domingo, 25 de septiembre de 2011

VIVALDI Y LA NUEVA CONCEPCIÓN DE LA MÚSICA, DEL DOMINIO DEL SOLISTA, AL TRIUNFO DEL CONCERTO GROSSO.













A cualquiera que a estas alturas acceda por primera vez a este blog, y le diga que hasta hace apenas ochenta años, Antonio VIVALDI, su obra, y su concepción de la música, era de todo menos una realidad cercana y conocida para la mayoría; sin duda me dirá que soy un excéntrico, por no decir algo abiertamente más malsonante. Sin embargo, sinceramente, semejante afirmación les parecerá igual de extravagante, de no ser porque conocen el rigor con el que confeccionamos éstas páginas.

Sin embargo, superado el primer susto, podremos conceptualizar hechos como el que hasta 1922 no se publicó el primer catálogo completo de su obra, paso imprescindible para superar traumas a los que el propio autor hubo de enfrentarse en su época, y que le llevan a no figurar ni tan siquiera en los registros históricos de la Música de la Época. Las causas, diversas. Las que se refieren a su época, hay que buscarlas en las envidias propias de aquellos que vieron en el excesivo éxito que alcanzaba el Cura Rojo (tranquilos, sólo se hacía referencia al color de su pelo, herencia paterna), con la interpretación y publicación de sus obras. Las que se refieren a nuestra época, hay que buscarlas en aquellos que, después de su muerte dejaron, o incluso se empeñaron en que pasara desapercibido, al hacer una mala translocación conceptual, cuando tacharon la ingente obra de ingeniosa superficialidad, a la par que se permitían diluir totalmente el acervo que suponían las 778 composiciones en una mera “recuperación del legado de Bach”, como ocurrió hasta el siglo XIX.

Tendremos así que esperar a la Tesis Doctoral que Marc PINCHERLE le dedica en 1913, para poder superar los criterios taciturnos que definen la obra como “repetitiva y poco variada”, para poder enfrentarnos sin tabúes ni consideraciones previas a una obra realmente ingente, cuya novedad supera lo técnico, reservando lo mejor para una ejecución pensada en renovar los cánones de la Música del Barroco Tardío, enfrentando, tal vez demasiado pronto, a los coetáneos, con un mundo musical que es la antesala de la Música Clásica tal y como hoy la conocemos.

Hijo de un “sonador” de Brescia, cuando el 4 de marzo de 1678 viene al mundo Antonio Lucio VIVALDI, su padre, testigo de la más que débil constitución del infante, decide hacerlo bautizar allí mismo, por la partera, alegando el “evidente riesgo de muerte”. Posteriormente, el Sacerdote Giacomo FORNACIERI certificaría el 6 de mayo del mismo año las acciones bautismales llevadas a cabo por la comadrona, Margarita VERONESE. En definitiva queda puesto de relevancia la incipiente existencia de una enfermedad, a saber asma, que durante toda su vida le acompañaría, siéndole útil a veces, como por ejemplo cuando le habilita la dispensa de decir misas tras su ordenación como sacerdote el 1 de septiembre de 1803. Esta dispensa, y su nombramiento como “maestro de violín” en el Colegio de la Pietá, le dotaron del dinero y la autonomía suficientes para proceder con las acciones técnicas que hoy nos llevan a dedicarle nuestro tiempo.

La publicación en 1705 de la obra “doce sonatas en trío, a cargo del maestro impresor Giusseppe SALA, le catapultan directamente al éxito. Este hecho le dota de la autoridad suficiente como para atreverse a dar el gran salto conceptual, superar el Concierto Soli, para imponer las formas del Concierto múltiple.

Hasta VIVALDI, e incluso durante varios años de su acción musical, la técnica que más se aceptaba era la denominada Concerto Soli, esto es, un instrumento solista, a saber concertino, expresaba una composición de la forma A-B-A, en la que la repetición del tema principal por la reducida orquesta se hacía sólo a modo de acompañamiento, quedando toda la autoridad de la obra en manos del solista.

A partir de 1713, la evolución emprendida hacia el Concerto Grosso llevarán a VIVALDI a conceptualizar no ya sólo una nueva música, en la que la Orquesta no sólo deje de ser relegada, sino que adquiera protagonismo, conformando con ello la antesala de la Orquesta Clásica actual, y lanzando la Música hacia el fulgor que disfrutará a partir de entonces, una vez superadas las estrecheces conceptuales del Barroco.

En definitiva, Antonio VIVALDI revolucionó la música, y muchas cosas más, para acabar como dice el Commemorali de Pietro GRADENIGO, diario de la época: “El Abate Don Antonio Vivaldi, conocido como Prete Rosso, excelente violinista y admiradísimo compositor de conciertos que le llevaron a ganar hasta 50.000 ducados, murió en la pobreza, en Viena, debido a su excesiva prodigalidad.”

Las causas, las dejamos para nuestra próxima cita con VIVALDI.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 10 de septiembre de 2011

DIEZ AÑOS, UN TIEMPO PARA CAMBIAR AL MUNDO, A LA HISTORIA…A LOS HOMBRES.


Once de septiembre de 2001, poco más de las tres de la tarde en España. El tiempo se paró. En apenas unos segundos, los instantes se sucedieron, pero fueron las épocas las que pasaron. Aquellos que tuvimos consciencia de lo que estaba pasando, sólo sabíamos con certeza una cosa, que la Historia se había citado con nosotros, y se había olvidado de comunicárnoslo con el mínimo de tiempo que el recato y la buena costumbre del protocolo marcan.

Si se esfuerzan un poco, seguro que podrán recordar aquello que estaban haciendo aquél día. La verdad es que yo puedo. Incluso, si me esfuerzo un poco, podría hasta experimentar una aproximación bastante adecuada de las sensaciones que aquella tarde de miércoles me rodeaban. Acabábamos de finalizar la sobremesa, y empezábamos a asumir el lento rumiar con el que hay que enfrentarse a un informativo de fin de verano; cuando aquella imagen lo cambió todo.

El humo que salía de aquella torre, no sólo procedía del incendio que consumía la torre, las oficinas; los papeles y las vidas de cientos de personas. Consumía una época, quemaba una forma de entender la vida. Aquella pira funeraria en la que se convirtió en corazón de Nueva York, elevó al viento, junto con el humo y las cenizas, las aspiraciones de varias generaciones de crear un mundo mejor, a partir de las lecciones aprendidas tras la finalización de la II Guerra Mundial.

Sin embargo, lo que aquél día quedó destruido para siempre, fue algo que supera con mucho a cualquiera de los elementos materiales que pudieran verse afectados. Aquél 11 de septiembre, el Hombre como especie, volvió a tener otra de esas citas históricas con las que periódicamente hemos de enfrentarnos, precisamente para refrendar eso, nuestra condición de Seres Humanos, y una vez más, la perdimos.

Para muchos, entre los que me incluyo, enfrentarnos a la magnitud del drama que aquellas imágenes ponían ante nosotros, supuso la primera conceptualización verdaderamente real que del concepto globalización podíamos llegar a hacernos. Aquellas imágenes, objetivas en su naturaleza, frías en su tratamiento, no hacían sino reeditar aquél que se convierte en uno de los conflictos más barrocos a los que el Ser Humano ha de enfrentarse. El que surge de la necesidad de conciliar de forma armónica todas y cada una de las facetas que integradas conforman lo que somos, pero que cuando campan a sus anchas no hacen sino poner de manifiesto aquello que nunca querríamos ser.

El 11 de septiembre de 2001 ha quedado registrado como el día de la infamia, como el día en el que el Hombre se ha visto de nuevo frente a frente con la bestia. Sin embargo, lo que marca la diferencia es que, a estas alturas, en nuestra época, en una época en la que carecemos de la excelsa protección de las deidades que asuman por nosotros el peso de nuestra ignorancia, que no el de nuestra inocencia, el Ser Humano se ha reconocido a sí mismo en la mirada del otro, en los ojos de la Bestia.

La dualidad del Hombre, manifestación sublime de la dialéctica, motor de la evolución humana, nos reunió a todos de nuevo. Se citó con nosotros, una vez más, para cobrarse su tributo. Lo hizo en las murallas de Sodoma y Gomorra. Lo repitió en Numancia con Scipión. No se olvidó de la Jerusalén de los cruzados. Y finalmente, una vez más, se escudó en la lapidación de aquellos que no saben sublimar su orgullo, para repetir su cita con la Historia, y de paso cambiar la nuestra.

La Historia cambió irreversiblemente, porque así cambiamos nosotros. Nada volvió a ser igual, el daño inflingido a la estructura de la Humanidad es irreparable, y por ello definitivo. Un daño así, sólo puede tener una explicación; esta explicación tiene que ser capaz de integrar de manera coherente idea de Hombre, con concepto de diferenciación (sólo alguien que se considera distinto, por encima de sus semejantes, puede concebir causarles tanto dolor), junto con ingredientes de pasión cercana al paroxismo. La respuesta es ahora más clara, la Religión.

Sólo desde el punto de vista de la Religión, sea esta cual sea, puede concebirse de manera conceptual, la posibilidad de ejecutar un acto tan atroz, encontrando para ello antes, durante y después, justificaciones suficientes. La Religión es en esencia el vehículo por excelencia del que se sirve el Hombre para transcender a sí mismo. En esencia, esta es la única manera mínimamente viable de poder conceptualizar lo que se convierte en la mejor muestra de esa dualidad dialéctica que posee el Hombre, esa capacidad que, esencialmente nos aleja de los animales, a la par que esconde nuestro gran secreto, la capacidad incipiente que tenemos de convertirnos en la peor de las bestias.

Y como vacuna, la Música. La Música sublima al alma, nos devuelve nuestra consideración de personas. Nos identifica con el más allá, en tanto que nos permite trascender a nuestra consideración de seres mortales, ya que nos permite navegar por mares desconocidos, en la esperanza de encontrar islas nunca soñadas.

La Música humaniza, nos recuerda nuestros orígenes. Y, en tanto que capacidad exclusiva y exquisita, da respuesta al eterno dilema que sobre la condición moral del Hombre constituye la que será primera y última respuesta acerca de nuestra condición de Seres: “Somos buenos por naturaleza, o por el contrario es la capacidad de infligir el mal la que nos hace diferentes”

Yo no aspiro a responder a la misma, si bien tengo mi opinión.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.