sábado, 17 de diciembre de 2016

BEETHOVEN. LA TORMENTA QUE NO CESA.

Cuando todavía resuena con estrépito en nuestras cabezas el recuerdo del éxito de MOZART;  y aún reconocemos sobre nuestro rostro el rubor que las emociones a las que su convicción vital (tan gráficamente expresada por medio de su música), nos ha hecho proclives. Entonces es cuando más sentido adquiere, si por sí misma no lo tuviera, la entrada en escena de la que habrá de  ser considerada como la segunda personalidad a saber, Ludwig van Beethoven.

Si elegimos como adecuado para reconocer la valía de una época, un proceso que se base en el establecimiento de una cuestión lógica basada en la aceptación de que la proporcionalidad aplicable a partir del número de genios que conviven de manera contemporánea en una época; de la mera existencia casi concatenada de dos de la valía de MOZART y BEETHOVEN habremos de extraer sin duda la conclusión, cuando no la certeza, de que el siglo XVIII se muestra, sin duda, como una época más que fecunda. En lo que concierne a la opción igualmente lógica, la que por naturaleza emana de considerar la pobreza llamada a describir en este caso la época que nos ha sido dada… Bueno, en caso de querer perseverar con el razonamiento, en manos del lector dejo las conclusiones, así como las consecuencias que de las mismas puedan devengarse.

Dicho esto, lo cierto es que en poco más que lo referido a la ya mencionada concatenación temporal, y a la consideración que de genial han de recibir los sendos catálogos llamados a componer las obras, es a lo que se reduce, cuando no se limita, la más que corta lista llamada a contener las equiparaciones que entre MOZART  y BEETHOVEN puede resultar de recibo llevar a cabo.

Dicho de otro modo, MOZART y BEETHOVEN no se parecían en nada. Pero lejos de suponer tal afirmación un agravio, ni mucho menos la consideración morbosa llamada a erigirse en detonante de cualquier tipo de carrera basada en la obtención de recursos para poner de manifiesto tal o cual tópico; lo cierto es que si nos concedemos el privilegio de valorar con la debida atención lo que viene a ser el objeto de nuestra deliberación, podremos observar cómo la solvencia conceptual de un siglo por otro lado absolutamente caótico, y en muchos casos precario, alcanza un grado sin parangón en lo concerniente a la generación de entes brillantes.
Y hasta ahí llegan las condiciones necesarias a la par que suficientes a las que de un modo u otro habrá de aferrarse el que se empecine en entender a cualquiera de estos dos genios por medio de un proceso comparativo más que analítico.

Acudimos a las palabras de Ronald KENDALL, conocido hombre de negocios y a la sazón uno de los empresarios más admirados (no por nada dirigió durante veinticinco años los designios de una empresa de la magnitud de Pepsico), para señalar en el caso que nos ocupa una de sus frases más célebres, y que a la postre parece poco menos que hecha a medida a la hora de encerrar en una sola frase, certera por ello hasta el límite, todas las diferencias llamadas a convertir en inviable cualquier intento de comparación entre ambos creadores:

“El único sitio en el que el éxito ésta antes que el trabajo es el diccionario”.

Es así pues BEETHOVEN no ya solo un músico, sino más bien un hombre, hecho a sí mismo. Un hombre llamado a hacer buena la afirmación hecha siglos atrás por Miguel Ángel, en base a la cual la mayor virtud llamada a diferenciar al verdadero escultor pasa por el desarrollo de la capacidad de ver su obra terminada, allí donde otros solo aciertan a ver un trozo de madera, un bloque de piedra.

A eso, a un bloque sin pulir, es a lo máximo a lo que habría aspirado nuestro protagonista, de haber tenido que amparar su capacidad para la música a las consideraciones que del contexto lógico que conformaba su vida estaba dispuesto a proporcionar.

Y una vez más, la figura en este caso siquiera retórica de MOZART, se cruza en nuestro camino. Pues si bien es cierto que serán los deseos que su progenitor, Johann, alberga de que su hijo se convierta en otro niño prodigio, no es menos cierto que tal aspiración procede de manera evidente del efecto que MOZART y su ingente capacidad logró causar en toda una época. Un efecto indiscutible, inevitable, y que sin duda no será ésta la última ocasión que dé señales de afectar de un modo directo al contexto que en forma de consideración general habrá de determinar la vida del que hoy llama nuestra atención.

Se erige así pues su padre en el cincel que siquiera metafóricamente habrá de convertir el bloque en estatua; y poco a poco en este caso las clases y sin duda el trabajo, acabarán ahora sí por alumbrar al que para muchos es el verdadero profesional de los llamados a componer ese cuarteto del que directa o indirectamente tanto se ha hablado, y de cuya comprensión (una comprensión que pasa por entender sus vidas a través de sus composiciones), no cometeremos imprudencia si damos un paso más, y tratamos de sondear la psicología de la época que les es propia, a partir de los efectos que tales composiciones son capaces de inducir en nosotros. Porque si por algo son geniales, no es porque su música aún siga siendo insuperable; si aún son geniales es porque después de tanto tiempo, el Hombre del siglo XXI identifica su perdida humanidad con más solvencia en el interior de las emociones de la escucha atenta de una combinación de sonidos remota, que en la interpretación de las consecuencias que sus actos presentes causan.
Así, BACH descubre la música, MOZART la hace brillar, condenándonos a recordar para siempre el dolor por la pérdida de lo que como humanos, nos es impropio; BEETHOVEN nos despierta del sueño en el que los anteriores nos sumieron, retornándonos a nuestra condición de artesanos (la que ya el Libro del Génesis nos apunta cuando nos dota de la capacidad para ganar el pan con el valor de nuestras obras), en tanto que habrá de ser WAGNER el que después se bata en duelo con la Divinidad, convencido de que como Prometeo demostró, “El Hombre Moderno es viable por sí mismo”.

Tal afirmación, en principio categórica, pero como muchas otras propensa a no ser validada en una primera lectura precisamente por la ausencia de ambigüedad a la que condena a todo aquel que se erija en competente para asumir las consecuencias de derivan de su total y absoluta comprensión; puede tan solo ser entendida en toda su magnitud si la afrontamos desde el punto de vista del Hombre del XVIII a saber, un hombre llamado a ser consciente del momento que le ha tocado vivir y lo que es más importante, consciente de las consecuencias que conceptos tales como el de responsabilidad aportan para un Hombre que está obligado a someterse al juicio que supone valorar el presente sabiendo que es mucho más que el colapso de un pasado, precisamente porque ha comprendido que tal vez por primera vez, el futuro es netamente prometedor. Y si no lo es, al menos le quedará la satisfacción de saber que las causas ya sea de su éxito o de su fracaso, han estado en todo momento bajo su absoluto control.

Porque ahí y solo ahí reside la excepcionalidad de la que merece ser objeto cualquier consideración subjetiva desde la que queramos llevar a cabo el análisis del momento que le es propio a BEETHOVEN.

LA ILUSTRACIÓN, índice categórico al que por antonomasia habremos de rendir pleitesía cuando nos dispongamos a refrendar éste o cualquier otro parecido concepto, ha mostrado ya como indefectible conclusión lo que cuando todavía era una ensoñación plasmada en los libros de uno de sus más influyentes artífices, a saber Immanuel KANT, apuntaba a lo sumo maneras dentro de un sinfín de consideraciones fundadas no tanto en la disposición positiva que ofrece el natural deseo de progreso, como en la necesidad de salvar de una u otra manera el miedo que el colapso de toda una época basada en el pasado, nos ofrece.

Porque si la obra de KANT guía la mente del Hombre, las composiciones de BEETHOVEN se muestran por si solas como competentes para insuflar en éste la subjetividad necesaria para asegurarnos de que no corre el peligro de convertirse en la máquina de pensar carente de corazón hacia la que una interpretación a ultranza de los preceptos básicos de esa ILUSTRACIÓN pueden llegar a convertirlo.

Arrebata así pues BEETHOVEN el cincel a su padre, y de una manera más que prometedora, se encomienda a la ardua labor de edificar en torno a su parecer la que estará llamada a ser la ordenación musical a la que se rinde toda una época.
Porque como compositor, sobre BEETHOVEN recae mucho más que la labor de ser el llamado a clausurar toda una forma de entender una época, lo que por otro lado le es propio en tanto que no en vano estamos ante el último compositor en el que se identifica el Clasicismo. Como compositor esto es, en tanto que creador, BEETHOVEN está obligado a asumir la ingente labor de crear un marco nuevo respecto del cual inferir las normas de un estilo o lo que es lo mismo, las pautas a partir de las cuales entender la nueva manera de entender la subjetividad del Hombre.

Es así pues perfectamente asumible, llegados a este punto bien podríamos decir que por medio de un proceso aparentemente lógico, que BEETHOVEN y su puesta a punto de la realidad musical destinada a hacer comprensible lo que en sí misma será “El Movimiento Romántico”, responden a una sucesión de acontecimientos cuya fuente alberga su procedencia en una suerte de necesidad externa cuando no ajena a la época que les es propia y que paradójicamente optan a superar. Para simplificar el proceso, es como si BEETHOVEN hubiera llegado al Romanticismo implementando, (en este caso de manera satisfactoria, el método diseñado por Pulgarcito a saber seguir el rastro de las migas de pan previamente arrojadas).
Incluso aunque así fuese, la eterna apuesta por la perfección, único precepto al que nuestro protagonista se entregó cabe decir con absoluta pasión, y especialmente los logros que de tal menester se obtuvieron, unos logros cuya comprensión solo resulta asumible adoptando escala de ámbito global; merecen por sí solos un instante de reflexión, cuando no de homenaje a la sazón, el único objeto que humildemente hemos perseguido hoy, un día más.

Un día que si transcurre desde el disfrute de la música de BEETHOVEN, sin duda que será un día mucho más aprovechado.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 10 de diciembre de 2016

DEL TIEMPO RECONOCIDO EN SU TRÁNSITO. MOZART COMO CONDUCTOR.

Puestos a saber cuál es nuestra obligación, de ser capaces de afirmar rotundamente dónde y cuándo estamos ante un genio, bien puede residir la certeza que una sociedad tiene de, verdaderamente, merecerlos.

Sin embargo en los genios, o más en concreto con lo que tiene que ver con el desarrollo de los que les es propio, reside la paradoja puesto que: ¿De verdad una genialidad es reconocible en el intervalo de presente en el que está llamada a manifestarse?
Mientras dilucidamos el efecto que provoca la introducción de la enésima variable, a saber la de la perspectiva, lo único cierto es que una buena manera de poder afirmar que efectivamente nos encontramos analizando el trabajo cuando no la obra de un verdadero genio, pasa por comprobar hasta qué punto las paradojas y las dudas, más que las certezas y las conclusiones, comienzan por intuirse para poco a poco ir afirmándose, hasta el punto de llegar a conformar por sí solas un espectro tan amplio que su mero estudio habrá de transferirse a otro equipo toda vez que componen en sí mismas materia más que suficiente.

Paradoja, perspectiva, imposibilidad, ampliación de campo… a saber conceptos más que letras, todos ellos ligados en cualquier caso por la certeza de que  lo que otrora estuvo tapado tras la penumbra de la ignorancia, merezca con el paso del tiempo erigirse en el templo de luz que todos, cuando menos, intuimos.

El tiempo pasa, fluye; o tal vez seamos nosotros los que realmente pasamos. Sea como sea, lo único cierto es que nuestro presente se revela en sí mismo como el futuro de otrora. Hoy es el mañana de ayer, y tal vez ya solo por ello hogueras que antaño no ardían bien pueden hoy alumbrar con su luz espacios y tiempos desconocidos, aún en realidad siempre intuidos.

Para los que llegados a estas alturas no entiendan la relación de tiempo, o directamente la refuten, solo un dato: MOZART es a estas alturas del año, el autor que más discos ha vendido.

Casualidad, reminiscencias, nostalgias…  o acaso, frustración, todas parecen en principio poder ser tomadas en cuenta a la hora de dibujar la radiografía de una sociedad que llegados aparentemente sin más a este momento, justo el que nos circunda y en el que acaba de cumplirse el 225º aniversario de la muerte del genial compositor e intérprete, se muestra como ni puede ni debe ser de otra manera, en la responsable última del hecho.
En lo concerniente a esta última aseveración, solo una consideración creo necesaria hacer al respecto: Todo el que piensa que MOZART compuso uno solo de sus acordes con la sincera voluntad de convertirse en lo que hoy es, comete un verdadero error. El motivo de la certeza es claro: Si MOZART no se suponía un genio, carecería de la audacia que en tal pretensión se manifiesta. En el caso contrario esto es, si MOZART se sabía un genio, esa audacia habría sin duda mutado en alguna forma de pedantería indulgente; en todo caso razón suficiente para que al genio le importara un rábano la opinión de los que estábamos por llegar.

Porque de una de las pocas cosas de las que podemos estar seguros, es de con MOIZART pocas, por no decir ninguna, son las consideraciones llamadas convencionales, de las que podemos hacer uso a la hora de cifrar ya sea su obra, o su personalidad.
Al contrario de lo que pasa con la mayoría de autores, la relación del genio con su momento histórico, transcurre de manera diferente, propia. Para que comprendamos el sentido de tal afirmación, diremos que en el caso de los autores convencionales,  la realidad que los rodea acaba por convertirse en mucho más que el marco llamado a erigirse en  referencia de su obra, y a la postre, de su vida. Ya sea de una manera consciente (convirtiéndose en cronistas), o inconsciente (quedando atrapados tras los sutiles barrotes que poco a poco acaban por convertirse en su límite), la relación entre el artista y su mundo se hace evidente, y es de la misma mucho más que presagio su obra.
Al contrario de tal proceder, tanto las formas como por supuesto el fondo, esto es, tanto el procedimiento del que se sirve, como por supuesto los conceptos cuya explicación va inexorablemente ligada al menester, rompen de manera evidente con todo lo que hasta ese momento ha supuesto norma, o incluso se ha mostrado como ley.

Y es precisamente en el reconocimiento de esa fractura, donde reside la mayor esperanza que los contemporáneos de un genio tienen a la hora de intuir vagamente la existencia del mismo.

Surge así pues el genio, y lo hace no para regodearse de su presente (lo que supondría una conducta comparable a la que manifestaría en granjero si insistiera en revolcarse con los cerdos). El genio viene para romper, para dislocar. En una palabra, el genio es el agorero partícipe de los peores presagios.
Al genio no se le ve, a lo sumo se le atisba; no se le comprende, tan solo se le intuye. Es por ello que la acción, la obra en este caso de MOZART, resulta incomprensible para los llamados a ser sus contemporáneos, simple y llanamente porque tiene que ser así.

Un genio viene a romper con todo lo que es propio del momento en el que “le ha tocado vivir”. De esta manera la obra de MOZART, sea cual sea el modo en el que ésta venga cifrada, resulta incomprensible toda vez que los conceptos y procedimientos que la articulan se estructuran en un entramado del todo incomprensible para los que como antes hemos dicho, son los ¿afortunados? llamados a compartir tiempo con él.

Un genio no explicita sus conceptos de manera coordinada respecto de los tiempos en los que su obra se libra. Más bien éstos se erigen en una suerte de yuxtaposición que solo con el tiempo acaba por librarse en un mensaje inteligible.
Tal vez en el impulso en el que se reconocen los que hace años decidieron enviar   un mensaje llamado a surcar durante eones el espacio interestelar con la esperanza de encontrar inteligencia extraterrestre destinada a librarnos del sobrecogimiento que supone pensar que estamos solos en tanto espacio; podamos hoy reconocer la valía que impulsó a MOZART a construir un edificio en el que la complejidad de las cerraduras volvía imposible la aspiración de residir en él.

Por eso, es probable que de todos los conceptos anteriormente aludidos, la frustración sea el llamado a mostrarse como el adecuado.
Es el de la frustración, un concepto malinterpretado. Conjugado siempre dentro del campo semántico del fracaso, bien pueden atribuírsele otras interpretaciones. Es más, algunos pensamos que la aparente incapacidad que en principio se materializa en torno al mismo, puede dar origen a una forma de acumulación de energía llamada a estallar; y de hacerlo en el sentido adecuado, bien puede alumbrar cosas increíbles. No en vano, “cuando decidas quién merece el agradecimiento por impulsarte en tus logros, piensa si has de dirigirte a los que estaban sabedores de que lo lograrías, o a los que te dieron la espalda convencidos de que tu fracaso era solo cuestión de tiempo”.

Alejados no obstante de cualquier consideración moral o restrictiva, lo único que queremos traer a colación es la necesidad de poner de manifiesto la posibilidad de que entre los tiempos en los que redunda nuestra actualidad, y los que transcurrían hace ahora 225 años, exista un paralelismo. Un paralelismo del que MOZART, o por ser más justos, su obra; sean catalizadores.
Catalizadores de un proceso destinados a hacernos entender que muy probablemente la causa de que tanto entonces como ahora la comprensión de la realidad destinada a erigirse en propia resulta imposible, muy probablemente porque el procedimiento llamado a conformarla se fundamenta en unas tesis hoy por hoy ininteligibles.

Abandonada pues la esperanza que pusimos en la consonancia de la llamada coherencia científica, bien es posible que otras han de ser las apuestas a las que abonemos nuestra esperanza de vivir, o al menos de comprender la vida.


Luis Jonás VEGAS.

sábado, 3 de diciembre de 2016

DE “EL DEBER” DE HABLAR DE JOVELLANOS. PROBABLEMENTE EL ÚNICO “KANTIANO” DE LA HISTORIA.

Una vez transcurrido el que consideramos un más que considerable periodo de tiempo sin que, tal y como esperábamos, se haya llevado ni tan siquiera de  forma inconsciente, una sola mención al aniversario de la muerte de Gaspar Melchor de JOVELLANOS; podemos finalmente decretar como logrado el que a todas luces se pone de manifiesto como el requisito imprescindible para pasar a formar parte de esa selecta reunión conformada por los que de una u otra manera han sido llamados a modificar de una u otra manera la Historia de España ; a saber, el de ser definitivamente sometidos a la apatía de una sociedad que, descorazonada por su presente, asustada por su futuro, se cree capaz de desarrollar conductas nihilistas como las que se desprenden de todos los que se creen capaces de sobrevivir al desprecio de su pasado.

Alcanza así pues JOVELLANOS un logro que, no por perseguido, y seguro que no por deseado, se convierte no obstante en el epíteto de la paradoja cuando sobre el mismo descansa la quintaesencia de todo cuanto la historia nos demuestra que ha de llevarse a cabo, precisamente, para merecer ser idealizado como modelo de buen español, a saber, concebir y desarrollar tu vida en torno a una serie de valores, creencias y por supuesto convicciones la mayoría de las cuales se encuentren meridianamente alejadas de lo que como por todos es sabido constituye realmente el espectro moral y a ser posible conductual de cualquiera que se identifique con el condicionante de español clásico.

Lejos de suponer una contradicción, el conjunto indisoluble que vienen a consolidar JOVELLANOS y sus vivencias, se erige rápidamente en un ente que, precisamente por su plenitud, acaba por mostrarse como la manera más eficaz de cuantas a la sazón se han conocido para llevar a cabo la que hoy por hoy supone, sin el menor género de dudas, una de las misiones más complicadas que existen, a saber, la de diseñar un protocolo destinado a encontrar en la historia, y por supuesto en el devenir del tiempo, una suma ordenada de conductas, preceptos o consideraciones varias que, por encontrarse o repetirse a lo largo de la misma acaben por erigirse en válidas a la hora de determinar qué es lo que ha significado poder definirse como español a lo largo de la historia.

Porque lejos de suponer un principio sencillo, definir sin caer en el problema de la controversia, o en el caos con el que cualquier controversia nos amenaza; qué es lo que supone ser español, ha constituido a lo largo de los siglos, acrecentándose se cabe en lo que concierne a los últimos decenios, una de las más sinceras a la par que complicadas controversias de cuantas han despertado ya sea de manera consciente o inconsciente, nuestro interés.
Nos encontramos ante un problema de tal calibre, que tratar de resolverlo por medio de normas o procedimientos equiparables con lo que llamaríamos “conducta normal” supone condenar, ya de entrada, todo el procedimiento.
Y no porque hablar de España suponga dar curso a un problema que se agudiza sobre todo cuando los llamados a hacerlo son  españoles. No porque de prevalecer la intención de llevar a cabo el proceso empleando métodos comparativos,  más pronto que tarde hayamos de enfrentarnos a la complejidad derivada de comprobar que es España uno de los países con mayor presencia no solo cuantitativa, sino especialmente cualitativa, en la historia del mundo. El verdadero drama se muestra ante nosotros en toda su extensión cuando comprobamos que su naturaleza surge a partir de un comportamiento ecléctico devengado de la fusión de las esencias presentes en las dos cuestiones anteriores, y de las disquisiciones propias que se derivan de tal consideración. Así, el orgullo en principio innato que ostensiblemente se nutre precisamente de la excusa que el factor historicista le proporciona, acaba por volverse en contra del llamado a ser protagonista toda vez que los excesos de ego conducen al individuo destinado a ser llamado ejemplo de español a perecer en una suerte de sacrificio propiciatorio del que es símbolo una especie de hoguera de las vanidades que bien podría estar alimentada por esa institución que durante siglos, estuvo destinada precisamente a velar por la preeminencia del buen español, labor a la que se entregaba sin el menor reparo agudizando su instinto con el paso del tiempo, un paso del tiempo que avanzaba en su contra pues se mostraba como la prueba premonitoria de que su justificación histórica desaparecía con la misma velocidad con la que se deslizan los granos de arena en el reloj.

De esta manera, y desistida toda actitud encaminada a la consecución exitosa de nuestra meta por medios acumulativos, es por lo que nos vemos obligados a desarrollar un procedimiento más complejo. Ubicaremos la respuesta a nuestra pregunta por medio de las sensaciones que nos produce la constatación de aquello llamado a considerarse como un comportamiento hostil, toda vez que enfrentado a lo que cabria esperarse.
No es sino una vez adoptada esta postura, que encontramos no ya en los valores como sí más bien en la coherencia que para con ellos alcanzó la conducta desarrollada por JOVELLANOS, las tesis llamadas a conformar cuando menos los títulos de los capítulos destinados sin duda a entramar lo que merecidamente habrá de constar en esa suerte de manual de instrucciones y usos al que bien podría acudir todo interesado en ser y ejercer de “Buen Español”. Habiendo leído previamente el a tal efecto escrito por D. Julián MARÍAS, claro está.

Será entonces, una vez sometidos al efecto producido por la calamidad de la que se hace predecesora tamaña contradicción, que comenzaremos a tomar conciencia de la diáspora a la que respecto de nosotros mismos y por ende de nuestro proceder, se pone de manifiesto cuando conductas como la prudencia, la mesura, el gusto por el conocimiento (especialmente versado en el dominio de las llamadas “Ciencias Útiles) y, en definitiva, la apuesta decidida por todo lo llamado a estar considerado como progreso, anidaba en la emoción de JOVELLANOS.

Se erige pues, la contradicción, en el concepto que con más fuerza describe lo llamado a conformar la esencia de este hombre sin par, destinado sin duda a encarnar en sí la fuerza de lo que de haber infectado a cualquier otro mortal, en afrentas y calumnias se hubieran, sin duda, tornado. Mas al contrario, será el concepto en sí mismo, y la fuerza que, como en todo proceso dialéctico surge de la propia confrontación, lo que alimenta la que es ya de por sí una ineludible batalla.
Batalla que enfrenta a JOVELLANOS contra la ignorancia que, no gustosa tanto en sí misma cuando sí más en el beneficio que las autoridades obtienen mediante su fomento; ha acabado por adueñarse de los españoles; o contra la incoherencia que de forma no del todo inconexa con lo dicho de la ignorancia, preconiza en este caso una España que se dice leal a un pensamiento religioso, a la par que tiene que mantener una institución como la Santa Inquisición empeñada, al menos en su origen, en velar por la pureza tanto de las almas como del proceso por las mismas implementado.

Es así pues, que la coherencia que hallamos en la contradicción, es a la sazón lo que nos permite albergar alguna esperanza de identificar no ya al español modélico, sino más bien al español digno de ser considerado moralmente bueno (como más acertadamente diría JOVELLANOS). Un español orgulloso no tanto de lo que es, como sí más bien de lo que su herencia puede llegar “a hacer que sea”. Un español orgulloso de lo que fue, que rinde tributo a lo que es. Porque como el propio JOVELLANOS dijo: “No sacrificaré una sola generación de españoles llamada a conformar mi presente, por mucho que así me lo requiera la esperanza depositada en las generaciones futuras.”

Ese era JOVELLANOS, un hombre destinado a describir su futuro, a base precisamente de poner de manifiesto las contradicciones que se adivinaban en su presente.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.