sábado, 28 de enero de 2017

CUANDO CUARENTA AÑOS NO SON NADA.

Máxime si el tránsito de los mismos hace mención, como ocurre en el caso que nos ocupa, al tiempo que una sociedad sana se hubiera tomado no para olvidar, sino más bien para recordar periódicamente a algunos de esos que, inconsciente, o quién sabe si conscientemente, asumieron sobre su espalda el peso de la responsabilidad de hacer grande el futuro de una España cuya auténtica magnitud aún hoy no es comprendida por muchos; tal y como atestigua el hecho de que cuarenta años hayan sido suficientes no para restañar viejas heridas (lo cual probablemente llenaría de orgullo a nuestros protagonistas), cuando sí más bien para enterrar bajo un manto de silencio la vergonzante interpretación a la que cada vez con más soltura se apuntan los que quieren reinterpretar nuestro presente, para lo cual necesitan imperiosamente de reescribir nuestro pasado.

Porque sin entrar en cuestiones mayores, a las cuales podremos siempre acudir puesto que la gran máquina de la verdad que es la Historia está en este caso de nuestra parte; lo cierto es que ver sin indagar en las causas que han llevado al silencio con el que se ha tratado todo lo que tenía que ver con el cuadragésimo aniversario del Atentado de Atocha, habría de llevarnos, o al menos así lo hace al que a la presente se siente obligado a escribir estas líneas; a plantear una serie de cuestiones básicas la mayoría de las cuales, sin ser transcritas, bien pueden quedar agrupadas en lo que podríamos llamar campo semántico de la responsabilidad para con nuestro país.

Según reza un aforismo que dicho sea de paso me fue ampliamente inculcado desde mi niñez: de bien nacidos es ser agradecidos. Si esa afirmación toma especial cuerpo cuando se desarrolla ateniendo su función a lo propio de la conducta ética (o sea, cuando extiende sus consecuencias al campo de las relaciones personales), qué cabrá esperarse de la misma cuando suponemos su rango de aplicación al proceder moral, ampliando con ello su impacto al propio de las estructuras destinadas, pongamos un ejemplo, a consolidar los cimientos de un país que por entonces, hace solo 40 años, amenazaba con derrumbarse.

Porque de eso, de  nada menos que de eso se trataba. La acción llamada a dar como resultado el brutal asesinato de aquellas personas no perseguía otro fin que el de enfrentarnos con una realidad que por inconcebible e irracional resultaba imposible de asumir. Una realidad que ni tan siquiera para sus promotores resultaba verosímil (de ahí que hubieran de acudir a procedimientos cercanos a la barbarie) destinados a explicitar desde el grafismo de la barbarie conceptos que de otro modo hubiesen resultado inaccesibles para cualquiera ser llamado a estar dotado de razón.

Pero la razón se impuso. Por medio de un procedimiento cuya complejidad pocas veces ha tenido parangón en la Historia de España, el silencio vino a dotar de materia y forma a conceptos estructurales que de otro modo hubieran permanecido en el anonimato al que permanentemente viven atados aquellos conceptos que por su fragilidad, quién sabe si por su importancia, han de permanecer ocultos.
Tales conceptos, cuya importancia así como ellos mismos son a lo sumo intuidos, guardan en su esencia lo más preciado de aquello por lo que tantos y tantos han venido dando su vida desde el principio de los tiempos. Unos tiempos otrora desconocidos pero que hoy por hoy, gracias en muchos casos a nuestros mártires, han terminado por fructificar en nuestro presente, un presente alimentado de olvidos, mentiras, conmiseraciones y por qué no decirlo, de sangre.

Un tiempo que hasta ahora resultaba prudente proteger, pero que una vez transcurridos esos cuarenta años algunos pensamos que resulta imprescindible volver a reseñar.
La labor será ardua, sin duda complicada, y en ocasiones peligrosa. Se requerirá de responsabilidad (no en vano habrá que prohibir a la mente confundirse con memoria); y por supuesto de valentía, pues a veces lo que estemos llamados a descubrir como nuestro pasado derrumbará mitos sobre los que para nuestra desgracia hemos edificado nuestro presente. Pero por eso, ya solo por eso, se lo debemos.

Pero se lo debemos, o por ser más concreto nos lo debéis, a todos aquellos que conformamos la generación que solo ha conocido todo esto por medio de la consulta en las bibliotecas, o mediante la escucha atenta de lo que primero conformaron las batallitas del abuelo.
Porque ya existe toda una generación, de ello doy fe, que hunde sus raíces precisamente en el/los años en los que tales hechos acontecían. Una generación llamada a tomar el relevo. Una generación que puede y debe hacer gala de su pasado, si quiere crecer de manera saludable, haciendo de este crecimiento metáfora del crecimiento de un país que poco a poco hace gala de un presente digno de futuro, quién sabe si porque finalmente, ha aprendido algunas lecciones.
Pero es a la vez esta generación, la llamada a enfrentarse a las más peligrosas batallas que se han visto desde que los acontecimientos en sí mismo tuvieron lugar. Una generación que no conoció los hechos, y que por ello se ve obligada a hacer un peligroso acto de fe a la hora no tanto de elegir vencedores o vencidos, como sí más bien de marcarse otras metas más importantes cuales son las de dar cumplida mención al silencio en el que se materializó el sacrificio hecho no solo por las víctimas sino en este caso más bien por los que a pesar de ver caer a familares y a amigos supieron decir ¡basta!, convirtiendo el hecho de solo llorar a sus muertos en la más alta mención sin la cual no cabe duda otro, mucho más luctuoso, habría sido el pasado y por ende el presente de España.

Pero que nadie se confunda. Si cometéis el error de hurtarnos nuestro pasado, estaréis cometiendo el peor de los pecados a saber, el de quedaros con medias verdades. Y si vivir con medias verdades es difícil, tratad de imaginar por un momento a lo que nos estaríais condenando…Simplemente a vivir un presente viciado, condenado de manera inexorable a reproducir una y mil veces un pasado que le es impropio.

A todos aquellos que un año más han guiado sus acciones amparados en la amnesia generalizada que parece ser la mortaja llamada a cubrir las miserias de este país; los integrantes de la generación de 1977 os exigimos de una vez que os apartéis. Si os sentís indignos de asumir vuestro pasado, no nos impidáis construir nuestro presente. No en vano “Son muchas las ocasiones en las que el Árbol de la Libertad ha sido regado con la sangre de héroes y de villanos”.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 14 de enero de 2017

MANUEL DE FALLA. LA ENÉSIMA INTERPRETACIÓN DE “LA CUESTIÓN ESPAÑOLA”.

Superados ya los compromisos que inexorablemente arraigaron en nuestra costumbre, siquiera por lo comprometido que sin duda resulta no tanto el hacer, como sí el no hacer, es cuando aparcados ya los quehaceres que muchas veces deben su peso tan solo al estéril compromiso de la obligación ligada a lo políticamente correcto, que constatamos a través de nuestra cita con el descuido la consabida obligación que al menos en apariencia tiene el comportarse como españoles a saber, librando si no olvidando conductas o recuerdos que, de haber procedido de extranjeros, sin duda hubieran merecido no solo nuestra atención, sino nuestra atención más intensa.

Así que entonado en este caso no tanto un rito acusador, cuando sí más bien un salmo responsorial, es que desandamos el camino andado en pos de hacer frente a nuestra responsabilidad para con uno de los sin duda mayores artífices no solo del acervo musical español, cuando sí más bien del acervo cultural de lo llamado a ser considerado como notorio a la hora de definir aquello destinado a ser considerado “español”. De ahí tal vez que su efigie sea más recordada que su obra, toda vez que el común es posible que la recuerde por figurar impresa en una de las configuraciones que El Banco de España le dedicó en los remotos tiempos que precedieron a las múltiples concesiones que éste organismo, como muchos otros, hubo de llevar a cabo a saber, ceder el privilegio de tener moneda propia, a saber, nuestra nunca del todo olvidada Peseta.

Es entonces que si nos mostramos un poco más exigentes en la profundidad de nuestras indagaciones, que pronto descubriremos hasta qué punto los vínculos que se pueden establecer entre Manuel de FALLA y La Peseta, superan pronto y con creces los meros condicionantes materiales a los que digamos cualquier miembro de ese Común, puede por sí solo y por ello fácilmente, acceder. Obligados pues por la calidad del compromiso que con el nuevo año hemos renovado, que hemos de resultar más exigentes, transmitiendo esa exigencia no tanto hacia los demás, como sí más bien hacia nosotros mismos, devengando de tal compromiso (a la sazón tal y como haría el propio FALLA), la certeza de que solo del cumplimiento para con lo lícitamente comprometido, cabe esperarse el más adecuado de los procederes.
Es entonces cuando el paralelismo que justifica tamaña reflexión, emerge en toda su extensión, una extensión que habría de tener en lo simbólico de lo representado por La Peseta la metáfora perfecta de una tradición llamada a identificar en el pasado más o menos remoto la sucesión no solo de valores, mitos y creencias llamados a describir lo que una vez fue España, como sí más bien la esperanza en base a la cual la estética representada por la creación musical que identifica a FALLA bien podría erigirse en el determinante destinado  no solo a recuperar los deleites perdidos, satisfaciendo con ello la doble vertiente por la que además ofrecer respuesta a preguntas pasadas, podrá y no en menor medida ayudar a plantear las cuestiones para cuya búsqueda de respuesta habremos de condicionar nuestro futuro.

Porque Manuel de FALLA  viene a ser, y como tal está reconocido, ese hombre presente en toda cultura que se precie. Es FALLA nuestro BARTOK, nuestro DEBUSSI. A saber, ese quién sabe si pobre loco que de manera tal vez inconsciente ha emprendido la labor de decirnos quienes somos, a partir de saber quienes fuimos en el pasado; un pasado que en el caso español transita por sendas muchos más complicadas que las propias de otros países o culturas; toda vez que en España tales sendas no están compuestas solo con el material de “El Tiempo”.

Emprende así pues FALLA desde muy temprana edad la compleja labor que en otros lugares es reconocida como la propia del musicólogo, a saber la de catalogar, interpretar y en la medida de lo posible recapitular el tiempo pasado cuando no remoto, acudiendo para ello a la traducción a semántica de las emociones que sobre la Música cabalgan, para poco a poco ir constatando y desde luego no de manera accidental que tal proceder de suceder en España, como ocurre en nuestro caso con casi cualquier otro menester, aparece pronto complicado cuando no abiertamente manipulado por la aparición de toda una serie de truculentos procederes llamados a erigir en torno a cualquier logro o procedimiento destinado a interpretar el pasado una suerte de muro o de cortina de humo cuya complejidad lleva a la mayoría rápidamente a desistir de tal intención.

Pero dispone nuestro protagonista de una serie de recursos y concepciones destinados a permitirnos considerarle como ajeno a esa generalidad a la que bien podrían pertenecer por otro lado los destinados a sucumbir en lo proceloso de las aguas que circunda el periplo en el que habrá de desarrollarse su vida a saber, el que transcurre entre el último cuarto del siglo XIX, y la primera mitad del siglo XX.
Desarrolla FALLA su labor dentro de ese intervalo, y será esta labor de las más importantes a la par que inspiradoras de cuantas han sido y probablemente serán en el futuro desarrolladas por ningún otro creador español.
Característica como pocas otras, la obra de FALLA alcanza el rango de excepcional y lo hace precisamente en la medida en que será precisamente el conocimiento procedente del amplio dominio que del acervo español nuestro protagonista tiene, lo que ligado a su específica genialidad acabe por consolidar una obra cuyo elemento integrador merece ser caracterizado como de eminente y genial.
Y todo porque FALLA va siempre mucho más allá. Lejos de quedarse referido a la descripción de un pasado, máxima esperanza a la que hubiera tendido de haber procedido como en principio cabría esperarse de alguien llamado a catalogar y a lo sumo glosar obras procedentes de nuestro Cancionero; FALLA supera todo eso aplicando a tamaño menester el condicionante característico e irrefutable que procede de pasar a través de su increíble sensibilidad toda creación que siquiera a priori estaba llamada a proceder de un pasado. De este modo, la obra del más que justificadamente considerado como uno de los mayores maestros de nuestra modernidad, aparece dotada de una inquebrantable condición cuya materia prima procede de ese eje vertebrador que la sensibilidad aporta. Lo que en el caso de haber sido encargado a otro correría el riesgo de convertirse en una imperdonable sucesión de repeticiones propias de la monotonía a la que tiende todo proceder fundado en la labor de cronista, adquiere en el caso de la acción ejercida por FALLA una frescura cuando no una originalidad destinada a poner de manifiesto una consolidada brillantez suficiente por sí sola para, tal y como algunos de la talla del Maestro RODRIGO llegaron a decir: “asumir que no solo la obra, sino la labor entera desarrollada por FALLA ha de servir para garantizarnos que nos encontramos sin duda ante uno de los más firmes candidatos a discernir dentro de ese complicado momento en el que nos encontramos. De nuevo uno de esos momentos en los que como tantas veces hemos visto resulta imprescindible determinar a ciencia cierta qué es “ser español”.”.

Porque efectivamente, la genialidad de FALLA se halla inevitablemente vinculada a la complejidad del momento histórico que le tocó vivir. O por ser más precisos, nos gustaría decir que más justos, tal genialidad viene inexorablemente vinculada a la ignota destreza demostrada a la hora de hacer frente a la consabida problemática que una y mil veces ha sacudido y de nuevo sacude a nuestro país, la cual ha quedado quién sabe si místicamente encerrada en ese ingente concepto que conocemos como “La Cuestión Española”.
Una cuestión, a la que nuestro protagonista se enfrentará con todas las armas de las que su saber le ha provisto. FALLA conoce, y así lo demuestra a través de la interpretación que de sus composiciones se devenga, la realidad del fracaso que La Generación del 98 certifica. Y lo que es peor, aliña y condimenta la creación a través de la duda que el miedo al fracaso que identifica a La Generación del 27, le proporciona en forma de la contradicción que siente un padre que, provisto del poder que fluye de la experiencia, ha de ser capaz de proveer a sus hijos de herramientas destinadas a librarles de todo mal, cuidando de que el mantenerles alejados de todo peligro no acabe por convertirlos en seres débiles, a la sazón asustadizos.

Quién sabe si a través de semejante metáfora, estemos realmente en disposición de insinuar pues nunca de describir la genialidad de un hombre que como músico, rindió tributo al pasado incidiendo en lo más profundo de nuestras raíces (creando y homenajeando a nuestro Género Chico), sin olvidar por ello la creación operística. Un hombre que con La Vida Breve mostró tal vez de manera incipiente una genialidad, que luego drásticamente eclosionó en, por ejemplo, El Amor Brujo o El Sombrero de Tres Picos; dejando cortas todas las expectativas que algunos como por ejemplo el maestro Pedrel ya habían indicado.

Cuando se acaban de cumplir ciento cuarenta  años de su nacimiento, o setenta de su defunción como mejor se prefiera pues ambas fechas se encuentran inscritas en las calendas que le son propias al mes de noviembre; decidimos hacer un alto en el camino para, si bien reconocer explícitamente la imposibilidad de salvar el efecto que el tiempo causa sobre nuestro cuerpo, no renunciar al soplo que el permanente canto al futuro (espacio propio de la juventud), nos es insinuado a través de la obra de otro que, como tantos, cumple el requisito imprescindible para ser reconocido entre los verdaderamente notables de España a saber: El pasar desapercibido entre los que, de vivir en una sociedad sana, estarían justamente llamados a honrarle de manera evidente y notoria.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.