sábado, 27 de septiembre de 2014

DE CUANDO LA ETERNA PERMANENCIA EN LA SOMBRA LIBRA DE TODO MAL, AL MENOS EN APARIENCIA.

Acudimos hoy, prestos, a la conmemoración de la muerte de uno de los hombres más insignes de la Historia de España…

El mero hecho de que a la vista de las anteriores líneas, la imagen de precisamente aquél al que van dirigidas, el Rey Fernando (II de Aragón, V de Castilla), no sea la primera de las sin duda muchas imágenes de protagonistas que sin lugar a dudas pueden encajar en un desarrollo tan abierto una vez analizado fríamente; nos lleva a implementar sin duda con más fuerza el elemento vertebrador desde el que ven la luz estas humildes líneas. A saber, la constatación palmaria de lo mal que la Historia ha tratado, y sin duda trata la figura de Fernando. Sí, efectivamente, El Católico.

Porque sin duda habría que navegar mucho y muy profundamente en los archivos y documentos históricos a los que directa o en su falta, indirectamente ha dado lugar nuestra querida España, para enfrentarnos con otra muestra de desafección, cuando no de franca manipulación sazonada con grandes dosis de abandono, como las que se han protagonizado respecto de la forma de comportarse para con la Figura, Obra y “Milagros” de, no lo olvidemos, uno de los monarcas más influyentes de la Historia de España.

Si algo resulta a estas alturas ciertamente inexcusable, es sin duda la constatación de la gran riqueza que a todos los efectos se dirimió en pos de los tiempos a lo largo de los cuales el rey Fernando ejerció su cargo.
Así, atendiendo con firmeza al ya tradicional esquema desde el que nos enfrentamos al análisis de la historia; podemos decir que en referencia directa al capítulo de la economía, la enorme cantidad de oro y en definitiva de metales preciosos procedentes del descubrimiento y paulatina colonización del Nuevo Mundo, pusieron a la aún por entonces Corona de Castilla en una predisposición ciertamente extraordinaria de cara a disponer de unos recursos los cuales, tanto por procedencia, como por supuesto por calidad y cantidad, merecían ser terciados atendiendo escrupulosamente al rango de la excepcionalidad.
Siguiendo y ocupándonos del consabido capítulo que conformamos a partir del aglutinamiento de todas las variables que a su vez preconizan la generalización de la sociedad, podemos decir que Fernando , en este caso bajo su forma ya obvia de Fernando El Católico, se verá necesariamente conmovido por la existencia de una forma de sociedad en la que se darán cita, indefectiblemente, las sombras de un modelo moribundo, con los brillos cegadores de otro modelo que no es que esté por venir, sino que más bien está irrumpiendo a pasos vista, deslumbrando de manera impropia con un modus desconocido hasta el momento toda vez que es la primera vez en la que la Historia es consciente de la existencia de una verdadera revolución estructural, o lo que es lo mismo, nunca antes nada ni nadie se las había visto con una revolución entre cuyos objetivos se encontraran, definitivamente, la absoluta totalidad de los elementos que componen la realidad del Reino.
De esta manera, es y será la figura del Rey Fernando, la encargada de lidiar con la escenografía que pone de manifiesto no ya una nueva forma de ver el reino, sino una verdaderamente nueva composición del reino. Porque basta con un ligero vistazo para comprobar hasta qué punto los usos y maneras a los que nos referimos han cambiado las formas. Unos cambios que, sin embargo, necesitarán como es obvio de un tiempo de implementación, tiempo en el que habrán de compartir escenario con los procederes correspondientes a los vestigios del pasado. Mas será precisamente en las continuas controversias que esos tiempos deparan, donde precisamente podemos entender la magnitud de los cambios que se avecinan. Así, los usos y costumbres propios de la Edad Media, y que en el terreno de lo estrictamente social están vinculados a, por ejemplo, el efecto que en el individuo tienen cuestiones como la de la superación de las relaciones que se establecen en el marco del vínculo señor-vasallo; en contraposición, insistimos, con las pretensiones de  un nuevo modelo en el que la modernidad se refleja en aspectos como los que se derivan de decisiones como las tomadas por Fernando II, a primeros de 1502, en los que en consonancia con su esposa, y vinculado a lo que se daría en llamar “Ley de Mancebías”, quedaban autorizados los matrimonios interraciales en lo que vendrá a suponer la constatación, a título de corolario cierto es, de la decisión que la reina ya tenía asumida y que reconocerá después, en base a la cual se determina que los indios efectivamente tienen derechos humanos.

Aunque vendrá a ser sin embargo en el terreno de lo que identificaríamos como propio de la política, donde sin duda con más fuerza, tal y como en principio cabría esperar, se nota la mano de Fernando. Protagonista tan evidente como sin duda involuntario de un periodo en el que las relaciones estructurales ya mencionadas para lo social, redundan sus cánones de manera virulenta en el terreno de la política; el rey se verá obligado a enfrentarse con cuestiones que como es propio dada su naturaleza y carácter novedosos, ponen a la Corona en tesituras y disposiciones ciertamente desconocidas, las cuales como es propio requieren de la franca adopción de procedimientos y conductas tan novedosas como desconocidas, las cuales redundan en una manifiesta incapacidad para, en la mayoría de ocasiones, presagiar con un mínimo de tiempo y soltura, cuáles van a ser los resultados, inundando pues con el viso de la incertidumbre, la ya de por sí compleja labor que lleva impuesta la acción de gobierno.
Como prueba evidente de lo dicho, la manera mediante la que el monarca logra mantener a raya a los nobles levantiscos, implementando sus nuevas visiones en este caso no tanto sobre los procederes, toda vez que la guerra es inevitable, sí más bien haciéndose notar en los resultados, los cuales se ponen de manifiesto en la consecución de pautas y acuerdos de más larga duración. El motivo de semejante logro: la certificación evidente de que tal vez por primera vez nos encontramos ante el primer monarca estadista de la Historia de España, esto es, el primero que de verdad se plantea la supervivencia de la Institución Regia más allá de lo que propiamente devenga de los asientos que en términos históricos depare su heredero; para en este caso concreto permitirnos constatar la existencia del primer monarca con verdaderos usos y afecciones de estratega. Un monarca que tiene muy claros sus objetivos. Unos objetivos que pasan por la supremacía de una todavía en ciernes España; y que abusando de los derechos que nos otorga la perspectiva, nos permite quién sabe si intuir lo que él intuyo…¿Europa?
Y es entonces que abandonamos los nebulosos caminos de la especulación, para pisar con fuerza en los dogmáticos a la par que absolutos que son propios del otro y por ende último camino, a saber, el de la religión:
Elemento imprescindible en la época, eje en el que se verán reflejados los éxitos, así como los fracasos de cualquier acción de gobierno, será en la religión, o más concretamente en la figura de un religioso, donde Fernando encuentre su más fiel seguidor. El Cardenal Cisneros, hombre culto y a la sazón eminente, terminará por convertirse en el más fiel aliado del monarca, si no por compartir sus objetivos, sí cuando menos por desear los mismos fines. De esta manera, el rey Fernando entrará en dominio y disposición de una de las fuerzas más poderosas e influyentes de cuantas han consolidado la Historia de Europa. Y no dejamos al capricho del azar el empleo de ninguno de los términos, cuando sí más bien afirmamos que el dúo formado por el rey Fernando y el cardenal Cisneros, puede erigirse como el primero que más allá de una visión procedimental, esto es desde una visión que podríamos decir netamente conceptual, y por ende un tanto visionaria, fue capaz de entender e interpretar las conjeturas de lo que habría de ser la futura Europa.
Y como prueba de semejante ejercicio de solvencia y elegancia política, nos vemos en la tesitura de llamar la atención de un hecho a todas luces solvente, y que hace irrefutable lo expuesto hasta el momento a saber la existencia  de el que habría de estar llamado para ser el primer príncipe de España educado desde niño con tal finalidad. Así, el príncipe D. Carlos, muerto desgraciadamente en Salamanca mucho antes de haber podido ponerse a disposición de cumplir la misión para la que había venido destinado; se convierte en la esencia de razonamiento en pos de la que pivota de manera evidente la que es primera prueba real y plausible de la existencia de un verdadero plan de futuro destinado no ya solo a garantizar la supervivencia de la Institución Regia, como sí más bien a lograr de forma manifiesta la ampliación de los protocolos que tanto en el terreno de lo meramente territorial, como en campo de mayores vistas lo propio del incremento de la influencia internacional; pudieran venir a deparar.

Y como prueba evidente de ello, la existencia de un plan en el que tanto en su génesis, como por supuesto en la forma de llevarse a cabo, encontramos la sutileza propia de la mano de una mujer.
Así, si bien en la que denominaremos Política de Matrimonios la cual está sin duda destinada a ocupar por medio de matrimonios la mayoría cuando no la totalidad de las coronas de cierto peso de Europa, lo cierto es que una vez más hay que reconocerle al rey su capacidad para supeditar su por otro lado afán de notoriedad, a otras cuestiones sin dudas más importantes.

En esencia, ejercicio importante a la hora de reconocer en Fernando “El Católico” a una de las figuras más importantes de la Historia de España.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 20 de septiembre de 2014

DEL ORIGEN DE UNA GRAN NACIÓN. LOS PACTOS DE LOS TOROS DE GUISANDO. CAUSA DE UNA ESPAÑA, CONSECUENCIA DE UNA NACIÓN.

Me sorprendo un día más leyendo, cuando no abiertamente releyendo los artículos, noticias, e incluso cualquier panfleto que con ánimo de aclarar en algo las cosas alguien tiene a bien publicar; y es en pos de tales que me doy cuenta entonces del grado cuando no de la intensidad de la fechoría en la que nos hallamos inmersos.
Es entonces que si como dejara escrito Juan de PACHECO, es en virtud de la falacia que se puede adivinar la intensidad de la verdad que tras la misma se esconde; que comienzo no ya a entender, cuando sí a lo sumo a vislumbrar, si no la intensidad, si cuando menos el carácter de la aberración que el presente nos depara.

Nos hallamos, hablando siempre en términos sociopolíticos, en un momento histórico que reúne todos y cada uno de los ingredientes que por otro lado se hacen manifiestamente expresos en el devenir que ha sido propio de los momentos de la Historia marcados sin excepción por el paradigma previo o constitutivo de lo que denominamos colapso estructural. Se trata, en la mayoría de los casos, de momentos en los que la imposibilidad de segur adelante con los procederes que resultaban propios dan paso a un sucesivo proceso de demolición de los cánones que hasta el momento parecían indudables, a la par que imprescindibles.

En contra de lo que pueda parecer, máxime a tenor del alcance de los elementos que como decimos se ven afectados; se trata no obstante de fenómenos muy difíciles de detectar. Es en este caso lo sublime del carácter de los elementos que se hallan afectos, lo que precisamente actúa como obstáculo de cara a poder llevar a cabo no ya una previsión, ni a lo sumo un diagnóstico de lo que está pasando. Resulta así del todo imposible afirmar en gerundio, es decir en presente continuo, que somos conscientes a ciencia cierta de éste o aquél suceso, cuya valía y determinación nos permite afirmar de manera inequívoca que, efectivamente, estamos en crisis.

Porque de eso se trata, de la capacidad para identificar nunca mejor dicho en tiempo y forma, la suma de situaciones, conclusiones, procedimientos e incluso modus operandi de los individuos que conforman un determinado aquí y ahora para, mediante un exhaustivo análisis, poder llegar a poner de manifiesto una teoría medianamente consecuente con la realidad que resulte lo mínimamente creíble sobre todo a la hora de condicionar la certeza de que esa sucesión de “pequeños cambios” de “ligeras modificaciones”       que por otro lado se observan en el periplo de la sociedad en cuestión; resultan en realidad no solo verdaderamente interesantes, sino que son el primer paso para identificar como de efectivo lo que al abrigo del análisis histórico tantas y tantas veces en el pasado ha presagiado alguna suerte de colapso estructural en una u otra sociedad.

Siguiendo una vez más el esquema que de manera aparentemente azarosa Julián MARÍAS puso sobre la mesa, en base al cual podemos llegar a inferir la posibilidad (siempre mencionada desde el punto de vista de la herramienta de estudio histórico) de que una categoría de individuo puede ser identificada sin lugar a dudas en cualquier momento, incluso en cualquier lugar, podemos establecer o suponer (de nuevo dentro de los nuevos límites de patronaje que la condición experimental de hallarnos en un modo de estudio nos posibilita) de que efectivamente en términos sociales, podríamos aceptar la existencia genérica de una serie de reacciones, de respuestas, o incluso de quehaceres procedimentales cuya identificación en un momento de nuestro presente podría servirnos como indicador de la próxima existencia de una determinada conducta social la cual, siempre en términos sociales, hablando por ello en términos que cuantitativamente ascienden al grado de lo estadístico; podrían servirnos para presagiar, (siempre en términos estadísticos como hemos dicho) la consecución de determinado logro, o la acotación de determinado desastre.

Se trata pues como podemos deducir, de someter a consideración la posibilidad de aceptar la presunción no ya de que la Historia se repite, hecho absolutamente imposible de demostrar, pero que ha adquirido por medio de la consecución de una serie de malas interpretaciones; sino más bien de consolidar la teoría ahora ya abiertamente aceptada de que a igual intensidad y ordenación de los argumentos del corolario, resulta más que probable que la conclusión que se alcance sea idéntica.
En consonancia con lo dicho, del estudio analítico de las que podríamos llamar grades cuestiones que afectan a las civilizaciones del pasado, podemos extraer una serie de tesis, las cuales en forma de marco teórico propio, venían a derivar en una línea de pensamiento, en un pensamiento social, que participaba del hecho común de actuar como gran acicate a la hora de condicionar en última instancia las  formas de proceder de los individuos que conformaban tal o cual sociedad.
Dicho de otra manera, las emociones se transforman en sentimientos, y en última instancia son éstos los que vienen a condicionar los que se convierten en procedimientos habituales de los individuos; lo que por generalización positiva nos conduce a poder predecir con un alto grado de éxito cual será el comportamiento general de una determinada sociedad, ante un determinado hecho.

Por eso, cuando esta misma semana me sorprendo topando con las declaraciones efectuadas por un político las cuales espero sean fruto de la mala fe (la otra opción que se me alcanza requeriría de presuponer un grado de ignorancia en el tema tan elevado que ciertamente, me asusta) es cuando me veo en la obligación de retomar conductas que habían quedado olvidadas en el pasado procedimental de mis quehaceres.

La cita venía a decir que “España tiene consciencia tal de país desde el Siglo XI”

La afirmación, tremenda cuando menos, adquiere tras someterse a un somero análisis, una connotaciones tan masivas, que la fluidez con la que es manejada nos hace suponer el desconocimiento real que tanto de las connotaciones, como de la intensidad de las mismas, tiene quien se ha erigido en voz de la misma.
Porque ¿qué o quién decide cuándo se ha producido el que vendríamos a llamar salto cualitativo que nos permite identificar a ciencia cierta la efectiva consumación de un país? En caso de existir. ¿Se trataría de un hecho, suceso, o de alguna suerte de logro mesurable cuya constatación positiva nos llevaría a poder hablar con conocimiento de causa de, efectivamente, la existencia de país?
Asumiendo las tesis generales que al respecto la Sociología pone al servicio de la Historia, podríamos venir a decir que tanto la forma como el fondo que constituye el espíritu de un país se encuentra en poder afirmar a ciencia cierta la existencia de una especie de alma común. La existencia de un conjunto de emociones que compartidas por aquéllos que se identifican como integrantes de un grupo común, afirman regir sus conductas, y a la sazón redundar en sus comportamientos la existencia de una suerte de acervo común cuya existencia a título de modelo incluso moral, permite predecir en gran medida tanto el proceder como el obrar al que en buena medida tenderán los que se dicen integrantes de ese determinado grupo social, desde ahora país.

Resulta a la vista de lo cual que, sin duda alguna, se erige el acto de tomar consciencia, como uno de los más importantes a la hora de poder hablar precisamente, del grado de notoriedad que la existencia, y a la sazón la aceptación que de la misma hagan los demás ya existentes. Se trataría pues de aseverar si tal acto es a priori, es decir, requiere de una proclamación; o es por el contrario a posteriori, lo que vendría a suponer que la existencia o manifestación de unas realidades o emociones conllevan a modo casi de hecho consumado la asunción del carácter de nueva realidad estatal a la que a partir de entonces habrá de responder con todas las consecuencias un determinado grupo o sociedad.

Pero el asunto se simplifica bastante cuando dejamos que fluya la aportación subjetiva. Son en este caso las emociones, lejos de suponer un problema, el catalizador a partir del cual vislumbrar sin la menor duda ni recelo cuál habrá de ser el campo semántico desde el que inferir la evolución y el orden en última instancia en el que los sentimientos procedentes de las emociones, acaben por determinar el camino de las acciones.
Son las emociones una realidad primaria. Sujetas al campo de la subjetividad, parecen las emociones fluir desde el caos, siendo por definición inoperables. Sin embargo los sentimientos, traducción fidedigna de las mismas, se manifiestan como una realidad mucho más mesurable, resultando con ello proclives a ser reguladas, y canalizables hacia la semántica de lo objetivo.

El salto cualitativo que a título de catarsis se refiere de semejante correlación, nos sirve para aglutinar el que se da entre dos realidades semánticas que conceptualmente son semejantes, si bien están separadas por cinco siglos y medio.

Así, la celebración del referéndum escocés del pasado jueves, vino a coincidir en fecha con la declaración efectuada el 18 de septiembre en este caso de 1468, y que pasó a conocerse en la Historia como el Pacto de los Toros de Guisando.
Maltratado por la Historia, como en general le corresponde a todo lo que tiene o ha tenido que ver con Castilla, el Pacto de los Toros de Guisando bien podría ser tenido en cuenta como el primer proceder que a título preventivo, o más bien a título de prevención, se hace de España, con la salvedad expresa de que ésta no existe si bien, de la conjunción de los hechos que redundan precisamente en comprender esa inexistencia, unidos a la importancia de la superación estructural que de la propia Castilla se hace en los mencionados; hemos de conciliar inevitablemente la grandeza que en forma de “proyección hacia el futuro” se presagia en aquéllos que son protagonistas de la firma a saber Isabel de Castilla en forma de futuro; sin negar un ápice de valía en este caso al Rey, Enrique IV, en su forma de Rey, condenado por ende a ser presente, y a la sazón pasado.

Subyace a la naturaleza misma del documento, una suerte de realidad histórica que como habremos de decir, es original pues cuanto no se denota cosa parecida en ninguno de los acontecimientos previos. Así, la visión de futuro de la que Los Pactos hacen gala, pasa por superar la mera acción de garantizar un heredero, satisfaciendo por ende la transición en primera instancia del reino, para acceder a un plano superior, ascenso que se identifica con la superación del hecho de mera transferencia de realidades que se hacía con la herencia; para dar paso a una posibilidad en base a la cual la herencia tome conciencia de naturaleza propia, siendo ésta la que realmente transita.
Sin embargo, la novedad del hecho radica en la existencia que por primera hay de un auténtico correlato real con el que se puede identificar el salto. Así, el reino pasa a ser algo más que un resultado impreso en el simbolismo de una corona. El reino es ahora una realidad propia en el que la ausencia de naturaleza, que no la carencia de substancia, permite a cada miembro del mismo superar la condición de lacayo o de vasallo, propia de la Edad Media; para pasar a militar con otro grado de acepción de la necesidad libremente aceptada de pertenencia a un país.

Identificamos así pues en los acontecimientos finalmente vertebrados en aquel abrazo entre hermanos del 18 de septiembre de 1468, toda una suerte de novedades procedimentales que terminaron por anticipar, cuando no por provocar, una auténtica revolución en la que no obstante no resultaría excesivo identificar la superación de la Edad Media, al menos en lo que a Conductismo Social se refiere, para dar paso a una Edad Moderna en la que no ya sus protagonistas, sino sus herederos, serán claros a la par que francos protagonistas.

Además, y más allá de lo objetivo, el grado de subjetividad que podemos identificar en el sacrificio protagonizado por las partes, y sin el cual la actual configuración de los mapas europeos no solo en el campo de lo geográfico y político, sino más bien de lo conceptual, sería inimaginable; nos lleva a poder afirmar cómo, efectivamente, aquel día no solo nació una idea de país en tanto que nación. Nació el proyecto cuya esencia de proyección volcada hacia el futuro daría origen al modelo de Imperio del que las futuras políticas desarrolladas por los luego herederos desarrollarían quién sabe, si respondiendo al sueño que de manera un tanto esporádica, tal vez languidecía en los deseos que transformaron en sentimientos manejables las emociones bizarras que consumaron aquel 18 de septiembre de 1468 como una fecha histórica. La del nacimiento de una gran nación.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 13 de septiembre de 2014

DE CUANDO NO ES LA HISTORIA, SINO EL PRESENTE LO QUE APRIETA.

Encaramados una vez más al pretil de este cada vez más desmadejado puente desde el que decimos aproximarnos a la realidad, lo cierto es que después de revisar durante unos instantes los protocolos que han sustentado la línea que ha venido a definir la coherencia de estos ya bastantes años, procede de comprobar, que no de comprender, el lento pero inexorable camino hacia la perdición en el que nos hallamos imbuidos. Un camino sórdido, contumaz y malediciente. Sembrado de falacias que por obviadas evolucionan hasta convertirse en probabilidades que acaban por enrolarse en el barco de las opciones dignas de consideración, sembrando con ello la ponzoña no tanto por la valía de su propio contenido, como si más bien por el daño que causan en tanto que desplazan de los lugares serios a estructuras y procesos de pensamiento que de otra manera recibirían sin duda mejor grado de atención.

Sumidos, cuando no sometidos, a tales ardides, es una vez comprendido el nuevo escenario en el que a partir de ahora tendrán lugar las confrontaciones, cuando aparejado al mismo empezamos a considerar con cierto rigor las nuevas marcas desde las que a partir de ahora habrá que llevar a cabo cualquier suerte de consideración cuando éstas estén vinculadas a determinados campos semánticos. Comprobamos, aunque más bien sin comprender, cómo la subjetividad, elemento ciertamente considerado como intrusivo, cuando no franco enemigo en el campo del estudio de todo lo vinculado con lo histórico, emerge ahora dotado no ya de renovados bríos, cuando sí de una inconmensurable fuerza. De una fuerza desmesurada, propia de los objetivos que de ahora en adelante se pretenden, a saber, el dogmatismo. Objetivo: El adoctrinamiento.

Es a partir de la paulatina comprensión de éstos, los nuevos conceptos, cuando se hace presente ante nosotros no tanto la nueva realidad, como sí más bien la nueva perspectiva desde la que ahora, de manera inexorable, habrá de ser regida no tanto el estudio, como sí la comprensión de la nueva realidad que sea cual sea el resultado de los estudios, habrá en última instancia de formar parte de las conclusiones que de los informes destinados a referir la misma hayan de ser redactados a partir de ahora.

En definitiva, si queremos que todo ande bien, habremos de asumir, y por ende soportar, que el presente presione sin mora ni disimulo sobre la Historia.

Concitados ya todos los invitados a la mesa, a saber un exceso de presente, en forma de desmedida actualidad, una Historia deteriorada, que ha de hacer de su versión remasterizada su más eficaz representante; nos queda solo elegir el tema bajo el cual celebrar la fiesta que sin duda nos tienen preparada. ¡Qué mejor que elegir como denominador común al Relativismo! Es magnífico, el sinónimo del todo vale. Máxime si viene acompañado de su fiel escudero, la subjetividad.

Es así pues que aglutinando, no hace falta ni siquiera ser demasiado exigente, tal y como resultaría en el caso de creer necesario el análisis; que podemos ir poco a poco suponiendo la calidad del escenario que se nos presenta cuando desde consideraciones tales nos disponemos a introducirnos, dicho sea de paso, una vez más, en los truculentos desfiladeros hacia los que un tratamiento taimado de la realidad histórica nos arroja cuando, como venimos diciendo, son la subjetividad y el relativismo propios de la manipulación incipiente quienes ejercen el control de la nave que lleva por nombre actualidad.

El sometimiento a cuestiones mucho más exigentes tales como el análisis y la consideración comparativa, recursos a la sazón mucho menos maquiavélicos, y por ende al menos a priori menos proclives a sentirse tentados por fines oscuros; resultan mucho más aconsejable, cuando no sencillamente imprescindibles, cuando ciertamente nos hallamos en disposición de hacer una nueva incursión, sin duda no la última, en un terreno tan trillado como puede ser el de los acontecimientos que promovieron el devenir de los acontecimientos que interpretados hoy parecen si no vinculados, sí inexorablemente conducidos hacia la Diada Catalana.
Porque lo cierto es que, una vez despojados los mismos del falso barniz que lo envuelve y por qué no decirlo lo mancilla, lo cierto es que el proceso que se inicia en 1701, y que viene a terminar no el 11 de septiembre de 1714 con la toma de Barcelona a manos de BERWICT, sino con la toma de Mallorca en 1715; nos ratifica por enésima vez en la firme voluntad que hoy nos guía no tanto de poner de manifiesto las múltiples falacias de las que la interpretación está preñada, como sí más bien de traer a colación de nuevo la certeza de que comenzar un proceso de análisis histórico teniendo la lección bien aprendida, o lo que es lo mismo con las conclusiones redactadas, suele ser síntoma de una enfermedad incurable, que suele traer aparejado el desastre para todo el que lo promueve.

Lejos de permitir que de la lectura de la presente pueda argumentarse alguna voluntad de negar la valía histórica de los acontecimientos que se desencadenaron, o que más bien concluyeron en la jornada del 11 de septiembre de 1714, lo cierto es que una vez más hemos de llevar a cabo la precisión destinada a esgrimir que lo verdaderamente escatológico se encuentra no tanto en la interpretación, cuando sí más bien en este caso en la mera disposición que al respecto de cómo se consideran los acontecimientos, podemos llegar a imaginarnos.
Es así que, llegados a estas alturas, resulta del todo imprescindible mesurar el efecto que la comprensión de determinados aspectos puede presagiar para los que son presa fácil a la hora de concitarse en pos de algo, enrolándose en forma de hueste, forma en apariencia ordenada a la que tiende la masa.
Porque analizados no tanto los acontecimientos que se sucedieron en forma de durísima represión con posterioridad a la rotura de las defensas por parte de las tropas reales, a la sazón las fieles al ya Felipe V dado que el Tratado de Utrecht ya se había firmado; como sí algunas de las causas por las que se llegó a este drama; han de servirnos para comprender muchas cosas, algunas de las cuales están dotadas sin duda, de gran trascendencia.

El fracaso de las pretensiones catalanas, las cuales aún carecen por más que algunos se empeñen en demostrar lo contrario, de intereses nacionalistas; resulta flagrante cuando a consecuencia de la firma de los acuerdos de la ciudad holandesa, Cataluña se queda, definitivamente sola, aislada. Este aislacionismo, cuya magnitud resulta en última instancia solo comprensible en el caso de tener un amplio dominio de las consideraciones a partir de las cuales tenia lugar el establecimiento de las pautas que por entonces regían si no regulaban los arquetipos de una más que complicada Diplomacia Externa; quedan definitivamente superados, cuando no del tono fuera de sitio, cuando comprendemos que el doble juego que ahora ya resulta descarado a la vista de las acciones desarrolladas por las embajadas catalanas en Francia e Inglaterra de manera indiscriminada; merece y recibe un merecido y por ende inevitable castigo.
No se trataba así ya tanto, que lo era, de que la asunción de las nuevas reglas surgidas tras el pacto obligaran a Inglaterra a considerar a Felipe V como amigo, lo cual se traducía en un abandono inmediato de las posiciones de presión en pro de los catalanes tal y como hasta el momento se había venido haciendo. La realidad pasa por comprender que tanto ingleses como austriacos habían dejado solos a los catalanes en el contexto de Utrecht, reduciendo el asunto catalán a una cuestión cercana a lo residual en lo concerniente a las ciudades holandesas.
Además, las nuevas consideraciones geopolíticas surgidas con motivo de la consideración de Carlos VI vestido ahora con la púrpura imperial dejan del todo en fuera de juego a los que se empeñan en integrar una cuestión catalana absolutamente condenada al fracaso.

Una cuestión catalana que en términos prácticos comienza su calvario el 25 de julio de 1713, momento en el que tienen lugar los acontecimientos destinados a formalizar el Sitio de Barcelona a cargo de las tropas realistas, pero que tiene en el 26 de febrero de 1714 otra de las fechas que no por poco consideradas en el contexto del proceso, resulten a la sazón menos influyentes en el mismo.
Será precisamente en el transcurso del mencionado día de febrero, cuando de manera un tanto irregular tal y como coinciden en considerar muchos historiadores; La Generalitat entrega el poder, entendido éste como la obligación de defensa de la ciudad, a los concellers de la ciudad.

Esta acción, además de traer aparejadas las consecuencias prácticas que se pueden imaginar, y que se traducen en el claro y evidente debilitamiento de las disposiciones tácticas y estratégicas de la defensa de la ciudad; traerá otra cuestión menos práctica, y por ende de repercusiones más profundas, como es el reconocimiento explícito de la razón en pos de los que veían a las instituciones catalanas incompatibles con el espíritu moderno.
Se consolida así una suerte de golpe de estado concejil, que en términos más políticos que históricos se traduce en un severo perjuicio del máximo órgano gubernamental del país a saber, La Generalitat.

Las consecuencias serán, a partir de ese momento, tan aparatosas como imparables. Lo que en términos prácticos se traduce en el franco abandono que de la ciudad, y por ende de las instituciones se lleva a cabo por parte de la burguesía y por supuesto del clero, se traduce obviamente en un descabezamiento de los órdenes de directriz de las instituciones que hasta el momento habían mantenido la ficción no solo de una suerte de autogobierno, cuando sí de una manera de autoridad a la que podían agarrarse los que creían ver aún una manera de orden.
El desbarajuste que de tal huída se confiere, se traduce en una radicalización de las formas ofrecidas por los defensores. Así, la sustitución de los protocolos militares por los métodos de la pasión, se tradujeron en términos prácticos en una certeza que en términos cuantitativos da lugar a prácticas con un masivo número de bajas entre las tropas destinadas a romper el cerco; un número de bajas que supera con mucho a las concitadas entre los encargados de defender el cerco, y que dará lugar a un especial afán de revancha por parte de los conquistadores, quienes no se demorarán un instante a la hora de hacer cumplir en toda su intensidad y violencia las leyes que la tradición imponen, cuando no justifican, a la hora de ver cómo el invasor se nutre para con los poderes del que ha sido conquistado.

Es así pues que, más allá de consideraciones subjetivas del más diverso pelaje, la tan traída DIADA CATALANA no es en definitiva sino la manera refinada que adopta la conmemoración honrosa de una sonada derrota.


LUIS JONAS VEGAS VELASCO.



sábado, 6 de septiembre de 2014

DE LO TÉCNICO A LO GENIAL, SIN OLVIDAR EL POPULISMO.

No figuran ciertamente nunca las prisas como parte del compendio de necesidades que, semana tras semana conspiran en pos de que dejando atrás otras cosas, algunas ciertamente más prosaicas, otras ciertamente no tanto, y me lance a veces incluso con auténtica ferocidad sobre el teclado, en pos de ejercer mi semanal proyecto ajeno a toda humildad, al estar el mismo inspirado secretamente en la esperanza de pensar que, efectivamente, a alguien le interesa saber no solo que opino, sino sobre todo cómo lo hago, en relación a situaciones y personajes cuya trascendencia, si alguna vez la hubo, ha de buscarse inexorablemente en fechas nunca cercanas, a veces incluso demasiado alejadas.

Es así que, el doble efecto mordaz que sobre mí ejerce de nuevo el sucumbir a semejante realidad, queda en este caso además implementado por la necesidad de hacerlo ateniéndonos en este caso a la necesidad de inferir nuestros pasos en pos de la figura de alguien no tan viejo, contemporáneo si se prestara.

Es así que de darse en suma la mera sospecha de que el motivo del presente rondara más lo raudo por terminar, que la prestancia por disfrutar en su desarrollo, sin duda bien podríamos considerar como bien elegidos los atributos que definen el título, a la hora de describir si no a la persona, si cuando menos resultan acordes con el devenir que los acontecimientos tuvieron a bien gestar.

Inmersos así una vez más en la ¿polémica? que suscita el venir a teorizar sobre la cuestión de si el momento histórico el destinado a considerar las acciones del Hombre, o si es más bien al contrario la acción, a menudo desarrollada de manera independiente ¿genialidad? la que viene a discernir sobre el talante desde el que a partir de su momento han de ser vistos los tiempos; lo cierto es que la Figura del que hoy se define como nuestro protagonista, representa de manera excelente una suma tan elocuente como vibrante de todos los pormenores que habrán de alimentar la anterior polémica al estar en perfectas condiciones de alimentar tanto uno como el otro lado desde los que abordar la aparente disquisición.

Nacido en la ciudad de Módena, el 12 de octubre de 1935, Luciano PAVAROTTI parece haber ingresado en el mundo de la Música, y más concretamente del Bel Canto en apariencia y casi exclusivamente para sembrar lo que bien podríamos denominar discordia a la hora de desmitificar el género.
Hombre popular donde los haya, merecedor de la aplicación de semejante término en la más amplia de las acepciones, lo cierto es que sin duda nos encontramos ante uno de los máximos responsables del fenómeno que tendrá lugar sobre todo a lo largo de la segunda mitad del pasado siglo, y cuyos efectos se resumen en la consecución del logro que se describe como la satisfacción positiva de la franca demanda que desde hacía tiempo venía existiendo, en pos de lograr un verdadero acercamiento del Bel Canto, en todos sus componentes, al  Pueblo en general.

Tal consideración, amparada positivamente en la constatación manifiesta que efectivamente todo el mundo había comprobado a partir sobre todo de los grandes cambios que sobre todo en el plano de lo social habían tenido lugar entre finales del siglo XIX, y por supuesto principios del XX, se habían traducido en una corriente a todas luces imparable, y que amenazaba con llevarse por delante no solo a quien se opusiera, sino francamente a cualquiera que no adoptara una posición conforme para con los nuevos tiempos que la Modernidad esgrimía.
Y se trataba sin duda de una apuesta global es decir, que no dejaba un solo resquicio, sino que más bien al contrario hacía presa, y de qué manera, en todos los campos que de una u otra manera definían, o en el mejor de los casos formaban parte del Ser Humano.
Si bien tales consideraciones son claramente observables en otras ramas del Arte, de las que manifiesto representante para nuestros intereses puede ser especialmente la pintura, con sus francas corrientes tan revolucionarias e innovadoras, las más radicales ubicadas como puede apreciarse precisamente en el intervalo de tiempo aquí definido; lo cierto es que no solo a la misma han de reducirse las pretensiones de éxito atribuibles a los mencionados desarrollos.

Porque si bien circunscribiéndonos al terreno de la técnica los espacios y los tiempos abordados son en realidad testigos de grandes modificaciones, que darán en muchos casos lugar a algunas de las más bellas composiciones conocidas (originales en unos casos, o fruto de un ejercicio encaminado a lograr una suerte de variación magnífica en otros,) tenemos así que en el terreno de la Música tienen también desarrollo concesiones que verdaderamente implementarán otra Revolución del Siglo XX.

Puestos entonces a discernir en pos de los procesos destinados unas veces a acercar y otros a alejar a la Música de los respectivos cuadros de consideración en lo atinente al Arte, lo cierto es que ésta se hace digna de una serie de consideraciones francamente diferenciadoras, las cuales se erigen a su vez como verdaderos soportes a partir de los cuales llevar a cabo el difícil pronóstico en el que a menudo se convierte el proceso que se encamina en pos de lograr una forma de definición.
Perplejos pues ante la mínima intuición de lo ciertamente intrincado de los derroteros a los que esta línea de argumentación puede sin duda conducirnos, es por lo que preferimos cerrar escotaduras infiriendo en el aspecto social el máximo del ancho de banda desde el que afrontar todas las consideraciones.
Definimos así un contexto rápidamente reconocible en virtud del cual la Música, pero sobre todo la relación que con ella guardan los individuos, se revela ante nosotros como un perfecto instrumento de lo que podríamos llamar catalogación social. El saber de Música en sus más diversas acepciones, las cuales pueden ir desde comprenderla y saber bailarla (en los casos más comunes), hasta conocerla y saber componerla (en los casos más elaborados); termina por conformar un escenario en el cual la posición que cada uno ocupa puede en gran parte si no venir determinada, sí al menos estar gratamente vinculada a consideraciones que si bien pueden ser más complicadas, pueden ciertamente estar relacionadas con otras de las que son testigos actitudes tales como las que van ligadas a conocer de una u otra manera la Música en sus diferentes acepciones.

Por eso, al saltar por los aires con el cambio de siglo tanto las consideraciones, como por supuesto las distintas acepciones que del mismo pueden hacerse a partir de 1918, tomando como referencia el fin de la I Guerra Mundial; lo cierto es que nada ni nadie puede permanecer impasible ante la sin duda emocionante perspectiva de la que hace gala el cambio de siglo. Cambio de siglo y de conductas al que como siempre unos más que otros, aportarán su granito de arena.

Resulta así pues casi obligado comenzar a suponer el grado de implementación a partir del cual tener en consideración las aportaciones de aquél que, como digo, centra hoy nuestras disposiciones.
De tal guisa, hablar de PAVAROTTI, y más concretamente de sus aportaciones hacia el mundo de la Música, revierte de manera imprescindible hacia la comprensión que del mundo hacía un hombre que, de no haber sido afortunadamente atrapado por la Música, bien podría haber terminado como cancerbero en algún equipo de fútbol.

Por suerte, el hecho nunca suficientemente valorado de que su padre fuera aficionado a la Música, lo que sin duda resultaría fundamental de cara a justificar que su hijo abandonase la aparente seguridad que el puesto de maestro de escuela ofrecía, a cambio de vivir su sueño musical aunque solo fuera hasta los treinta años si antes no era capaz de ganarse la vida por sus propios medios; se confabulan para terminar logrando que éste que acabó resultando uno de los más dignamente agraciados entre otros con el don de la técnica, se termine consolidando como uno de los más importantes artífices de la generación que puede disfrutar de la Música sin necesidad de entenderla estrictamente esto es, simplemente sintiéndola.

Será así pues, que Luciano PAVAROTTI, el hombre que en su principio se confesó verdaderamente emocionado ante el fenómeno de la armonía que se encuentra presente en la Agricultura, terminó asumiendo la que parecía ser su predisposición natural o sea, la de llevar a cabo una acción tan grande como atemporal, La que pasa por hacer comprensible si no la Música, sí al menos el concentrado mundo de las emociones de la que ésta se rodea; para que todos, y digo todos, se impregnen de ella.

Con ello, la acción populista, que podría derivarse en caso de ceder a la tentación de acusar al vulgo de querer superar sin motivo las limitaciones que lo oprimen; es maravillosamente superada al verse superada por la inexorable visión constructiva que se deriva de entender a un PAVAROTTI empeñado en trasladar al vulgo toda la carga emotiva que sin duda impregna, a la par que determina, todos y cada uno de los componentes que convierten a la Música en la más maravillosa de las relaciones que el Hombre puede llegar a tomar en consideración si algún día se plantea seriamente la posibilidad de un origen ajeno a sí mismo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.