sábado, 30 de abril de 2016

30 DE ABRIL DE 1945. EL DÍA QUE EUROPA SE QUEDÓ SIN EUFEMISMOS.

Una de las cuestiones cuya existencia pone en duda la sin duda merecida tranquilidad del Ser Humano, es aquella que se formula en relación a la necesidad que éstos tienen de los monstruos. La causa de tal consideración es tan sencilla como atroz. Que los monstruos sigan siendo necesarios determina que ellos y solo ellos seguirán siendo responsables de todas aquellas aberraciones que por su crueldad, ya sea en lo concerniente a la fase de planeamiento, o en la de ejecución, resulten totalmente improbables de adjudicar al género humano.
Resultará pues que el día en el que los monstruos sean innecesarios, la Humanidad correrá sin duda un grave peligro.

Nada hay más aterrador para el Hombre, que la de encontrarse a solas con una conducta monstruosa. Bien pensado, quizá una cosa, solo una cosa, pueda resultar más aterradora; enfrentarse a ella sin miedo, porque en el fondo se reconoce en ella.

Identificar la mirada de un monstruo supone, sin duda, reconocerse en la monstruosidad. El Hombre, a lo largo de la Historia, se ha pasado siglos y milenios descifrando el terror, barrutándolo primero, admirándolo después; para finalmente perseguirlo de forma indiscriminada.

Conforma el terror una de las más evidentes y a la sazón primitivas formas de la a menudo poco venturosa relación que el Hombre ha mantenido con el poder. El terror, ya sea como procedimiento (destinado a conseguir el poder), o como concepto (constituyendo en sí mismo una más que reconocible, evidente, forma de poder), se ha erigido en sí mismo como acicate más que evidente de cuantos han conformado la larga lista de protocolos que a lo largo del tiempo que transcurre desde la consecución de la que denominamos Edad Moderna, han presidido la forma de hacer, determinando con ello la forma de pensar, de todos cuantos han supuesto algo, fundamentalmente en Europa, pero por qué negarlo, también en todo el mundo.

Podremos así pues inferir sin excesivo riesgo de caer en error, que el la búsqueda del poder, y su consecución violenta, fundamentalmente mediante el desarrollo y la imposición violenta de procederes o recursos, se halla de una forma u otra directamente implementada entre las causas que con mayor definición pueden ayudarnos a dilucidar los motivos por los que, por ejemplo, tantas veces hemos determinado cuando no tratado de demostrar que el Siglo XIX no finalizó realmente en 1899. Y si no lo hizo fue porque los complicados procederes sobre los que descansaban los complejos conceptos que habían permitido averiguar el extinto siglo como uno de los más importantes de toda la Historia de la Humanidad, necesitaban de una prórroga para lograr la satisfactoria conclusión de sus méritos y deseos.

Sin caer en la contradicción propia de sobrevenir sobre la conclusión vertida, inferir de la misma cualquier suerte de inferioridad en lo concerniente a las propias capacidades del Siglo XX, llegar a pensar en el mismo como un mero corolario de la centuria anterior, al menos en lo concerniente a capacidad de gestación de desasosiego, sobre todo cuando éste va directamente dirigido contra la propia especie, supondría sin duda un ejercicio de bondad, cuando no de servilismo, tan poco edificante como del todo innecesario, sobre todo si tenemos en cuenta la desmesurada inversión en procederes destinados a desarrollar la maldad conservada desde el XIX, que se esmeró en desarrollarse a lo largo del Siglo XX.

Todo lo expuesto vendría a resumirse en algo así como que la incapacidad para establecer la frontera entre los siglos XIX y XX se encuentra justificada a partir de la identificación primero, y aceptación después, de que tal frontera, de existir, no supone más que un reducto conceptual, por ser los límites absolutamente borrosos. La causa, parece evidente, pues no se trata ya de que entre ambos periodos se puedan y deban establecer vínculos de complementariedad, sino que mucho más que eso, la relación que une a ambos periodos es inevitable a la par que unívoca. Ambos periodos se encuentran vinculados por medio de unos lazos tan imprescindibles como por otro lado inescrutables; dando con ello forma a una realidad conceptualmente solo asimilable a la que procede de constatar la existencia de hermanos siameses: Las identidades de ambos son perfectamente reconocibles, sin embargo la supervivencia de ambos depende de la concepción que de ambos se haga como una estructura única e indivisible en términos de funcionalidad.

Sin embargo, la independencia de las estructuras mentales, garantiza independencia en los pensamientos. Aunque la relación, cuando no el fuerte influjo, acabará manifestándose como una realidad imposible de negar.

Podemos por ello decir que las primeras décadas del Siglo XX transcurrieron bajo una suerte de apatía que ni siquiera podemos catalogar como propia, pues las causas, o por ser más concretos, los idearios cuya no consecución se revelaban como la verdadera causa de la frustración de aquellos primeros hombres del Siglo XX, no les pertenecían, toda vez que sus raíces se hundían en lo más profundo del XIX.
Habremos pues, si de verdad queremos no ya conocer sino como mucho intuir, las verdaderas causas que acabaron por traducirse en las motivaciones de estos hombres; de retroceder en el Tiempo hasta el Siglo XIX, pues allí y solo allí se encuentran las respuestas a las preguntas que contestan a la mayoría de las atrocidades que la búsqueda del poder, y el desarrollo que en pos del mismo se hizo de la terrible máquina del terror, nos llevan a redundar en el XIX las competencias propias del XX.

NIETZSCHE, FREUD, WAGNER, BISMARCK (del que mañana se cumplen 201 años de su nacimiento), se erigen pues en mucho más que personajes, en manuales de instrucciones cuyo desarrollo conceptual resultará determinante para comprender los cauces por los que esta suerte de simbiosis establecida entre el XIX y el XX empezó a ser de carácter mutualista, pero pudo acabar siendo un fracaso parasitario.

La causa de tamaña desazón: Adolf HITLER. O para ser más precisos, la concatenación de desastres conceptuales que acabaron por auparle como una suerte de catalizador, destinado a convertir en plausible el resultado de la combinación química otrora imposible que pudiera devengarse de los principios resultantes en caso de hallar la manera de combinar los procederes y los pensamientos de los protagonistas arriba mencionados.

Adolf HITLER, o para ser más precisos, lo que a partir de ahora pasaremos a denominar el asunto A. HITLER se muestra ante nosotros como algo cuya complejidad ha de ser entendido como algo más que el resultado de una mera o siquiera accidental concatenación de situaciones contextuales o vitales, para pasar a ser considerado como una suerte de enmienda a lo explicitado hasta el momento:
Nacido en el XIX, será sin duda la suerte de protección que del mundo le será brindada por lo especial, algunos dirán que enfermizo de la educación recibida en el ambiente familiar, materno por ser  mas precisos; lo que redundará en una personalidad que más allá de cualquier consideración que siempre a posteriori podamos llevar a cabo, promoverá de forma activa la consecución del ideal conceptualizado en el XIX, tomando para ello todos y cada uno de los mecanismos que a título de procedimiento, le serán proporcionados por el Siglo XX.

Vendrá pues HITLER no ya a unificar las exigencias conceptuales de los personajes del XIX. Lo que es peor, identificará de forma plena en el arranque del XX el cúmulo de circunstancias capaces de permitir la inclusión de forma ordenada de todas las premisas llamadas a conformar el escenario desde el que llevar a cabo la consecución de todos y cada uno de los sueños de poder que hasta entonces no habían visto satisfechas sus demandas. Y lo que es peor, observó la plena competencia de cara a la construcción y puesta en marcha de la mayor máquina de terror que hasta ese momento había contemplado la Humanidad.

Abrumados pues por el exceso de equipaje, renunciamos siquiera a cambiar el contexto temporal. Tan tremenda era la tarea, que resultaba más ventajoso cambiar a los protagonistas, antes que enfrentarse a la modificación del escenario. ¿El porqué? Sencillo: El contexto no era nuevo, pertenecía, como decimos, a un pasado cercano, tan cercano que ni siquiera se había extinguido del todo. Resultaba por ello mucho más sencillo iniciarse en las labores destinadas a hacer sucumbir al Hombre. O más bien al contrario, a reforzarlo en sus tesis de origen.

Comienza así el drama de la gestación tramposa del Hombre del Siglo XX. Una farsa toda vez que la misma no trata sino de la transfiguración del que habitó, con todas sus consecuencias, en el XIX.
Como tal, en el mismo son del todo reconocibles las acciones del nuevo Doctor FRANKENSTEIN. Y como tal, en el mismo resultan perfectamente reconocibles las consideraciones propias de un engendro. Si el monstruo es el resultado de la unión incoherente de retales procedentes de la muerte, materialización suficiente del que se supone mayor fracaso del Hombre; nuestro Hombre del XIX resulta de una unión, no mucho más afortunada, de elementos incoherentes entre sí:
FREUD parecía destinado a surtir de esencia al monstruo. Una personalidad propicia para sustituir la ausencia dejada por la incomparecencia de un alma.
NIETZSCHE vendría a aportar la conciencia, elemento imprescindible para hacer al monstruo consciente de lo que le rodea.
WAGNER era el responsable de la estética, a saber, un baldío sustituto de la conmiseración, cuando por sus actos ni siquiera de tal es digna el Hombre.

Y mientras Europa callaba expectante, siendo testigo y por ello cómplice del que se gestaba como el mayor tabú al que la historia moderna nos abocaba; los sucesos del 30 de abril de 1945 vinieron quién sabe si a salvarnos, toda vez que nos enfrentaron con nuestros miedos, toda vez que nos permitieron identificarlos, haciendo por ello posible que hoy los reconozcamos de nuevo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 23 de abril de 2016

DEL INFINITO A LOMOS DE UN BURRO. DE CERVANTES Y SU PLUMA COMO RESPUESTA A PREGUNTAS DEL FUTURO.

Conmocionados, ¿cómo no? por el peso inhumano que sobre nosotros descarga eso que llamamos responsabilidad, un ente indefinible al que hemos de aproximarnos con moderación pues de hacerlo de cualquier otro modo nos veríamos sin duda persuadidos por los nuevos cantos de sirena, y al contrario que Ulises sí que estrellaríamos gustosos nuestras naves contra los acantilados, siendo con ello al fin felices, quién sabe si más por morir, lo que en el fondo supone dejar de buscar; que de manera imperceptible dirigimos nuestros pasos por primera vez no hacia delante.

Es entonces cuando abrumados por primera vez no ya por el peso de nuestro cuerpo, como sí más bien por el efecto que en nosotros causa el ser conscientes de nosotros mismos, que nos damos cuenta de lo embriagador que puede resultar el comenzar a descubrir a los demás, así como todo lo que les es propio, o incluso impropio; a todo lo cual hemos accedido ni antes ni después de ser dueños de nosotros mismos.

Pero es entonces, tras haber jugado apenas un poco con el nuevo juguete que se nos ha proporcionado, que rápidamente nos aburrimos del mismo. Tal vez aburrimiento no sea la palabra que mejor describe el cúmulo de sensaciones que poco a poco irrumpen en nosotros, atenazando unas veces nuestro alma con una brutal sensación de angustia, cuya superación, también regalada, no hace sino proporcionarnos otro ejemplo de sensaciones brutales, sensaciones que como un cálido elixir, sirven para hacernos patentes no ya de nuestra realidad, como sí más bien del miedo que a partir de ahora estará siempre con nosotros, el miedo a perder lo que tenemos, el miedo a morir.

Si alguien sigue preguntándose, como más de una vez yo mismo he hecho, en qué momento determinado el homínido dejó de ser tal, para ser sustituido por el hombre; le invito a que instaure en ese preciso instante, el momento que viene a rebelarse como la respuesta a su pregunta. No en vano, uno no puede afirmarse dueño de algo, hasta que el miedo a perderlo se hace patente, momento a partir del cual uno se funde con el miedo a perder lo que se tiene, porque muy probablemente a tal consideración queda reducida su propia existencia.

Tenemos para ser. He ahí lo que bien podría resumir de manera escueta o incluso un tanto esquemática lo destinado a ser en sí mismo el resumen de la vida de muchos. ¿Sería injusto decir que de la mayoría? Porque para quienes vengan ahora a decirme que tener no es igual a ser, que pongan por favor mucho cuidado de hacerlo sin faltar al respeto a nadie, o cuando menos sin faltar al respeto al que aquí y ahora se atreve a poner en duda la levedad de tales consideraciones; pues si algo he aprendido de quienes tan abiertamente se consideran al margen de lo dicho, es a poder asegurar que su certeza no procede, como  pretenden insinuar, de una mayor catadura moral, sino que procede de una suerte de frustración procedente de la insatisfacción que proporciona el saber que, efectivamente, su incapacidad redunda hasta el extremo de hacerles conocedores de que nunca podrán ser, porque no tienen lo que hay que tener.
Sea como fuere, lo único que parece objetivamente defendible de todo lo expuesto hasta el momento puede no ser sino lo que redunde de la constatación de que tanto las sensaciones descritas, como por supuesto la esencia que circunda a los múltiples protagonistas que a lo largo de los siglos bien han podido venir a redundar con su experiencia vital, en lo que viene a erigirse en núcleo de nuestra deducción, podría sin necesidad de una gran inversión en energía, convertirse en marco definitorio de lo que para muchos ha venido a ser el espíritu vital, que a lo largo de los tiempos ha impulsado el bajel de la vida por los inciertos mares.

A semejante, o al menos a parecida conclusión debió llegar el que hoy se erige en protagonista no ya de nuestras reflexiones, como sí más bien de la práctica totalidad de las que en los últimos días se llevan haciendo no solo en nuestro país, sino me atrevería a decir a lo largo y ancho de todo el planeta. Con todo y con ello, redundando en el argumento, creo sinceramente que el atisbo de grandeza que haya de serle supuesto a Miguel de Cervantes, pues de él que no de otro procede la esencia que viene hoy a aportar lustre a mis palabras, no ha de verse incrementado en el hecho de haber, efectivamente haber hecho pensar a la vez a gentes del todo el mundo, pues sinceramente creo de mayor valía la que procede de haber hecho pensar, sin duda por primera vez, a muchos de los que con nosotros convergen en este lugar.

Puestos, cuando no incluidos, en loas y conmiseraciones; que el traer a colación la figura de Cervantes no ha por nuestra parte de suponer homenaje, o no al menos en la forma y por ende en la medida en que otros, probablemente la mayoría, habrán tenido por bien hacerlo. Se derivaría de tal proceder, una suerte de redundancia, procedente ésta de saber que caeríamos en la repetición, pues de los múltiples procederes que al respecto de la misma se han tenido, seguro que se ha redundado sobradamente en la vida y milagros del sin duda genio; quedando pues por ello solo al alcance del que se revele como poco humilde el pensar que científica o siquiera objetivamente, se halla en disposición de aportar nada nuevo al argumento.

Queda con ello nuestro espacio reducido al de la imaginación, lugar en el que sin duda las connotaciones dejan de ser abrumadas, para convertirse más bien en abrumadoras, pues solo de ellas pueden desprenderse como las esencias de los jazmines al atardecer, las sutilezas que dotadas de carácter propio en unas ocasiones, e impropio en otras, vienen a aportar luz allí donde otros apenas fueron capaces de vislumbrar oscuridad, privando quién sabe si a la Humanidad de uno de los placeres más majestuosos de cuantos estamos en disposición de llegar a disfrutar, ya sea como protagonistas de nuestra vida, o enrolados como personajes en la aventura que puede devengarse una vez superada ésta.

Porque la genialidad de Cervantes puede apreciarse en multitud de ocasiones, muchas de las cuales están todavía por llegar. Sin embarbo pocas o siquiera ninguna serán capaces de amoldarse a la que sin duda ya se ha puesto de manifiesto ante nosotros en alguna ocasión pues, ¿Acaso nadie ha sentido que no es sino Don Quijote el personaje real, pudiendo bien ser D. Miguel tal vez el personaje ficticio?

No dedicaré pues un solo instante a elogiar al autor ni a su obra, o por ser más exactos si bien no por ello más justos, no lo haré recurriendo a una sola de las artimañas que a menudo emplean los pobres mequetrefes que presos de la sensación de desamparo en la que a menudo sume la ignorancia, se ven apresados en la desolación cuando han de fingir que saben de lo que hablan, cuando para su desgracia se habla del Ingenioso Hidalgo.

Mas en contra de lo que pueda parecer, tal situación se presenta de manera más habitual de lo que pensamos, pues la vida pone ante nosotros con más frecuencia de lo que pensamos situaciones perfectamente rutinarias. ¿Qué dónde reside entonces la genialidad del personaje, y por ende del autor? Pues precisamente en lo especial de los métodos que convergen en aras de satisfacer la demanda que la propia vida hace en forma de encomienda. Genialidad que subyace al hecho de comprobar que por primera vez no basta con salir del apuro, sino que resulta imprescindible hacerlo con una suerte de clase que resulta del todo perceptible dentro de lo ignoto del concepto propio del recuerda Sancho que hemos venido a deshacer entuertos.

Se describe pues a sí mismo D. Quijote en lo exclusivo de su esencia, y nos hace patente lo esencial de aquél que se revela como su hacedor, si bien puede que tan consideración no sea del todo justa, pues de merecer ser tenida en cuanta la misma nos abocaría a la consideración de tener que aceptar que D. Quijote no hubiera sido posible sin D. Miguel, y aceptar tal hecho supondría asumir que ni el uno ni el otro hubieran sido posible sin la interacción que de ambos se devenga, lo que no supone sino una suerte de excepción para todos aquellos que participamos de la convicción de que la mayoría de las cuestiones que por su carácter estructural determinan al Hombre, lo hacen desde una consideración de influencia de contexto es decir, que al estar causadas, se han de dar de manera necesaria, reduciendo a contingente tanto el momento, como en este caso la persona llamada a ser protagonista.

A pesar de todo, o tal vez con todo, me resisto a pensar que Don Quijote de la Mancha fuera un proyecto viable, en las manos o en la mente de cualquier otro ser humano; de parecida manera a como no me creo que Cervantes hubiera podido vivir una vida como la que tuvo, de no haber sido por el caballero de la triste figura.

Porque no creo que haya nadie que a estas alturas esté dispuesto a aceptar que una obra como la mentada puede realmente escribirse. Una obra de la magnificencia de D. Quijote de la Mancha se pergeña. A la respuesta de cómo, se responde: viviendo. A la respuesta de cuánto, se responde: a lo largo de toda una vida.

Es por ello que a título de conclusión, aunque desde luego sin ánimo de concluir; que podemos afirmar y no como un problema, que Cervantes y D. Quijote no es que se hayan unido. Cervantes y D. Quijote siempre fueron uno. Uno y siempre. Llamados a poner fin al problema de la responsabilidad del Hombre, pues se erigen en respuesta a muchas de las preguntas entre ellas, las vinculadas al infinito, en su forma de eternidad.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 16 de abril de 2016

DE CUANDO LA HISTORIA NO HACE SINO REDUNDAR EN EL OLVIDO.

Si verdaderamente el motivo o el origen de una discusión contuviera suficiente información como para permitirnos llevar a cabo juicios de valor en lo atinente a la calidad o las capacidades de los que en las mismas permanecen o siquiera participan, a menudo comprobaríamos y seguramente no sin desasosiego, lo inadecuado que en ocasiones resulta el guión que muchos pretenden apropiarse; el guión de una obra para la que en múltiples ocasiones no solo no están preparados, sino que de tratar de participar en el mismo, habrían de prepararse para hacerlo como mucho disimulados entre el público, como Clap.

Y siendo tal consideración ya lo suficientemente preocupante cuando como decíamos afecta de uno en uno, es decir, a nivel ético; ¿Qué podemos llegar a suponer cuando esas mismas conversaciones, o al menos el grado de tales, es lo que se aprecia en el devenir de los aspectos que de una u otra manera acaban por conciliar el aspecto de la sociedad en la que convergemos?

De tamaña tesitura se viste hoy el contexto que viene no en vano a alterar nuestra paz, hasta el punto de llevarnos sinceramente a la consideración de reflexionar sobre ello, centrando el núcleo de la inferencia precisamente a partir de la conversación que últimamente, de manera más o menos velada, centra el debate de muchos.
Todo gira, o al menos en apariencia así parece ser, en relación a lo correcto o en su caso desacertado que resultan del lema de una moneda que supuestamente va a ser acuñada. El mencionado lema: “España, 70 años de paz”, parece no ser del gusto de algunos, a la vez que parece constituir un acertado tema de debate para la mayoría. Sea como fuere, lo cierto es que sin entrar, al menos de momento, en cuestiones apreciables desde el punto de vista relativo; de estar el motivo del lema acertado en lo concerniente a las matemáticas esto es, de no contener error aritmético contable, poca o ninguna discusión cabría suscitarse de un tema tan concreto y objetivo como el que la misma refiere. Así, de poderse contar ciertamente en España los últimos 70 años como libres de conflictos armados, siquiera dispuestos conforme a lo que los procederes y tratados internacionales llevan a describir como tales, el debate quedaría zanjado, sin preocuparnos aquí y ahora ni tan siquiera de sobre qué grupo recae el honor de saberse en posesión de la razón.

Pero claro, de ser tan sencillo, la cuestión adolecería sin duda de algún problema. Y de no hacerlo, habríamos sinceramente de cuestionarnos si la misma responde con certeza a los cánones propios de estar planteada en nuestro país, no en vano se define el mismo como de un país eminentemente complejo, perdiendo la misma “muchos puntos de grado” si de verdad ahora vamos a discutir cuestiones como ésta.

Ubicar así en 1946 el punto de inflexión a partir del cual la Historia Moderna de España ha venido discurriendo según preceptos de categórica paz, constituye un ejercicio, cuando no un alarde, que en sí mismo requiere de toda una suerte de explicaciones que antes o después habrán de ser dadas, o siquiera pedidas, a las que habrán de hacer frente, aunque entendemos que no sin ciertos problemas, aquellos que todavía hoy se empecinan en remolonear con cuestiones históricas, sobre todo cuando éstas o la sombra más o menos inquebrantable que su recuerdo deja, salpica de acidez el mantel blanco sobre el que animosamente se empeñan en repartir las viandas con las que aderezar la suerte de tarde de campo en la que parecen insistir en convertir la explicación de los usos y consecuencias que han traído a este país hasta este aquí, hasta este ahora.

Es así que encontramos entre los mencionados fundamentalmente a protagonistas en sí mismo de muchos de los momentos a los que se ha de hacer mención, hecho lógico e incuestionable si tenemos en cuenta el escaso tiempo transcurrido desde algunos de los acontecimientos mentados. Sin embargo, tamaña circunstancia puede explicar, si bien nunca explicar, la existencia de ciertos descuidos, olvidos y despistes, cuya mera existencia ofrecen por sí solos ejemplo de la catadura moral de la sociedad que los permite, incluso que promueve tales hechos.

Porque ha de ser precisamente en el 85º Aniversario de la II República Española, o más concretamente tras asistir a las diferentes fenomenologías que han acompañado los escasos actos oficiales o no que se han llevado a cabo con el fin específico de rendir si no ya homenaje, sí al menos tributo a las personas que en su momento hicieron lo que sin duda creyeron mejor no solo para ellos mismos, sino fundamentalmente para su país; cuando ahora más que nunca me he dado cuenta de los peligros que pueden presagiarse ante un posible resurgir, no tanto de las ideologías, como si más bien de los espíritus en los que de una u otra manera éstas se han venido apoyando durante todo este tiempo.
Porque sin entrar en profundidades, estoy seguro de que en lo que muchos estamos de acuerdo es en lo diferentes que respecto a lo visto siquiera en los últimos años, han resultado las conmemoraciones. Ya procedieran éstas del ámbito formal, o respondieran a fenomenologías casi improvisadas, por primera vez en mucho tiempo hemos asistido a la germinación de un debate que no digo respondiera a intereses más o menos manidos que en años anteriores. Sencillamente digo que tanto las formas, como por supuesto el fondo este año se ha visto sustancialmente modificado.

Y si el hecho objetivo es el mismo, viniendo a constituir éste el núcleo del debate; necesariamente habremos de buscar en el hecho variable, a saber en el ambiente que ha venido a rodear el debate en sí mismo.

Resulta así pues una coincidencia, aunque una coincidencia más que interesante; que precisamente sea de nuevo Valencia el lugar en el que con mayor fuerza, con renovada intensidad me atrevería a decir yo, han tenido lugar los más interesantes ejemplos de lo que pretendo explicitar. Así, que por primera vez se critique el uso de recursos públicos municipales, en este caso concreto de varios camiones de bomberos, para retirar símbolos republicanos con los que en unos casos personajes anónimos, en otros personajes oficiales, llegando a tratarse de Alcaldes en ocasiones; habían tratado de dejar clara su opinión al respecto de algunos hechos; pone de manifiesto y revela bien a las claras hasta qué punto la celebración de estos 85 años bien puede haberse llevado a cabo con la normalidad de un país que tiene asumida su Historia. Lo que no es menos cierto es que la novedad se encuentra muy probablemente en que por primera vez en muchos años este mismo pueblo tiene ahora mismo igual de claro su presente.

Porque es ahí sin duda donde radica la enorme diferencia. La novedad que ha venido a rodear la conmemoración de estos 85 años no se encuentra sino en el muy distinto ambiente desde el que la misma se ha planteado. Y como prueba, un botón. Si hasta ahora los que nos empeñábamos en exponer cuestiones tales como la legitimidad de la bandera tricolor habíamos de hacerlo en oscuras conferencias cercanas tanto por ambiente como por disposición a reuniones paganas; este año nos hemos visto sorprendidos por el efecto que produce el ver cómo un Alcalde, concretamente el de Zaragoza, llevaba a cabo tal explicación de manera no solo lúcida, sino sin perder por ello un ápice de su bien demostrada autoridad.

Porque si alguna novedad se ha puesto de manifiesto a partir, por ejemplo, de las conmemoraciones que este año han tenido lugar con motivo de los sucesos que tuvieron lugar a partir de las elecciones del 14 de abril de 1931; ha sido precisamente del retorno de un espíritu que probablemente no resulte del todo exagerado decir que muy cercano al que ya por entonces recorrió España en toda su extensión. Un espíritu embriagador, que ahora como entonces se ha mostrado precursor de un cambio basado no en la constatación de la necesidad de llevar a cabo una revolución, sino un cambio que entonces y ahora ha de manifestarse de manera tranquila, quién sabe si porque se trata de algo natural, algo de lo que somos plenamente conscientes a la vista del grado de agotamiento que presenta el actual modelo, llamado no tanto a ser erradicado, como sí más bien superado.

Entonces como ahora la necesidad de un cambio era algo evidente. Evidente porque todo, o más concretamente la ausencia de algo, lo evidenciaba. El agotamiento de las estructuras destinadas a representar el poder era claro, y ganaba en evidencia toda vez que el correcto desarrollo de los patrones que como tal le eran propios, lejos de reducir esta distancia, la acrecentaban, dando con ello paso a la constatación evidente de que el abismo abierto entre la clase dirigente, y aquellos supuestamente destinados a ser dirigidos, era ya insalvable.

Encontramos pues de nuevo, múltiples refrendos que nos permiten ubicar patrones del pasado, en conductas que vuelven a resultarnos actuales. Así, la frustración, elemento capital entonces y ahora, se erige paradójicamente en fuente de inspiración toda vez que su derivada natural, el hastío, dirigido en este caso contra la clase que se cree destinada a ejercer el poder, alimenta nuevas soluciones políticas neta y absolutamente democráticas allí donde cabría verse hordas.
Entonces, como ahora, El Pueblo ha tomado conciencia de sí mismo.

“Preguntado el Sr. Presidente en relación a la gravedad del asunto derivado del resultado de las elecciones del pasado 14 de abril; Éste ha dicho: “¿Acaso no lo entiende? España se acostó “monárquica”, y se ha levantado “republicana”?”

Hoy, sin llegar a tanto, no es menos cierto que de nuevo, algo se mueve, de nuevo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 9 de abril de 2016

DE LA MÚSICA, EL TIEMPO, Y TAL VEZ POR ACCIDENTE…DEL INFINITO.

Si ahora, de repente, por supuesto sin venir a cuento, y desde luego sin ningún aviso previo, me cruzara en su camino y, abusando de la deferencia que me guardan osara dirigirme a ustedes para interrogarles en relación a qué es eso que tan importante parece, tanto que condiciona sus vidas al formar parte de la cadena de pensamientos que ya sea de manera consciente o inconsciente les lleva a ocupar cada una de las horas, minutos y segundos que están destinados a formar éste nuevo día; es más que probable que la mayoría de ustedes sea del todo incapaz de proporcionarme una respuesta no digo ya correcta, sino coherente. Y lo peor de todo es que esa falta de coherencia sería algo que no yo, sino más bien ustedes, serian los responsables de determinar.

Detengámonos un instante. No, no me refiero a que dejen de moverse acaso lo estuvieran haciendo. Por supuesto, no solo no es necesario que dejen de pensar, sino que incluso pueden seguir haciéndolo en cualquiera que fuera la cosa que en este preciso instante les tenía abducidos.
Sigan por el contrario a sus cosas, pero pasados uno minutos, quizá un rato, quién sabe si varios días, reto a cualquiera de ustedes a que me describa la situación o el concepto que de nuevo, en ese momento, volvía a ser tan importante como para ser digno de incinerar lo único preciado que tenemos, el tiempo.

Es el tiempo no ya una paradoja, sino la forma que adopta la paradoja por excelencia. Pueden creerme si les digo que he reflexionado mucho sobre él, y a lo único que he llegado es a una aproximación por comparación. Así para mí, el tiempo, o más concretamente la relación que con él tenemos es muy parecida a la que guardamos con un niño pequeño de conducta un tanto díscola: no podemos determinar la naturaleza de su conducta, y sin embargo somos permanentemente conscientes de su existencia, siquiera por las consecuencias que su paso deja en nuestro derredor.

Es el tiempo, una de las ésas grandes cosas cuya comprensión, o más concretamente la asunción de nuestra incapacidad para lograrla plenamente, lleva al Hombre si no a poder definirse, tal vez sí a tener noción expresa de su capacidad de talante superior, en definitiva, a saber que la importancia que tiene el que llegue a definirse, hace que merezca la pena el tiempo que haya de emplear en tamaña misión.

Naufraga así pues el Hombre en ambas misiones. O tal vez no tanto. A la postre, podemos llegar a afirmar que El Hombre no es sino una recreación determinada de la Naturaleza incapaz de definirse a sí mismo, e incapaz también de definir El Tiempo.

Pero no es el hecho de naufragar sino una metáfora del fracaso, y es el fracaso, un concepto demasiado duro, demasiado necesario. Busquemos pues un término medio, algo en lo que todos nos sentamos más cómodos, siquiera menos presionados.
Muy probablemente, fruto de la calma, y curiosamente dentro de ese contexto de silencio resultado directo del escenario al que al principio de la presente reflexión les instaba; podamos llegar a tomar en consideración una suerte de fenómenos tales como los destinados a poner ante nosotros la percepción de que muy probablemente nuestros naufragios venían motivados no por una incapacidad procedimental, atribuible por ello al marco de las actitudes, como sí más bien por una elección errónea de los patrones de aptitud a partir de los cuales llevar a cabo nuestras indagaciones.

Efectivamente, el sentido o la falta de éste que a priori pudiera determinar el modo elegido para comenzar hoy nuestra disertación, ha condicionado su voluntad para seguir profundizando en la misma, en definitiva, para seguir leyendo. Sin embargo, resultará suficiente dediquen un segundo para darse cuenta de que no ha sido tanto el procedimiento, algo actitudinal; como sí más bien la creación de unas expectativas, que podían ser o no generosas, las que han influido hasta el punto de que incluso alcanzado este momento, no lo olviden, hablamos de tiempo; estén dispuestos a seguir empleándolo en lo que sin el menor rastro de escrúpulo, les estoy planteando.

Pudiera ser, retomando la conexión elaborada entre Hombre y Tiempo, que ésta fuera mucho más que algo casual, en tanto que fruto de un mero procedimiento, accidental en tanto que tal toda vez que la misma o su percepción no necesariamente tenían todas las garantías de llevarse a cabo; o incluso de existir, bien podría haber ocurrido en un momento en el que la transición que en forma de evolución enroló al Hombre en la Vida, no hubiese terminado aún el proceso; convirtiendo entonces en inútil el desarrollo del mismo, condicionando de manera nefasta todo lo que “estaba por venir”.

Pero afortunadamente la verificación más importante que existe, la que procede de la propia Realidad, nos indica que esto no ha ocurrido.
Queda pues esperanza. Una esperanza llamada emotividad.

Porque simplemente eso, la capacidad para emocionarnos, y para traducir a emociones el mundo que, compuesto por todo lo demás resulta del todo inaccesible al resto, sencillamente por carecer de la conciencia de la propia emotividad; es la que une para siempre y de manera inseparable la totalidad de parámetros que destinados a integrar en su orden la naturaleza del Hombre, eran inaccesibles desde cualquier otro punto de vista.

Hombre, Tiempo, Emotividad. Como en muchas otras ocasiones un mero listado de conceptos a cuya comprensión aspiramos, siquiera por medio de la intuición. La intuición de que sin duda, estamos ante algo grande.
Buscamos pues algo grande, y es entonces cuando recordamos que el todo es mayor que la suma de sus partes. No nos basta pues con acertar a definir por separado la naturaleza de cada componente de la sucesión. Hemos de acceder al recurso que de manera inteligible o no, dota de esa cohesión al sistema que ante nosotros surge; una cohesión que podemos percibir, pero que resulta por ello propensa a la intuición.

Intuimos, soñamos, nos identificamos en tanto que nos proyectamos, y son esos sueños  a menudo nuestra proyección, la muestra de que sin saberlo, somos permanente futuro.

Buscamos entonces un lenguaje de emociones. Un lenguaje que ha de ser capaz de hacer asequible al mundo de lo deducido, aspectos que solo pueden proceder del mundo de lo intuido.

Ahí están de nuevo, inasequibles al desaliento, imperturbables, las dos cuestiones procedimentales por antonomasia.
Constituye el método deductivo la aceptación de que todo el análisis de lo empírico es suficiente para proporcionar al Hombre las herramientas de acceso y manipulación del medio. El orden, como idea procedimental, proporciona el resto.
Es el método inductivo como podemos imaginar, el opuesto. Así, en una suerte de escalera, inducir es ascender desde lo material y por ende cambiante, en la búsqueda de un anhelo de orden infinito que por su propia naturaleza queda solo al alcance de lo absoluto, de la Idea.

Convergemos o a lo sumo hacemos converger, en nuestra interpretación del Mundo a entes y procedimientos otrora inconcebibles. Buscamos el orden de la emoción, y creemos haberlo hallado hasta el punto de ser capaces de representarlo.

Ascendemos y descendemos pues a nuestro antojo por  una escalera que nos lleva hasta las estrellas. Las estrellas, de las que tuvimos constancia cuando descubrimos su mensaje, lo cual no sucedió hasta que no estuvimos preparados para escuchar La Música que las estrellas llevan milenios regalándonos.

Porque en definitiva, de eso y nada más que de eso se trata. De aceptar más que de comprender que el cemento que mantiene unida la sucesión formada por Tiempo, Hombre y Emotividad ha de estar dotada de recursos capaces de hacer vinculante no el hecho de ascender o descender por la escalera. Se trata más bien de que tenga la capacidad de construir descansillos en cuyo tramo de escalera los Hombres podamos detenernos un instante, en cuyo transcurso podamos participar del excelso estado que sin duda ha de proporcionar el ser netamente consciente de las emociones que procedentes de entes incompatibles por inconmensurables, hacen de la sensación que producen su única mesura.

Y en medio, o más bien como conclusión, La Música. En la Música convergen todos y cada uno de los elementos descritos. Pueden hacerlo por separado. Pero lo más importante es que en su interior es donde mejor lo hacen de manera conjunta.

Constituye esta certeza algo que hace tiempo se manifiesta como uno de nuestros mejores recursos de cara no ya a enfrentarnos, sería más correcto decir que a hacer frente a la realidad. Lo creemos importante en tanto que útil. Por ello hoy se cumplen ocho años que domingo tras domingo tratamos de hacer partícipe del mismo a todo el que desea acompañarnos. Y precisamente por acompañarnos, ¡Gracias!


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 2 de abril de 2016

LA MAYOR PÉRDIDA, LA DE LO INMATERIAL.

Fruto o a lo sumo resultado que  somos de un periplo que no de un periodo en el que solo lo material resulta ser, en tanto que todo los demás resulta, a lo sumo, supuesto; será no ya categóricamente obvio, como sí más bien una obviedad, el que cuestiones basadas en especulaciones, a lo sumo fundadas, mas no por ello menos carentes de realidades destinadas a refrendarlas, difícilmente puedan llegar a conformar un escenario lo suficientemente sólido, a la par con ello que duradero, destinado a albergar en su seno historias cuando no consideraciones llamadas con el tiempo a erigirse en auténticos pilares del saber contenido no solo en el acervo llamado a considerarse propio, sino en muchas ocasiones destinado incluso a ampliar con mucho los llamados límites que condicionan el devenir de la Humanidad.

Constituye la obviedad, en contra de lo que pueda creerse en el caso de otorgar viso de crédito a la disposición obtenida a primera vista, en realidad el mayor enemigo de la Lógica. La causa de tal reflexión hay que buscarla en el hecho contrastado en base al cual, las certezas o siquiera los razonamientos precedidos de una razón obvia, presentan en sí mismos o en su génesis posterior una suerte de prejuicios llamados en la mayoría de ocasiones a adulterar no tanto los resultados finales, como sí el procedimiento en sí mismo, haciendo con ello del todo imposible la implementación, al menos razonada, de un menester lógico.
A partir de ahí, que cualquiera que a la vista de lo que ha venido a consolidarse como el arranque de lo que hoy haya de estar destinado a conformar el contexto de nuestra ya habitual reflexión alegue dificultades para anticipar el giro en el que poder reconocer alguna de las consideraciones propias de expresiones anteriores; cierto que no cometerá abuso de confianza, ni  mucho menos ejercicio de boicot.

Mas convencido de que alcanzado este momento hemos ya de dejar de buscar la satisfacción en la forma, para centrarnos siquiera sutilmente en lo que haya de conformar el fondo, diremos que tal deseo, el expresado por los impacientes, se verá siquiera rápidamente satisfecho cuando expresemos en toda su extensión la que viene a ser hoy nuestro arma secreta. A saber, el concepto de los Daños Colaterales.

Constituye el Daño Colateral, una de esas grandes farsas en las que a menudo se encierra el Hombre, y que como en otras ocasiones está llamada a poner en riesgo su existencia, o al menos la existencia de su credibilidad.
Es así el daño colateral, el concepto que literalmente inventamos ad hoc una vez que la manifiesta pedantería tantas veces demostrada por el Hombre sufre otro daño en su coraza en apariencia in mácula, daño que en este caso se identifica con la incapacidad para explicar, o a lo sumo justificar, algún hecho cuando no la consecuencia de alguno, que ha terminado por trastocar la aparente inviolabilidad de alguno de sus códigos o sistemas.

Así, cuando al medio día del 24 de marzo de 1916 el barco francés Sussex, con origen en el puerto inglés de Folkstone, y destino Dieppe (Francia), fue interceptado y hundido por el submarino alemán UB-29 en el trascurso de su travesía por el Canal de la Mancha, aparentemente tras confundirlo con un barco minador; la respuesta que recibieron las familias de las casi cien personas que murieron de manera especialmente injusta por tratarse en su mayoría de mujeres y niños sin, como se puede imaginar, ninguna consideración de ser tenidos por objetivos con valor militar fue precisamente esa: Daños Colaterales.

Una de las familias que recibió esa respuesta fue la del matrimonio formado por Amparo y Enrique; para más señas, el Matrimonio Granados.

Natural de Lérida, donde había venido al mundo en julio de 1867; Pantaleón Enrique Joaquín Granados Campiña más conocido como Enrique GRANADOS, estaba llamado a convertirse en una de las más firmes realidades sobre las que ha de apoyarse cualquier consideración que al respecto de la valía que de la Música del XIX, podamos llegar a imaginarnos. En especial si tal consideración requiere de parámetros más específicos, y hace en cualquier caso mención a los parámetros propios de lo que ha estado por considerarse el inexistente Romanticismo Español.

Sujeto desde su infancia a los rigores que la condición de militar de su padre imponían, lo cierto es que el corolario que de lo mismo se devenga en forma de permanentes por no decir continuos viajes redundará en este caso de manera positiva a la hora de gestar el carácter de un GRANADOS que desde pequeño mostrará una especial predilección por los “haceres” cosmopolitas.
Sin embargo, tal proceder no supondrá óbice ni se erigirá en dificultad insalvable a la hora de permitir a nuestro protagonista identificar una suerte de lugares de los que recordar luego las sensaciones que de los mismos eran propios, acaben por ser suficientes para permitir la evocación de lo que otrora pudo haber llegado a ser una inspiración, un hogar.

Será así Canarias, lugar en el residió de joven, y donde todavía se encuentran los huertos de naranjos y limones en lo que como él mismo diría muchas veces “podía llegar a reconocer en ellos la promesa de un Paraíso, aún rememorable, como los años de mi juventud”.

Resultan especialmente importantes tales citas, por ello las traemos a colación, por constituir en sí mismas el bagaje destinado a conformar el contexto dentro del cual identificar con solvencia a aquél que musicalmente bien puede erigirse como el único verdadero representante musical que el Movimiento Romántico tiene en España.

Dicho lo cual, mentar aunque sea mucho más que de paso el instrumento desde el que GRANADOS construirá el que está llamado en acabar por convertirse en uno de los más grandes y solventes edificios de la Música Española, como concepto con naturaleza propia; es como poco una obviedad.

Alumno de la Escolanía de la Mercé, donde había ingresado una vez que su padre había sido trasladado a Barcelona como parte de su carrera militar; el joven GRANADOS recibe clases de piano a cargo de Francisco Javier Jumet, prestigioso maestro y compositor, quien años después no dudará en identificar a GRANADOS como el más brillante de cuantos intérpretes ha conocido. Si bien  pronto destaca por sus habilidades, las cuales se dice no desmerecen nada de las otorgadas cuando no demostradas por otros ingentes como SHUMANN o el propio CHOPIN, lo cierto es que lo en apariencia poco afortunado de la elección del instrumento, asociado a las evidentes dificultades tantas veces relatadas en lo concerniente a escenificar las expectativas de progreso de un romántico en España; parecerá que conspiran con denostar tanto a nuestro protagonista, como especialmente a su obra.

Tanta y tan reconocible habrá de ser la presión, que GRANADOS pudo haber sucumbido al desánimo de no haber sido por la entrada en escena del Maestro Pujol.
Hombre honorable en el Conservatorio, Pujol ocupaba su tiempo además de en la composición, en la Didáctica de la Música. Así, en el seno de tamaña disciplina acababa de gestar un nuevo método el estudio del piano de cuyos logros ya daban fe otros virtuosos como el propio Albéniz, o Felipe Pedrell; siendo después GRANADOS otro de los grandes beneficiados, no solo por los logros que el nuevo estilo le proporcionaría (dado que el mismo parecía estar especialmente destinado a amplificar los efectos de la innata grandiosidad que nuestro protagonista presentaba), toda vez que favorecía la expresión de la improvisación, valor muy presente siempre en GRANADOS Tanto fue así, que tamaña suerte se combinó para dar paso a lo que fue una suerte de éxitos en forma de repetidos triunfos en concursos organizados por la Fundación Escuela Catalana de Piano.

Sin embargo, ni el indudable buen hacer fue en este caso suficiente para impedir que la realidad se impusiera. Así, como si de un personaje propio de los estamentos románticos otrora conocidos se tratara, GRANADOS hubo de hacer frente no ya a las dificultades como sí a las verdaderas penurias económicas que el ser diez de familia obligaban.
A principios de 1886 el listado de empleados del Café de las Delicias contaba durante cinco horas al día con el lujo de tener a Enrique GRANADOS al piano.

Rescatado por el empresario catalán Eduardo Conde, que le encomienda la educación musical de sus hijos, GRANADOS tomará decisiones que se mostrarán como capitales, amparadas todas en la certeza del presagio de desastre que su intuición le proporciona.

Su viaje a París será definitivo a la hora de generar en GRANADOS una suerte de reconciliación con su patria, sentimiento éste que materializará a través del afecto y la admiración que siente por GOYA.
Usando como hilo conector la particular interpretación que de la obra del genial aragonés hace nuestro catalán; GRANADOS encadenará una suerte de recreación musical en forma de Suite que pronto le permitirá ser reconocido como el ingente pianista que es.

Tan grande será su éxito, que de nuevo cumplirá la conocida  máxima tan nuestra de tener que salir de España para ser reconocido. Así, el éxito de Goyescas hace que la Opera de París le encargue una ópera cuyo desarrollo se verá dramáticamente frenado por los estragos que la previsión de la que será la Primera Guerra Mundial, llevan a cabo.

Será la intervención del Maestro Casals la que lance la obra hasta el Nuevo Continente. Las circunstancias son interesantes: su amigo Ernest Schelling, notable compositor norteamericano fue el artífice de la inclusión de Goyescas en el programa de la temporada 1915-1916 de la Metropolitan Opera House. Allí coincidiría con Pablo Casals  quien ensayó la obra con la orquesta. Puede imaginarse que el ambiente bélico del momento suscitó en los Granados un cierto nerviosismo, pues no parecía el momento idóneo para hacerse a la mar, y además se trataba de la primera travesía marítima de Enrique Granados, que había tenido toda su vida una gran aversión a los viajes por mar. Poco antes de embarcar comentó bromeando: En este viaje dejaré los huesos.

Y así habría de ser. Las frías aguas del Canal de la Mancha, y en circunstancias al menos en apariencia netamente romántica, vieron sucumbir a uno de los últimos compositores clásicos de nuestro país.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.