sábado, 19 de septiembre de 2015

EMILIA PARDO BAZÁN. DEL COLAPSO DE LO ILUSTRADO, AL EFECTO DE LOS MOVIMIENTOS INEXISTENTES.

Sumidos en la sinrazón espesa del presente, manifiesta a partir del aquí y del ahora, expresión redundante del devenir absoluto preconizado a partir del cual solo la promoción al rango de deidad de los parangones propios de “lo que resulta actual” parecen ser dignos del elogio en tanto que propicios a ser elevados según el condicionante de lo que “es a su vez considerado como útil”; es cuando una vez más nos disponemos a elevar nuestra queja, manifestación tal vez tenue, aunque no por ello menos adecuada en pos de mantenerse como manifestación no de unan consideración irascible, sino simplemente convencida de que a veces la mayor de las rebeliones comienza con un pálpito apenas perceptible.

Pocas por no decir ninguna habrán de ser las posibilidades que ante nosotros se presentes en pos de las cuales, integrando si no todas, sí al menos las más importantes de las variables traídas a colación hasta el momento, seamos no obstante capaces de componer un escenario en el que la coherencia, a pesar insisto de lo múltiple de las consideraciones observadas sea capaz, no obstante, de mantener un atisbo de presencia; dejando con ello evidencia de la por otro lado magnífica presencia de la que gozará el momento al que bajo tales artificios seamos capaces de dotar de realidad, o por ser más exacto, de volver a hacer real, pues se trata de momentos cuando no de dramas que en otro tiempo fueron sin duda, visibles, en tanto que conformaron no solo el escenario de España, sino que contuvieron además, con notable prestancia y no sin firmeza, el arcón en el que ésta guardaba sus sueños.

Sueños, capacidad de soñar. Matizados luego por los desvelos propios de la realidad, o lo que es peor por el lacónico éxito del que constituye la peor de sus manifestaciones, a saber la que pasa por la constatación del latigazo de la frustración.
Porque bastaría con tejer una línea imaginaria que redundara en la unión del tiempo y del espacio que hay contenido en el intervalo demarcado por la paradoja referida entre los extremos que definen semejante intervalo, para definir de manera notoria la práctica totalidad de los considerandos que antes o después, y por ende a lo largo de la Historia, han venido a señalar en un sentido o en otro el devenir de nuestro país.

Pero si existe una época en la que todo lo dicho hasta el momento adquiere no ya sentido, cuando sí más bien amplia carta de notoriedad, ésta es sin el menor género de dudas la que en términos cronológicos queda albergada en la centuria del 1900, que en otros términos vincularemos a los auspicios del Romanticismo.
Movimiento propio y completo en sí mismo, valuarte en esencia de la interpretación extensa y palpitante del “en tanto que tal”; lo cierto es que el Romanticismo habría de suponer en sí mismo, uno de esos momentos absolutos de la Historia los cuales, lejos de ser una herramienta encaminada a suponer cuando no a hacer más sencilla la interposición de elementos ordenados en pos de convertir en comprensible algo; viene a mostrarse en sí mismo como mucho más; viene a consolidarse en sí mismo y por sí en una magnífica notoriedad compuesta desde la integración vertebrada de una serie de factores de cuya misma ordenación puede interpolarse la generación exhaustiva de un proceso al menos en apariencia tan absoluto y complejo, que bien cabría albergara en su interior realidades tan notorias, a la par que tan palpables, que de insistir en confundirlo con un mero proceso, con un mero trámite, no haríamos sino agravar en nuestra ignorancia la cual, además de ser eterna, pasaría ahora a ser voluntaria, lo que nos conduciría de manera ahora ya sí inevitable, a una suerte de ignominia.

Sea así pues como fuere, que el Romanticismo supera los límites, ya sean éstos de naturaleza propia, o respondan en realidad a alguna suerte de celo devengado. De una manera o de otra, el componente subjetivo conformado a partir de la vertebración de la enorme suerte de interpretaciones que los múltiples condicionantes semánticos pero sobre todo formales y estéticos albergan, conforman en sí mismos una forma de realidad paralela que si bien solo en contadas excepciones amenaza con provocar episodios enajenantes, en la mayoría de los casos permanece bajo absoluto control toda vez que los individuos, o habrá de considerar como afortunados toda vez que son en todo momento conscientes de la naturaleza ficticia del mundo que han creado, en realidad a veces desean permanecer en el mismo.

Es por ello que poco a poco va adquiriendo carta de notoriedad la certeza de que el componente subjetivo, ya analizado y por ello mesurado, supera si no en importancia sí al menos en intensidad al componente estrictamente cuantitativo. A partir de tales conclusiones, comprometemos la construcción del edificio de la Historia, al menos si insistimos en hacerlo usando de manera exclusiva, los materiales que el saber y la razón nos proporcionan. De tal manera, que los condicionantes subjetivos superan a los objetivos, habiendo pues de ceder a la certeza de que las emociones acaban por convertirse en el hilo conductor que coordina a la par que cohesiona toda la aportación al sentido común que cabría hacerse a la par que esperarse.

Supera así pues el Romanticismo como Campo Semántico a cualquier otra consideración que al respecto del XIX pudiera llevarse a cabo, ya respondiera ésta a consideraciones epistemológicas, semánticas, o de cualquier otro orden o calado. Pero ¿A qué puede deberse tan absoluta consideración? Una vez más, la ventaja que nos da la Historia y que de nuevo se materializa ante nosotros en forma de perspectiva, acude en nuestra ayuda.

Supone en Romanticismo mucho más que el triunfo de las emociones. En realidad el Romanticismo trae consigo la renuncia voluntaria a cualquier atisbo de conducta racional, científica y por ende propensa a ser juzgada en términos axiológicos. Es por ello el XIX el siglo de la renuncia a todo vestigio de responsabilidad ética o moral. Y el motivo resulta evidente. El siglo XIX ha visto colapsar el sistema a una profundidad como pocas veces antes había sido presenciado por hombre alguno, dando con ello la profusión de que el Hombre del XIX asiste estoico a la ordenación indefectible de todos los elementos que debidamente concatenados presagian en la medida que vehiculan, su propia desaparición.

En una sociedad manifiestamente iletrada a la par que objetivamente analfabeta, es precisamente el resarcimiento que el mundo emotivo y límpido, ajeno a las obligaciones que la realidad impone, o solo triunfa, sino que lo hace con absoluta franqueza. De hecho, el contexto espacio temporal que refiere como excelencia el modelo romántico que tiene su arquetipo en la escena que se desarrolla en una verde pradera donde una pajera se solaza a la orilla de un río cuyo nacimiento solo acertamos a intuir, la caverna oscura que por otro lado encierra todos los misterios, incluyendo por supuesto los que no presagian un final feliz, requiere inexorablemente para garantizar su continuidad, de la aportación del plebeyo ignorante que generalmente adoptando como propia la función de escudero, acompaña al paladín que raudo no obstante ha de emplear su pericia para o por la dama, en otros menesteres. Y todo porque toparse con la muerte en la fría soledad de una gruta resulta mucho menos intrépido que hacerlo en lid con dragón de fuego o león de centuria, capaces ambos en cualquier caso de proporcionarnos hermoso combate, digno en cualquier caso de formar parte de cualquier cantiga, y por supuesto de los mejores cantarse de ciego.

Resulta pues, o tal vez por ello, territorio abonado para la chusma, El plebeyo deja de sentirse un poco menos como tal, pero sin abandonar en absoluto su condición, no corriendo por ello en ningún momento peligro la posición ni por supuesto la dispensa de quien superior posición arbitra.

Resulta pues por ello sorprendente a la par que inevitable que haya de ser una mujer, y además perteneciente a la nobleza de abolengo, quien venga a poner fin a esta falta de mesura.

Emilia PARDO BAZÁN, nacida en La Coruña el 16 de septiembre de 1851 emerge hoy ante nosotros para tomar posesión del mérito que la otorgamos. Mérito que de ser enumerado daría sin duda para muchos recodos, pero que en el día de hoy resumiremos en la excelencia de ser la persona que de manera flagrante a la par que evidente, despertará a todo un país de los sueños en los que personalidades como el sevillano Gustavo nos habían inmolado.

Será la fría a la par que objetiva visión de la Bazán la que haga despertar a este país a la miseria que la realidad nos arroja. Una miseria que tiene su traducción a lo artístico en los modos y las formas que el Naturalismo habían iniciado como siempre decenios antes en Europa, en esta ocasión a través sobre todo de la pluma de Émile ZOLA.

Unas formas “Realistas” descritas desde el punto de vista “impresionista”, en aras de refrendar la tesis de que esconder la verdad no nos vacuna contra ella, por lo que solo redundando en la miseria que en la mayoría de los casos presenta, podremos llegar a conocer la enfermedad en sí misma.

Será así pues la publicación en 1883 de una serie de artículos sobre el tema, agrupados bajo el título de La cuestión palpitante lo que acabe por traernos a Zola a territorios españoles. Posteriormente, autores como “Clarín” o incluso el propio Galdós se dejarán seducir por los ambientes y las formas que éstos presagian, suponiendo su beneplácito un impulso inmejorable de cara a que el inexistente movimiento del Naturalismo Español acabe por regalarnos genialidades del tipo de las que por ejemplo se dan en Los pazos de Ulloa, en la que la colisión entre dos mundos intransigentes, como son el medieval caciquil y el moderno chocan, ilustrando el proceso de desarrollo ya imparable no solo en Galicia, sino más bien en toda España.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

Sumidos en la sinrazón espesa del presente, manifiesta a partir del aquí y del ahora, expresión redundante del devenir absoluto preconizado a partir del cual solo la promoción al rango de deidad de los parangones propios de “lo que resulta actual” parecen ser dignos del elogio en tanto que propicios a ser elevados según el condicionante de lo que “es a su vez considerado como útil”; es cuando una vez más nos disponemos a elevar nuestra queja, manifestación tal vez tenue, aunque no por ello menos adecuada en pos de mantenerse como manifestación no de unan consideración irascible, sino simplemente convencida de que a veces la mayor de las rebeliones comienza con un pálpito apenas perceptible.

Pocas por no decir ninguna habrán de ser las posibilidades que ante nosotros se presentes en pos de las cuales, integrando si no todas, sí al menos las más importantes de las variables traídas a colación hasta el momento, seamos no obstante capaces de componer un escenario en el que la coherencia, a pesar insisto de lo múltiple de las consideraciones observadas sea capaz, no obstante, de mantener un atisbo de presencia; dejando con ello evidencia de la por otro lado magnífica presencia de la que gozará el momento al que bajo tales artificios seamos capaces de dotar de realidad, o por ser más exacto, de volver a hacer real, pues se trata de momentos cuando no de dramas que en otro tiempo fueron sin duda, visibles, en tanto que conformaron no solo el escenario de España, sino que contuvieron además, con notable prestancia y no sin firmeza, el arcón en el que ésta guardaba sus sueños.

Sueños, capacidad de soñar. Matizados luego por los desvelos propios de la realidad, o lo que es peor por el lacónico éxito del que constituye la peor de sus manifestaciones, a saber la que pasa por la constatación del latigazo de la frustración.
Porque bastaría con tejer una línea imaginaria que redundara en la unión del tiempo y del espacio que hay contenido en el intervalo demarcado por la paradoja referida entre los extremos que definen semejante intervalo, para definir de manera notoria la práctica totalidad de los considerandos que antes o después, y por ende a lo largo de la Historia, han venido a señalar en un sentido o en otro el devenir de nuestro país.

Pero si existe una época en la que todo lo dicho hasta el momento adquiere no ya sentido, cuando sí más bien amplia carta de notoriedad, ésta es sin el menor género de dudas la que en términos cronológicos queda albergada en la centuria del 1900, que en otros términos vincularemos a los auspicios del Romanticismo.
Movimiento propio y completo en sí mismo, valuarte en esencia de la interpretación extensa y palpitante del “en tanto que tal”; lo cierto es que el Romanticismo habría de suponer en sí mismo, uno de esos momentos absolutos de la Historia los cuales, lejos de ser una herramienta encaminada a suponer cuando no a hacer más sencilla la interposición de elementos ordenados en pos de convertir en comprensible algo; viene a mostrarse en sí mismo como mucho más; viene a consolidarse en sí mismo y por sí en una magnífica notoriedad compuesta desde la integración vertebrada de una serie de factores de cuya misma ordenación puede interpolarse la generación exhaustiva de un proceso al menos en apariencia tan absoluto y complejo, que bien cabría albergara en su interior realidades tan notorias, a la par que tan palpables, que de insistir en confundirlo con un mero proceso, con un mero trámite, no haríamos sino agravar en nuestra ignorancia la cual, además de ser eterna, pasaría ahora a ser voluntaria, lo que nos conduciría de manera ahora ya sí inevitable, a una suerte de ignominia.

Sea así pues como fuere, que el Romanticismo supera los límites, ya sean éstos de naturaleza propia, o respondan en realidad a alguna suerte de celo devengado. De una manera o de otra, el componente subjetivo conformado a partir de la vertebración de la enorme suerte de interpretaciones que los múltiples condicionantes semánticos pero sobre todo formales y estéticos albergan, conforman en sí mismos una forma de realidad paralela que si bien solo en contadas excepciones amenaza con provocar episodios enajenantes, en la mayoría de los casos permanece bajo absoluto control toda vez que los individuos, o habrá de considerar como afortunados toda vez que son en todo momento conscientes de la naturaleza ficticia del mundo que han creado, en realidad a veces desean permanecer en el mismo.

Es por ello que poco a poco va adquiriendo carta de notoriedad la certeza de que el componente subjetivo, ya analizado y por ello mesurado, supera si no en importancia sí al menos en intensidad al componente estrictamente cuantitativo. A partir de tales conclusiones, comprometemos la construcción del edificio de la Historia, al menos si insistimos en hacerlo usando de manera exclusiva, los materiales que el saber y la razón nos proporcionan. De tal manera, que los condicionantes subjetivos superan a los objetivos, habiendo pues de ceder a la certeza de que las emociones acaban por convertirse en el hilo conductor que coordina a la par que cohesiona toda la aportación al sentido común que cabría hacerse a la par que esperarse.

Supera así pues el Romanticismo como Campo Semántico a cualquier otra consideración que al respecto del XIX pudiera llevarse a cabo, ya respondiera ésta a consideraciones epistemológicas, semánticas, o de cualquier otro orden o calado. Pero ¿A qué puede deberse tan absoluta consideración? Una vez más, la ventaja que nos da la Historia y que de nuevo se materializa ante nosotros en forma de perspectiva, acude en nuestra ayuda.

Supone en Romanticismo mucho más que el triunfo de las emociones. En realidad el Romanticismo trae consigo la renuncia voluntaria a cualquier atisbo de conducta racional, científica y por ende propensa a ser juzgada en términos axiológicos. Es por ello el XIX el siglo de la renuncia a todo vestigio de responsabilidad ética o moral. Y el motivo resulta evidente. El siglo XIX ha visto colapsar el sistema a una profundidad como pocas veces antes había sido presenciado por hombre alguno, dando con ello la profusión de que el Hombre del XIX asiste estoico a la ordenación indefectible de todos los elementos que debidamente concatenados presagian en la medida que vehiculan, su propia desaparición.

En una sociedad manifiestamente iletrada a la par que objetivamente analfabeta, es precisamente el resarcimiento que el mundo emotivo y límpido, ajeno a las obligaciones que la realidad impone, o solo triunfa, sino que lo hace con absoluta franqueza. De hecho, el contexto espacio temporal que refiere como excelencia el modelo romántico que tiene su arquetipo en la escena que se desarrolla en una verde pradera donde una pajera se solaza a la orilla de un río cuyo nacimiento solo acertamos a intuir, la caverna oscura que por otro lado encierra todos los misterios, incluyendo por supuesto los que no presagian un final feliz, requiere inexorablemente para garantizar su continuidad, de la aportación del plebeyo ignorante que generalmente adoptando como propia la función de escudero, acompaña al paladín que raudo no obstante ha de emplear su pericia para o por la dama, en otros menesteres. Y todo porque toparse con la muerte en la fría soledad de una gruta resulta mucho menos intrépido que hacerlo en lid con dragón de fuego o león de centuria, capaces ambos en cualquier caso de proporcionarnos hermoso combate, digno en cualquier caso de formar parte de cualquier cantiga, y por supuesto de los mejores cantarse de ciego.

Resulta pues, o tal vez por ello, territorio abonado para la chusma, El plebeyo deja de sentirse un poco menos como tal, pero sin abandonar en absoluto su condición, no corriendo por ello en ningún momento peligro la posición ni por supuesto la dispensa de quien superior posición arbitra.

Resulta pues por ello sorprendente a la par que inevitable que haya de ser una mujer, y además perteneciente a la nobleza de abolengo, quien venga a poner fin a esta falta de mesura.

Emilia PARDO BAZÁN, nacida en La Coruña el 16 de septiembre de 1851 emerge hoy ante nosotros para tomar posesión del mérito que la otorgamos. Mérito que de ser enumerado daría sin duda para muchos recodos, pero que en el día de hoy resumiremos en la excelencia de ser la persona que de manera flagrante a la par que evidente, despertará a todo un país de los sueños en los que personalidades como el sevillano Gustavo nos habían inmolado.

Será la fría a la par que objetiva visión de la Bazán la que haga despertar a este país a la miseria que la realidad nos arroja. Una miseria que tiene su traducción a lo artístico en los modos y las formas que el Naturalismo habían iniciado como siempre decenios antes en Europa, en esta ocasión a través sobre todo de la pluma de Émile ZOLA.

Unas formas “Realistas” descritas desde el punto de vista “impresionista”, en aras de refrendar la tesis de que esconder la verdad no nos vacuna contra ella, por lo que solo redundando en la miseria que en la mayoría de los casos presenta, podremos llegar a conocer la enfermedad en sí misma.

Será así pues la publicación en 1883 de una serie de artículos sobre el tema, agrupados bajo el título de La cuestión palpitante lo que acabe por traernos a Zola a territorios españoles. Posteriormente, autores como “Clarín” o incluso el propio Galdós se dejarán seducir por los ambientes y las formas que éstos presagian, suponiendo su beneplácito un impulso inmejorable de cara a que el inexistente movimiento del Naturalismo Español acabe por regalarnos genialidades del tipo de las que por ejemplo se dan en Los pazos de Ulloa, en la que la colisión entre dos mundos intransigentes, como son el medieval caciquil y el moderno chocan, ilustrando el proceso de desarrollo ya imparable no solo en Galicia, sino más bien en toda España.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 12 de septiembre de 2015

DE CUANDO LA REALIDAD ES INFERIDA DEL INSTANTE. ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS. UNA REALIDAD AJENA AL ESPACIO Y AL TIEMPO.

Jugaremos una partida de cartas. Si ganas, te cortaré la cabeza. Pero si noto que haces trampas para perder, te la cortaré también.

Extraído directamente de la primera conversación que Alicia mantiene con la Reina de Corazones nada más entrar en El País de las Maravillas, tanto la forma como por supuesto el fondo constituyen en sí mismos una prueba más que evidente, relevante, de la suerte de parámetros que en tan específico sitio tienen cuando no adquieren vigencia, llegando a consolidarse como ley.

Publicado hace justo ahora un siglo y medio, Alicia en el País de las Maravillas se convierte, y uso un verbo dinámico porque la obra sin duda continúa evolucionando; en uno de los instrumentos imprescindibles para comprender no solo, o no tanto, el instante en el que ha sido compuesta, como sí más bien aquél al que los pobres mortales habrán inexorablemente de enfrentarse una vez que los cambios presagiados por los que poseen la sagacidad para entenderlos, o quién sabe si la valentía para aceptarlos; acontezcan en todo su esplendor haciendo saltar por los aires el mundo que parece constituirse como epílogo del siglo XIX en lo que es en sí misma la decadencia del Hombre de una época llamada a su extinción por agotamiento.

La relación entre una obra y su época resulta siempre clara y evidente. La una no puede existir sin la otra. Un requisito imprescindible para que una obra sea buena pasa por que de la misma pueda extraerse conclusiones que sirvan como descriptores fieles de la época de la que se convierte en reseña. De parecida manera una época habrá sido productiva cuando de su seno sean reconocibles obras de suficiente grandeza como para pasar a la historia, devolviendo la integridad al mutuo de reciprocidad que habíamos infringido al extirpar de manera traumática a la obra de la época de la que formaba parte de manera aparente indiscutible.

Sin embargo todo el razonamiento anterior salta por los aires cuando tratamos de aplicarlo, precisamente, en pos de validar su esencia en relación al juego que se establece siempre según los cánones hasta ahora refrendados, y que habrá de afectar en consecuencia a la relación de causalidad que en principio cabría de esperarse entre el siglo XIX y Alicia en el País de las Maravillas.
Y la causa de tamaña debacle es sencilla, y se muestra ante nosotros como una realidad clara y distinta. Todo el siglo XIX transcurre según unos parámetros cuya contingencia o necesidad solo resulta evidente si en pos de averiguarlos entran en juego razonamientos, conclusiones y paradigmas no solo específicos, sino absolutamente imposibles de ubicar en cualquier otro momento o lugar. Y esto adquiere especial vigencia para la Inglaterra de la segunda mitad del XIX.

Charles Lutwidge Dogson, más conocido como Lewis Carroll nace, crece y por supuesto desarrolla toda su actividad dentro de ese contexto. Se trata sin duda de una actividad tan prolífica como satisfactoria, lo cual viene a redundar en el hecho de que sin ningún tipo de recato podamos promocionarlo al rango de autoridad, considerando pues a priori sus conclusiones y disposiciones como acertadas, lo cual viene a hacer dignas de tamaña consideración a todas las que se desprenden de la lectura, o para ser más exactos habría que decirse interpretación, de la que formalmente está considerada su mejor obra. Precisamente Alicia en el País de  las Maravillas

Convergen por primera vez en el siglo XIX las circunstancias suficientes para poder afirmar sin cometer exceso de halago que por primera vez nos encontramos de verdad ante el Siglo del Hombre. Así, las vicisitudes atribuibles a la Economía parecen haberse ordenado de manera alentadora presagiando definitivamente un periodo de esplendor destinado a promover una revolución similar a la que la aparición del excedente trajo en el Neolítico. Si para entonces tamaña saturación provocó nada más y nada menos que el nacimiento del comercio, podemos entonces afirmar que nos encontramos ante la consagración definitiva de el Capitalismo.
Resulta pues evidente que una renovación tan drástica de los cánones que hasta ese momento habían regido el quehacer económico del hombre habría, más pronto que tarde de afectar a los protocolos sociales; y el salto de éstos a la concurrencia política más que una circunstancia potencial, habrá de percibirse casi como una necesidad imparable.
Dicho en términos lisos, la incipiente mejora de los condicionantes económicos visualizada en la definitiva superación de la economía de subsistencia que se traslada por primera vez de manera voluntaria hacia una nueva forma de economía de generación de riqueza a partir de la gestión no tanto del excedente, como sí más bien de la generación de plusvalías acaba por traducirse en el alumbramiento de una nueva clase social. La incipiente Clase Media irrumpe con fuerza aliviada de los pesares que lastraron de manera indefectible al menospreciado Proletariado; del cual han heredado sus demandas, pero no así sus limitaciones.
Añadámosle ahora a la ecuación el ingrediente estrella, el que procede de constatar que el sustento está en su mayor parte garantizado; y tendremos sin duda un contexto brillante en el que por primera vez tendrá cabida la figura del Político, entendida al menos como la del profesional de la Política.
Así y solo así podemos entender que en apenas cien años pasemos de la comprensión del mundo que tiene Napoleón; a la incipiente disposición de los elementos que sin duda se demostrarán como causantes de las dos guerras mundiales que estarán a punto de condenar a la humanidad entera al ostracismo (al menos en su versión moral) en los años que discurrirán en la primera mitad del siglo que estaría por venir.
Así y solo así podemos entender que en apenas cien años pasemos de buscar a Dios en los orígenes del Hombre; para hacerlo años después tendiéndolo en un diván, dispuestos a buscar en su pasado, ya sea éste consciente o no, el origen de todas y cada una de las penas que en mayor o menor medida lo afligen.
Del efecto de Nietzsche y sus discusiones con Dios y con los Hombres, mejor ni hablamos.

Sea así pues, de una u otra manera, que después de analizar con un mínimo de calma ésta y otras variables parecidas, no resulta tan desalentador ni a lo sumo tan sorprendente ubicar en su justo puesto a Carroll, y por supuesto a Alicia en el País de las Maravillas.

Una vez superado el Absolutismo. Cuando hemos aprendido a desprendernos de lo malo filtrando lo bueno del Despotismo Ilustrado; parece casi una obligación promover una suerte de catarsis que tal y como podemos imaginar, habrá necesariamente de impactar en la cuestión esencial del Hombre que dentro de la escala conocida por haber sido en multitud de ocasiones utilizada, nos queda. Así resultan no ya lógico, cas imprescindible que en el contexto lógico de un siglo en el que la Ciencia no es que haya superado a la Religión, más bien la ha sustituido; el Hombre se sienta tentado de experimentar con los valores propios de lo absoluto de los que hasta este momento se haya privado precisamente por permanecer éstos absolutamente reservados a los dioses. En un mundo concebido a la imagen del Hombre, en el que por consonancia la contingencia se muestra como el elemento litigante; la mayor forma de rebelión pasa por jugar a ser dioses, por atribuirse el don de crear.
Pero experimentar con la necesidad es en sí mismo muy peligroso. De entrada, los efectos sobre el propio hombre son impredecibles, pero sin duda son tan peligrosos, que una suerte de alienación sería más que previsible a la sazón, inevitable.

Y qué decir del mundo. Todo en él, desde su naturaleza hasta por supuesto las circunstancias que redundan en la constatación del mismo resultan un obstáculo insalvable.

La solución parece pues obvia, y se muestra de manera clara y distinta ante los ojos de Lewis Carroll. Se hace inevitable fabricar otro mundo.

Matemático, creador, escritor. Carroll se muestra ante nosotros casi como caído del cielo. Su múltiple conformación, lejos de constituirse en un problema, se revela en este caso como una condición indispensable en aras de generar ese pensamiento multidisciplinar que sin bien resulta  necesario para comprender Alicia en el País de las Maravillas, es del todo imprescindible para promover su gestación.

De este modo, si con motivo del aniversario hoy traído a colación os animáis de nuevo a retomar la lectura de Alicia en el País de las Maravillas; lejos de hacerlo impedidos por el dramático lastre en el que a veces se convierte el enfrentarse a la obra pensando que es la creación de alguien desnortado; hacedlo desde el nuevo prisma que proporciona el saber que paradójicamente Lewis Carroll bien pudiera ser una de las personas mejor ubicadas en su mundo y en su entorno. Y que tal vez el perfecto conocimiento de su entorno fuera lo que le obligó a crearse otro completamente distinto. Un entorno en el que los conejos llevan reloj y chistera, y las Reinas de Corazones saben que lo son.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 5 de septiembre de 2015

TRESCIENTOS AÑOS DE LA MUERTE DE EL REY SOL. ¿LA ÚLTIMA LUZ DE EUROPA?

13 de abril de 1655. Reunido El Parlamento de París, equivalente de las Chancillerías de la Castilla de los Austrias; se discute sobre la conveniencia o no de seguir suministrando a las rentas reales las cantidades suficientes para seguir financiando las campañas exteriores.
Huelga decir que algunos representantes se muestran reacios. Como es evidente, de no salir adelante la proposición, la aseveración de semejante hecho, así como de las evidentes consecuencias que el mismo necesariamente traerá aparejado, no tardarán en dar forma a un ambiente que a nadie se le escapa, está más que enrarecido.
Es entonces cuando las puertas se abren, y hace su entrada en la sala nada menos que el rey. Un Luis XIV de apenas diecisiete años que no obstante, personifica como nadie, lo cual no es una sorpresa por ser el resultado de una cuidada sucesión de circunstancias, la práctica totalidad de los protocolos que se esperan, cuando no se exigen, de quien sinceramente se encuentra convencido de poseer la totalidad de los requisitos no destinados sino más bien reservados a los integrantes de las grandes dinastías de Europa. ¿El último heredero tal vez de una especie en extinción?
Sea como fuere lo cierto es que su majestad parece de mal humor. Ataviado que no vestido con la disposición que demuestra que procede directamente de una partida de caza, no se ha ni tan siquiera cambiado para lograr influir en los que sin duda considera débiles con la intención de que “las prisas denoten lo urgente de sus actos”, en pos sin duda, de atemorizar por medio del consabido efecto de la sentencia por la cual el rey lo sabe todo, incluso el sentido de vuestro voto. Por si a alguien le queda la menor duda, lleva las botas puestas, y la fusta se mece, tenue aunque presta, en su mano diestra.
Se dirige desde tal confección hacia la sala, a la que no duda en hacerles expresamente partícipes de la desazón que le han causado las últimas decisiones tomadas por la Cámara la cual no ha dudado en interferir por medio de lo que el considera peligrosos ardides, en las acciones que él y solo él se encuentra capacitado para entender.
“He venido ahora para evitar que semejante situación vuelva a repetirse.”
En ese momento, el presidente del Parlamento desata la tormenta al atreverse a evocar los intereses del Estado. La réplica del rey es fulminante: L’Etat, c’est moi. (El Estado soy yo.)

Como en tantas otras ocasiones, realmente poco importa si la anécdota es cierta, o por el contrario responde tan solo a la manida intención de convertir en comprensibles aspectos que de otra manera resultarían áridos o en el mejor de los casos inaccesibles. Sin embargo, y por supuesto sin desmerecer ni a uno solo de cualquiera de esos otros instantes en los que un solo momento remarca como ningún otro esa suerte de coeficiente extraordinario que sirve para traducir la excelencia, lo cierto es que si no todos, seguro que la mayoría, nos encontramos en disposición de traducir y por supuesto de comprender el halo de magnificencia dogmática que sin duda ha de presidir todos y cada uno de los actos conscientes y por supuesto inconscientes de alguien que se atreve a protagonizar, y lo que es más a hacerlo sin despeinarse, un acto como el descrito y que precisamente por acontecer en tamaña época, bien podría haber finalizado de manera bastante menos satisfactoria para los intereses no solo políticos, sino más bien personales, del monarca.

Pero en justicia no podemos ni por supuesto debemos olvidarnos de que no nos encontramos ante un rey normal. Estamos ante Luis XIV rey de Francia. Estamos ante El Rey Sol.

En el trescientos aniversario de su muerte, acontecida el 1 de julio de 1715, la realidad en la que vivimos, lejos de llevarnos a considerar como anacrónico el hecho de someterla a un análisis contemporizado para con las premisas del instante mencionado; parece empecinarse una vez más en mostrar al pasado, y a su guía, el conocimiento histórico, como los mejores ejercicios en pos de averiguar por la senda de los vestigios lo que serán caminos que habrán de jalonarse en el futuro.

Confluyen en el reinado de Luis XIV, a la sazón el más largo de Europa al extenderse desde 1638 hasta 1715; multitud de variables las cuales convergen en hacer que la mejor definición de tal reinado pase por merecer el calificativo de sinuoso.
Determinado desde su nacimiento, la muerte cuando éste apenas contaba con cinco años de su padre, Luis XIII, coloca a nuestro protagonista en la históricamente dificultosa situación de tener que sobrevivir en un Corte en permanente efervescencia en la que las continuas comidillas, envidias y por supuesto los mal disimulados deseos de poder llevan a continuas situaciones de peligro el cual por supuesto se ceba con la seguridad del joven rey y de su madre a la sazón regente, la española Ana de Austria; que por ello está si cabe en una situación tan cuando no más delicada.

Comprensible pues la decisión tomada por la reina Ana de entregar el gobierno al cardenal Mazarino, si bien no es suficiente, más bien al contrario. La imagen de debilidad que al menos parece fomentarse desde tamaña actitud lleva a la alta nobleza así como a la incipiente burguesía, a rebelarse de manera manifiesta en lo que en 1648, al final de la Guerra de los Treinta Años constituye el episodio de la Fronda, toda una guerra civil que se extenderá durante cinco años y sin cuyos acontecimientos y en especial sin las enseñanzas que del mismo extraerá, sería posible entender a Luis XIV, ni por supuesto las formas que a partir de entonces le caracterizarán.

Coronado definitivamente en la catedral de Reims el 7 de junio de 1654, Francia aunque más bien Europa serán testigos del nacimiento no ya de un rey cuando sí más bien de una forma de entender el gobierno que sin duda harán recordar pasajes y formas propios de una dinastía diferente, concretamente la de los Austrias en España, en una sucesión de similitudes que no solo no serán negadas, sino que el propio protagonista reconocerá. No en vano su madre es española.

La Paz de Westfalia de 1648 había venido no tanto a hacer más transitable el camino, como sí más bien a hacerlo poco menos que de una sola dirección. La derrota de España que en definitiva se hace más o menos explícita detrás de tan desastroso acuerdo, arroja a España lejos de los espacios destinados a estar ocupados por la o las potencias destinadas a circunscribir los destinos de Europa. En consecuencia todo hace indicar que será Francia la encargada de tomar la suerte de relevo que España necesita dar.
Por eso que cuando con apenas catorce años el joven rey comienza a tomar decisiones, disimuladas al principio, aunque poco a poco más perentorias, solo los más avispados son los que intuyen otra forma de ser, otra forma de gobernar.
La forma tan lamentable que en su momento le llevó a tener que abandonar París oculto en la noche, pesa sobre el todavía joven rey como una lápida de la que tardará decenios en despojarse. Mientras por el camino quedarán siglos de tradición en la forma de conducirse como gobernante. Él tiene perfectamente identificados si no a los responsables de su desgracia, sí al menos a los estamentos de los que procedía. Y si bien en principio decidió seguir los consejos del cardenal de Retz en pos de no dar rienda suelta a sus afanes de venganza, lo cierto es que al poco ordenará su encarcelación dando manifiesta constancia a una Corte sorprendida de lo que ya más que visos, son marcadas tendencias de una nueva forma de gobernar.
En 1653 Mazarino hace por ponerse de nuevo al frente del Gobierno. Luis aprovecha para poner en práctica sus deseos de mantener lejos de la esfera de poder a los Grandes así como a los integrantes de los demás cuerpos políticos del reino. Por ello a la muerte de Mazarino en 1661 nadie parece sorprenderse de la nueva actitud que impregna la nueva forma de gobernarse y de entender el gobierno que sale de Versalles, que sin contemplaciones ha barrido a París como capital; y que Luis XIV expresa cuando anuncia que “he decidido no nombrar ya a ningún primer ministro.”

Es a partir de entonces cuando no ya la frase, como sí más bien los emolumentos conceptuales en los que la misma se apoyan, alcanzan toda su magnitud, mostrando cuando menos una parte de lo soberbio del edificio que se está construyendo. Un edificio destinado a contener multitud de elementos cada uno de los cuales ensombrece al anterior, y entre los que a título de comentario se encuentran disposiciones encaminadas por ejemplo a convertir a Francia en heredera de España en lo concerniente a manejar la hegemonía de Europa; sin olvidar otras cuestiones tales como el convertirse en paladín del Cristianismo en Europa como firme defensor del papado.

Se conforma así poco a poco, aunque por medido de la adopción de medidas claras, el paradigma destinado a que Luis XIV no solo sea, sino que además lo parezca, un monarca capaz de imbuir en la masa que le aclama la certeza del vínculo entre él mismo y Dios.

Solo así se entiende el sustento del Rey Sol. El rey que tenía más que claros su relación para con Dios. Ha nacido el Absolutismo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.