sábado, 24 de septiembre de 2016

EMILIA PARDO BAZÁN. LA SUPERACIÓN DESDE LO NATURAL.

Incautos, o lo que es peor, incapaces ya de percibir nuestra verdadera posición; es ahora cuando nos vemos obligados a tomar en seria consideración lo que durante varios años ha venido siendo una advertencia; advertencia que procedía de constatar en qué medida lo de dar por sentado las cosas nos evitaba, al menos en apariencia, el dolor de tener que lamentar la pérdida de lo que, a modo de cáscara se desprendía a nuestro alrededor.

Y nosotros, inútiles, o quién sabe si más bien incautos, seguíamos adelante convencidos de que la pérdida de tales entidades no afectaba, o de hacerlo no era en exceso, al correcto devenir, o a nuestro transitar a través de lo que hemos dado en llamar Tiempo.

Por eso, dejar pasar la ocasión, o en el peor de los casos directamente olvidarnos de llevar a cabo no ya la consabida mención, más bien el adecuado homenaje, a figuras de la talla y trascendencia de Emilia PARDO BAZÁN, en aniversario de su nacimiento, no hacen sino poner de manifiesto lo destinado a identificar el que es uno, si cuando no dos, de los grandes males que acechan a nuestro país, o al menos a los que en él habitamos. Por un lado, nuestra incapacidad para detectar a los grandes, acrecentada ésta cuando los llamados a ser tenidos en tal consideración, son de los nuestros. En lo concerniente al segundo de los males, pasa inexorablemente por la habilidad para denostar la causa cuando no el efecto de lo que les ha llamado a ser considerados como grandes; sobre todo cuando, repito, éstos son de los nuestros.

Abocados quién sabe si a tener que recurrir una vez más a las consideraciones que, de forma reiterada, nos han servido una y cien veces para desarrollar la argumentación en torno a la tesis central de que en España, no solo las consideraciones conceptuales, sino en este caso y sobre todo las de carácter procedimental; se unieron y en conjunción conspiraron para acabar por dar la razón a los que defendemos la certeza de que En España nunca se dieron las condiciones que en otros lugares permitieron hablar de Romanticismo; lo cierto es que nada de esto resulta de aplicación en tanto que ni la dimensión conceptual, ni por ende la procedimental, son de aplicación a la hora de tratar de catalogar no ya los vicios que determinan el olvido; no resultando tampoco adecuados si desde los mismos esgrimimos el conjunto de virtudes de una mujer que, como ocurre en otras ocasiones, de haber nacido en cualquier otro lugar, hoy sería poco menos que idolatrada.

Emerge así pues PARDO BAZÁN en mitad de algo que va mucho más allá de un movimiento artístico. No responde así pues el olvido que sobre ella recae, algo equiparable al que sobre otras figuras que escribieron también en el XIX; acaba por ponerse de manifiesto.
No estamos ante el repetido juicio sumarísimo que de una u otra forma ha de experimentar cualquiera que en España esté llamado a ser adscrito en el Movimiento Romántico. En cuanto al porqué de tal consideración, el que procede de la comprensión del hecho inequívoco por el que queda consignado que PARDO BAZÁN no es Romántica, o desde luego no si nos limitamos a las consideraciones que habitualmente se emplean para llevar a cabo tales conjuras.

Amparando en algo más que en la mera consideración cronológica, huye en este caso del efecto del tiempo la certeza por la que D.ª Emilia es merecedora de un tratamiento cuya diferenciación, o cabría mejor decir cuya peculiaridad, revierte en el hecho de comprender hasta qué punto de la lectura de su Obra, pero sobre todo de la comprensión de las connotaciones que de la misma se deparan, no puede sino extraerse la certeza de que nos encontramos ante algo paradójicamente nuevo.
Porque de eso, de nada más que de de eso, se trata.

A base de empujar y empujar, a base de por sentado unas cosas, y de forzar el olvido de otras, la realidad parece alinearse del lado de los que afirman la inexistencia del Romanticismo Español. Tal vez por ello, quién sabe si por mero condicionante físico, algo tan complejo, tan aparentemente inoperante a título de imprescindible sucesión de continuidad, como es el Naturalismo, se abrió paso en España, precisamente a través de nuestra protagonista.

Constituye el Naturalismo, reacción o fenómeno según se mire, que debemos a Émile ZOLA; un ejemplo no ya de superación de un movimiento artístico o cultural; como sí más bien la consecución de un logro cual es el de la implementación de unos procederes absolutamente innovadores, encomendados al análisis y en su caso superación de los componentes que forman parte de una estructura aparentemente litificada.
Porque no es el Naturalismo un fenómeno novedoso tan solo por darse en las postrimerías del que ha tenido por ser el propio del momento cultural definitivo. Si por algo ha de ser considerado el Naturalismo, es sin duda por lo ingente de la labor a cuya consecución dedica todos sus esfuerzos a saber: lograr la implantación de la certeza por la que El Naturalismo no puede verse reducido a ser considerado como un mero movimiento artístico. El Naturalismo preconizado por ZOLA es en realidad una nueva concepción del hombre, pudiendo en consecuencia erigirse en método de cara a comprender su comportamiento.


Atacará así pues con denodada fuerza ZOLA la comprensión en unos casos, y la absoluta crítica en otros, de los denominados grades temas o parámetros de la condición cultural del Hombre:
En lo atinente a los grandes temas, el Naturalismo no solo no huirá, sino que manifiestamente se centrará, en la consideración y puesta de actualidad de cuestiones que otrora bien pudieron ser consideradas como aberrantes; tales como la miseria humana, tratada desde el análisis de procederes o conceptos como los ligados a actitudes despreciables como el alcoholismo; o a aptitudes en línea con las enfermedades mentales.
Para ello, los ambientes adquieren un papel predominante, como predominante y muy a destacar son las técnicas de marcado impresionismo de las que se valen a la hora de reflejar el notable pesimismo del que parten los autores a la hora de mostrar su convicción de que se ha llegado al límite, en forma de triunfo, alcanzado en este caso por lo más sórdido y desagradable de lo llamado a conformar la realidad.
Como es de suponer, la complejidad de la tarea obliga a una renovación tanto de los medios, como por supuesto de los métodos. En consecuencia, la Técnica Narrativa seguida por los autores naturalistas se acoge a la observación y a la documentación proclamada por el Realismo en su mejor momento.

Sea como fuere, el determinismo social y biológico, amparado en la herencia genética alineada con las conductas ambientales; conduce a la certeza de lo insalvable, máxime cuando se tiene en consideración que destino y comportamiento son uno.
La libertad pues, es un sueño vacuo.

Pero al contrario de lo que se podría esperar, el Naturalismo no supone un acto de cobardía perpetrado desde lo intelectual. Prueba de ello, el elevado compromiso que alcanza con la sociedad, y que se verá refrendado en la permanente denuncia que de los males de la sociedad llevará a cabo. Será su elección erigirse en altavoz de la necesaria lucha de clases. Es la idea del arte útil.

Constituye más o menos este listado el de las concepciones de las que nos pudimos olvidar, o de las que más concretamente nos pudimos haber visto privados, de no ser por Emilia PARDO BAZÁN.
Con la publicación en 1883 de La Cuestión Palpitante”, una sucesión de artículos vinculados claramente a la difusión de lo que bien podríamos denominar la cuestión naturalista;  la BAZÁN pone alfombra dorada a la entrada en España de un movimiento al que luego se adscribirán de manera más o menos cauta personalidades de la talla de “Clarín”, o el propio GALDÓS, en cuya obra, o más concretamente en el tratamiento de ciertos personajes, denotamos cierto carácter naturalista.

En definitiva, las especiales condiciones esgrimidas por Emilia PARDO BAZÁN, las cuales no solo se ponen de manifiesto en lo referido a dibujar su maravilloso perfil como escritora, sino fundamentalmente en lo atinente a la correlación existente entre éste, y la posición vital de la que parte; nos obliga a detenernos un instante en la figura de tan insigne mujer; promoviendo la certeza de lo merecido de proceder con una revisión de su obra, que va mucho más allá de Los pazos de Ulloa.


Luis Jonás VEGAS.

sábado, 17 de septiembre de 2016

FELIPE II. EL PERMANENTE DILEMA.

Es el 13 de septiembre de 1598. Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. La atmósfera de tétrico silencio, premonitoria, da paso de manera eficaz a la certeza del desenlace. Felipe II de España acaba de dejar este mundo.

Pero la muerte de Felipe II, tal y como resulta convencional cuando hablamos de la muerte de cualquier grande, y Felipe II era un grande entre los grandes; lejos de poner fin a lo que quisiera que fuese lo propio del momento referido, no hará sino comenzar un proceso de murmuración, destinado en este caso a enardecer la figura del que sin lugar a dudas estaba ya desde su nacimiento encomendado a ser no ya un grande en su momento, sino grande en la medida en que su grandeza se incrementará de manera exponencial, en tanto que el paso del tiempo nos permite afianzar lo primoroso que en la mayoría de ocasiones resultó tanto su interpretación de su presente, como especialmente la anticipación ante su futuro.

Felipe II había nacido en Valladolid, en mayo de 1527. Hijo de Carlos I e Isabel de Portugal, sus ascendencias convergían en la ineludible prerrogativa de destinar sobre sus hombros la certeza de lo que habría de ser un Gran Reino. Sin embargo, o a pesar de todo, incluso las mejores expectativas habrían de quedarse cortas, no en vano Felipe II ejerció su poder, extendido a lo largo de sus más de cuarenta años de reinado, en más territorios y lo que es más importante, sobre más súbditos, de cuantos monarcas anteriores habían conocido en su historia anterior.

Convencidos de que en este como en la mayoría de los casos las valoraciones son por ende subjetivas, lo cierto es que ajenos en la medida de lo posible a las controversias del relativismo, lo cierto es que si bien resultaría una exageración afirmar que la Administración del Reino se iniciara con Felipe II, no es menos cierto que será precisamente bajo su disposición desde donde se alcancen los que hasta este momento se revelen como los mejores momentos del Reino. Y esto no será debido solo al importante efecto que para las finanzas tendrá el aporte de oxígeno procedente de América, sino que gran e indiscutible importancia tendrá buen hacer de un procedimiento de gobierno fundamentado por primera vez en la clara administración, ligado a lo inexorable de la gestión; para lo cual la evidente apuesta por el centralismo, reflejado en el simbolismo que se circunscribe al nombramiento de Madrid como capital estable del Reino, pone de manifiesto.

Convencidos como estamos de la condición de falacia que conllevaría asumir como primer periodo con plena concepción de Estado Moderno no ya al periodo propio en el que el Rey Felipe II desarrolla su labor, lo que por antonomasia supondría extender tal afirmación al periodo en el que su padre reinaba, lo que se traduce en decir que no será hasta el Siglo XVI cuando se desarrollen y adquieran pleno desarrollos las estructuras arquetípicas de Estado con plena noción del tal; no será por el contrario menos cierto afirmar que Felipe II niño será el primer príncipe absolutamente construido esto es, el primero que desde el primer momento recibirá una educación a la altura de las expectativas que del mismo se tenían, las cuales, a la vista de la magnitud del otrora proyecto que su padre se había encargado en convertir en absoluta realidad eran, sin el menor género de dudas muchas, y muy elevadas.

Y es precisamente en este punto donde el gran nexo conductor presente a lo largo de toda la reflexión, hace acto de presencia.
Ser hijo de Carlos I hubo de ser, sin lugar a dudas, todo un cargo. Pesada losa en ocasiones, motivo de orgullo sin duda siempre; Felipe II tuvo en la figura de su padre un claro y firme mentor toda vez que el monarca, tal y como es sabido, llevó a cabo siempre una política que si ha de describirse reduciendo las opciones a dos conceptos estos habrán de ser, sin el menor género de dudas: personalista y absolutista.
Carlos I llevó a gala siempre el tomar sus propias decisiones, lo que en muchas ocasiones se reducía a supervisar los acuerdos tomados por sus embajadores y consejeros. Pero en cualquier caso, y al contrario de lo que en ocasiones se ha tratado de dar por hecho, jamás ocultó su responsabilidad para con los resultados de tales decisiones, ya fuera bajo un complejo tamiz de prestidigitación, o bajo la siempre eficaz consideración que los usos y desempeños del poder absoluto te confieren. Ya fuera en el transcurso de sus negocios en pos de la consecución de la Corona del Sacro Imperio, o de sus gestiones para poner fin a revueltas internas como las de Los Comuneros o Las Germanías, el Rey Carlos siempre firmó con mano firme sus cédulas y decretos.

Y Felipe II aprendió de tales consideraciones. Aprendió las dificultades propias de tener que gobernar un territorio tan extenso. Aprendió las paradojas de tener que hacerse entender con súbditos en los que la gran exposición geográfica conduce a dificultades vinculadas a consecuencias mucho más notorias que las propias de no entender la Lengua; sino que las dificultades estaban vinculadas a cuestiones mucho más profundas,  a cuestiones de Cultura específicamente.

Y será precisamente esta circunstancia, la que se desvela tras el hecho implícito en haber sido objeto de un perfecto y complejo plan educativo, lo que rápidamente se refleja como la explicación más plausible a la hora de permitirnos entender cómo en medio de lo que a priori parecía estar destinado a convertirse en uno de los periodos más propensos a la renovación (no hemos de olvidar que nos encontramos en el periodo que en otros lugares dio píe al Renacimiento), en España acabe por traducirse en uno de los periodos de máxima cohesión y estabilidad.

Será precisamente el estudio del exponente que esta última variable nos depara, lo que aporte luz a lo que amenaza con convertirse en una suerte de galimatías. Así, y reforzando la tesis de la condición de proyecto que vino a recaer sobre el joven Felipe siendo todavía príncipe, lo que nos conduce de manera inevitable a la condición de los planes de formación absoluta y perfectamente organizados, ello no ha de conducirnos a pensar que Felipe viera de una u otra forma coartados sus propios procederes a la hora de formarse juicios propios. Solo así, desde la aceptación del protocolo destinado a lograr la conformación de una personalidad completa, podemos llegar a entender el logro de una realidad absolutamente formada de la que el Rey Felipe II dará notable y continuas muestras a lo largo de las múltiples ocasiones en las que las dificultades propias de su misión le requirieron para ello.

Será así que incompetentes para analizar los procedimientos elegidos para la formación del que está llamado a ser uno de los más grandes reyes de la Historia; que seguiremos un procedimiento inverso, o sea, analizaremos siquiera en lo global, su preeminencia en tanto que gobernante.
Vemos así pues que se aprecian grandes peculiaridades, prueba evidente de que si bien Felipe se mostró siempre como un alumno atento, no perdió tampoco la ocasión de aportar su visión específica de las cosas, lo que sin duda procede de su capacidad para interpretar no tanto el proceder, sino más bien las consecuencias que del mismo se deparaban, en lo concerniente a las acciones de gobierno protagonizadas por su padre. En un hecho que a tal efecto puede parecer anecdótico, pero que a mi entender se muestra como especialmente gráfico, Felipe II concibió su manera de gobernar no solo como centralista, sino estrictamente española. Así, al contrario de la costumbre que era de esperar, en tanto que especialmente practicada por su padre, Felipe apenas abandonó España, sencillamente se sentía y ejercía de español.
Tal proceder, lejos de ser en sí mismo un motivo digno de ser calificado, sí que se revela como especialmente significativo sobre todo a la hora de llevar a cabo valoraciones desde la perspectiva de futuro que el estudio nos facilita. Así, el planteamiento de cuestiones tales como la relación que el peso de las cuestiones de política exterior habrán de tener respecto a las de política interior, ponen de manifiesto que en lo concerniente a las prioridades que Felipe II aporta a tales cuestiones respecto a las que su padre Carlos I hubiera implementado, son muy distintas, el algunos casos absolutamente distintas.

Sin embargo, tratar de ver en estas consideraciones una manifestación de deslealtad en lo concerniente a lo que hemos denominado Línea de premonición y coherencia del Siglo XVI español sería sin duda una interpretación malintencionada. De hecho, lejos de concebirse suerte alguna de ruptura, la lectura global de las acciones gubernamentales puestas en marcha por Felipe II quedan perfectamente englobadas dentro de la hegemonía de estabilidad preponderante dentro de un Siglo XVI cuya estabilidad bien podría ser hoy en día, motivo de envidia.

Con todo y con eso, las especificidades propias de los nuevos tiempos, unidas a la perspectiva inherente a la condición de una personalidad independiente de la de su padre, dotarán al Rey Felipe II de una capacidad aguda para poner su sello en cuestiones tanto internas como externas. Destacará así la elegancia con la que el rey será capaz de organizar las tres bancarrotas que en su periodo tuvieron lugar; bancarrotas que analizadas hoy se ponen de manifiesto como excelentes operaciones de tesorería.

Y en el otro extremo, el radicalismo propio y heredado de la visión irracional propia de un mundo marcado por el catolicismo a ultranza.

Con todo, y sin duda gracias a ello, Felipe II y su figura se siguen poniendo de manifiesto en la actualidad como uno de los elementos preponderantes de  nuestra Historia, imprescindible sobre todo para comprender nuestro presente.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 10 de septiembre de 2016

DE BORODINO A MOSCÚ, PASANDO POR TOLSTOI.

Puestos a buscar elementos si no conductas que sirvan o al menos en apariencia puedan servir, para establecer un protocolo tipo en torno al cual elegir un modelo de conducta cuya presencia, ya sea por reiteración o por intensidad, se erija en proceder válido a la hora de afirmar ante su mera presencia que, efectivamente, nos hallamos ante un proceder eminentemente humano, no resultaría en absoluto descarriado afirmar que éste, de existir, habrá de hallarse vinculado de una u otra manera a la que sin lugar a dudas se pone una y mil veces de manifiesto como la que es sin duda una de las actividades que por excelencia definen al Hombre precisamente a través de su comportamiento. Estamos hablando, sin duda, de la Guerra.

Se erige así pues la guerra, como la manifestación digamos, elegante, de una de las respuestas más naturales de las que el Hombre se sirve, a saber, la conducta violenta. Es entonces la Guerra algo inherente al Hombre, sencillamente porque como viene ocurriendo con todo lo que forma parte de éste, evoluciona con él, de manera que no somos objeto de desinencia alguna cuando afirmamos que la Guerra como elemento es el resultado pulido de la evolución del que hasta este momento solo podíamos reconocer como un instinto a saber, el de la violencia.

De esta manera, que recuperando la cuestión que ha dado hoy origen a nuestra reflexión, es la guerra, en tanto que medio a la vez que fin de uno de los procederes naturales del Hombre, objeto de otro de los grandes condicionantes que ante el mismo se muestran, calificándolo. Estoy hablando del concepto de la competitividad.
Somos animales competitivos. La afirmación no necesita de mucha explicación en tanto que la que se refrenda como la más eficaz de las demostraciones, la que se nutre del proceder práctico, revela sin lugar a dudas la conveniencia de tal afirmación. Somos eminentemente competitivos, y tal hecho no acontece por casualidad. Es la competencia uno de los mayores estímulos a los que puede recurrir quien actúa como mentor, una vez considera esgrimida la necesidad de que su pupilo quiera más. Porque en el fondo de eso y de poco más se trata. De querer más, pueda semejante algo más verse satisfecho por medio de entes materiales, o por el contrario necesite de la participación de estructuras de pensamiento, cuando no incluso metafísicas.

Por ello, cuando el alba comenzó a bañar los deslavazados territorios que circundaban la hasta ese momento desconocida aldea de Borodinó en aquel 7 de septiembre de 1812 nadie, probablemente ni siquiera los comandantes que por responsabilidad asumían ante la Historia la representación de todos los participantes, estaban en condiciones de poder afirmar que es iba a ser sin duda, la batalla más importante de todos los tiempos.

Enmarcada dentro de las Guerras Napoleónicas, y por contexto formando parte indispensable de lo que posteriormente se ha dado en llamar La Gran Guerra Patriótica; La Batalla del Río Moscova, como se la conoce desde el lado ruso, se erige por derecho propio como la gran vencedora dentro de esa clasificación que atendiendo a los escenarios descritos al principio, convierten en imprescindible para el Hombre el establecimiento de una suerte de categorizaciones destinadas no tanto a conciliar su puesto con la realidad, como sí más bien a tener más fácil la forma de referirse a esa misma realidad.

Ajenos a cualquier suerte de percepción, libres pues de tener que pagar el abrumador tributo que para la Historia suele suponer el verse abocado al terreno de la subjetividad; lo cierto es que ya solo las cifras abruman.
Como si quisieran dar prueba fehaciente del porqué de su nombre la Grande Armée, al frente por supuesto de Napoleón, inició la operación encontrándose exultante, lo que se traduce en una cifra de efectivos superior a los 700.000.
Muchas y de muy diversa relevancia son las causas que originan el que será enésimo intento de conquistar los territorios de Rusia, intento que como recuerda la Historia no será el último. Sin embargo, la mera mención de la cifra reseñada ha de hablar por sí sola de la intensidad de éste. Una intensidad que sin duda se ve solo superada por la determinación de quienes, unidos una vez más por la capacidad exultante de un líder, en este caso Napoleón, se lanzan de nuevo al choque contra un muro que la Historia ha revelado una y mil veces como algo más que inexpugnable.

Algo más que inexpugnable. En principio una frase inadecuada, pues en su aparente redundancia bien puede hallarse implícito el principio del fracaso que determine su error. Sin embargo de proceder así, craso error es el que estamos condenados a cometer, el mismo por cierto que cometió el general francés, cuando abrigó la menor esperanza de ver sucumbir a Rusia. Porque en el caso de que tal hecho pudiera acontecer: ¿A qué quedaría circunscrito el decaimiento de Rusia? ¿Bastaría con el efecto demoledor que se produciría a medida que el avance francés redundara en la pérdida de territorios? ¿La caída de Moscú redundaría en la metáfora de la tan deseada victoria?

La respuesta es, una vez más, negativa. Ningún Estado es en realidad su tierra, y no es descabellado decir que ni siquiera lo son sus gentes. Un Estado, una Nación, se conforma, crece, desarrolla y en el peor de los casos trasciende a su propia naturaleza, por la acción coherente que le proporciona su Cultura. Y si esto es cierto y resulta de aplicación para cualquier Estado, qué decir en el caso de tenerlo que aplicar a Rusia.
Rusia no era grande, inabarcable, por su gran extensión geográfica. Rusia es imposible de asumir simple, lisa y llanamente por lo descomunal de su acervo. Un acervo metafísico, pero no por ello insubstancial. Más bien al contrario, un acervo capaz de alimentar fuegos en condiciones en las que el resto de materiales dejan de ser inflamables, un acervo capaz de alimentar espíritus en condiciones en las que otros sucumben y volverán a hacerlo una y mil veces.

Por eso, para entender no solo las consecuencias, sino sobre todo las causas de la Batalla del río Moldova, no hemos de acudir a las estadísticas materiales. La única manera no ya entender, a lo sumo de percibir las consecuencias y la importancia de la Batalla de Borodino se encuentran implícitas en la obra del genial autor, de cuyo nacimiento se cumplen precisamente hoy 188 años; León Tolstoi.
“Guerra y Paz”, la descomunal e igualmente inabarcable obra, culmen donde los haya de tantas y tantas cosas, se erige en el caso que hoy nos ocupa como el más brillante catálogo al cual acudir cuando queramos no tanto entender, sino a lo sumo más bien asumir, la magnitud de lo que, como mucho, estamos empezando a intuir.
Rusia no es, o al menos no en los términos en los que primero Napoleón y cierto es que luego otros; algo mesurable. O al menos, de ser, no en una forma mesurable.
Así lo entendía el  Príncipe Mijaíl Barclay de Tolly, sobre cuyas espaldas descansó en principio la labor de defender a la Madre Rusia de Napoleón, en un contexto muy determinado, un contexto no lo olvidemos que queda tipificado desde el momento en que ésta es La Gran Guerra Patriótica.
Muchas y extendidas a lo largo de los decenios han sido las críticas vertidas por los estudiosos del Arte de la Guerra contra la en apariencia Política de Tierra Quemada empleada por Barclay. Los que iban un poco más allá, trataban de enmarcar esta aparente carrera hacia ninguna parte en la constatación de una teoría según la cual el general no podía sino seguir retrocediendo toda vez que lo descomunal del Teatro de Operaciones imposibilitaba la concepción de un punto de anclaje para la maniobra defensiva. Entonces, de ser ciertas tales afirmaciones, ¿qué cambió para que de repente un bastión residual como Borodinó se erigiera en suficiente?

La respuesta a tal cuestión es imposible, o lo es si para ello nos atenemos tan solo a las concepciones convencionales. Borodinó representó no tanto el dónde, como sí más bien el cuándo.

Lo que Barclay defendía no era algo material. Por eso no ardía, de ahí que las interpretaciones llevadas a cabo por los estudiosos que han reducido el quehacer de este hombre a un proceder basado en el establecimiento de un cerco de tierra quemada, están para siempre condenados a no entender nada. Lo que Barclay defendía era la certeza de que lo inmaterial se salvaría. Pero lo inmaterial tiene ha de sucumbir a los símbolos, y Moscú era un símbolo. Por eso hasta que no tuvieron certeza de que hasta el último moscovita estaba a salvo, hasta que no quedó duda alguna de que el acervo ruso estaba a salvo, no se dispusieron a las armas. Y eso ocurrió el 5 de septiembre.

Pero aún restaba el último sacrificio, sin duda uno de los más difíciles. Para nadie, y mucho menos para los combatientes, resultaría comprensible el hecho según el cual el general que literalmente les había hecho retroceder por todo el frente occidental ruso, dirigiera ahora la defensa. Barclay fue sustituido, sería Mijail KUTÚZOV el destinado a la gloria, o al desastre.

Napoleón, con fiebre, ordenó un ataque con un formato ajeno a lo que en él era habitual. El propio Murat lanzó una carga directa que al atardecer había roto las líneas enemigas, decidiendo así la suerte de la batalla, y quién sabe si de los rusos.
Días después, Moscú era pasto de las llamas. Era solo una ciudad, se reconstruiría.
La Gran Armée, y por supuesto Napoleón, nunca llegaron a recuperarse de aquella victoria. Una victoria cuyas verdaderas consecuencias solo pueden comprenderse desde el espíritu ruso, o disfrutando una vez más de la lectura de “Guerra y Paz”.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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