sábado, 18 de noviembre de 2017

ESCUCHEMOS PUES AL SILENCIO. (PRINCIPIO BÁSICO PARA FILOSOFAR CON COHERENCIA)

“Justo cuando está a punto de amanecer, es cuando la noche nos brinda su momento de mayor oscuridad”.

Tal vez por ello, la época que nos ha tocado vivir habrá de ser tenida, cuando menos, por fascinante.

Abrumados ante la imposibilidad de abarcar el presente, sobrecogidos ante la responsabilidad que en definitiva se esconde tras nuestra capacidad para esperar algo del futuro; no es sino la esperanza en nosotros mismos, primero como individuos, luego como especie, lo único que nos ayuda a salvar el trago.
No es sino la certeza paradójica de saber qué somos, lo que se convierte en el estímulo más poderoso puesto que de ese conocimiento, de esa noción más en concreto, de lo que se desprende el único compromiso con el que el Hombre parece inexorablemente ligado a saber: Perseverar en la labor de seguir sabiendo, de seguir conociendo para, en definitiva, ser capaz mañana de “seguir siendo”.

Si no se trata con el debido cuidado (con el debido respeto diría yo), la afirmación que acabamos de desplegar no sólo amenaza con resultar ininteligible, sino que más bien puede tornarse en una senda sin señalización, capaz de hacer que todo el que transite por ella sin cuidado (sin el debido respeto insisto), esté condenado a confundir el leal tránsito con el que bien podríamos identificar lo propio de una buena vida, con el deambular inicuo y carente de substancia llamado por desgracia a conformar el periplo al que muchos están condenados cuando confunden vivir con deambular.

Porque vivir, al menos cuando se hace conforme a los cánones de corrección que se imponen cuando se hace como Hombre, requiere de una serie de consideraciones al frente de las cuales está la de ser capaces de tomar conciencia de uno mismo.
Para todos aquellos que al menos una vez en la vida (yo lo hago varias veces al día por cierto), se han preguntado por la substancia llamada a decirnos qué somos (aquella cuya noción nos permite cuando menos diferenciarnos de cuanto nos rodea); podríamos decirles que tal y como ocurre con muchas de las consideraciones que hacen referencia al Hombre en tanto que tal, la respuesta no es en sí lo verdaderamente valioso en tanto que es en la existencia de la propia pregunta donde se esconde el argumento categórico ya que: ¿No es sino de la posibilidad de diferenciarnos de cuanto nos rodea de donde podemos extraer de forma ineludible la certeza de que, efectivamente, somos algo?

Somos algo. Efectivamente, algo propio, único, inigualable y por ende, algo único.

Saber que somos, ser conscientes de nosotros mismos, es lo que nos faculta para diferenciarnos de cuanto nos rodea (lo que se traduce en la maravillosa capacidad de apoderarnos del espacio). Pero no contentos con eso, la noción de aquí, nos conduce inevitablemente hasta el ser ahora.

Descubierto el tiempo, el Hombre puede ya no sólo campar por sus respetos, sino que arguyendo el derecho que la consciencia le ha regalado, se lanza a la inexorable labor de proyectarse. Tenemos entonces el primer caso de viaje en el tiempo, pues no es sino el instante en el que el primer hombre abandona la prisión en la que amenaza convertirse el presente para aventurarse en los confines del futuro, cuando el contexto formado a partir de consciencia de tiempo y espacio aporta el que definitivamente está llamado a ser el laboratorio en el que el Hombre ha de llevar a cabo este gran experimento el que se ha convertido en definitiva vivir.

Vive el Hombre y se emociona en el presente, y por mera deducción convierte la comprensión del instante previo en la certeza de una noción mucho más compleja, la que procede de dotar a lo que era una mera contingencia (la del pasado entendido como el mero transcurrir del tiempo), en algo provisto de responsabilidad, pues no es sino a través de la comprensión de los parámetros llamados a consolidar ese pasado de donde extrae el Hombre los marcos llamados a consolidar a la par que explicar, su presente.

Aunque para responsabilidades, las que se concentran en lo que está destinado, previsto, para componer el futuro. Es el futuro proyección, y lo único de lo que el Hombre puede valerse para no reducir tal condición a una mera farfulla, a una mera especulación, es la certeza, o al menos la esperanza que procede de suponer que del correcto manejo de los procedimientos destinados a dar forma a los considerados que implícitos se encuentran en nuestra propia condición, habrán de devengarse realidades no siempre comprendidas, a veces de hecho manifiestamente incomprendidas, pero llamadas en todo caso a consolidar la enésima conformación de la forma que adoptará lo destinado a conformar el marco de nuestra próxima vivencia.

Aterrizamos pues de nuevo en la paradoja, pues al final el proceso se resume en que no es sino viviendo que podremos alcanzar lo que parece constituye la meta de la vida en sí misma.

Este logro, si es que de tal merece ser considerado, hace tiempo que fue descubierto. Es algo que se encuentra presente en la base del razonamiento en el que muchos hombre han perseverado (y que en la mayoría de ocasiones no se halla sino inscrito en la base de la forma de vivir que los mismos tuvieron), y que llamados a jalonar el tránsito de lo que para el común de los mortales no está sino llamado a ser tenido en cuenta como formar de vida excepcionales, constituye si tenemos el la paciencia suficiente para desentramar la madeja, la guía para desentrañar algunos de los aspectos y en otras de los procedimientos cuya noción está llamada a hacer más inteligible y por ende más hermoso nuestra realidad, y con ello el mundo.

Porque si bien es cierto que tal vez nunca estemos en condiciones de poner un instante al origen de la Vida, bien podríamos conformarnos con aceptar que a los Presocráticos debemos la primera noción vinculada a la necesidad de esa búsqueda, origen por ende de todas las demás. Si bien es cierto que jamás nos hallaremos en condiciones de saber qué es lo llamado a contener la verdad absoluta, no es menos cierto que gracias a Platón y a su “Mito de la Caverna”, que desde entonces disponemos de un método fiable para saber de la necesidad de acceder a ella sin prejuicios y sin contaminación. Al respecto de cómo estar seguros de que ninguna contaminación nos haga derivar de nuestra misión, nadie mejor que Descartes y su método analitico-sincrético para desnudarnos del todo, (sólo el ser capaz de pensar en mí me proporciona certeza de que verdaderamente existo), lo que en nuestro caso se traduce en que lo pensado, nosotros como existencia, tiene sentido.

A título de conclusión, aceptando que tal es imposible pues de ello se desprendería que un fin es plausible; diremos que vivir es filosofar, pues un sinónimo de Vida es Filosofía.
La Filosofía aporta la cohesión, pues sólo desde ella podemos concebir el caos. De esta manera, Filosofía y Vida se erigen en los componentes destinados a dar forma al presente y al futuro, haciendo surgir la esperanza en tanto que habilitan un escenario en el que la posibilidad de que vivir quede reducido a una sucesión fútil de acontecimientos sin sentido, queda prácticamente descartada.

Sabido pues que somos y que hemos sido, es de la constatación relativa a lo que se espera de nosotros para con lo que estemos llamados a ser, de donde el Hombre ha de sacar fuerzas para seguir viviendo, o lo que es lo mismo, para seguir filosofando.

Dispongámonos pues para ello. (Siquiera cuando la conmemoración del Día Anual de la Filosofía, ha pasado desapercibido).


Luis Jonás VEGAS VELASCO

sábado, 11 de noviembre de 2017

BRAM STOKER. SEPARANDO EL INFINITO.

Pocas son las ocasiones en las que un individuo puede sintetizar ya sea a través de su persona, o como en este caso ocurre, a través de su obra; la materia destinada a servir para contener, si tal cosa fuese posible, la totalidad de los campos emotivos, sentimentales y retóricos llamados a ser tenido como los propios de una descripción certera de un periodo. Pero lo que verdaderamente convierte tal hecho en algo absolutamente desconcertante se revela ante nosotros cuando verificamos, en este caso por medio de la experiencia directa y sensible, que tales logros se llevan a cabo o en todo caso se implementan a través de las emociones contenidas en una sola obra.

Cierto es en todo caso, que no hablamos de una obra cualquiera. De hecho, figuras de la talla de CONAN-DOYLE llevarán a cabo sonados elogios de la misma; y otros, si bien no cualquiera pues entre ellos se encontrará el mismísimo WILDE, dirán sin ambages que nos encontramos ante la más bella obra escrita en nuestro tiempo.
Es por ello que Drácula, en tanto que obra literaria, no puede ni por supuesto debe se contenida y a la sazón limitada, en tal o en cual periodo histórico. De hacerlo, aquel que a tal fin destinara sus afanes no vería éstos satisfechos sino con el resultado del fracaso (lo que en su vertiente social constituye el material del que se alimenta el ridículo), pues cualquier consideración sobre Drácula, ya fuera ésta tenida en relación al personaje, o al ente histórico que le sirve de referente, amenaza por su propia naturaleza con escaparse de los límites de lo tenido por real, irrumpiendo a continuación de manera absolutamente verosímil a la par que inevitable en el territorio de lo mítico, y por ello de lo inexpugnable.

Es por ende que si son las obras las llamadas a tejer los perímetros destinados a contener los elogios que han de hacer grande a un autor, Drácula en tanto que obra parece ser el prototipo de todo aquello que cualquier autor, sea cual sea la época en la que hayamos de instalarlo, desearía poseer en su acerbo ya fuere particular o  personal.
Pero en esencia, y comenzando ya a hacer justicia, Drácula no es sino una obra, un resultado; en este caso hay que decirlo, el resultado de toda una vida.

En la semana en la que se acaban de cumplir los ciento setenta años del nacimiento de Bram STOKER (Clontarf, 8 de noviembre de 1847-Londres, 20 de abril de 1912); el silencio llamado a contener todas las conmemoraciones que se han tenido a bien desarrollar con respecto al hecho en sí mismo, sirven en realidad sino para poner de manifiesto en factor que por excelencia llama a denotar lo que para un hombre de la figura de STOKER habría de consolidar el escenario en el que su éxito alcanza su mayor plenitud pues: ¿a qué mayor logro puede aspirar el que se sabe digno en su ámbito, que a prevalecer en lo propio como se corresponde de ir infinitamente ligado a un logro de la magnitud del que para la Literatura Universal representa de manera indiscutible una obra como Drácula?

Si bien en el terreno literario STOKER puede ser reducido a ser el autor que dio vida a Drácula (el llamado a generar en nosotros el modelo de todo vampiro, lo que supone decir que de todos los miedos que a partir de 1897 dibujarán todo el terror llamado a contenerse primero por Europa, y después por el mundo), bien pudiera ser una verdad, aunque una verdad injusta si ya sea de manera consciente o inconsciente, cedemos a la tentación de diluir el inexorable vínculo que une al personaje con su obra.
Llegados a este punto, STOKER y su creación (pues no en vano es un buen momento para dejar claro que Drácula es eso, el resultado de una imaginación desbordada), sin que de ello se devengue minoración alguna al respecto de la grandeza que tras el personaje y la obra se esconde; constituyen en realidad un hito cuya magnitud y calado merecen una reconsideración en el tiempo y en el espacio, tal y como se desprende de la valoración en este caso estrictamente objetiva en base a la cual tanto el personaje, como las consecuencias que de los actos del mismo se extraen, satisfacen de manera evidente tanto pretensiones como en otros casos los más íntimos deseos de hombres y mujeres inscritos en un periodo que en todo caso no abarca menos de los ciento veinte años que hace de su publicación.

Pero estamos cayendo en la propia trampa que hemos amenazado, toda vez que llegados a este punto somos víctimas de la abducción que el personaje lleva a cabo. Un personaje que, no debemos olvidarlo, surge plenamente de la pluma de un STOKER que se diría concebido con un fin: El de alumbrar una obra cuya magnitud bien pudiera servir de referente a los que ya fuese consciente o inconscientemente, albergaran el deseo de encontrar el verdadero límite del Movimiento Romántico.
Porque aunque los preconizadores del pragmatismo a ultranza, y de su herramienta de discordia (a saber la cronología), digan y no sin razón, que la fecha de publicación supera con mucho los márgenes a partir de  los cuales resulta intolerable definir como de romántica una obra; lo cierto es que sólo desde las consideraciones que a tal movimiento competen podemos atribuir y a la par no desacreditar ni una sola de las múltiples virtudes que conforman la obra.

El viso de genialidad, o cuando menos de excentricidad, que resulta imprescindible para volver tolerable semejante compendio, se revela como posible cuando constatamos la ingente cantidad de excepcionalidades que convergen en este caso en derredor de la biografía de Bram STOKER. Excentricidades, circunstancias (unas evidentes, otras que analizadas con la perspectiva que proporciona el a priori parecen casi capciosas), pero que de una u otra manera acaban por encajar las piezas de una manera tan excepcional como única.

La compleja biografía del autor, tiene desde su más corta infancia aspectos llamados a ser imprescindibles de cara a elaborar el complejo mapa de una personalidad no menos compleja. Con una infancia ligada a la enfermedad, el hecho se pone de manifiesto en toda su relevancia a la hora de imaginar el vínculo para con lo fantástico que se genera en un niño que hasta casi cumplidos los ocho años de edad no puede salir a la calle; y que llena su tiempo leyendo libros que extrae de la ingentemente dotada biblioteca de su padre, un funcionario educado que tiene precisamente en sus libros su mayor tesoro; y escuchando las historias de terror mágico que su madre, una burguesa ilustrada, le cuenta, netamente convencida no sólo de que éstos no sólo no le harán ningún mal, sino que incluso le serán útiles.

¡Y lo fueron! Tanto, que se mostraron inevitables a la hora de comprender cómo un muchacho enclenque y tendente a la enfermedad, evolucionara hasta el punto de llegar a ser campeón de atletismo. Pero más allá de sus logros personales (o incluso formando parte inseparable es éstos), en la mente de STOKER bulle ya una tentación que en torno a lo misterioso, a la mítico; pero también a lo oscuro, a lo insondable, acabará por convertirle en el catalizador que nos permite no ya ubicar a STOKER en un periodo concreto, sino consolidar la certeza de que será Bram STOKER el responsable de unir con poder igualmente insondable dos periodos contradictorios (como corresponde a los periodos que consecutivos en el orden cronológicos, resultan por ello imposible de coordinar en el periplo de técnica o de objetivos perseguidos).

Responsables de todo ello fueron, entre otros, Arminius Vánmbery (Bamberger en realidad). En su condición de reputado orientalista húngaro, el Sr. Bamberger sirvió entre otras cosas para aportar cohesión a los apuntes en este caso extractados a colación de la obra Informe sobre los Principados de Valaquia. Escrita por Emily Gerard, la obra supone mucho más que un catálogo de consideraciones, un compendio de datos e información, llamada y por sí sola suficiente para incendiar en el mejor de los casos la mente de un STOKER que llegados a este momento se ha convertido ya en un verdadero investigador interesado en cuanto tiene que aportar el compendio folklórico que se corresponde con Europa, y que tiene especialmente en Rumania su manifestación más exultante, o al menos la que con mayor fuerza inflama los deseos de un Bram STOKER que, no lo olvidemos, es especialmente sensible a tan sutil forma de manipulación.

Se cierne así pues sobre nosotros otro escenario si cabe más interesante por lo que a título potencial representa, en base al cual las consideraciones estrictamente objetivas que resultan de valorar los conocimientos que el autor posee, terminan por converger en la conciliación de una nítida y superior experiencia de un Hombre Moderno que en cierto modo anticipa los males que en este caso filósofos contemporáneos como el propio Nietzsche habrían de considerar, en este caso desde perfiles y con consistencia netamente antropológica.
Surge así el aspecto nacionalista de un STOKER llamado a poner sobre la mesa la consideración de un verdaderamente moderno Hombre Europeo llamado a conciliar la unidad que para su supervivencia resulta imprescindible, a partir de la interpretación que de los vínculos de homogeneidad y pertenencia pueden desprenderse de un Folklore con arraigo común.
De ahí, a la comprensión de las consecuencias que en materia de tiempo y espacio se suscitan en torno la metáfora que la unidad de la sangre proporciona, hay tan solo un paso.

Convergen así pues de manera casi coyuntural aspectos y elementos que si se ordenan sin pasión ni prejuicios (si tal cosa fuera posible), acaban por delimitar un escenario en el que la tesis propia de los nacionalismos convencionales se ve superada al revelar en qué medida las aspiraciones de STOKER  no son limitadoras ni excluyentes, estando más bien al contrario destinadas a dibujar escenarios que además de no contener al Hombre, son capaces de promover en el mismo actitudes constructivas y de comprensión hacia las que una Cultura Grecolatina primero, y Cristiana después, se habían mostrado como hábiles a la hora de limitar o impedir por medio ya fuera de amenazas o castigos, todo tipo de aproximaciones útiles.
Así, el vínculo de sangre, tan propio por otro lado en consideraciones de valor en el talante europeo, adquiere aquí una connotación que ineludiblemente lo liga de manera co-substancial  con la manera que de comprender conceptos y magnitudes como el infinito o incluso la inmortalidad, eran preconizados precisamente por los que durante dos mil y ya más años se han atribuido y en exclusiva el derecho a decir lo que está bien y lo que no en campos tan imprescindibles e inusitadamente humanos como lo son éstos que tratamos.

Tal vez por ello sea que STOKER duerme un sueño largo, silencioso, e inusitadamente prolongado.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 4 de noviembre de 2017

¿HALLOWEEN O TODOS LOS SANTOS?. LA RESPUESTA: 1817

Apalancados en el eufemismo, permanentemente instalados en la hipocresía propia del que cree creer cuando saber no sabe; no ha de ser sino la presencia de la eterna duda la encargada de enfrentarnos a la verdad, que como es de suponer no por esperada, ha de resultar menos dolorosa.

Porque al contrario de lo que pueda suponerse, no es sino la Lógica, en su aplomo, la única fuerza competente no para mostrarnos, pues en este caso resulta más adecuado decir que para poner de manifiesto, el catálogo de calamidades llamado a redundar no tanto en nuestro oprobio, que sí más bien en nuestra resurrección; pues como es bien sabido: Sólo el que se sabe enfermo, puede mostrarse complacido al iniciar el tránsito hacia la sanación, sobre todo cuando se sabe éste plagado no ya de dificultades (pues la fuente de tales es externa), como sí más bien de sinsabores (los cuales como es sabido no proceden sino del venenos que nosotros mismos generamos, y que contra nosotros mismos empleamos).

Y no hay peor enfermo que el que lo está por primera vez, o como sería más justo decir, que aquel que nunca antes ha reconocido sobre sus hombros el peso propio de conducirse enfermo.

Es la nuestra una patria llena ante todo de Historia. La frase, quién sabe si por manida, parece haber perdido todo su sentido. Será por ello que considero necesario detener aquí nuestro todavía indeciso transitar, para dejar claro que lo que está llamado a marcar la diferencia entre Historia, y mero paso del tiempo, necesariamente ha de ir  mucho más allá del mero cúmulo de dudas o certezas que los hechos en los mismo promovidos puedan o no suscitar. Es así la experiencia, definida de manera casi imperceptible como el resultado que sobre el Hombre de cada época tienen los sucesos que por y para el mismo son acontecidos; la que parece destinada a concitar sobre sí más interés que el que sería propio de un hecho llamado a pasar por un mero instrumento.

Instrumentos que se convierten por mor de su propia fuerza, o de la que en todo caso le es atribuida, en catalizadores de verdad, cuando no en referencia a la hora de determinar lo llamado a ser tenido como propio en aquellas situaciones en las que la dificultad de la realidad, o de la interpretación que de la misma resulta propia, obligan a erigir catalizadores en muchos casos destinados a permanecer como reductos, refugios de una realidad que bien por etérea, o por caduca o atemporal, está llamada a desaparecer en aras de un futuro incapaz como es obvo de justificar por sí mismo el peligro de las acciones que resultan imprescindibles para su propia implantación.

Es el caso, precisamente, de la obra de José ZORRILLA, y más concretamente de su D. Juan TENORIO.

Propia de otro tiempo, o en todo caso escrita de manera extemporal, la obra viene a erigirse en el parangón al que nos aferramos todos aquellos que desde la necesidad más que desde la realidad que nos brinda la existencia de pruebas, nos embarcamos periódicamente en las aguas turbulentas en las que degenera la provisión de una realidad en la que un verdadero Romanticismo Español pudiera tener más que esencia, cabida.
Porque si por bien la obra “D. Juan Tenorio” tiene como consecuencia ubicar a su autor: José ZORRILLA como uno de los precursores, algunos llegarán a decir que único ejemplo, del tal vez bien denominado Romanticismo Tradicional en España; no es ni será menos cierto decir que tal afirmación terminará necesariamente por volverse en contra de los que intención ladina la profieren, pues en el fondo la realidad subyacente marca que incluso los llamados a negarlo suscitan, por el mero hecho de tener que negarlo, el a priori de que un Romanticismo Español, siempre existió.

No pretendo, por supuesto, dar pie a ninguna discusión, o al menos no a ninguna que pueda o deba discurrir por los territorios científicos que bien pudieran hacer converger sus tesis en torno a cuestiones tales como las propias de afirmar que los afortunados allá por 1835 que asistieron al estreno de la genial obra de El Duque de Rivas, asistieron en realidad al nacimiento del Romanticismo Español. La afirmación, por categórica más que por acertada o desacertada, choca de plano con la intencionalidad que de nuevo urde la trama en la que amenaza convertirse esta humilde sucesión de palabras en la medida en que de parecida manera a como me ocurre con El Big Bang: doy por buena su condición de explicación satisfactoria a la mayoría de cosas que veo si bien no entiendo, no por ello he de negar que me resisto a reducir a un instante (lo que supone asumir lo instantáneo de la esencia de todo hecho), la causa o principio de lo que está llamado a consolidarse como el todo conocido, y por ende que habremos de considerar y conocer.

Dicho en otras palabras, D. Álvaro o la fuerza del sino no está llamada a constituir en su presente el cúmulo de características y circunstancias que le llevarán después a gozar de su condición de obra por antonomasia destinada a describir la quintaesencia del Romanticismo. Como es de suponer, tal consideración habrá de venir después, cuando el paso del tiempo haya labrado con su inexorable condición los cauces por los que sin dilación habrán de discurrir las circunstancias destinadas no tanto a hacer comprensible la excelencia de una determinada época, sino la certeza de que ésta comienza a colapsar (hecho que inexorablemente se ve ligada a la certeza de comprobar en qué medida nuevas formas de proceder, originan nuevos movimientos).

Es entonces cuando el contexto, en su atribución propia de marco histórico, nos aporta la escenografía destinada a hacer compatible con la realidad la naturaleza social e individual de una realidad humana que no encaja. Porque efectivamente, la España y por ende los españoles de la época que en términos cronológicos han de ubicarse en el citado periodo histórico, han de encontrar su convergencia no en la aceptación de un hecho unitario, que sí más bien en la deserción de otro que está por claudicar.

Es así que más que hablar del Romanticismo como un movimiento propio, dispondremos la esencia de sus virtudes en las características de emancipación que respecto al colapso del Neoclasicismo pueden objetivamente serle atribuidas.

Conformamos así pues poco a poco un tamiz destinado a filtrar elementos de una realidad disociada ya respecto de los parámetros que parecían destinados a conferir a la misma cierta dosis de coherencia para con el tiempo que le es propio; pero que tal y como ocurre en la realidad con tales artefactos, nos obliga a asumir que de tal y como sea el calibre de los orificios por los que la materia ha de trasladarse, así será la naturaleza de los entes llamados a ser integrados. Y el tamiz español resulta, como no puede ser de otro modo, muy propio, tanto, que ni sus resultados ni por supuesto los ingredientes que de cara al mismo han de proferirse, son de manera alguna reconocibles por el resto de integrantes, en este caso el resto de países y sus autores.

Porque no es el Romanticismo Español medio, sino que es fin en sí mismo. No puede por ende ser resultado, lo que supondría reducir su esencia a algo compatible con un error, con lo que transita por el organismo tras la deglución de algo que si bien ha sido satisfactorio, no parece destinado a dejar poso, a redundar en recuerdo. Mas bien al contrario, la suma de todos esos condicionantes que en términos objetivos y a la sazón científicos tratan de minimizar el impacto del Romanticismo Español haciendo de su corta duración y de su escaso impacto (pues si bien es cierto que fue rápidamente desbordado, y no menos cierto que escaso ha de ser por ello el catálogo de obras en las que se prodigó), tales afirmaciones no vienen sino a constatar la intensidad del impacto con el que golpeó la convergencia de todas esas líneas llamadas a consolidar el crédito de una sociedad, por medio de la definición de una ruta que mediante el acomodo de los pensamientos, mediante la definición de estrategias a posteriori, convergen en el empecinamiento de determinar no ya sólo lo propio del terreno delimitado para el pensar, sino que se creen competentes para decirnos qué y cómo sentir.

Porque tal es sin duda la disposición de una obra que por sí sola se basta y se sobra para encumbrar a un hombre no como autor, sino como parangón de todo un momento histórico. El Tenorio está escrito para hacer sentir, mientras que las obras escritas no ya en su tiempo, sino en su momento, lo están para hacer pensar.
Está escrita en consonancia temporal con obras que darían auge a pensamientos antropológicos, está escrito a la sombra aunque al margen, de obras destinadas a inferir en constructos llamados a construir hombres cuyo éxito se cifra en consonancia con lo objetivo, mientras que su persecución, si es que alguna hubo, se describe desde parámetros emotivos, sensacionales, y por ello netamente subjetivos.
Es por ello D. Juan, una obra para cuya valoración no hace falta escatimar en elogios, pues más que brillante resulta sublime; más que adecuada podemos decir que es inmortal.

Por eso prefiero La Moraga, comer chocolate con picatostes y por qué no, acordarme de la cinta que la prima pierde en el monte de las ánimas, que dudar entre truco o trato…


Luis Jonás VEGAS VELASCO.