sábado, 5 de septiembre de 2015

TRESCIENTOS AÑOS DE LA MUERTE DE EL REY SOL. ¿LA ÚLTIMA LUZ DE EUROPA?

13 de abril de 1655. Reunido El Parlamento de París, equivalente de las Chancillerías de la Castilla de los Austrias; se discute sobre la conveniencia o no de seguir suministrando a las rentas reales las cantidades suficientes para seguir financiando las campañas exteriores.
Huelga decir que algunos representantes se muestran reacios. Como es evidente, de no salir adelante la proposición, la aseveración de semejante hecho, así como de las evidentes consecuencias que el mismo necesariamente traerá aparejado, no tardarán en dar forma a un ambiente que a nadie se le escapa, está más que enrarecido.
Es entonces cuando las puertas se abren, y hace su entrada en la sala nada menos que el rey. Un Luis XIV de apenas diecisiete años que no obstante, personifica como nadie, lo cual no es una sorpresa por ser el resultado de una cuidada sucesión de circunstancias, la práctica totalidad de los protocolos que se esperan, cuando no se exigen, de quien sinceramente se encuentra convencido de poseer la totalidad de los requisitos no destinados sino más bien reservados a los integrantes de las grandes dinastías de Europa. ¿El último heredero tal vez de una especie en extinción?
Sea como fuere lo cierto es que su majestad parece de mal humor. Ataviado que no vestido con la disposición que demuestra que procede directamente de una partida de caza, no se ha ni tan siquiera cambiado para lograr influir en los que sin duda considera débiles con la intención de que “las prisas denoten lo urgente de sus actos”, en pos sin duda, de atemorizar por medio del consabido efecto de la sentencia por la cual el rey lo sabe todo, incluso el sentido de vuestro voto. Por si a alguien le queda la menor duda, lleva las botas puestas, y la fusta se mece, tenue aunque presta, en su mano diestra.
Se dirige desde tal confección hacia la sala, a la que no duda en hacerles expresamente partícipes de la desazón que le han causado las últimas decisiones tomadas por la Cámara la cual no ha dudado en interferir por medio de lo que el considera peligrosos ardides, en las acciones que él y solo él se encuentra capacitado para entender.
“He venido ahora para evitar que semejante situación vuelva a repetirse.”
En ese momento, el presidente del Parlamento desata la tormenta al atreverse a evocar los intereses del Estado. La réplica del rey es fulminante: L’Etat, c’est moi. (El Estado soy yo.)

Como en tantas otras ocasiones, realmente poco importa si la anécdota es cierta, o por el contrario responde tan solo a la manida intención de convertir en comprensibles aspectos que de otra manera resultarían áridos o en el mejor de los casos inaccesibles. Sin embargo, y por supuesto sin desmerecer ni a uno solo de cualquiera de esos otros instantes en los que un solo momento remarca como ningún otro esa suerte de coeficiente extraordinario que sirve para traducir la excelencia, lo cierto es que si no todos, seguro que la mayoría, nos encontramos en disposición de traducir y por supuesto de comprender el halo de magnificencia dogmática que sin duda ha de presidir todos y cada uno de los actos conscientes y por supuesto inconscientes de alguien que se atreve a protagonizar, y lo que es más a hacerlo sin despeinarse, un acto como el descrito y que precisamente por acontecer en tamaña época, bien podría haber finalizado de manera bastante menos satisfactoria para los intereses no solo políticos, sino más bien personales, del monarca.

Pero en justicia no podemos ni por supuesto debemos olvidarnos de que no nos encontramos ante un rey normal. Estamos ante Luis XIV rey de Francia. Estamos ante El Rey Sol.

En el trescientos aniversario de su muerte, acontecida el 1 de julio de 1715, la realidad en la que vivimos, lejos de llevarnos a considerar como anacrónico el hecho de someterla a un análisis contemporizado para con las premisas del instante mencionado; parece empecinarse una vez más en mostrar al pasado, y a su guía, el conocimiento histórico, como los mejores ejercicios en pos de averiguar por la senda de los vestigios lo que serán caminos que habrán de jalonarse en el futuro.

Confluyen en el reinado de Luis XIV, a la sazón el más largo de Europa al extenderse desde 1638 hasta 1715; multitud de variables las cuales convergen en hacer que la mejor definición de tal reinado pase por merecer el calificativo de sinuoso.
Determinado desde su nacimiento, la muerte cuando éste apenas contaba con cinco años de su padre, Luis XIII, coloca a nuestro protagonista en la históricamente dificultosa situación de tener que sobrevivir en un Corte en permanente efervescencia en la que las continuas comidillas, envidias y por supuesto los mal disimulados deseos de poder llevan a continuas situaciones de peligro el cual por supuesto se ceba con la seguridad del joven rey y de su madre a la sazón regente, la española Ana de Austria; que por ello está si cabe en una situación tan cuando no más delicada.

Comprensible pues la decisión tomada por la reina Ana de entregar el gobierno al cardenal Mazarino, si bien no es suficiente, más bien al contrario. La imagen de debilidad que al menos parece fomentarse desde tamaña actitud lleva a la alta nobleza así como a la incipiente burguesía, a rebelarse de manera manifiesta en lo que en 1648, al final de la Guerra de los Treinta Años constituye el episodio de la Fronda, toda una guerra civil que se extenderá durante cinco años y sin cuyos acontecimientos y en especial sin las enseñanzas que del mismo extraerá, sería posible entender a Luis XIV, ni por supuesto las formas que a partir de entonces le caracterizarán.

Coronado definitivamente en la catedral de Reims el 7 de junio de 1654, Francia aunque más bien Europa serán testigos del nacimiento no ya de un rey cuando sí más bien de una forma de entender el gobierno que sin duda harán recordar pasajes y formas propios de una dinastía diferente, concretamente la de los Austrias en España, en una sucesión de similitudes que no solo no serán negadas, sino que el propio protagonista reconocerá. No en vano su madre es española.

La Paz de Westfalia de 1648 había venido no tanto a hacer más transitable el camino, como sí más bien a hacerlo poco menos que de una sola dirección. La derrota de España que en definitiva se hace más o menos explícita detrás de tan desastroso acuerdo, arroja a España lejos de los espacios destinados a estar ocupados por la o las potencias destinadas a circunscribir los destinos de Europa. En consecuencia todo hace indicar que será Francia la encargada de tomar la suerte de relevo que España necesita dar.
Por eso que cuando con apenas catorce años el joven rey comienza a tomar decisiones, disimuladas al principio, aunque poco a poco más perentorias, solo los más avispados son los que intuyen otra forma de ser, otra forma de gobernar.
La forma tan lamentable que en su momento le llevó a tener que abandonar París oculto en la noche, pesa sobre el todavía joven rey como una lápida de la que tardará decenios en despojarse. Mientras por el camino quedarán siglos de tradición en la forma de conducirse como gobernante. Él tiene perfectamente identificados si no a los responsables de su desgracia, sí al menos a los estamentos de los que procedía. Y si bien en principio decidió seguir los consejos del cardenal de Retz en pos de no dar rienda suelta a sus afanes de venganza, lo cierto es que al poco ordenará su encarcelación dando manifiesta constancia a una Corte sorprendida de lo que ya más que visos, son marcadas tendencias de una nueva forma de gobernar.
En 1653 Mazarino hace por ponerse de nuevo al frente del Gobierno. Luis aprovecha para poner en práctica sus deseos de mantener lejos de la esfera de poder a los Grandes así como a los integrantes de los demás cuerpos políticos del reino. Por ello a la muerte de Mazarino en 1661 nadie parece sorprenderse de la nueva actitud que impregna la nueva forma de gobernarse y de entender el gobierno que sale de Versalles, que sin contemplaciones ha barrido a París como capital; y que Luis XIV expresa cuando anuncia que “he decidido no nombrar ya a ningún primer ministro.”

Es a partir de entonces cuando no ya la frase, como sí más bien los emolumentos conceptuales en los que la misma se apoyan, alcanzan toda su magnitud, mostrando cuando menos una parte de lo soberbio del edificio que se está construyendo. Un edificio destinado a contener multitud de elementos cada uno de los cuales ensombrece al anterior, y entre los que a título de comentario se encuentran disposiciones encaminadas por ejemplo a convertir a Francia en heredera de España en lo concerniente a manejar la hegemonía de Europa; sin olvidar otras cuestiones tales como el convertirse en paladín del Cristianismo en Europa como firme defensor del papado.

Se conforma así poco a poco, aunque por medido de la adopción de medidas claras, el paradigma destinado a que Luis XIV no solo sea, sino que además lo parezca, un monarca capaz de imbuir en la masa que le aclama la certeza del vínculo entre él mismo y Dios.

Solo así se entiende el sustento del Rey Sol. El rey que tenía más que claros su relación para con Dios. Ha nacido el Absolutismo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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