sábado, 27 de octubre de 2012

DE LA MUERTE COMO PASO INEVITABLE PARA COMPRENDER LA VIDA. DEL RÉQUIEM COMO COMPRENSIÓN DEFINITIVA.


Pertenecer a la Especie Humana no es fácil. A estas alturas de la vida, es una de las pocas cosas que podemos afirmar sin temer ni por asomo al ridículo que del error pudiera proveerse.

Es el Ser Humano, un extraño resultado de la naturaleza. Compendio para unos, eterno experimento para otros, lo único real a estas alturas está en que una de sus mayores grandezas, a la par, o tal vez por ello uno de sus mayores hándicaps, pasa no ya por la capacidad, sino abiertamente por la obligación a la que permanece inexorablemente ligado, de comprenderse a sí mismo.

La comprensión de uno mismo, y por aproximación, o tal vez como consecuencia; de todo lo demás que le rodea, es una tarea ingente, enorme, y lo que es peor, de consecuencias inconcebibles antes de haber sido emprendida. Es una tarea que, más allá de las propias condiciones impuestas, las cuales, no por más conocidas pueden llegar a ser más arduas; encierra por encima de todas ellas, una complicación conceptual enorme, cual es la de la responsabilidad para con las cosas nuevas que se descubran.

Es así que, el hombre que se enfrente a la comprensión de uno mismo, lo hará presa de los fervores que proceden a menudo del exceso de tensión al que se somete, por juzgarse de manera excesivamente positiva en lo concerniente a su saber y sus capacidades; o por el contrario lo hará desde la fuerza de la que a menudo hacen gala los que, presa de la desesperación, o el más absoluto de los desamparos, no tiene en realidad nada que perder.
Sea cual sea la motivación que en cualquier caso alimente la fuerza del actor, lo primero que este descubrirá será la constatación evidente de que tan importante como la naturaleza del hecho buscado, es en este caso el medio por el cual nos aproximemos a él.

Surge así, o más bien reaparece, el Lenguaje, como gran motor, dilema, y tal vez única definición auténtica del Hombre. El Hombre topa con el Lenguaje, a partir del que elabora conceptos, con los cuales puede vertebrar sus pensamientos, y a partir de ahí, el propio Hombre surge, como consecuencia, tal vez, de lo primero que pudo ser pensado.
Así, el Hombre, la Vida, todo en definitiva, son aspectos de una misma realidad en la medida en que todos participan de un mismo hecho, el que les une en torno a la certeza de que pueden ser pensados, identificados en un pensamiento.

Una vez alcanzadas, o más bien recuperadas semejantes consideraciones, comprobamos con gran satisfacción como a partir de aquí todo resulta no ya más sencillo, sino más aprensible. Es el pensamiento la gran fuerza que sirve para conceptualizar todo lo que nos rodea. Pero su verdadera fuerza, tal vez mayor si cabe que la anterior, se pone delante de nosotros cuando comprobamos que en realidad es mucho más eficaz cuando lo empleamos para conceptualizar todas aquellas cosas cuya existencia intuimos, pero que todavía hoy, no estamos en condiciones de explicar.

Y es entonces, o más bien una vez dicho esto, cuando algunas de las consideraciones efectuadas líneas más arriba, pueden ir, poco a poco, adquiriendo el sentido que, tal vez en el momento en el que fueron dichas, no fueron en realidad capaces de expresar.
Porque la aventura que llevó a los primeros a lanzarse en la terrible búsqueda de su propia condición, y por ende de la de los demás, lleva inexorablemente, expresada en el lenguaje en el que se expresan todas las consecuencias; una carga igualmente novedosa, si bien mucho más terrible, cual es la de haber de lidiar con la consecuencia de la responsabilidad de lo descubierto.

El Hombre se descubre a sí mismo cuando se perpetúa a través del Lenguaje. Y es precisamente esa necesidad de postergarse, de proyectarse, una necesidad que en realidad procede de la constatación pragmática que el hombre como miembro de una sociedad tenía, del hecho de la desaparición, de la unicidad, de la certeza que procede del cambio. El Hombre se descubre a sí mismo, cuando tiene, o desarrolla, una manera evidente de conciliarse con aquello con lo que hasta ese momento sólo se había relacionado de manera intuitiva. Estoy hablando de la muerte.

Porque de manera evidente, y por supuesto efectiva, el Hombre tiene constatación efectiva de la vida, o más concretamente del valor que la misma puede llegar a tener, a partir del momento en el que comienza a ser capaz de concebir de manera armónica y razonada, el hecho funesto no ya de que, efectivamente puede perderla, sino que más bien, de manera inexorablemente, llegará un día en el que ésta se le escapará, para siempre.

Se abre entonces un nuevo campo, una nueva realidad. Toda una nueva naturaleza del Hombre, la que procede de la constatación y desarrollo de la muerte, se va abriendo paso, consolidándose a partir del terrible hecho de ser la receptora de la encomienda de hacer si no comprensible, sí al menos aceptable y soportable, la idea de la muerte, tanto para el que por circunstancias de la vida tiene tiempo para prepararse aún en vida para ir a su encuentro, como fundamentalmente en este coso para acompañar a aquellos que quedamos atrás, una vez ésta nos ha sobrevolado, arrebatando de manera evidente, pero siempre injusta, a los que una vez nos enseñaron precisamente, a vivir.

Alcanza con ello el Hombre, un nuevo grado de perfección en el lento proceder de la vida por medio de la evolución; aferrándose curiosamente en este nuevo ahora, a la comprensión de la muerte. Y como en el caso del niño que crece, necesita ropa, si no armadura nueva, y por supuesto armas nuevas con las cuales afrontar esta nueva, y cuantas nuevas circunstancias le vengan derivada.
Y el Lenguaje, a modo de ropa, cuando no de armadura, se pone de nuevo al servicio del Hombre para cumplir, una vez más, la tarea que por éste le fue encomendada.
Pero se da entonces la comprensión de que el lenguaje ha sido considerado, y ha evolucionado, para cantarle a la vida, al disfrute, a los colores; y en definitiva a cuantas circunstancias le son propias al ser humano, en el ejercicio de su desempeño terrenal, pragmático y efímero. Es entonces cuando el Hombre comprueba que no dispone, al menos con las herramientas convencionales, de recursos para desempeñarse con solvencia en la nueva faceta que aquí y ahora se le encomienda.

Es entonces cuando la Música acude presta, una vez más en auxilio del Hombre. Como código por él elaborado, perpetúa sin ánimo traumático las condiciones que le son propias, a su condición en este caso de Lenguaje. Sin embargo no es menos cierto, que la Música posee una serie de componentes que en este caso se muestran especialmente privilegiados de cara a poder describir, como nada más puede hacerlo, algunos de los componentes esenciales que rodean concretamente a la muerte, y en especial a sus efectos; cuales son, evidentemente las emociones que su manifestación trae aparejada.

Resulta con ello, o tal vez sería más certero indicar que a partir de ello; que la Música se convierte en uno de los mejores recursos de cuantos descansan al servicio del Hombre, una vez que éste ha de hacer frente a los deberes propios de su encuentro con la muerte.
Esta circunstancia, a priori extraña, se va revelando como natural una vez que analizamos con algo de detenimiento las características tan especiales que se presentan en ambas realidades, y que, inevitablemente, ambas comparten. Así, más allá de certezas evidentes tales como las de comprender que ambas se mueven en espacios finitos, pese a contar con naturaleza infinita, podemos desde esa misma certeza constatar que así como la muerte es la proyección metafísica de una realidad, la de la vida de cada individuo, que de manera evidente fue real; la Música, reúne en sí todas y cada una de las capacidades en pos de conectar mediante sonidos (hechos físicos), con las emociones (hechos evidentemente trascendentales).
Y surge con ello, como no podía ser de otra manera, el Réquiem. Forma oficial de armonización de los vínculos hasta ahora descritos del Hombre con la Música. El Réquiem viene a ocupar de manera brillante, sin ambages y como se puede comprobar sin fisuras, el nuevo espacio que ha sido despejado desde la razón, y al cual la Misa no puede llegar.

Y entre todos ellos, el de MÓZART. Compuesto a finales de 1791, no es ni mucho menos una obra  más. No lo será en el catálogo del compositor, ni lo será para el propio compositor. Si el Réquiem como forma musical hemos constatado se trata de un ejercicio de acercamiento y quién sabe si de intento de comprensión de la muerte, tales afirmaciones alcanzan en el caso de MÓZART un grado de constatación y certeza mucho mayor, al alcanzarle a éste la muerte mientras lo escribía. Hay quien afirma, a instancias eso sí de lo que diría después su viuda, que la propia muerte puso en boca de MOZART las últimas palabras del lacrimosa: “Ten piedad del Hombre pecador”.

Sea como fuere, otro motivo más para reflexionar sobre las responsabilidades de la vida, desde la constatación de la certeza última, la de la muerte.

En memoria de los que con su ausencia, no hacen cada día sino poner un poco más de manifiesto la certeza y la valía de cuanto nos dijeron en vida.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 20 de octubre de 2012

DEL XXIº CONCILIO DE LA IGLESIA DEL CONCILIO VATICANO II


Puesto uno a hacer conjeturas en relación a cuál o cuáles pueden ser, las acciones o mandatos más difíciles de llevar a cabo en la vida, muchas pueden ser, ciertamente, las respuestas que a cada uno de nosotros, en base a su propia experiencia vital, pueden pasarnos por la cabeza. Sin embargo, puestos a elucubrar, pocos serán quienes encuentren una más complicada que la de conciliar no ya de manera creíble, sino virtualmente práctica, las atribuciones del mundo, con las obligaciones que por otro lado depone la creencia religiosa.

Sin duda esa, o por no ser excesivamente presuntuoso, una muy parecida, era la que debía presidir la voluntad de espíritu, con la que Juan XXIII se había levantado aquel 25 de enero de 1959, cuando en la Sala de los Benedictinos de San Pablo Extramuros, sorprendió a todos, a extraños, pero sobre todo a propios, cuando anunciaba mediante lo que el mismo definió como un discursito, su voluntad de convocar un concilio. Comenzaba así la fase de preparación del Concilio Vaticano II, uno de los cinco llamados a ser los más importantes de los celebrados en la larga historia de la Iglesia Católica.

Poco tiempo había necesitado Angello Giuseppe Roncalli, ordenado como Sumo Pontífice bajo el nombre de Juan XXIII, para comprender de manera clara el orden y la magnitud de las desinencias que hacían prácticamente inconcebible la superposición de la Iglesia y sus procedimientos, dentro de las formas que consolidaban la nueva Realidad Mundana.
El poco tiempo transcurrido entre su nombramiento, acaecido el 28 de octubre de 1958; y la puesta en marcha de los procedimientos en pos de la convocatoria del Concilio Vaticano II (lo que ocurre el 25 de enero del año siguiente), ponen de manifiesto tanto esa agilidad mental, como por supuesto el más que evidente estado de enajenación en el que la Iglesia Católica se encontraba instalada. Un estado de alienación que se manifestaba no ya tanto de sus principios, como precisamente de la dificultad creciente que cada vez se manifestaba con más fuerza; de hacer compatibles estos principios con los protocolos existentes al respecto, que luego habría que hacer coincidir con lo que hoy llamaríamos Realidad de la Vida.

Revisada la magnitud de los acontecimientos a analizar, no es sorprendente una vez más considerar imprescindible volver la vista sobre el pasado más o menos cercano, en pos, si no de respuestas, sí cuando menos de las distintas fórmulas de las que se sirvieron las preguntas en el pasado. Así, acudiendo al anterior Concilio, Vaticano I, celebrado un siglo antes, y a la sazón todavía pendiente de decretar cierre; por la necesaria suspensión acordada en su momento fruto del estallido de la guerra Franco-Prusiana, nos encontramos sobre todo, y como no puede ser de otra manera, cuestiones que se encuentran fuertemente vinculadas no ya sólo con elementos procedimentales, sino que más bien, hacen mención expresa a líneas fundamentales de la interpretación vehicular, tanto de las fuentes, como de los componentes estructurales de La Iglesia.
Así, en términos netamente vinculantes, y a la sazón, comprensibles, el siglo XX había traído toda una serie de innovaciones las cuales, apuntadas de manera específica en el terreno que hoy nos ocupa, habían provocado un notable distanciamiento no tanto en las formas, sino abiertamente en el fondo, tanto de las interpretaciones de los textos, como incluso de la forma mediante la que había que aproximarse a esos mismos textos. En definitiva, los métodos de aproximación neoclasicistas, y de interpretación literal de la Biblia, que habían sido la respuesta reaccionaria con la que se había manifestado el Concilio Vaticano I; era superada por una visión mucho más pragmática. Semejante proceder, como no podía ser de otra manera, venía de interpretaciones jesuitas, concretamente de figuras tales como Karl Rahner, el cual había centrado todos su esfuerzos en lograr una vinculación directa entre las vivencias de la Teoría de la Iglesia, y aquéllas que procedían directamente de la experiencia humana.
Y como en nuevo giro del destino, o más bien como una pérfida broma, tales interpretaciones, o más concretamente las ideas asociadas a las mismas fueron, otrosí, las precursoras de un nuevo enfrentamiento entre éstos (los jesuitas), y los Dominicos; los cuales, como personajes tales como Joseph Ratzinger (el actual Papa); a la cabeza, preconizaban ideas cercanas a la recuperación de la Lectura estricta de la Escritura. Un retorno a las fuentes (ressourcement) y una actualización, (aggiomamento).

Probablemente ahora, es decir, tras analizar con mayor detenimiento los que podríamos llamar antecedentes internos con los que Juan XXIII se encontró conforme fue nombrado Papa, podamos hacernos una idea más certera de los considerandos que le llevaron a tomar la sin duda, compleja decisión.
Sin embargo, achacar una decisión tan transcendental tan sólo a motivos de procedimiento, constituiría sin duda un error garrafal, achacable sobre todo a una imperdonable falta de perspectiva. Y esto, transcurridos ya los años que han transcurridos, no es, cuando menos, ni tan siquiera concebible.

Una vez superada, al menos en lo concerniente a las consideraciones estrictamente técnicas, la Segunda Guerra Mundial, la franca división en los consecuentes bloques ideológicos a los que la misma dio lugar, se hacían más y más evidentes. Sin embargo, esta escalada de tensión, a pesar de acontecimientos, tales como el episodio de los misiles cubanos; tendría, posiblemente por primera vez en la historia, una mayor repercusión y desarrollo en los terrenos de la Política y las Ideologías, que en el preciso y específico del llamado ejercicio militar.
Así, las batallas que se desarrollaron, lo hicieron marcadamente en el terreno de la teoría, de la ideología, siendo concretamente armas de este tipo las que se desplegaron de manera fundamental en toda la contienda.

En definitiva, El Concilio Vaticano II y el propio Juan XXIII son consecuencia directa del escenario no tanto político como sí ideológico en el que se vieron inmersos. Un escenario en el que la dialéctica se encontraba centrada en las disputas entre El Capitalismo y El Comunismo, representados de manera casi exclusiva, al menos en lo que concierne a poder real, respectivamente por Los Estados Unidos de América, y la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Y en contra de lo que pueda parecer, en realidad el escenario no estaba alejado del Vaticano, ni tan siquiera de Europa. Más bien al contrario, la escenificación de las hostilidades se hallaba centrada en el mismo corazón del Viejo Continente, a saber en Berlín, una ciudad que con sus kilómetros de Telón de Acero, se erigía como la metáfora perfecta entre lo que era el bien, monopolizado por la República Federal de Alemania; y el más absoluto de los males, la República Democrática de Alemania.

Y todo ello, conformando un escenario en el que La Iglesia ni podía ni debía permanecer inmune. Se hacía necesario, casi perentorio llevar a cabo una acción. Y así es como se convoca el Concilio Vaticano II.

Asistieron casi 2500 Obispos, de los que fueron convenientemente depurados los casi 200 chinos comunistas.
Teólogos como el propio Karl Rahner fueron invitados, bien es cierto que a título de consulta del Papa, sin derecho a participar plenamente.
Asistieron Teólogos de otras confesiones, tales como Luteranos y Protestantes.
Se permitió la entrada de la Prensa.
Todo ello, en definitiva, enmarcado dentro de una serie de esfuerzos, realmente enormes, que tendrían como objetivo final acercar La Iglesia y sus procedimientos, a sus fieles, en definitiva aquéllos a los que deberían ir destinados en principio todos los esfuerzos.
El Concilio cambió, sin el menor género de dudas, el rostro del Catolicismo. Promulgó un nuevo Ecumenismo, modificó ampliamente la Liturgia y, en definitiva, fue capaz de traducir la realidad, a lenguaje comprensible para la siempre inmune y alejada de la realidad, Santa Madre Iglesia.

Lástima que Juan XXIII, no viviera para clausurarlo.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 13 de octubre de 2012

DEL PATRIOTISMO, EN LOS TIEMPOS DE LOS APÁTRIDAS.


Resulta cómico, cuando no más bien funesto, ponerse, en un día como hoy, a intentar analizar si no las consecuencias, sí al menos las causas, que pueden llevar a entender de manera tan distinta, cuando no abiertamente contraria; los sentimientos que pueden llegar a desplegarse en un doce de octubre, día de la HISPANIDAD.

Partiendo de semejantes condicionantes, me veo obligado, aconsejado no sé si por la prudencia, o más bien por el morbo, a esperar lacónicamente a que las últimas luces anuncien el fin de una jornada que, no cabe duda, ha sido especial. Y ha sido especial, porque una vez más, los ciudadanos, pasando de nuevo por encima de nuestros políticos, hemos ido más allá, hemos mostrado mayor altura de miras y, de nuevo, hemos vuelto a convivir.

Ha habido múltiples formas de convivencia:
Hemos tenido al que ha madrugado, para, como gran gesto patrio, cambiar la foto de su perfil. ¡Qué bien quedan las banderas! Máxime cuando se comparten encuadres con Vírgenes. Lástima que la Historia esté llena de episodios que nos demuestran que al final de multitud de batallas, esas banderas acaban en el suelo, pisoteadas, y muchas veces rebozadas en el barro y la sangre de los que dieron su vida pensando que hacían algo grande.
También hemos tenido al que ha madrugado, se ha levantado con el alba, para estar hoy en el desfile. Resulta bonito ver como el cuarto poder nos hace una demostración de su fuerza. Pero cuidado, en los últimos días hemos tenido ocasión de comprobar como el león, aunque aparentemente le han cortado las uñas, sigue con ganas de rugir.
Y, para finalizar, aunque no por ello menos importante, hemos tenido al que, como en el día de una huelga general, se ha quedado en casa, encantado de tener un día más de fiesta.

En última instancia, múltiples ejemplos de una misma realidad. La realidad de la marca España. Esa que es tan grande, tan enorme, que abiertamente nos acoge a todos.

Se me ocurre, llegado ya a este punto, una mera cuestión de carácter y puntualización. ¿Celebramos el día de España, o el de La Hispanidad?
Lo digo, porque hoy por hoy, hay gente que no está de acuerdo con la idea de España, y lo que es más sangrante, aparentemente no tiene ni idea de lo que es La Hispanidad.

Son, España y La Hispanidad, elementos complementarios, qué duda cabe. Es España el concepto, la realidad sustancial. Algo tan aparentemente real, que muchos no sólo pretenden, sino que abiertamente se atribuyen su tenencia física, en el terreno de lo aspectual. Es La Hispanidad por el contrario, o por ser más precisos en el lenguaje, a partir de ella, una idea, un concepto. Es en definitiva La Hispanidad el marco conceptual en el que se integran de manera ordenada todos aquellos conceptos que han tenido, o tienen que ver con la posibilidad de arbitrar en torno a ellos la evolución, consolidación muestra, tanto del desarrollo como de la manifestación real de lo que es España en cada momento.

Así, con la definición de ambos conceptos, logramos de manera indirecta habilitar de manera eficaz los marcos de actuación de cada uno de los campos semánticos que son atribuibles, destacando tanto los puntos de coincidencia, que han de ser muchos, como es lógico, pero mostrando especial consideración hacia aquellos que son específicos de cada uno.
A partir de la naturaleza de cada uno de ellos, es España en realidad algo real, sustancial y físico; mientras que La Hispanidad es algo metafísico, algo ilusorio si se desea; nos encontramos así con que las connotaciones de materia son, a priori y en sí mismas, un importante elemento diferenciador, cuando no abiertamente categórico.
Por ello, a nadie sin duda le sorprenderá que epítetos del tipo de Patria, Patriotismo, Unidad, y por supuesto Nacionalismo, vayan inexorablemente ligados a los considerandos que son expresos del término España.

En consecuencia, no solamente por cuestión de espacio, sino abiertamente por gusto, me desvinculo desde este momento, aunque sea sólo por hoy, de los considerandos atinentes a España, para centrar mis esfuerzos en el campo conceptual de la Hispanidad, sin duda mucho más rico y sugerente.

La Hispanidad, una idea, un sueño (tal vez hecho realidad, a través de la real España), pero en cualquier caso un retazo de sueño, propenso en sí misma a ser víctima propiciatoria de la ambigüedad, y de los ambages.
Es La Hispanidad, el último reducto de los patriotas, de los que consideran traicionado su sueño en la medida en que no se identifican en los logros materializados por la, insistimos, real España. Pero es La Hispanidad, de parecida si no de igual manera, el punto de encuentro de todos aquellos que siguen creyendo en una idea de proyecto. Algunos que, de parecida manera, pero por distintas causas, no se sienten identificados con el resultado final que ha terminado por ser España.

Aunque si bien es cierto que, estando de acuerdo con todo lo expuesto hasta el momento, transcurridos exactamente quinientos veinte años desde el día en el que supuestamente se cifra el momento en el que Cristóbal Colón pone pie en América, me veo en la obligación de ampliar, aprovechando la proyección hacia el infinito que permite tanto en lo espacial como en lo temporal, todos los aspectos ligados al éidos, es por lo que me permito la licencia de proyectarme, precisamente hacia aquellos lugares, y por qué no, hacia aquellos tiempos.

Es La Hispanidad la prolongación natural de España. Es su consagración más allá, ajena incluso por definición, a las limitaciones propias o autoimpuestas que otros países, en justicia, han de imponerse.
Es tan grande, que como todo elemento sujeto a las libertades propias de su condición de carácter metafísico, transciende incluso a su naturaleza, permitiéndonos asumir qué, a través de la acción directa de la Historia, puede traer al terreno de lo real, aspectos ya disueltos, en el campo inhóspito y la mayoría de veces yermo, del pasado.

En torno a la idea, que es en realidad lo que conforma la Hispanidad, se enmarcan, hoy por hoy, una serie de realidades sincréticas las cuales no hacen sino unir, de manera imperecedera, cuestiones y conceptos que de cualquier otro modo no sólo no podrían converger, sino que de ninguna de las maneras podrían avanzar, ni tan siquiera permanecer. Es entonces, y sólo entonces, cuando comenzamos a comprender el alcance si no la magnitud del hecho, un hecho que transciende, que a nadie le quepa la menor duda, en el espacio (ultramar) y en el tiempo (quinientos veinte años).

De esta manera, la grandeza del sentimiento al que nos emplaza la Hispanidad queda, aunque no definido, si al menos delimitado. Lo hace desde el instante en que comprendemos su transcendencia, la cual a su vez se manifiesta en la capacidad de trasposición que manifiesta al manejar con la misma capacidad, y casi con la misma comodidad, aspectos tangibles, netamente humanos; con otros más racionales o metafísicos, en cualquier caso, más alejados de los planteamientos canónicos o materiales, siendo en definitiva más etéreos.
Y sin perdernos ni un segundo en tales conceptos, e integrándolos de una única vez en el desarrollo conjunto que los motiva, podemos terminar por decir que la Hispanidad es, en realidad, Cultura, Educación, Historia. Todo lo cual converge en una manera de ver el mundo, y entender con ello a las personas que lo conforman. Y todo ello desde un marcado carácter integrador, forjado en la neta convicción de que la aportación jamás puede entenderse desde la exclusión, la enajenación de los valores culturales, o el abierto exterminio de los principios.

Educación, Cultura, los dos valores de los que por excelencia más y mejor puede hablar la Hispanidad. Así, cuando en 1636 James HARVARD fundaba su prestigioso Establecimiento de Enseñanza, La Hispanidad ya contaba en Sudamérica con trece Centros de Estudios Generales, o lo que es lo mismo, los embriones de la moderna Universidad.

Con ello, podemos finalizar que tanto la Hispanidad, como el mensaje que de la mimas podemos extraer tantos años después, pasa inexorablemente por la constatación, una constatación que puede tener hoy más sentido del que ha tenido en los últimos años, de que el momento en el que vivimos, se ha convertido en realidad en una cita con la Historia. Por ello, somos especialmente responsables, tanto de nuestros actos, como de nuestras inconsistencias, de manera que por los unos, y por los otros, seremos juzgados, sin duda.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.




martes, 9 de octubre de 2012

DE LOS REENCUENTROS. DE CUANDO EL REGRESO AL FUTURO.



“El Hombre del Barroco ama la inquietud y la tensión, pero sobre todo ama el patetismo grandioso.”

Inquietud, tensión...patetismo, aunque en este caso desgraciadamente no merezca el sufijo de grandioso. ¿No podría responder en realidad esta descripción no a la época barroca, 1600-11750; sino realmente constituir un bello aunque no por ello menos sucinto rebato de la realidad contemporánea, aquélla que más que vivir, bien podemos decir que nos ha tocado padecer.

Algunos estamos sinceramente convencidos de la más que sincera relación que existe entre Música y Realidad. Sin embargo, hemos de acudir a las palabras del siempre genial y nunca suficientemente alabado NIETZSCHE, para empezar a intuir el verdadero marco de semejante relación. Una relación que más que vincularnos a nuestra Realidad, lo que hace sencillamente es anclarnos, con todas las consecuencias que el argumento tiene, a nuestro tiempo. La Música se convierte así en el último vestigio de razón y clemencia, que le quedará al Ser Humano una vez que las exigencias caníbales que la nueva Sociedad exige al nuevo Hombre, le arrebate incluso lo más preciado, es decir, su propia condición.

Y sigue NIETZSCHE, radical, como sólo en él puede ser posible, convirtiendo en normal lo que no son sino atisbos de radicalismo. Coherente hasta la extenuación con aquélla, la máxima por excelencia, la que reza que “….si radical es el título del cual se hace merecedor aquél que ataca los problemas desde la raíz, entonces, qué duda cabe, todos deberíamos ser radicales.”
Desde ese ánimo de espíritu. Desde ése, y sólo desde ése, podemos comenzar a intuir, y todavía vagamente, las connotaciones que adquiere la frase capital en el día de hoy.

Inquietud, tensión, y, en el colmo de la desazón, cuando no del cinismo, patetismo grandioso. Sinceramente, he de acudir al genial alemán, una vez más, para no volverme loco. La verdad es que sólo espero reencontrarme, aunque sea muy de lejos, con un mero conato de realidad. Y lo hago, una vez más el viejo alemán no defrauda.
En una misiva enviada a su amigo Erwin RHONDE, escribe que el verdadero mundo es la música. La Música es lo monstruoso, lo que transciende. Si uno la escucha, se abriga en el ser.


Mas abandonando el radicalismo, no por insatisfacción, sino más bien por cuestiones derivadas del pragmatismo, y de la constatación práctica de que incluso en términos de mero paso del tiempo tales circunstancias no constituyen una certeza viable; hemos de aceptar de nuevo, trayéndola de manera eficaz a colación, la insigne relación que vincula a la Música con la realidad, y por extrapolación, con el tiempo que ésta vive.

Constituye así, la vida, una concatenación más o menos ordenada, de sucesos que, deben su coherencia en la mayoría de ocasiones no a características que les puedan ser atribuidas desde la constatación natural. En la mayoría de ocasiones, por el contrario, esta coherencia, cuando no por esencia la mera ilusión de su permanencia, ha de buscarse en el tiempo, si no abiertamente en la Historia, de la que se convierten en artífices.
La vida como sucesión de acontecimientos. El tiempo como marco de la sucesión de éstos. Y la Música, como canal natural de vinculación de los mismos. Y en medio, el hombre, como actor, casi secundario. Por ello, habrá de ser necesariamente la Música la que le lleve de retorno a la normalidad, a una normalidad que procede de redefinir los protocolos naturales del diseño: “Todo lo que no se deja aprehender a través de las relaciones musicales, engendra en mí hastío y náuseas. Al volver del concierto de Mannheim sentí en mayor medida el singular miedo nocturno ante la realidad del día, pues ésta ya no me parece real, sino fantasmagórica.”

Se trata, en realidad, de aceptar como máxima la realidad partícipe de la constatación procedimental de que los hechos, si bien pueden parecer nuevos, siempre proceden en realidad de un hecho pasado, o en el peor de los casos de una interpretación paralela de éstos; cuando no aceptar, sinceramente y a ciencia cierta, que verdaderamente, nadie pone nada nuevo bajo el sol.
Se trata, en definitiva, de constatar que el pasado está mucho más presente de lo que nos pensamos en nuestros presente. De manifestar la certeza de que en realidad lo que llamamos presente, no lo es tal en la medida en que el concepto básico que debería ir inexorablemente ligado a él, a saber, la originalidad, no sólo no comparece ante su cita, sino que más bien la rehúye de forma manifiesta en tanto que el presente no es sino una nueva manifestación del pasado, en tanto que es reinterpretado al ofrecernos nuevas sensaciones, emociones distintas.

Sensaciones, emociones. En definitiva, el territorio por antonomasia de la emotividad, y por ello abonado para la Música.

Así, de aceptar la correlación de tiempos, no como de pasado hacia presente, sino de pasado a pasado modificado; podremos reflejar los vínculos que unen al presente que nos ha tocado vivir, con el pasado del que procede. Así, de la comprensión eficaz de tal pasado, comprensión a la que ahora sí podremos acceder plenamente en la medida en que la perspectiva responde a todas nuestras preguntas, y resuelve todas nuestras cuestiones; podremos encontrar de manera inequívoca el camino en pos del que enfilar la manera adecuada de afrontar todos los problemas que nos acosan, los cuales tienden a convertir en infumable la vida que nos ha tocado vivir.

Así, embarcados en la apología del caos en la que podría convertirse tratar de hallar por metodología de ensayo-error el plano temporal adecuado, llegamos a la conclusión de que la Música, y más concretamente el vínculo que ésta tiene con cada momento histórico, bien podrá ayudarnos.
Se trata esencialmente de explotar la tesis de que la Música que se compone, que triunfa en cada época, lo hace porque guarda ciertas categorías conceptuales que la dotan de coherencia. Significa el reconocimiento explícito de que cada Realidad Histórica tiene sus emociones, y por ende la Música que le es propia, como expresión sinérgica de tales emociones.

Busquemos pues, en el amplio catálogo de la Música a lo largo de la Historia, aquélla que es coherente con las emociones que nos son propias. Sólo pueden pasar dos cosas, que no encontremos correlación por parte alguna, lo que supondrá el reconocimiento expreso de aquello que sólo es intuido, o sea, que esto no tiene vuelta atrás, significando el principio de un camino sin retorno. O, por el contrario, podremos reencontrarnos con nuestras emociones pasadas, recuperando con ello nuestra identidad, y pudiendo en consecuencia desandar lo andado, a la búsqueda explícita del momento en el que nos desviamos del camino correcto.

¿Supondrá esto aceptar que el camino que ha de transitar el próximo Hombre, su futuro, no pasa sino por un retorno a su pasado?

Luis Jonás VEGAS VELASCO.