sábado, 25 de abril de 2015

DE CARLOS I Y EL MES DE ABRIL

Puede resultar curioso, al menos en un momento dado, tratar de comprender primero, y hacer lo posible por explicar después, los efectos que algo tan superficial como una fecha puede tener cuando lo vinculamos a algo tan absoluto como lo que por otro lado puede parecer una vez contextualizado dentro de un fenómeno como puede ser el de el reinado de Carlos I.

Arquetipo regio por excelencia, modelo de gobierno y tal vez no exageremos si decimos que de gobernante también; la Historia nos auxilia cuando caemos en la cuenta de los múltiples vínculos que se alían con nosotros para explicitar tales consideraciones a partir de la exposición concreta de los fenómenos aludidos.

Ubicamos a Carlos I y lo hacemos bien, al menos con corrección, cuando decimos que desarrolla sus funciones en el siglo XVI. Sin embargo tal consideración, ajena al rango de las suposiciones toda vez que no ya su gobierno, que se extiende hasta 1558, como sí más bien la trascendencia de éste, implícita por supuesto en la manera de gobernar que tendrá su hijo Felipe II el cual será en responsable de extender de manera inexorable sus modelos hasta el mismísimo final del XVI, lo cual dota de nuevo de absoluta propiedad a nuestras palabras toda vez que el monarca había nacido en Gante, en el año 1500.

Podemos así pues, y por ende lo afirmamos, que denominar al XVI como el siglo de autoridad no supone en absoluto un exceso, a lo sumo una licencia, toda vez que la alargada sombra de los Habsburgo, que todo lo alcanzaba, y que por ende todo lo sabía, aportaba al siglo una idea de coherencia que, a modo de columna vertebral, apuntala de manera imprescindible, de manera impresionante, todo el siglo XVI, afirmando de nuevo sin exageración que nada pasa en Europa sin que Carlos I o Felipe II lo sepan, y por ende autoricen.

Tal y como es de suponer de lo hasta el momento sugerido, nos encontramos ante unos personajes, cuando no ante un momento de la Historia, evidentemente específicos, concretos y del todo irrepetibles.

Como personaje, es Carlos I un hombre complicado. Beligerante, diplomático, culto y refinado, no dudará en cualquier caso en sustituir de su mano la pluma dadora de Diplomacia por la espada dadora de Justicia si en verdad se considera promotor de una vigencia dotada de autoridad, algo a lo que estaba muy acostumbrado en tanto que la mayoría de los conflictos a los que se vio abocados tenían en la Religión, bien la causa directa, o a lo sumo la causa residual. Y supone la Religión, como por todos es sabido, un espécimen muy propenso a hacer uso casi natural del fenómeno para otros vedado, que es el absolutismo dogmático.

Heredero por parte de su abuelo no solo de ingentes territorios cuando sí más bien en tanto que del título de Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico de los rudimentos conceptuales de lo que podríamos identificar como los ancestros del espíritu de Europa; ya sea a consecuencia de su afán de poder (inexorablemente vinculado a la posesión de territorios) o ciertamente vinculado a una evidente aptitud que nunca dudó en mostrar toda vez que de la misma penden los que probablemente son sus mayores logros, lo cierto es que de nuevo afirmamos nuestra presencia en el senda del decoro cuando afirmamos sin el menor recato ni pudor que con Carlos I tiene lugar la apuesta definitiva hacia la modernidad, una modernidad para la que contará con el paradójico instrumento del que se dota con el ya mentado instrumento de la Religión.

Católico a ultranza, lo cierto es que supondría un error imperdonable, fruto por otro lado de un gran desconocimiento, cuando no ejemplo de ese lamentable proceder que supone reproducir un hecho histórico sin revisarlo, cundiendo con ello en la miseria que supone el vertebrar la Historia a base de convertir en verdades lo que no son falacias por repetidas hasta la extenuación; reducir el papel de la Religión respecto de la forma de gobernar, o más concretamente de articular el Gobierno, que tendría Carlos I. Convencido sin duda de la necesidad de una Europa neta y exclusivamente Católica, la intransigencia que sin duda se haya implícita en el uso carente de cualquier matiz del término Católica, ha de ser el caso que nos ocupa entendida como parte de un compendio de procederes muy diverso y variado el cual, tal vez a causa, o quién sabe si como motivo de tamaña disparidad, ha de hacerse fuerte para no extinguirse amparándose no solo en conceptos, sino a la vez en procederes, como en este caso son todos los que van implementados al uso de cuantos menesteres resulten necesarios para garantizar la unicidad de los magníficos territorios implicados, a partir de la unicidad que aporta no ya una forma de pensar, cuando sí más bien una forma de creer.

Tenemos así pues el ingrediente fundamental a partir del que relatar los acontecimientos que mayores quebraderos de cabeza traerán no tanto al monarca, cuando sí más bien al emperador. Implícito en la terminología, aclaramos no en mano que bien por satisfacer sus pretensiones, bien por que creyese a pies juntillas en lo predicado a tenor de lo que podríamos denominar la cuestión religiosa; lo cierto es que a lo largo de toda su vida Carlo ejerció más como emperador que como monarca. La razón es sencilla cuando no evidente, y pasa por comprender que la amenaza que suponía el surgimiento y posterior asentamiento de interpretaciones del dogma ajenas o incluso enfrentadas a la implementada desde el Catolicismo, suponían en Europa mucho más que un riesgo, una realidad cada vez más asentada.

Suponer que tras esos movimientos se encontraban fuerzas exclusivamente vinculadas a terrenos propios de la creencia, constituiría un ejercicio de naturaleza absolutamente ingenua, a excepción hecha de lo concerniente a las disposiciones vinculadas a la manera de creer que podríamos atribuir a los miembros integrantes del todavía por entonces Tercer Estado. Acostumbrados cuando no necesitados de que otros fueran los que les dijeran en este caso no lo que hay que pensar, sino más bien en qué toca creer; la chusma tan abigarrada como ajena a cualquier proceso que fuera más allá de la lógica preocupación vinculada a la cuestión de cómo arreglárselas hoy para dar de comer a su familia; se convertirán de manera lógica en el arma arrojadiza con el que los incipientes príncipes que han pasado a poblar el otrora cerrado universo dinástico de Europa, se dispondrán contra el Emperador del Sacro Imperio Germánico. No lo harán porque esencialmente estén en contra de la naturaleza del Sacro Imperio, de hecho la mayoría de ellos se muere, literalmente por ceñirse la corona y aferrarse al cetro. La realidad es pues mucho más vulgar, resumiéndose en las consabidas luchas de poder las cuales, reproduciéndose de manera invariable a lo largo del pasado y del futuro de Europa convergen en la costumbre de regar los campos de batalla de Europa no con la sangre de la Nobleza que promueve los conflictos, cuando sí más bien con la sangre de una plebe que ha de decidir por el poder de qué tirano ha de decidirse.

Y ocurre así en la Batalla de Mhlberg.  Acontecida en la noche del 24 de abril de 1547, las tropas imperiales formadas en su mayor parte por elementos de los Tercios muy bregados en combate, sorprenden abusando no solo de la nocturnidad, cuando sí más bien de su innegable superioridad estratégica, a las tropas auspiciadas por la denominada Liga de Esmalcada, cuya naturaleza ha de inferirse de una suerte de conveniencia que se da entre varios de esos príncipes aspirantes anteriormente mencionados, los cuales representan de manera vinculante esa doble versión que proporciona el quejarse de una supuesta opresión religiosa cuando detrás lo que de verdad hay es una flagrante sed de poder y dinero.

Si bien es cierto que el inapelable resultado de la batalla se traduce objetivamente en la disolución de la Liga, que ve el encarcelamiento en el Castillo de La Halle de todos sus mandos e invocadores; lo cierto es que subjetivamente no puede evitar el desencadenamiento de una serie de tensiones hasta ese momento incipientes y que finalizarán en 1555 cuando la Paz de Augsburgo permitirá a los príncipes elegir la Religión que habrán de profesar sus súbditos, arrogándose una victoria igual de incontestable en este caso en el terreno de lo subjetivo, la cual por otro lado quedará demostrado como un territorio mucho más doloroso a la hora de infligir derrotas, o asumir victorias.

Sea como fuere, igual de importantes aunque mucho menos trascendentales, son los episodios considerados en La Revuelta de las Comunidades de Castilla. Imprescindible en sí misma, la Revuelta Comunera se erige en la verdadera visión para comprender el capítulo que en relación al abandono del gobierno que de los territorios de interior, incurre de manera un tanto inconsciente el Rey.
Unida a la Revuelta de las Germanías, en Valencia, ambos movimientos ponen de manifiesto la propensión a los claroscuros que Carlos I, primero como monarca de su época, y luego como monarca español, incurrirá dentro de la coherencia por otro lado imprescindible para comprender la naturaleza que le es propia.

Sin embargo, esta naturalidad, lejos de constituir un motivo de crítica, ha de erigirse en el más justificado de los argumentos a la hora de definir a un Rey que fue capaz de hacer y pensar lo que ninguno había sido capaz con anterioridad, y todo sin perder su condición ante todo de Hombre.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 18 de abril de 2015

DEL 16 DE ABRIL A LA ACTUAL EUROPA, PASANDO, POR SUPUESTO, POR LAS TESIS DE ABRIL.

Sometidos como pocas veces a la presión intratable que el presente, o más bien la interpretación que del mismo nos imponen, ejerce sobre nosotros, es cuando tal vez más necesario resulta tener la sangre fría suficiente para detenerse un segundo en pos no solo de coger aire, sino de llevar a cabo el imprescindible ejercicio de reflexión que sin duda resulta como pocas veces aconsejable.
De esta manera, sumidos no en recuerdo melancólico, como sí más bien en la introspección profunda, es que corremos el riesgo de comprender que más que indagar en el pasado en busca de las soluciones, a menudo la franca lectura que no la interpretación de éste puede abocarnos a la comprensión no de los hechos por separado, cuando si más bien a la de una visión integral de acontecimientos para cuya íntegra consolidación resulta imprescindible aprovechar el efecto que la perspectiva proporcionada por el paso del tiempo aporta.

Abril de 1917. La heladora sensación provocada por los gélidos vientos, que en cualquier otro lugar sería lo único que no habría cambiado con el paso del tiempo, azota las paredes de los aparentemente desiertos edificios que componen la Estación Finlandia. Datos más que suficientes para saber que estamos en Petrogrado, y que el tren que está a punto de hacer su entrada, puntual si tenemos en cuenta que resulta casi imposible comprender no ya solo cómo ha llegado, sino más bien por qué ha salido.
A bordo, Vladimit Llich Uliánov. Lenin. Procedente, al menos en los aspectos estrictamente geográficos, de Suiza; Lenin y sus treinta acompañantes ha logrado algo que de atenernos a cualquier otra consideración que no proceda de considerar lo extraordinario, habría resultado sencillamente imposible a saber, atravesar territorio enemigo en un periplo que ha comenzado una semana antes, y que además de sorprendente dadas sus condiciones objetivas, resultará si cabe más descomunal una vez pueda ser analizado incluyendo para ello las tesis y condicionantes que el paso del tiempo aporten.
Si bien no nos encontramos ante el primer caso en el que Alemania permite el paso de enemigos de su Estado y de su Historia, ya había ocurrido a principios de la guerra, en 1914 cuando el viaje se había producido entre Austria y Hungría; lo cierto es que nunca como hasta entonces las circunstancias, ya de por sí impresionantes, se veían en este caso no solo reforzadas, cuando sí más bien evidentemente superadas, si tenemos en cuenta no solo los condicionantes materiales (el tren iba cargado de divisas) como sí más bien aquéllos que habrían de salir a la luz en caso de llevarse a cabo un análisis más pormenorizado de los mismos incluyendo pues en el mismo los condicionantes conceptuales que lo preñaban.

Para comprender la magnitud de los hechos, hemos, cómo no, de retrotraernos unos años, concretamente al límite conceptual y vital que separa la vitalidad propia del Romanticismo del XIX, de las concepciones estrictamente pragmáticas del Relativismo que ha impuesto el Realismo práctico del XX.
Ubicada toda la esencia de tamañas acepciones en el último cuarto del XIX, lo cierto es que un mero y aunque esté mal decirlo, superficial repaso de las sensaciones que la realidad nos ofrece, brinda un impresionante tamiz de consideraciones que resultan del todo imposibles de abarcar, resultando a lo sumo eficaz tratar de obtener de la impronta que las mismas nos ofrecen, una somera tentación que pronto se revelará por sí sola como necesaria de un esfuerzo alienante toda vez que los objetivos de las acciones que están a punto de desencadenarse pondrán en marcha acontecimientos de tamaña magnitud que solo la percepción de la energía cuya inversión resulta imprescindible, acierta a proporcionarnos un mero espejismo de las consecuencias que están en aquel entonces aún por venir, y de las que hoy todavía sentimos en unos casos, o padecemos en otros, sus efectos.

Último cuarto del XIX. Europa se desmorona. Y cierto es que tal desmoronamiento habría de entenderse como el esperable al observar el colapso de protagonizado por  un castillo de naipes de no ser que tal y como se desprende del inigualable trabajo llevado a cabo por Sebastian HAFFNER, podemos afirmar que tal hundimiento esconde en realidad un derribo controlado. El motivo, todo ocurre, una vez más, siguiendo las tesis que los planes de Alemania, ¡cómo no! han impuesto.

Porque sí, Europa se hunde. Las presiones procedentes del Imperio Otomano procedente del Sureste resultan un juego de niños al menos en lo concerniente a sus consecuencias, de comparar las mismas a las tensiones que inflaman de nuevo las relaciones entre Francia y Gran Bretaña cuando éstas se reflejan en unos enfrentamientos que si bien hunden sus raíces en lo más recóndito de la génesis de ambos países, adoptan ahora un tinte de actualidad al trasladarse, al menos en lo concerniente a su quehacer práctico, a las colonias africanas y asiáticas, lo cual por otro lado no logra disimular del todo los ancestrales motivos que una y mil veces inflaman esta llama cuales son el imprescindible mantenimiento de la mutua vigilancia al que ambas potencias se someten, mientras por el rabillo del ojo, y a veces sin el menor disimulo, vigilan de manera conjunta exponiéndose al más claro ejemplo de simbiosis política comprendido hasta el momento, el posible efecto que una improbable aunque a la vez igualmente inevitable confrontación con Alemania tendría; un enfrentamiento que a la luz de las nuevas relaciones formalizadas por todo el mundo a raíz de la internacionalización que ha venido promovida por el éxito de la nueva forma de relacionarse, a saber la relación comercial internacional, amenaza con mostrarse mundial.

Débiles pues, al menos en apariencia, las tesis sobre las que se sustenta el que definitivamente parece ser el procedimiento elegido para inferir el nuevo orden mundial. Y en el centro, como siempre, Alemania. Una Alemania que ubicada en el que a todas luces constituye el fin de un ciclo, el que denominaremos Ciclo Bismarck.
Se consolida, o al menos así se acepta en términos estrictamente históricos (en caso de que tales existan) la certeza de que de las mimbres que Bismarck urdió, se devengarán luego con intereses y costas los pagos que del cesto así confeccionado habrá de hacerse cargo Europa, incluyendo en ello las relaciones que para con el resto de actores internacionales hayan de ser de recibo, siendo aquí precisamente donde se justifica de manera necesaria, esto es, por sí mismo, el motivo de la inclusión de la presente reflexión.

Porque cuando las tesis que para con Rusia dictaba el Modelo Bismarck terminaron por imponerse, convirtiendo en casi imprescindible lo que en cualquier otro caso hubiera sido un error a saber, promover la guerra; lo que estaba por venir vinculó como nunca y para siempre a ambas naciones, aunque no como probablemente hubiésemos podido esperar.

Porque cuando aquel tren procedente de Suiza que durante siete días había atravesado Alemania llevando a Lenin y a treinta de sus adeptos, así como ingentes cantidades de oro y divisas directamente extraídas de los bolsillos de los emigrantes y expatriados rusos que en aquellos tiempos se encontraban repartidos por Europa, lo que en realidad estaba a punto de desencadenarse no era sino el primer lanzamiento de unos dados que ocultaban uno de los mayores engaños desarrollado a cuatro bandas, de cuantos la Historia ha sido testigo.

Porque si complicado resulta de entender el razonamiento que lleva a los alemanes a provocar la entrada de Rusia en la Guerra del 14, a saber las que afirman que no podemos desguarnecer la frontera del este provocando al enemigo, lo que ocurriría sin duda en caso de desplazar las tropas allí destacadas, para atacar Francia; no menos descabellado resulta el plan pergeñado y desarrollado ahora, y que consiste en proporcionar refrendo económico al movimiento revolucionario precisamente en aquel momento, caracterizado por la más que evidente debilidad de un Gobierno Provisional surgido de la primera revolución; y que resulta siempre según los servicios de información alemanes un ente carente de peligro para el resto de potencias extranjeras beligerantes o no, a la vista de sus escasas capacidades de proyección y sustento, lo que en todo caso no hace sino reforzar tales conclusiones.

Pero cómo desestabilizar al enemigo sin que la posible participación de potencias extranjeras, más concretamente del eterno enemigo, Alemania, lejos de despejar la incógnita rusa de la ecuación, no haga sino enquistar aún más su presencia en la contienda mundial.

La respuesta: Lenin. Líder, revolucionario, ideólogo y ante todo, militante, no solo sus opiniones cuando sí más bien el impacto que éstas tenían en la comunidad rusa (especialmente en la judía) exiliados en Europa, le dotaban no solo de los condicionantes ideales para convertirle en el hombre idóneo, cuando sí incluso en el más eficaz en tanto que tal vez el único que creía fervorosamente en la naturaleza de la misión que se iba a desarrollar. O al menos en la parte que concernía a los alemanes, a la sazón la única que permitiría se supiera hasta que llegara el momento de ir desentrañando todas las demás.

De esta manera, cuando Lenin pisó de nuevo la tierra de la nueva Rusia en la Estación Finlandia de Petrogrado aquel 16 de abril de 1917, lo hizo convencido de que iba a cambiar la historia de su patria, y algunos pensamos que en su fuero interno también era consciente, como correspondería al análisis de evidencias desarrollado por alguien de su talla, de que al menos en parte iba a contribuir a restablecer los viejos equilibrios, cambiando con ello el desarrollo que para la Historia del Mundo cabía esperar.

Porque junto con el dinero y los adeptos, en una escala diferente, y tal vez más importante, Lenin alcanzó Rusia con el acervo que le inferían sus teorías. Unas teorías así denominadas aunque nunca definidas desde la intención de permanecer al abrigo que proporciona la teoría, sino que más bien al contrario era el mundo de lo práctico al que tendían, infiriéndose de las mismas todo un marco teórico destinado en este caso, nada más y nada menos que a sustentar un nuevo Gobierno amparado en su legitimidad por un nuevo y si cabe más revolucionario modelo ideológico.

El éxito de las a partir de entonces denominadas Tesis de Abril fue tan espectacular, que superó las expectativas de todos, a excepción del propio Lenin, inductor tanto de sus esencias como de su naturaleza.

La Revolución ha degenerado. Así, tras lograr la renuncia de Nicolás II en un tiempo récord, y su sustitución por un gobierno de transición en un tiempo igualmente admirable, se pierde luego en una serie de debates en los que la falta de práctica política tiene gran parte de culpa.

Bolcheviques y Mencheviques, o lo que es lo mismo radicales y moderados, se lanzan a una fraticida guerra civil que es manejada con gran habilidad por un Lenin que da muestras de ser mucho más de lo que no ya los alemanes, sino sus propios compatriotas, habían imaginado. Como prueba de ello, la publicación de las que pasarán a la Historia como las tesis de Abril, en las que promete la paz inmediata, el reparto de las tierras antaño propiedad de los aristócratas, entre el campesinado; la colectivización del tejido industrial, y el respeto a las nacionalidades o diferencias sociales rusas.

Finalizada la guerra en 1921, la antigua Rusia se amolda ahora a los nuevos tiempos mediante la imposición de una Dictadura Comunista de la que Lenin será su gran defensor y a efectos padre.
Desarrolla además una serie de medidas, entre las que destaca sin duda el Plan NEP (Nueva Política Económica) cuyo desarrollo, como no podía ser de otro modo, tiene consecuencias que desbordan con mucho los en principio límites de la estructura económica. La conformación de Soviets, estructuras en principio solo productivas, atendiendo a criterios de autosuficiencia; promueve a la par que constata en 1922 el nacimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, URSS la cual bajo un nuevo orden basado en la estructura federal, concita los principios de nación inalienable en tanto que se agrupa en torno a un Soviet Supremo  el cual, junto al resto de órganos legislativos, quedan bajo el férreo control del Partido Comunista (PCUS)

Las Tesis de Abril, han triunfado.

Y de ahí, a un devenir incuestionable, del que muchas veces las nuevas formas de dictadura disimulada en tanto que ahora no se ejecuta por un solo hombre, sino por un Gobierno, la Duma en este caso, dan forma al que es sin duda el último gran Imperio de Europa.

Un imperio que a mi entender, junto al de muchos otros, da sus últimos pasos a raíz de la muerte de su último gran jerarca, Stalin, acaecida el 5 de marzo de 1953.

La URSS, como toda estructura ingente, pasará a partir de ese momento a vegetar en pos de un colapso que tardará en llegar sólo por la enormidad del proyecto, en todos los campos.

De esta manera, y al abrigo de las mismas, rápida y eficazmente habilitaría los procesos necesarios para la absoluta implementación no solo de las mismas, sino también de todos y cada uno de protocolos que eran o se consideraban imprescindibles para el triunfo del nuevo formato que a partir de ese momento quedó determinado para la Revolución. Un formato que pronto permitió discernir la condición paternalista que impresa por el Líder, acabaría por dotarle de una suficiencia casi imprescindible, lo que influiría como ninguna otra circunstancia a la hora de convertir al por entonces generador de ideas, en el líder, tirano y dictador que acabó siendo. Y todo ello, implementando el modelo de procedimiento que desde ese momento será el preferido por otros tiranos a saber, el que pasa por la manipulación de los mecanismos democráticamente establecidos al utilizarlos para la aprobación de reformas legislativas al amparo de una acumulación de poder lenta aunque progresiva, en pos de convertir al líder en el menor de los males, cuando no en el único salvador.

Lo demás es conocido, o por ser más exactos, no necesita de interpretación.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 11 de abril de 2015

LA PAZ DE UTRECHT. DE CUANDO LA DESGRACIA DE UNOS, NO GARANTIZA EL ÉXITO DE OTROS.

Cuando las postrimerías del uno de noviembre de 1700 eran testigo de cómo La Parca ganaba finalmente la batalla a Carlos II, el lento tañido de las campanas de El Escorial, acompañadas pronto por el resto de los campanarios de Madrid, se hacían eco (mejor que cualquier otro menester) del hecho consuetudinario a la par que inexorablemente ligado. Lo cierto es que muchas más cosas que la miserable por mor que lacónica vida del monarca fueron las que desaparecieron para siempre con aquélla triste noche de Madrid. Una forma de entender la vida, reflejada sin duda en una forma de gobernar, sucumbían definitivamente. El fin de los Austrias Españoles era una hecho. Y no lo era por sucumbir ante el implacable empuje de algún enemigo, ya fuera la procedencia de éste interior o extranjera. Ni las habilidades de un valioso enemigo, ni las iniquidades de un peligroso traidor, según lo uno o lo otro sería de consideración en base a lo que tradicionalmente venía aconteciendo en Europa, vendrían en este caso a poner fin a tan distinguida estructura dinástica.
El enemigo en este caso, desconocido por invisible, y más temible si cabe por venir alimentado de los más terribles miedos, a saber los procedentes de la superstición, se escondía tras unos artes cuando no unos usos que la ciencia ha venido a conjurar muchos años después.

En lo que bien podría considerarse como la magnífica conclusión de un proceso largamente bruñido tanto por sus protagonista, en hábil confabulación con el Tiempo disfrazado éste con sus mejores galas, a saber las que proporciona la Historia; la Casa de Austria viene a proclamarse en los territorios españoles, entiéndase pues por ello tanto los propios de la metrópoli, como especialmente los de ultra mar, como la estructura perfecta, y a saber si la única a tal efecto competente, para desarrollar con éxito lo que para otros sin duda hubiese sido una ardua tarea saber, la de lograr no solo la continuidad del Imperio, sino el hacerlo contribuyendo de todas las formas posibles, algunas conocidas, otras originales, a lograr la mejoría de éste bien poniendo en práctica cuestiones de política exterior, o no rechazando cuando era necesario o inevitable, el conflicto armado; demostrando también entonces a sus rivales, ya fueran éstos potenciales o de facto, cuáles eran o debían de ser los parámetros en los que habría de moverse quien se creyera realmente competente para derrocar a la Casa de Habsburgo del poder.

Mas como sueles ser habitual en estos casos, o por ser más justos, aprovechando la ventaja que la perspectiva te proporciona una vez más a la hora de entender que conocer con antelación los acontecimientos te dota de un instrumento único a la hora de establecer vínculos entre hechos o estructuras que de otra manera difícilmente podrían ser coincidentes; es como podemos aventurar que convertirse en el último heredero de tamaña responsabilidad, o más concretamente los hechos a los que ello condujo, podrían estar en la base de la concatenación de accidentes que acabarían por traducirse en el fin de Carlos II, y por ende de la Dinastía.

Si bien las comparaciones siempre resultan odiosas, en esta ocasión tal proceder resultaría además de desagradable, injusto. Si bien nadie, o al menos yo no, habría en un estado de buen juicio, cuestionar los logros alcanzados por los monarcas del XVI, asumiendo pues con sus éxitos no tanto sus fracasos, como sí más bien lo aparentemente inadecuado de alguno de los métodos que para lograrlos se habilitaron; nadie habrá igualmente de dudar que efectivamente las consideraciones tanto generales como concretas que vinieron a contextualizar los protocolos desde los que inferir el Gobierno de los monarcas del XVII, son marcadamente diferentes.
Para argumentar tal disposición, bastará por ejemplo inferir durante un instante los efectos que sin duda tuvieron hechos constatados como pueden ser la larga sequía que vino a esquilmar no solo los Pósitos Reales, sino que, y casi como peor consecuencia a largo plazo por poder establecerse como consecuencia objetiva a tenor de una decisión regia, la subida posterior de los precios de los alimentos básicos, primera y más importante consecuencia de tamaña decisión vendrá a empañar para siempre todo intento de rememorar viejas glorias del pasado.

Sea como fuere, y en vinculación directa con la línea argumental elegida, lo cierto es que complicada era a priori la labor a la que había de enfrentarse Carlos II, con aspirar tan solo a mantener, que ni tan siquiera a ampliar, el Reino que se había encontrado. Y si la tarea hubiera sido compleja para cualquiera, aún habiendo estado el elegido de más luces, qué decir al respecto cuando imaginamos el efecto que a propios y extraños podía causar una figura como la que correspondía al monarca.
Era pues Carlos II (El Hechizado) dueño de todos los pormenores propios de quien ha sido víctima de un quehacer diabólico, o que en el menor de los casos ha sido objeto de una confabulación en la que ha mediado la brujería. Enfermo desde y hasta la extenuación, lejos de necesitar acudir a la participación de fuerzas malignas, o en todo caso ajenas al dominio de los campos terrenales; vinieron a confluir en el rey todas y cada una de las desgracias que hoy podemos atribuir a la acción y efecto de una política matrimonial vinculada a la consaguinidad, quién sabe si promovidos desde la paradójica conjunción de la idea de que tal conducta vendría a garantizar mejor que ninguna la pureza de sangre.

Sea como fuere, y aunque no necesariamente como causa, aunque quién puede negar que reforzando tal consecuencia, lo cierto es que la imagen decadente del Rey de España parecía estar perfectamente contemporizada con el evidente a la par que galopante estado de decadencia que ya sacudía España hasta la médula.
Tal y como ocurre siempre, y como enésima muestra de lo que la Historia ha demostrado una y mil veces, caminar por una senda dura cuando el premio que se ofrece es brillante; resulta mucho más exitoso que si con la misma propuesta de dureza, no nos hallamos en condiciones de proponer una ventajosa salida. Fue así como la concatenación de los hechos anteriormente aproximados vinieron a constituirse en una losa excesivamente pesada, o al menos a tal conclusión podemos llegar a la vista de cómo reaccionó el Pueblo Español ante las cada vez más exigentes pretensiones de las que eran acreedores desde el Gobierno, hay que recordar en este caso todavía absolutamente vinculado al Rey.

El nuevo campo que así se nos abre, y que pasa por conjugar de manera espectacular las derivadas que se centran por un lado de consolidar lo que ya es una evidencia a saber, la decadencia de las consideraciones absolutistas dentro de la concepción de gobierno en Europa; alcanza es este caso en España un auge desconocido, al menos en sus consecuencias, cuando el mismo lo concebimos en el marco de transición de acontecimientos que ofrece un monarca a todas luces imposibilitado para el desarrollo cuando no la ejecución de las obligaciones que la exigencia de Buen Gobierno lleva aparejado. Así, si incluso hoy la acción de Gobierno trae implementada en cierta manera unas exigencias que más allá del bien decoro habrán de pasar por unas consideraciones que permitan extrapolar del aspecto del Rey, los poderes que éste representa vinculados a toda una nación, De una lectura contraria, la ausencia de tales considerandos bien podrían convertir incluso en acertada una suerte de extrapolación por la que la nación representada por un monarca enfermo, bien podría estar igualmente enferma; constituyendo con ello un momento magnifico para dar paso a una confabulación, una estrategia, o una suerte combinada de todo ello, destinada si no al derrocamiento del monarca y de la nación en cuestión, si al menos a generar en ambos una debilidad tal que, como en el caso del Imperio Español, garantice su definitivo derrocamiento en lo concerniente al escenario en el que se mueven, a partir de este momento lo harán otras, las grandes potencias.

Queda así pues perfectamente explicado el vínculo entre Carlos II, la Guerra de Sucesión y por supuesto El Tratado de Utrecht, hecho en última instancia que nos ha traído hoy aquí,
En términos estrictamente objetivos, esto es según los que proceden de la lectura atenta de los hechos irrefutables en tanto que procedentes de la concatenación estadística, lo cierto es que a todo lo ya explicitado se unen aspectos tales como las dificultades cada vez más evidentes que se hacen patentes en materias tales como la política de ultramar. Así, las necesidades legítimas de América van poco a poco confeccionando un escenario de una complejidad tal, que pronto quedará lejos no solo de las capacidades del monarca, sino incluso de las que en este caso sí que hubieran sido más exigibles, capacidades de su Consejo de Gobierno, antes de Regencia.
El nuevo escenario económico, del todo desconocido, tanto en el fondo como en las formas, vendrá a consolidar un marco en el que la cuestión de la esclavitud, desconocido hasta el momento, al menos en los parámetros en los que ahora parece escenificarse, se erigirá rápidamente primero en la excusa, y pronto en el verdadero detonante de una serie de acontecimientos que en el marco de la Guerra de Sucesión pueden venir a resumirse en la adopción por parte de Gran Bretaña y de Francia de toda una serie de medidas, la mayoría de las cuales hubieran sido en otro caso tan inverosímiles como inaceptables, y que acabaron defenestrando el Imperio Español, con unas consecuencias macro tan impredecibles como duraderas, las cuales van mucho más allá de las meras pérdidas económicas o territoriales, alcanzando en todos los casos consecuencias que aún a día de hoy son palpables.

Así, el paso de España a lo que podríamos considerar como una potencia de segundo orden, contribuyó de manera imprescindible al desarrollo y consideración de una serie de formas y fondo cuyo ruido se irá amplificando a lo largo de todo el Siglo XVIII, haciendo que la tesis según la cual los acontecimientos que para bien o para mal harán saltar por los aires la Vieja Europa, tienen sin duda su origen en la nueva configuración de Europa cuyas mimbres han de ser buscadas en el Tratado de Utrecht.

Es así que para saber cuándo una potencia es o ha sido verdaderamente importante, hay que mirar en el resultado que han tenido no ya sus victorias y logros, sino sus aparentes desastres.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 4 de abril de 2015

DE LA DISTANCIA ENTRE LOS INFINITOS. LA QUE QUEDA PATENTE TRAS ENTENDER LA PASIÓN SEGÚN SAN MATEO..

Retomado el instante toda vez que como si verdaderamente hubiera sido ayer, lo único verdaderamente cierto es que queda inevitablemente restringido al escenario de la emotividad el único espacio en el que no solo no resulta indebido, diremos incluso que por el contrario es altamente beneficioso; el abandonarnos a los ejercicios de la práctica de la emoción.

Es así que lejos de ser redundante, reclamamos tiempo y espacio, en la ecuación que se conforma en este aquí, y por supuesto en este ahora, para redefinir una vez más los vínculos cuando no las relaciones que se ponen de manifiesto una vez que ponemos nuestra atención en los vínculos existentes entre nuestro presente y la Historia, vínculos que no por estar presentes como es lógico de manera continuada, no es menos cierto que resultan se cabe más notorios precisamente en fechas como las que hoy nos abruman.

Porque si bien puede que no se trate esencialmente de eso, lo cierto es que a la postre bien pudiera ser desde semejante lugar desde donde resultaría si no conveniente, sí cuando menos recomendable, comenzar nuestra reflexión de hoy; una reflexión que como pocas otras aparece sometida a las presiones de lo irracional, toda vez que pretende hacer frente no al análisis estructural de una hecho o forma, sino más bien al de los previos y por ende las consecuencias que algo de naturaleza tan estructuralmente irracional como puede ser una Pasión, puede llegar a desencadenar.

Es precisamente del análisis casi gramatical de lo hasta ahora planteado, de lo que podemos llegar a extraer las consideraciones necesarias en pos de precisamente, identificar los primeros conatos de diferencia entre no ya las dos estructuras musicales mentadas, como sí más bien de las naturalazas de espíritu desde las que las mismas pueden ser cuando no concebidas, sí al menos elucubradas.
Porque qué, si no una auténtica elucubración, todo un desafío, es lo que rodea y sin duda desencadena el proceso que finalmente alumbra una Pasión.

No ya tanto inmersos como sí más bien impregnados del influjo que rodea y a la sazón determina tanto el ambiente como por ende la manera de verse sumido en el mismo propios de la naturaleza de estos días por los que hoy transitamos; especiales qué duda cabe en tanto que propensos a formular en toda persona una opinión, positiva o negativa, pero en última instancia una opinión; lo cierto es que precisamente de tal hecho, del que circunda lo más que masivo, absoluto del contexto de autoridad del que todos de una u otra manera somos partícipes; lo único cierto es que más allá de conjeturas o azares, la imposibilidad para plantarle cara sirve si no como explicación, sí cuando menos de anticipo de la magnitud de la misma a la hora de comenzar a asumir la magnitud universal e infinita del hecho que nos traemos entre manos.

Semana Santa, Semana de Pasión. O mejor dicho, semana destinada a conmemorar precisamente los hechos desde los que se hace grande, los hechos que confieren la magnitud otorgada precisamente a aquél que se erige en voluntario actor, (ahí redundan a la vez la diferencia y por ende la grandeza) del que a partir no ya de aquel momento, como sí más bien del momento desde el que se infiere el reconocimiento del mismo) contribuirán no ya como pocos, tal vez como ninguno otro, a cambiar si no la Historia del Mundo, sí cuando menos la manera de interpretarlo.

Porque puesto a ser suspicaces, de qué se trata cuando no de eso, de una mera interpretación. Interpretación porque al tratarse de algo cuyo valor procede estrictamente de lo subjetivo, adquiere o a lo sumo mantiene semejante valor en virtud no tanto de la trascendencia real o ficticia que el hecho en sí pueda tener, cuando sí más bien debe tal, o podría llegar a deber, de haberse dado, cualquier otra catalogación, a la interpretación que los propios, pero en este caso si cabe más los ajenos, pudieran haber llevado a cabo.

Interpretación, subjetividad, barroquismo en una palabra. Tal vez por ello, o quién sabe si precisamente por tal hecho, el fenómeno de La Pasión como expresión de un sentimiento, el sentimiento por antonomasia, atribuido al Hombre por excelencia, adopta precisamente en este periodo el más adecuado, el más conveniente.
Así si bien hay otras Pasiones, si bien otros compositores se han aventurado por tamañas latitudes, no es menos cierto que ninguno con la suerte con la que J.S. BACH supo irrumpir con La Pasión según San Mateo.

Cierto es que no puede dejarse todo al azar. No menos cierto que la apuesta BACH es ante todo una apuesta segura. Con todo, y por supuesto lejos en nuestro ánimo el menospreciar al que es Maestro de lo Sacro por excelencia; lo cierto es que el contexto en el que se inscribe la acción del Músico se muestra como el más adecuado sin duda a la hora de albergar una obra de la excelencia, la innovación y sin duda la magnificencia que resulta propia a La Pasión según San Mateo.

Ejemplo absoluto de la Música Sacra. Paradigma de perfección, la obra a la que hoy hacemos referencia merece un trato casi discriminatorio en tanto que supone en su plenitud, un ejemplo, una excepción, no tanto en el terreno de los considerando formales, cuando sí en el de los epistemológicos.
Porque si cierto es como ya hemos señalado el hecho de que existen otras pasiones, como en el caso de los Réquiems ¿quién, que se precie, no tiene uno?; lo único por otro lado realmente incuestionable es que ninguna como la de San Mateo, incluso ni por asomo las demás, existente o perdidas, atribuidas o demostradas en tanto que del mismo autor; son capaces de auspiciar nada, nada, de todo lo que sugiere, mitifica y provoca la Pasión según San Mateo.

Dicho lo cual, a título pues de antecedente del escenario conceptual a lo largo del cual en los próximos minutos nos moveremos, la cuestión parece cuando no obvia, sí de obligado cumplimiento: ¿Qué alberga la Pasión según San Mateo que la convierte en algo tan indescifrable?
Como suele ocurrir a menudo con las cosas importantes, la mera formulación de la cuestión viene ya a ponernos en posición a la hora de elegir la posición desde la que iniciar la marcha en pos de la verdad, o cuando menos de nuestra verdad.
Moviéndonos tal y como resulta obvio en parámetros cuasi metafísicos como son los propios al escenario en el que las consideraciones metafísicas no solo se mueven con solvencia, sino que abiertamente se muestran como los únicos propicios a la hora de desarrollar éstas y similares consideraciones; bien pudiera ser que precisamente haya de ser en el análisis del procedimiento mediante protocolos dialécticos (amparados en el uso de contrarios) desde donde seamos capaces si no de crear, sí de elucubrar los escenarios propicios para la exigencia que nos es propia en el día de hoy.

Así, si los parámetros propicios para la concepción dogmática del proceso habrían de ser por definición los correspondientes al mundo necesario desde el que invocamos con solvencia al mundo de lo divino; tal vez debamos de acudir a reforzar en el caso que nos ocupa precisamente a ese otro mundo, al de lo contingente, sujeto por ello a la posibilidad del error, al miedo a la equivocación, en el que el  Hombre se debate y de cuyo nada contingente miedo surge, precisamente, la otrora necesidad de que exista Dios, y por ende su mundo.

Caemos de manera abrupta en la enésima de las disquisiciones transcendentales. ¿Es Dios una creación del Hombre? Tal vez, pero lejos de emplear hoy un solo instante más en tamaño devaneo no haremos sino plantear la posibilidad de que igualmente podemos distinguir en el Hombre la capacidad para crear el escenario divino por excelencia.
Pero detengámonos por un instante en lo que tenemos hasta el momento, o más concretamente observemos dónde tenemos ubicado a nuestro Hombre. Es ahora nuestro Hombre, o más concretamente el Hombre que resulta cognoscible desde La Pasión según San Mateo; un Hombre actor. Un Hombre que se ha alejado de manera voluntaria de su posición hasta ahora pasiva, para erigirse en partícipe de la realidad que la conducta religiosa le propone. Una realidad de la que por primera vez es copartícipe. Una realidad para cuya comprensión por primera vez se siente intelectual y moralmente capacitado. Una realidad que por primera vez se muestra condescendiente con él.

Es así pues, que la diferencia que estábamos buscando emerge ante nosotros de manera clara y por supuesto distinta, como lo harán por supuesto la mayoría de las grandes cuestiones que de cara al Hombre, y por supuesto de cara a la relación de éste con Dios, convertirán a los siglos XVII y XVIII en siglos tan específicos como trascendentales a la hora de comprender no solo al Hombre, como sí por supuesto a las sociedades que les serán propias.
Dos siglos creadores de sendos modelos de Hombre que serán artífices de una esencia recogida que no resumida en un lema: Por sus obras les conoceréis.

Obras, Hombre, Acción. Sin duda la esencia de la diferencia concretada hoy en nuestra búsqueda. Una diferencia que se patente en La Pasión según San Mateo mejor que en ninguna otra. Tal vez por eso, bien por el descubrimiento, bien por la satisfacción que proporciona el intuir que se trata de algo único, la escucha atenta de la obra proporciona no tanto respuestas como sí más bien infinidad de nuevas preguntas, atribuibles todas ellas al rango de un Nuevo Hombre, el Hombre Positivista del que el Arte Barroco al menos en su escenografía musical constituye sin el menor género de dudas, el mejor de los anticipos.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.