al albedrío de instituciones de rango privado, que compartían con las anteriores el denominador común de la ausencia de cualquier atisbo de proceso científico.
A lo largo de seis artículos, la Constitución de 1812 convierte al Estado en paladín de la escuela, y por ende de los educandos. Obligará así a la construcción de escuelas públicas en todas las poblaciones, hablará por primera vez seriamente de la puesta en práctica de mecanismos rigurosos para su dotación y, por primera vez dejará el proceso educativo en manos de algo más que la buena fe de instituciones de beneficencia, de la Iglesia, o del monopolio de las sempiternas Clases Pudientes.
Y además, genera La Normal, a saber, Escuela de formación destinada, de ahí su nombre, a establecer la norma de procedimiento magisterial que ejemplifica a la par que convierte en homogénea la manera de enseñar. La misión emprendida por Juan Bautista de LA SALLE, allá por 1685 alcanzaba su máximo desarrollo.

Será pues hacia octubre de 1812, cuando el proceso iniciado en Cortes Constituyentes por D. Manuel José QUINTANA, en la Comisión de Instrucción Pública de ese mismo año, comience a dar sus frutos, los cuales se verán un año después con la publicación  del magnífico informe Decreto del Proyecto de Educación, de 1814.
Se trata de un documento que contiene entre otras las visiones de grandes, tales como Pablo MONTESINO el cual, diputado en Cortes, y exiliado en Londres tras el retorno de Fernando VII; desarrollará una hábil a la par que interesante labor pedagógica que a su retorno tendrá como compensación su puesta al frente de la primera Escuela Normal, desde la que en 1838 elaboró el Reglamento para las escuelas de Primeras Letras.

Mas habrá de ser Antonio GIL DE ZÁRATE quien, en 1845 elaborara el definitivo Plan de Estudios de 1845, pilar fundamental de la LEY MOYANO.

Compone ésta el bastión por antonomasia de la Educación en España. Su demoledora vigencia, hasta 1970 con ligeras modificaciones, provee una ligera idea de su fuerza, estructura y vigor.
Una lay emanada de los espíritus ilustrados de figuras como JOVELLANOS o CAMPOMANES y que participa sin duda de sus talantes a la hora de conceptualizar abiertamente el progreso como objetivo, aunque para ello haya de superar obstáculos conceptuales y prácticos como los que pueden constituir el retorno de elementos como Fernando VII,  elementos que obligan a esperar vientos más propicios, los cuales se dan con Isabel II.

Una ley obviamente escasa, toda vez que sigue amparada por la sempiterna presencia de la Iglesia, cuyo auxilio se requiere abiertamente cuando se reconoce que los ayuntamientos, responsables de las escuelas de pueblo, tendrán realmente complicado ejercer su labor, lo que lleva a la Iglesia a adoptar con gusto el papel de protección eternamente asumido, cobrándose con ello la contraprestación de encargarse de la formación, o adoctrinamiento, de cuantas mentes pasan por sus manos; procediendo además con la selección de las que más propicias considere, las cuales pasarán finalmente a los rangos superiores, universidades que era donde finalmente el Estado asumís plenas competencias educativas.

Ha de entenderse así que si bien la Ley Moyano sobrevive hasta 1970, lo hace con grandes altibajos los cuales se subsanan mediante la adopción de protocolos que a menudo son verdaderas revoluciones, tales como los que por ejemplo convergen en la consolidación de la Institución Libre de Enseñanza. A saber, ingente elemento renovador tanto en canales teóricos como prácticos, participado desde origen por personalidades de la talla de Ricardo RUBIO, Francisco GINER DE LOS RÍOS, y Bartolomé COSSIO.
Luchó abiertamente la ILE contra elementos perniciosos tales como el excesivo sometimiento de la Educación a la Iglesia, lo que se había acentuado sobre todo con la firma del Concordato de 1851.

Pero será precisamente en el periodo de la II República, sobre todo en sus dos primeros años, donde las ideas y procedimientos de la ILE calen más profundamente, hasta el punto de que muchas de sus consecuciones aún hoy son visibles tanto en el marco eminentemente práctico (muchas de las actuales escuelas fechan por entonces su construcción), no en vano en este periodo se construyeron más escuelas que en el transcurso de toda la etapa monárquica anterior; como en el teórico, ya que aspectos tales como la consideración de la profesión de MAESTRO deriva de este periodo.

Pero el GOLPE DE ESTADO de Franco cercenará ésta, como tantas otras cosas.

En un primer periodo, destinado a borrar toda huella de la acción republicana, el régimen dictatorial hunde la Educación en un pozo sin fondo que se extiende de 1938 a 1945. En el mismo, se cede a una propuesta Católica a ultranza la cual se verá luego implementada hasta 1959 con una serie de medidas encaminadas a desarrollar un absoluto nacionalismo español.

En definitiva, en España podemos observar cómo la Educación, al igual que pasa con cualquier elemento destinado a promover o generar progreso o dinamismo de forma más o menos natural, ha de enfrentarse a menudo con uñas y dientes, contra aquéllos que, por ostentar de manera evidente el poder, se oponen con firmeza a cualquier ideal de cambio al considerar que esto pone en peligro por definición su propio estado o posición.

De ahí que, el denominador común de la realidad educativa en España pase, al menos en su vertiente política por la certeza inexorable de que todo cambio en los ideales de aquél que controla el poder trae asociado, inexorablemente, un cambio en la Ley Educativa con la que se identifican.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


domingo, 22 de septiembre de 2013

DEL CONCORDATO DE LOS TOROS DE GUISANDO. UN NUEVO ESCENARIO PARA UNA INCIPIENTE REALIDAD.

Constituyen los acontecimientos del siglo XV en toda su extensión, una muestra de la prerrogativa de lo que a partir de ellos se desencadenará, a saber la consolidación no solo de una nueva manera de pensar, sino abiertamente de una nueva y manifiesta realidad, en forma de una revolucionaria concepción del Estado, la cual acabará por implantarse de manera inequívoca logrando, en un tiempo récord, el que la idea de que cualquier otra forma de concepción del Estado haya existido nos parezca poco menos que imposible, por no decir que ridícula.

Por eso cuando Enrique IV de Castilla vio cómo había de enfrentarse a circunstancias para las que no tanto su consecución, cuando si más bien su ingerencia en la Historia; se antojaban verdaderamente como casi impensables, en tanto que imposibles de darse; se consideró verdaderamente en principio justificado para hacer uso del dicho según el cual los grandes males, hacen necesaria la búsqueda de grandes soluciones.

Se halla así pues hacia 1468 Enrique IV sumido en una verdadera encrucijada. Es en realidad como si todas y cada una de las circunstancias que desde el principio han convertido su vida en una miseria totalmente alejada del mar de tranquilidad que en principio se espera para un rey, se hayan confabulado para complicarle su reinado dando lugar no ya solo a una escenografía inigualable, sino a una condición estructuralmente difícil de equiparar.

A título de registro podemos decir que las paradojas que cercenan las voluntades por primera vez no de poder, sino verdaderamente de gobierno de las que hace gala el monarca, se agrupan de manera inequívoca en la constatación de lo que solo puede ser la certeza exacta del anunciado colapso del que la crisis del siglo XIV había sido evidente presagio.
Porque si algo es evidente de todo lo que se suscita en torno a los haberes, haceres y quereres del gobierno del que fuera objetivamente el displásico eunucoide sobre el que descansaron las bondades de Castilla hasta la quiebra definitiva del Sistema Medieval, aceptando para ello que la llegada al poder de su hermanastra se lleva a cabo ya sobre disposiciones modernas, será sin duda el pararnos a comprender que su reinado, o más concretamente las salvedades que sobre el mismo y durante el cual acontecen, no vienen sino a dar constancia expresa de tal colapso.

Un colapso que se escenifica, tal y como ha de ser propio del concepto, no tanto de la implementación de nuevas formas o maneras destinadas a dar respuestas nuevas a cuestiones viejas; como sí en este caso a la constatación específica de que es el propio sistema el que deja de ser competente a la hora ni tan siquiera de plantear tales preguntas, subyaciendo de manera evidente a tal realidad la cuestión definitiva de su agotamiento.

Y es que, la Edad Media, en la más amplia acepción de la palabra, ha quebrado de manera definitiva.
Y lo hace porque los modos y maneras que le son propios, aquéllos que de otra manera conforman no ya su génesis, como sí su desarrollo, han sido poco a poco superados.

Ha sido superada, en primer lugar, la propia concepción del Estado. La vieja estructura vigente reflejo como es obvio de la sociedad que le es propia, y a la que se supone ha de salvaguardar, proteger y, llegado el caso justificar, se ha ido desplomando siguiendo para ello una estrategia que es en sí mismo un símbolo de lo profundo y arraigado que es y que se encuentra el problema, de una manera lenta, sediciosa y silenciosa.
Es así como de una manera no racional, alejado como tal de cualquier ánimo de complot toda vez que la realidad de los acontecimientos revelará la no existencia de un plan b, lo que anula de cualquier modo la mera sospecha de confabulación; nos arroja eso sí en medio del alborozo previo al caos de no saber que hacer.
Así, a modo de composición asistimos un tanto en silencio al desmoronamiento de todos y cada uno de los trámites que habían servido para dar explicación a las formas de gobierno hasta el momento, para dar paso a un nuevo proceder en el que la innovación, cuando no abiertamente la improvisación, toman el control de una manera tan sorprendente como revolucionaria.

Hablamos de colapso de las viejas formas porque las novedades a las que nos enfrentaremos con posterioridad a la época que es hoy objeto de nuestro análisis, lejos de proceder como en principio habría de ser exigible, de una corriente innovadora, que bien pudiera traer una luz de progreso basada en la experimentación o al menos en la teorización a partir de nuevas formas, constituye en realidad la implementación de una serie de nuevos protocolos que procede no tanto de la innovación, como sí de la constatación de que los viejos parámetros han sido definitivamente superados, siendo de imperiosa necesidad la enajenación de los respectivos campos semánticos en pos de una nueva realidad.

Porque es así como se llega tan siquiera al planteamiento de lo complejo del asunto que nos reúne hoy aquí, la constatación del surgimiento de una nueva realidad.
Una nueva realidad la cual, si bien es compleja, resultando por ello imposible a priori definir ni tan siquiera sus aspectos fundamentales, aunque sea de manera ambigua, perfilando tan solo sus márgenes más externos; sí que participa de un único hecho, en este caso estructural y netamente sintomático. El que pasa por comprender que ha de tratarse de una apuesta completamente nueva, que haga del caos que en forma de sorpresa se designe, el motor del espíritu de revolución que lleva implícito.

Así y solo así podemos llegar a comenzar a entender el hecho de que pueda, ni tan siquiera llegar a soñarse con el hecho de que una mujer pueda llegar a ser Reina de Castilla sin que tal hecho constituya necesariamente el primer paso de la definitiva destrucción del reino en forma de disociación.

Porque para llegar a entender las implicaciones de semejante hecho hemos de navegar, imperiosamente, en las líneas que componen los marcos necesarios que dan sentido a la estructura que consolida y por más sobre la que se asienta toda concepción del Estado, en su fase previa a las concepciones modernas y centralistas. Unas concepciones por lo demás, todavía imperiosamente alejadas de éstas.

Hemos de retrotraernos necesariamente en el tiempo, para comprender la evolución de las fuentes de las que emana el poder regio, en su más amplia acepción. Aceptando de partida que las consideraciones militares tienen en un principio más rango de prevalencia que aquéllas que proceden o en un tiempo habrían de hacerlo de las del ejercicio de lo que acabaremos llamando diplomacia; lo cierto es que la suerte de los que fueron ejerciendo de manera sucesiva la suerte del gobierno, hubieron de hacerlo en un principio desde la predisposición que da el ser tenidos a la par que tan solo considerados, en mayor o menor medida, con mejor o peor fortuna, que meros representantes elegidos por y entre una mayoría lo suficientemente representativa reseñada de entre la nobleza pre-existente. Se trata del protocolo que se resume en el nos que somos tanto como vos, pero juntos valemos más que vos.

El modelo, por más que reaccionario en tanto que procede de la repudia evidente de otros como el caduco por negligencia del por ejemplo esquema de los Césares romanos, evolucionará adaptándose con ello a los tiempos que le serán contemporáneos, asumiendo en tal proceso evolutivo los vicios que le son propios, en tanto que lo son a la época de la que forma parte indisoluble.
Va así poco a poco, dotándose de unas formas que, más que proceder de la afirmación de algún mecanismo de gobierno observado, pone en marcha la paulatina recuperación de los vicios que le eran propios al mecanismo al que supuestamente había superado, conciliándose con ello la situación de retorno mejorado a los viejos cánones.

Es así como podemos llegar a la conclusión de que Enrique IV bien pudo haber sido el tenedor de las prebendas previas que en Europa acabarán por conciliarse en el arquetipo comprensible de las futuras monarquías absolutistas.

Basta un vistazo a las componendas propias de su manera de gobernar, como al contexto general de las situaciones que se desarrollaron; muchas incontrolables, tales como la pronta e incomprensible muerte de Alfonso, sin duda el llamado a sucederle; así como de otras no tan incontrolables, tales como el desastre promovido mediante la declaración de intenciones cuando no de guerra en que se convierte la denominada Farsa de Ávila, cuando definitivamente comprobamos que nos encontramos en plenas condiciones para llevar a cabo la certeza de la pronta y plena certeza de la superación inminente de todo un Sistema.

Es así que el Concordato de los Toros de Guisando, tanto si existió, como si no, encierra en sí mismo la esencia por primera vez no del recuerdo de una época pasada, sino la ilusión de una nueva. La que será propia de una Nueva Castilla, y por ende de una Nueva España.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 14 de septiembre de 2013

DE LAS TENTACIONES DEL IMAGINARIO, A LA FALACIA DE LA HISTORIA INTERPRETADA.

Pocas son, afortunadamente, las ocasiones en las que un Hecho Histórico, pese a estar suficientemente argumentado, ha ofrecido a lo largo de la propia Historia tamaña cantidad de interpretaciones.
La causa, una de las peores que podemos imaginar, aquélla que pasa por intentar amparar en manipulaciones lo que no es sino una determinada realidad. La crónica de unos acontecimientos que acaecieron, pese a quien pese, como lo hicieron.

Es la Guerra de Sucesión Española, hecho raíz del que en última instancia  pende todo el asunto catalán (que es como ya se conocía a la deriva que el hecho tomaba ya por 1711); la fuente definitiva, en tanto que desencadenante, de la reordenación no tanto del mapa de la Europa Moderna, como sí no obstante del nuevo compendio de realidades que a partir de la misma se desencadenaría.

Cifrar en el hecho de la muerte sin hijos de Carlos II en 1700 todas las causas del desencadenamiento bélico, sería, además de reduccionista, un grave error procedimental ya que de hacerlo, incurriríamos en uno de los más sutiles errores a los que por otra parte el conocimiento de la Historia no ha de llevarnos nunca. Así, objetivamente hablando, pocas por no decir ninguna son las ocasiones en las que un único hecho logra ser determinante a la hora de desencadenar acontecimientos.  A lo largo, tal y como la propia Historia demostrará después, tales acontecimientos, por atractivos o tremendos que puedan llegar a parecernos, pocas veces son algo más que meros catalizadores esto es, pocas veces logran algo más que precipitar situaciones que en la mayoría de los casos ya vienen absolutamente maquinadas.
En base a tal proceder, habremos de buscar en otras lides a saber económicas, políticas, y por supuesto de conformación territorial estructural; las verdaderas causas no solo de la Guerra de Sucesión, sino sobre todo de la manera mediante la que ésta aconteció.
Así, la muerte el 1 de noviembre de 1700 de Carlos II, último Austria, deja un escenario en el que la incertidumbre española es en realidad el reflejo de la inestabilidad europea. Una inestabilidad que si bien no tiene como en otras ocasiones manifestaciones aparentes en disidencias, traiciones o tensiones de cualquier otra índole; sí que presenta no obstante en el terreno de las conformaciones económicas una urdimbre de una complejidad reflejo tan solo de la nueva condición que el definitivo triunfo de los estados modernos merece.

Porque lo que realmente está en juego en esta tremenda partida de ajedrez, son sutilezas del tipo de la posición en la que se quedará respecto de las nuevas rutas y procederes para con el Atlántico. Licencias de comercio con el Nuevo Mundo, o incluso modificación o surgimiento de nuevas líneas de comercio en el interior de la propia Europa.
Y pese a quien pese, para estrategias de semejante envergadura, una vez visto en resultado de la invasión francesa, tan solo Inglaterra y la propia Francia se hallaban en mínimas condiciones de jugar.
Por eso, ratificando lo ya presentado, la muerte de Carlos II sin descendencia, no sirvió más que para desentrañar el momento de un teatro de operaciones que llevaba más de cincuenta años recorriendo el continente, y que definitivamente abocó a franceses y a ingleses a mostrar del todo sus cartas.

El premio era además, demasiado atractivo. Ceñirse la Corona de España constituía en sí mismo un premio lo suficientemente substancial como para, definitivamente, competir francamente por ella. Y es así que desde el primer momento unos y otros hicieron de armas a tal efecto.

Francia lo tenía además, en el terreno de lo estrictamente diplomático, mucho más sencillo. No en vano el trabajo desarrollado en los últimos meses por el embajador, adorando el oído del convaleciente monarca, había dado unos resultados magníficos así, Carlos II nombró sucesor a Felipe de Anjou, nieto del mismísimo Luis XIV de Francia.
Pero Inglaterra no estaba dispuesta a permanecer en un segundo plano. Su flagrante necesidad de establecerse como parte imperiosa del comercio atlántico le llevará a encabezar la Gran Alianza, estructura con fines políticos, que redunda en la disposición militar para conseguir tales fines; y que reúne a las Provincias Unidas (Países Bajos), Imperio Austriaco además de la mayoría de los estados alemanes, dirigidos desde Londres.

Nos hallamos así pues ante una conflagración internacional de tal magnitud que, sin rubor puede ser considerada como la primera guerra mundial moderna. Una guerra que verá en la confección de tal Alianza al poco de ser nombrado Felipe V rey, lo que acontece en febrero de 1701; el primero de sus verdaderos episodios.
El acto definitivo, la declaración formal de guerra a Francia y España, o sea a Felipe V, tiene lugar en mayo de 1702.

Pero para no perder la perspectiva de lo que nos habíamos marcado hoy como objetivo, y que podemos calibrar como el estudio del origen de la cuestión catalana dentro del contexto de la Guerra de Sucesión, hemos de supeditar las implicaciones interiores, al menos en lo que concierne a la revisión del aspecto interno.
Así, revisando a priori casi en exclusiva el patrón político que conforma a España, nos encontramos de entrada con en terremoto que supone la llegada de los Borbones al poder. A todas luces, una revolución jurídico-política.
No se trata de un mero cambio de casa. Se trata en definitiva de un cataclismo que tendrá por ejemplo en el encaje de bolillos que será necesario para hacer compatible por ejemplo la manera tan diferente que ambas casas tienen para comprender la relación para con en centralismo, o el vínculo del pueblo para con sus reyes (hechos en este caso fundamentales), lo que se erigirá en los restantes componentes por aquél momento considerados.
En términos constituyentes, era la de los Austrias en España una monarquía compuesta. Las coronas de Aragón y de Castilla venían a conformar una realidad común, con estructuras por otro lado propias, y absolutamente diferenciadas. Diferencias que en esencia venían a dar respuesta formal y coherente a diferencias estructurales que por ejemplo en Aragón expresaban las diversidades existentes desde tiempos remotos, y por otro lado manifestadas en las estructuras contra las que en parte batalló el propio padre de Fernando el Católico.
Estructuras no solo independientes, sino en la mayoría de ocasiones destinadas a limitar abiertamente el poder regio, y que según algunos historiadores modernos bien podrían llevarnos a considerar sin ambages a Aragón hoy como un verdadero estado confederado.
Tales estructuras, así como los derechos y deberes sobre las que las mismas se asentaban, quedaban del todo definidas en unas cartas constituyentes que el propio monarca jura entre 1701 y 1702 tras la celebración en Barcelona de unas Cortes.

Semejante limitación del poder regio, parece un buen precio a pagar a cambio del apoyo de los catalanes a la causa borbónica. Pero es la borbónica y su manera de comprender y ejercer el poder, la causa más alejada en principio de las ya pretensiones catalanas. Es Felipe V como Borbón, un monarca portador de una visión centralista del estado moderno que no hará otra cosa sino derogar e ir sustituyendo fueros y formas medievales.
Además, y he aquí donde entra en escena la nunca despreciable maniobra economicista, es el modelo catalo-aragonés el más cercano a lo que podríamos considerar el germen de una estructura de estado no solo más moderna, sino sobre todo más del gusto para con los pujantes usos de la ya muy influyente burguesía mercantil catalana.

Será así que la manipulación ordenada de acontecimientos tales como las continuas invasiones que desde 1689 se mandaban desde Francia, unida a la cada vez más francamente despótica política de Felipe V, conllevarán el nacimiento de un verdadero espíritu antifrancés que tendrá en el odio hacia el Virrey Velasco transductor final de las continuas violaciones constitucionales por parte del monarca, la verdadera fuente de gestión.
Estas tensiones eran además inteligentemente manipuladas por la cada vez más pujante burguesía catalana. Una burguesía que hacía del comercio como es lógico su principal fuente de riqueza, y que no podía permitir que los acuerdos entre Francia y España, que fundamentalmente dejaban fuera de juego a las economías holandesas y británicas, obstruyendo el desarrollo de sus mejores bazas, al consistir Gran Bretaña y Holanda los mejores receptores del aguardiente y los textiles respectivamente, objetos éstos en los que más pujante resultaba Cataluña.

Así es como se explica que una considerable parte de la sociedad catalana abrazara sin tapujos aparentes la causa de los Austrias.
Sin embargo, hablar definitivamente de un rechazo a la política borbónica sería exagerado. Podría llegar a tratarse, en realidad, de una especie de pequeña guerra civil entre catalanes, de la que se extraería cierta confluencia para con las disposiciones inglesas, constatación ésta que lleva a los acuerdos que llevarán a la Alianza a depositar en junio de 1705, fruto del pacto de Génova, armas y hombres en pos de los intereses catalanes. El virrey Velasco es depuesto el 5 de octubre, a cambio los catalanes reconocen al archiduque Carlos.

Y será entonces cuando las circunstancias se sobrevienen caóticas. La penosa entrada de Carlos III en Madrid, y que Luis XIV valore abandonar la causa de su nieto, llevan a Inglaterra a abandonar la partida.
La caída del gobierno liberal en octubre de 1710, muy vinculado a los intereses económicos incidentes en el conflicto en los términos ya descritos, conduce a que los conservadores, más proclives al juego rentista ligado a las experiencias latifundistas; acaben pactando con la por otra parte extenuada Francia una paz que indirectamente provocará la pérdida de Gibraltar y sobre todo, del dominio del Atlántico.

Pero lo más gráfico a la hora de entender lo manipulado del asunto catalán pasa inexorablemente por la comprensión de los acontecimientos que concluyen su final. La muerte de José I hermano de Carlos III lleva a éste al trono de Austria. No solo se olvida de Cataluña, sino que aumentará la tensión en su pretensión de querer gobernar España. Así, la tesis atlántica de Inglaterra gana enteros. Resulta imperioso pactar con Francia en pos de evitar un absoluto bloqueo austriaco de Europa. La negociación es un éxito en apenas cinco días, pero aliados como los holandeses tardan más de seis meses en enterarse. Qué decir de los catalanes.

El insistimos ya denominado por entonces caso catalán, defenestra con el Tratado de Utrech de abril de 1713. Su artículo V mata la cuestión al comprometerse Felipe a dar el mismo trato a Cataluña que a Castilla esto es, arrebatarle cualquier vestigio de Constituciones o derechos.

El 25 julio de 1713 comienza el sitio de Barcelona. Como era de esperar, la nobleza, la burguesía y el clero han abandonado las zonas de guerra. Se han pasado a la zona borbónica emplazada en ciudades como Mataró  y Martorell, no sin antes alimentar en las masas el fervor en forma de apoyo austracista.
Tras 14 meses de asedio, más de 40.000 bombas, y más de un millón y cuarto de muertos, de los que más de medio millón serán franceses, la ciudad cae en manos borbónicas el famoso 11 de septiembre de 1714.
Así, incluyendo fenómenos trágicos como el de el nombramiento de la Virgen de la Mercé como generala de la ciudad durante las horas en las que Antoni de Villarroel, partidario de la negociación, abandonó el cargo; o el de el cap Rafael Casanova envuelto en la bandera de Santa Eulalia acabando por ser considerado como un mártir, si bien su biografía nos hace recordar que no solo no murió fruto de la herida recibida en el muslo, sino que como el anterior también se mostró abiertamente defensor de la negociación.

Lo cierto es que Barcelona en concreto, y Cataluña en general, celebran una derrota.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

lunes, 9 de septiembre de 2013

DE LA HABILIDAD PARA HACER DEL ARTE UNA CUESTIÓN POPULAR, SIN QUE POR ELLO HAYA DE CAER EN EL POPULISMO.

Es el caso de Luciano PAVAROTTI uno de esos casos especialmente atractivos, en los que el brillo de la genialidad se abraza indisolublemente con el gusto por el trabajo, lo que hace del todo imposible evitar el éxito.

Sentir hoy la necesidad de honrar la figura del insigne tenor, es en realidad iniciar un proceso destinado a saciar, o al menos tratar de hacerlo, esas necesidades de justicia que se padecen a menudo y que por otra parte adoptan postura manifiesta sobre todo en épocas como la que nos ha tocado vivir y que, lejos de cualquier ensayo de eufemismo, constatan su absoluta predisposición para la crisis precisamente en la medida en que alejan al hombre de su propia esencia. Una esencia cuyo deterioro o pérdida se traduce en la alienación desesperada del hombre, y que alcanza día tras día las muestras a las que, para nuestra desgracia, nos hemos terminado por acostumbrar.
Porque sí, en la medida en que nos acostumbramos, nos deshumanizamos también un poco, toda vez que cada vez que damos por buenos comportamientos o conductas antaño desacostumbradas, o quién sabe si incluso despreciables; no hacemos en realidad sino reconocer de manera implícita nuestra incapacidad para retornar a nuestros orígenes, bien porque hemos olvidado el camino, bien porque hemos perdido la necesidad de retornar.

Y si la situación de la que somos contemporáneos se apunta terrible, ¿cómo podemos pretender hallar en la figura de PAVAROTTI un referente cuando menos hipotético en lo concerniente al menos a ayudarnos a encontrar el camino? Pues precisamente en la certeza que precede al hecho de constatar que él mismo sobrevivió a la que tal vez pueda considerarse como la última ocasión en la que una sociedad moderna se ha enfrentado a una situación mínimamente paralela a la que hoy acontece, saliendo victorioso de la misma.

Nace Luciano PAVAROTTI en la ciudad de Mesina, el 12 de octubre de 1935. Su fecha de nacimiento ya puede sin duda servirnos para hacernos una idea de las dificultades, tanto propias como impropias, por las que habrá de transitar hasta acabar finalmente encumbrándose como uno de los más grandes ejecutantes líricos de todos los tiempos.
Hijo de una familia del todo convencional, hecho este que sirve para dar a entender que nada a priori podía hacer presagiar el rumbo que habrían de tomar los acontecimientos, lo cierto es que una vez más, la disposición de su padre, tenor aficionado, no es ya que marcara la funcionalidad del hijo sino que, más bien, jugó un papel definitivo a la hora de no convertirse en un obstáculo insalvable tal y como sin duda hubiera acaecido de haber sido cualquiera otra la situación del progenitor, máxime estando ésta dentro del generalizado estado de depresión en el que se desarrollaban los acontecimientos dentro del periodo de entreguerras en el que necesariamente habrán de desarrollarse los primeros años, y a la sazón los más importantes, de la carrera del joven Luciano.

Prueba inequívoca de esto reside en el hecho de que, tras un corto pero intenso periodo de indefinición, en el que nuestro protagonista llegó a estar dispuesto a encaminar los pasos hacia una portería de balompié; lo cierto es que todo confluye en el momento en el que padre e hijo llegan a un acuerdo por el que Luciano podrá desarrollar sus tentativas artísticas bajo los auspicios y la manutención de sus padres hasta la edad de treinta años, si pasada esa fecha no ha alcanzado cota que de éxito que cuando menos le permita ganarse la vida habrá en todo caso de renunciar a los esfuerzos filiales, habiendo de hacer por él mismo para alcanzar la satisfacción de su sustento.

Afortunadamente para todos los que disfrutamos de su talento, ni esos miedos, ni el fútbol ni, afortunadamente el ejercicio del Magisterio, hubieron de impedir que finalmente Luciano dirigiera sus pasos de manera más o menos formal hacia el Belle Canto, hecho en el que como él mismo certificaría muchos años después, influyeron sobre manera la escucha de los discos que sus padre atesoraba de figuras insignes tales como el propio CARUSSO, acompañado de otros como Giovanni MARTINELLI, audiciones a las que se lanzaba cuando sus obligaciones, y la afición que experimentó por la agricultura se lo permitían una vez instalados en la granja a la que hubieron de mudarse en 1943.

El Coro del Teatro de la Comuna de Módena puede atribuirse sin reserva alguna el haber visto las primeras apariciones en público de nuestro protagonista. La acción de amigos influyentes como el propio POLA, promovieron su salto cualitativo hasta La Coral Gioachinno Rossini, con la cual debutó ante el gran público a finales de abril de 1961 en el papel de Rodolfo de La Boheme, en el teatro de la ópera Reggio Emilia.

Será precisamente ese papel de Rodolfo, no solo uno de los que más satisfacciones le proporcionarán, sino que unido a su ingente talante, del que es prueba inequívoca su absoluto dominio de tonos y cromáticas inalcanzables para la mayoría; constituirá una envidiable tarjeta de presentación de cara a su proyección internacional.
Para ello lo grabará con Karajan junto a la también italiana FREIRA, y luego lo llevará hasta LA ESCALA, donde será dirigido por Carlos KLEIBER, constituyendo también el elemento con el que se estrenará en Nueva York, como prueba de la confianza que tiene hacia el personaje.

Pero curiosamente habrá de ser con el papel de Tonio, de La hija del Regimiento de DONIZETTI, con el que alcanzará la máxima cota de desarrollo artístico consiguiendo alcanzar las nueve notas de do de pecho que tiene su aria, haciéndole merecedor al día siguiente de la portada de The New York Times.

Vendría después incluso su época de mejor condición vocal, alcanzada hacia 1975, y que se mostraría a través de interpretaciones tan ingentes como inigualables, en especial de Lucia de Lammemmor. La Traviata y la ya citada La hija del regimiento.
Nada pasó desapercibido, sino que sirvió para que Karajan le quisiera para sus grabaciones íntegras de La Boheme, y un casi transcendental Requiem de Verdi.

Mas de todo esto, lo más apreciable bien pudiera ser su ingente esfuerzo encaminado a popularizar el Belle Canto entre las masas. Así, para tal fin, no dudó en rodearse de cuantos quisieron ayudarle, grabando múltiples dúos con artistas tan distantes como Sting o Celine Dion, a la par que no hizo ascos a cuantas posibilidades de grabación se le ofrecieron, consolidando en ello las múltiples posibilidades que se unían grabando con discográficas asequibles toda vez que el triunfo de la toma de sonido digital había hecho posible el tan ansiado DDD (método por el que el sonido nunca abandona su estado digital, desde la toma en auditorio, hasta su grabación en soporte CD), lo que hacía posible el disfrute de una gran calidad de las audiciones, a un precio acorde.

En definitiva, queda así de relevancia la aportación de un hombre que, como decíamos, hizo eficaz la popularización de la música sin que ello obligara al detrimento de llevarla al populismo.

Así, tras casi 400 funciones Luciano PAVAROTTI decidía retornar a su ciudad natal para morir, de cáncer, el 6 de septiembre de 2007.

Seis años sin Luciano PAVAROTTI.




Luis Jonás VEGAS VELASCO.