sábado, 29 de diciembre de 2012

DEL UNIVERSO STRAUSS. DEL ROMANTICISMO TARDÍO A LA MÚSICA COMO NEGOCIO


Llegados estos momentos, en los que tal y como ocurre con algunas de las más insignes figuras de nuestro panorama político “uno no sabe muy bien si sube, o si baja” es cuando de verdad más se agradece la presencia de elementos faros, es decir, de alguna realidad que nos permita ser capaces de aventurar sin riesgos la certeza de que alguna rutina permanecerá, aunque para nuestra desgracia todo lo demás se vaya desmoronando a nuestro alrededor.

Rutinas, seguridades, en una palabra, tranquilidad. Y pocas cosas son más seguras, a estas alturas del drama, como las que proceden de saber que un año más, nos levantaremos el Día de Año Nuevo buscando los tradicionales Saltos de Esquí, y meciendo los últimos ardores del cava al ritmo de las Polcas y los Valses de la Familia Strauss, interpretados por la Orquesta Sinfónica de Viena.

Constituye la Saga Strauss uno de esos casos en los que todos los miembros de la familia desarrollan de manera activa la labor musical, centrándose además en los mismos conceptos, llegando en este caso incluso a competir en tiempo y forma.
Sin embargo, en el caso que nos ocupa, el concepto competición ha de ser entendido en toda su extensión, o mejor dicho en la más amplia acepción de la palabra.

Los Strauss vienen en realidad a ocupar todo el siglo XIX. Desde el nacimiento en 1804 del que será Johann STRAUSS padre, hasta la muerte en 1916 del último de los hermanos, Eduard, los STRAUSS desarrollarán una más que intensa carrera musical en la que se entremezclarán los intereses musicales, con las pretensiones pseudo nacionalistas, aderezado todo ello con una marcada confrontación familiar, que alcanzará su clímax en torno a 1845, cuando los STRAUSS padre e hijo rompen relaciones definitivamente.

Y en medio de todo esto, el Vals. Muy conocido en la Viena Imperial, el vals es en realidad una manifestación neta y absolutamente popular. Se trata más bien de una danza, con las connotaciones que ello puede apostar. Literalmente es una recreación musical destinada a ser interpretada en un contexto determinado. Todo lo cual fluye para que inexorablemente, se convierta en una herramienta de comunicación certera en una Europa que se encuentra en un estado de efervescencia tal, que igualmente se dispone a enardecer y a enardecerse con una aportación más.

Con todo ello, la apuesta que STRAUSS hijo hace por este estilo, encuentra rápidamente no sólo el éxito más sorprendente, sino que igualmente se pondrá a su servicio como el caballo de batalla desde el cual desarrollar la a estas alturas ya encarnizada lucha en la que ha degenerado la relación con su padre, el cual, si bien en un principio argumentaba su descontento con que su hijo siguiera su misma carrera en las dificultades que lleva aparejada la vida del músico; acabará reconociendo finalmente que la mejor comprensión que por parte del hijo se lleva a cabo del contexto situacional del mediados del siglo XIX, le hace temerle como a un rival soberbio.

Mas llegados a este momento, los STRAUSS ya tienen claro tanto el que se encuentran en disposición de vivir de la Música en el sentido más comercial de la expresión, como que lo harán de la manera más separada posible, lo que incluye no disimular su malestar, llegando a protagonizar enfrentamientos públicos.
Para comprender el Universo STRAUSS tal y como se va configurando, hemos de conciliar la imagen de una Viena que, a lo largo del siglo XIX ha de conciliar visiones contrarias de su propia realidad nacional.
Por un lado, los que siguen viendo en el Sacro Imperio Romano-Germánico la sensación de cálido protector, buscarán con fervor y abiertamente la interpolación respecto de la Alemania Imperial de Bismarck. Por otro lado, los que anhelan la libertad, ven en los coeficientes románticos de la Revolución, la posibilidad de argumentar definitivamente su independencia.

Y entonces, los Strauss, y el Vals. La evolución del Vals, y en especial su triunfo, hay que buscarlo a priori en la rápida aceptación que el baile tiene entre las clases populares. Se trata como he dicho de una danza. Pero es en realidad su danza. Uno de los pocos atisbos que tiene la incipiente sociedad austriaca para decir que algo les pertenece de manera neta, y casi absoluta.
Esto no significa decir que el vals sea una estructura específica austriaca. Polonia, Rusia, y otros integrantes de la cornisa eslovena poseen importantes ejemplos con los que la obra se regocija. Sin embargo no es menos cierto que será fundamentalmente en la Austria del XIX donde el baile se regocije, tanto en su ejecución, como en los componentes con los que se le dota. Y los mayores artífices de tales aditamentos serán, sin duda alguna, los Strauss.

Y de la mano del éxito, el salto no tanto en este caso  a la fama, como sí a la popularidad.

Se trata en definitiva de Música de Baile, sin que tal apóstrofe constituya para nada un reduccionismo, ni nada semejante. El Vals y los Strauss proporcionarán a la gente aquello que en última instancia demandan, cual es diversión, y sobre todo un elemento que les permita divertirse en la más amplia acepción de la palabra, con la Música como argumento. En otras terminologías, nos encontraríamos ante lo que hoy denominaríamos Música de consumo.

Y como tal música, se toca en salas de fiesta, o de baile. Salas que pronto estarán monopolizadas por los propios Strauss.

Tenemos así todos los ingredientes para conformar el cóctel destinado a sembrar la llama del éxito. Sin embargo, viendo la naturaleza de los mismos, todo parece indicar que éste ha de ser inevitablemente efímero.
Habrá que buscar en el esfuerzo de Klemens KRAUUS, y en el importante trabajo que se hace desde 1929 con la Orquesta Filarmónica de Viena, el motivo fundamental por el que, un año más, daremos la bienvenida al Año Nuevo con el Tradicional Concierto desde Viena, con el Danubio Azul y, cómo no, con la Marcha Radetzky. De STRAUSS…PADRE.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 22 de diciembre de 2012

DE LA NAVIDAD, LA RELIGIÓN, Y DE OTRAS PERVERSIONES ASOCIADAS.


Arrancar la presente afirmando que la Navidad, comenzando por la mera esencia que se refleja en la fecha, es en realidad una falacia encaminada a conseguir, mediante el ardimiento y la perversión un efecto ilusorio, deslumbrante, digna del mejor de los directores de Publicidad de cualquier cadena de grandes almacenes de los que pululan por nuestra escena; no supondría en realidad nada nuevo, de hecho no constituiría desde luego un arranque digno, ni de ocupar este espacio, ni desde luego, esta fecha.
Sin embargo, decir tal día como hoy, inmersos como estamos ya en las estribaciones de los ascensos que sin duda desembocarán en los excesos de la cena del próximo día veinticuatro, que toda la parafernalia religiosa que en definitiva alimenta en mayor medida los actuales procederes absolutistas de la sacrosanta y todopoderosa Iglesia Cristiana, se sustentan en realidad en una falacia ideológica de la que tal institución no fue sino el catalizador, de una de las más interesantes manipulaciones ideológicas de las que la Historia ha sido testigo; sin duda sí que puede consolidar un comentario que haga aumentar exponencialmente el coeficiente de atención que a partir de este instante la dediquemos al asunto.

Decir que desde sus comienzos, la Iglesia Católica ha estado siempre emparentada de mejor o peor manera con el poder, puede en realidad ser no decir mucho. Sin embargo, si de nuevo añadimos el detalle según el cual la captación de riquezas que la institución lleva a cabo tiene su apogeo a mediados y a finales del siglo IV, coincidiendo irrefutablemente con la entrada en pleno vigor del mal llamado Edicto de Milán, del año 313, bien puede comenzar a aclarar muchas de las ideas tanto de las que  se han desarrollado hasta el momento, como por supuesto de las que surjan a partir de ahora.

A finales del siglo III de nuestra Era, el Imperio Romano aparece claramente inmerso en un proceso de complejidad tal, que las consecuencias directas que se pueden observar de mantenerse el desarrollo natural de los acontecimientos, bien puede desembocar en la irrefutable desaparición del mismo.
En contra de lo que ha ocurrido hasta el momento, en el que la sucesión de sucesos fragmentarios siempre ha parecido que seguían una especie de orden, esto es, las crisis cuyo origen se encontraba en causas internas, no se mezclaban con otras cuya índole se encontraba en el exterior; parece haber desaparecido definitivamente.
Así, a las amenazas externas de bárbaros centrados en los alamanes y visigodos del norte, y a la sempiterna amenaza persa del este, se une ahora de manera original y tal vez por ello más peligrosa si cabe, la acción destructiva de las disensiones internas. Septimia Zenobia se ha ungido dueña y señora del Imperio Oriental, y casi a la par, las desconocidas revoluciones de la chusma, en base a los alzamientos de los bagaudas, o clase baja agrónoma, amenazan no ya con debilitar, sino con arrojar a una franca crisis de estabilidad a todo el Imperio.

Sin embargo, lo peor a lo que tiene que enfrentarse Diocleciano es en realidad a la no amenaza, sino clara realidad de la fragmentación ideológica. Paganos de toda clase, ya sean politeístas o monoteístas. Los maniqueístas, cercanos por estructura a la clase dirigente en Persia, los judíos…y de fondo, los todavía escasos cristianos.
Todos ellos constituyen en realidad, una masa carente de entidad identitaria Curiosamente, semejante hecho constituye en realidad el motivo de su supervivencia en último caso ya que, de haber sido de otra manera, el Imperio ya hubiera tenido que arbitrar medios para su control, y la experiencia con anteriores circunstancias bien nos lleva a poder anticipar de antemano el sentido por el que podrían haber transitado tales medidas.

Con todo ello, los emperadores Lyrios habían ido conjugando una tras otra todas las crisis que se les habían presentado, desarrollando un apolítica cercana a la elección del menor de los males, destacando así por ejemplo la pérdida de la Dacia Transdanubiana. Sin embargo el Lyrio que hoy nos interesa, Constantino, había irrefutablemente de tomar medidas encaminadas no a incrementar la superficie del Imperio, o ni tan siquiera el poder subsidiariamente vinculado a tal hecho. Constantino se veía obligado, nada más y nada menos que a asegurarse de que el Imperio no entraba bajo su mandato en la que probablemente se convertiría en la última de sus crisis.

Era imprescindible pues, la adopción de medidas tan drásticas como innovadoras. De nuevo el efectismo había de ser el reclamo. Había que recuperar entre los súbditos la sacrosanta certeza de que no sólo todo estaba absolutamente bajo control, sino que siempre sería así.

Pone entonces en marcha Diocleciano una serie de reformas de la estructura administrativa del Imperio, que disfrazadas de acciones relacionadas con la Hacienda, (curioso, los impuestos, siempre tan ligados a la tradición cristiana) esconden en realidad profundos cambios en la fisonomía del Imperio. Agrupa varias provincias en una diócesis, y priva de mando sobre las legiones a los gobernadores de provincia, complicando así las intrincadas revoluciones militares.
Pone en marcha así mismo una política de apoyo al más desheredado, que además de convertirse en el hecho más conocido de su mandato, le asegurará la adhesión de la que es sin duda la clase social más abundante en cualquier momento histórico, y Roma no va a ser una excepción.

Sin embargo, la reforma más importante e interesante para nuestros intereses es la que modifica y asienta de manera aparentemente definitiva los procedimientos de sucesión. Surgen las figuras de los Augustos, emperadores, y de los Césares, sobre los que recaerá con el tiempo la misión de gobierno, hecho éste por el que serán preparados para tal hecho. Se pone así fin, al menos en apariencia, a las tentaciones de las confabulaciones y los asesinatos.
El procedimiento de Tetrarquias, vino en principio a constituir un protocolo severo al que recurrir en el momento de la siempre traumática sucesión. Sin embargo pronto demostró que no era infalible, ni mucho menos perfecto. Así, en el año 305, el propio Diocleciano, ya Augusto, hubo de abdicar, junto a su simétrico en el otro ala del imperio, Maximiano.

Acceden pues al poder Constancio y Galerio, que lo hace para Oriente. Aparece entonces en escena Constantino, hijo de Constancio el cual morirá en batalla en Eburacum, la actual York, habiendo de ser Constantino, ya elegido César, quien acceda al rango de Augusto y al subsiguiente poder.

Mas su ascenso no había sido del todo certero para con las disposiciones dictadas al efecto. Por ello, habrá de preocuparse de manera inmediata de la adopción de cuantas medidas sean suficientes como para garantizar una estabilidad lógicamente amenazada.
Procederá así con un radical reforzamiento del ejército, que tendrá su contraprestación en las fulgurantes victorias en las fronteras del norte, contra francos y alamanes.

Sin embargo, las tensiones internas, como siempre las más difíciles de descubrir, y por ende de refutar, llevaron al otrora Augusto Constantino, a tener que enfrentarse al otro Augusto más capacitado, a saber Licinio.

Ambos se reunirán en Milán, en el año 313. De la mencionada reunión, se extraerán una serie de conclusiones, documentadas entre otros por Lactancio, de las que fundamentalmente se concibe de manera exhaustiva la existencia de un claro peligro interior, la fragmentación de origen ideario, que necesita una rápida solución, la cual ha de ser evidentemente inapelable.

Entran entonces en escena los cristianos. Perseguidos en mayor o menor medida, es sobre todo en torno al 303 cuando la misma arrecia.
Es el grupo de los cristianos una entidad peligrosa no por su condición de culto oriental, como tanto por la excesiva velocidad a la que se extiende. Así, de los 120 que componen su origen según Hechos de los Apóstoles 1, 14, han crecido al ritmo de un 40% por década, de manera que en los trescientos años de existencia, han alcanzado a ser religión del 15% de la población de un Imperio Romano que se cifra en el orden de los 62 millones de habitantes.
Así, el mal llamado Edicto de Milán no constituye una necesidad del Emperador de resarcir a los cristianos por las persecuciones o por los mártires, exiguos y escasos en realidad. Todo procede en realidad, de un  proceso sabiamente urdido en el que ambas partes ganan. Constantino se asegura el apoyo de una clase emergente muy poderosa, tanto en número como en poder económico (los cristianos desde el principio entendieron y desarrollaron la labor de la danatio como obligación de procedimiento suscrita al dogma) de manera que la generositiad una de las hegemonías supuestamente atribuidas al Imperio, se cumplía, si bien en este caso de manera distinta a como en un principio había sido concebida. De esta manera, el poder económico crece muy deprisa, de manera que la Iglesia surgente acumulará en los dos primeros siglos de existencia la mayoría de sus actuales posesiones en la tierra.
A cambio, los cristianos se garantizan una participación realmente considerable en el banquete que se oficiará a partir de los despojos que se vayan haciendo paulatinamente, a medida que el resto de religiones y creencias, politeístas y monoteístas que conforman el escenario religioso y de creencia del Imperio, se vayan viniendo abajo.

Es así que, de una manipulación interesada pero fundamental, El Edicto de Milán nunca supuso la aceptación del cristianismo como religión oficial del Imperio, sino que únicamente reconoció la independencia individual de cada uno a la hora de elegir creencia: Que desde ahora, todos los que desean observar la religión de los cristianos lo puedan hacer libremente y sin obstáculos…” Pasamos a un proceso que en realidad tiene su origen en la publicación del Edicto de Galerio, 30 de abril de 311, en el que la libertad de religión es un gesto de benevolencia, una especie de acción de filantropía destinada, como todas éstas, no a satisfacer de manera ficticia la creencia del que la recibe, sino a agrandar la brecha existente entre éste, y el benefactor, en tanto que se yergue como manifestación eternamente perceptible de las diferencias existentes entre ambos.

Y a partir de ahí, al resto de manipulaciones. Desde el trasiego de la fecha del nacimiento de Cristo, pasándola de los idus de marzo, a las calendas de diciembre. Todo ello para que coincida con la ceremonia pagana del solsticio de invierno. Y la concordancia de llevar al domingo las celebraciones destinadas al dios sol, etc.
La esencia es clara y definitiva, y tiene su salvaguarda definitiva a la muerte del propio Constantino. Cuando sus herederos, Constante  y Constancio proclaman la Ley CTH XVI, 10.2 que ordena abolir la locura fr los sacrificios, con lo que ahora los perseguidos, y con saña, serán los paganos.

El camino queda así definitivamente llano, para que en el 380 ahora sí, Teodosio legisle en pos de convertir el Cristianismo en la Religio Civita del Imperio.

A propósito, Constantino no llegó nunca a convertirse.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 15 de diciembre de 2012

ISABEL DE CASTILLA, DEL PACTO DE LOS TOROS DE GUISANDO, A SU CITA CON LA HISTORIA.


No será simple redundancia, y de ello nos haremos en todo caso responsable a lo largo de las siguientes líneas, si venimos una vez más a decir que la Historia de España, es sin duda alguna una de las más espectaculares del mundo, y sin duda de las más impactantes de Europa.
Y mucho más impactante si cabe, cuando nos permitimos el lujo de resaltar que, en este caso, los acontecimientos más importantes y destacables, proceden al contrario de lo que sucede en otros países, de la acción organizada de grandes hombres y mujeres los cuales, dando muestra unas veces de un valor sin parangón, y otras de un ingenio difícilmente comprensible, se permiten no obstante no solo pasar a la Historia, sino en la mayoría de los casos cambiarla, convirtiendo su vida en algo único, en algo grande, asegurándose la certeza de que su nombre perdurará por encima de los tiempos, en tanto que muchas veces éste escribe sus líneas gracias a los considerandos que ellos dejaron plasmados.

Es además un hecho constatable, el que la Historia y el Tiempo, como máxima asociada, se perciben en relación de contrastes esto es, en base al efecto que la comparación desde el pasado, se produce para con los hechos del presente. Y como, hoy por hoy, el presente no resulta con mucho nada alentador, es por ello que tal vez, figuras como la que traemos hoy a colación, parecen incrementar todavía más si cabe su propia leyenda, toda vez que la decrepitud moral existente, viene a redundar en la necesidad perentoria no ya de recuperar las escenas propias de personas como ella, aunque sí de comprender que el contexto histórico en el que en definitiva tuvieron lugar sus actos, sigue conservando cuando menos, su esencia.

Es así que Isabel I de Castilla constituye por sí misma, todo un modelo digno no ya sólo de análisis, cuando sobre todo de franca admiración.
Mujer en un mundo de Hombres, Isabel de Trastámara fue capaz de unificar en torno de sí y de su figura, toda una serie de variables históricas, humanas, políticas e incluso estructurales, las cuales, por diversos motivos, se hallaban netamente dispersas, mediante la implantación en algunos casos de relaciones y limitaciones las cuales, francamente, parecían hacer imposible el menor atisbo de redefinición, y mucho menos para una mujer, por mucho que ésta fuera aspirante a reina, o en último caso reina verdaderamente.

Resulta por ello más que un mero hecho anecdótico, y por ello hemos de proceder ya con su entrada en el sistema de variables que estamos componiendo, precisamente el hecho de que se tratara de una mujer. En un país, cuando no en un agrupamiento de reinos cristianos, que probablemente  constituyera la acepción más acertada de cara a describir los designios de la por aquellos entonces aún inexistente España, es probable que aprovechando la acción del tiempo transcurrido, y sin abusar de la perspectiva, no fuera injusto decir que ése fuera precisamente uno de los aspectos que acabó jugando a su favor. Precisamente el hecho de ser mujer, con todo lo que ello conlleva, máxime a la hora de establecer los preceptos y procedimientos, cuando éstos así como sus procederes, están exclusivamente ligados al mundo de los hombres.

Lejos de perdernos en devaneos excesivos procedentes de elucubraciones en torno a su vida previa a la firma de Los Pactos de los Toros de Guisando, momento a partir del cual la idea de que pueda llegar a ser Reina de Castilla comienza a tomar forma; podemos decir que la vida de Isabel transcurría por unos derroteros que no podían hacer presagiar la tormenta diplomática, política y de condición que su coronación, acontecida un 13 de diciembre de 1474, en Segovia, acabarían consolidando. Bien es cierto que desde el principio, y en sus primeros años, manifestó ser dueña de un carácter no tanto indómito como arrollador, especial, iracundo, sensible, innovador, y propenso al cambio, pero sin denostar por supuesto el valor de la tradición. Todo un canto al espíritu de la contradicción. Una mujer vamos.

Los largos años de infancia y juventud, acaecidos estos bajo la doble y complicada sombra de los dos hombres en esta época fundamentales, su Rey Enrique IV por un lado, hermano por parte de padre,  y su hermano y a priori heredero al trono, Alfonso; debieron de constituir sin duda alguna unos años de muda tristeza y desolación destinados, en cualquier caso, a formalizar en Isabel unas condiciones morales y conceptuales propias de una personalidad tan elevada y complicada como la que la Historia nos ha regalado y descrito.

Mujer de tan excelsas como intensa convicciones, lo poco probable de su final ascenso al trono, hace converger en torno de ella una forma de vida en la que la mezcla de grandes libertades, como la acción de una ferviente religión, procedente sobre todo de los procederes, casi enfermizos de su madre Isabel de Ivoiz, terminan por consolidar en Isabel una visión de la Religión, y en especial de su vínculo para con la vivencia de Dios, tan innovador como el resto de comportamientos que ésta experimenta.

Pero volviendo y centrándonos en asunto más mundanos a la par que terrenales, la muerte en extrañas circunstancias de su hermano Alfonso (ningún médico constata oficialmente que la causa de la muerte sea la buscada peste), acelera los acontecimientos todo ello en pos de la nueva carrera sucesoria que se desata en base a los acontecimientos que rodean a la concepción de su sobrina Juana, a la sazón La Beltraneja, toda vez que las acciones del Displásico Eunucoide Enrique IV, no podían de por sí garantizar lo natural de la concepción, hecho éste imprescindible para la natural y correcta labor de sucesión.

La negativa a reconocer a Juana como legítima hija de Enrique IV, impulsadas sobre todo por Pedro PACHECO, gran valido del Rey, desde que el antes de caer en desgracia D. Álvaro de Luna hiciera ascender en la Corte desde mero lacayo, hasta consejero primero del padre de Isabel, el monarca Juan II, hasta luego el propio Enrique; desemboca en la crisis que pone de mano el enfrentamiento sucesorio que ve finalizar su primer asalto con la firma del Pacto de Guisando ya comentado.

Sin embargo este tratado tiene unas consecuencias aparentemente no provocadas, cuales son el exceso de confianza que finalmente termina por envolver a una todavía joven aunque ya Princesa de Asturias, que verdaderamente comienza ya a verse como Reina de Castilla.
Tales actos irán convergiendo en un paulatino aunque constante abandono de los vínculos de aceptación y dominio que hasta el momento había mantenido, quién sabe si por guardar las formas, con hombres tan potentes como el propio Arzobispo de Toledo, cuando no el propio PACHECO. Y no volverá a permitir semejantes relaciones hasta que conoce al que habría de ser su marido, Fernando de Aragón, del cual, en contra de lo que solía ocurrir en la época, se enamora fervientemente desde el momento en el que se ven, y eso que había estado prometida con el mismo desde que había cumplido los tres años.

Se casan el 19 de octubre de 1469, pero no será hasta el uno de diciembre de 1471 cuando a través de la mediación de CARRILLO Arzobispo de Toledo, el matrimonio alcance plena vigencia. Con ello, el conato de unión de los reinos, instigado a priori como una forma de constatación de los efectos de las presiones de reinos como Francia y Portugal, sobre las fronteras de Aragón y Castilla respectivamente, terminen por convertirse en el ejercicio de unificación en torno de la futura España, a lo que tenderá con creces su nieto y sucesor, Carlos I, en la búsqueda que éste emprenderá por la corona del Sacro Imperio Romano Germánico.

Y de ahí, a la bula sit convenit, promulgada por Alejandro Vi, en 1496, que dotaba tanto a ella como a su marido, del sobrenombre de “Reyes Católicos”, lo que les convertía en defensores y precursores de la Fe.
El descubrimiento de América, la Conquista de Granada, la expulsión de los judíos, y un largo etcétera que hacen que su leyenda crezca y crezca sin parar, como una de las grandes figuras de la Historia de España.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 8 de diciembre de 2012

DE CONSTITUCIONES, PACHANGAS, Y OTRAS CERTEZAS.


Poco a poco, dejo que el lento transitar de el Tiempo, reflejado en este caso en el incesante tintineo que el paso de los días refleja, me instruya, a golpe de experiencia, en la insuficiente condición destinada a ser capaz de identificar, aún cuando es poco menos que un murmullo que no llega ni a rumor, sobre las causas de lo que, a todas luces es ya una manifiesta certeza. La que procede de saber a todas luces que, algo gordo se está preparando.

Dejo como digo pasar los días, antes de poner de manifiesto, para todo aquél que desee, o no, escucharme, de la que para mi es una certeza ineludible. La de estar convencido de que los tiempos que nos ha tocado vivir no son ya tiempos de cambios. En realidad, esos cambios que algunos llevan tiempo pronosticando, están aquí ya.
La prueba, el miedo que, hoy por hoy, ha surgido en ciertos sectores de lo oficialista, Miedo que por otra parte empieza a calar firmemente entre el Pueblo Llano.

La prueba a la que hay que acudir para comprobar, o cuando menos tratar de comprender aquello de lo que estoy hablando, hay que buscarla, de manera curiosa, y un tanto peculiar, no en el futuro, sino en el pasado.

Llegados a estas alturas de celebración del ya tradicional puente de la Constitución, todos teníamos que tener los oídos saciados, y el estómago ahíto, de haber escuchado en todos los medios, por activa y en pasiva, a gritos y susurrada, la otrora necesidad del imperativo cambio al que había de ser sometida nuestra Carta Magna.
Sin embargo, este año, no sólo tales alocuciones, comentarios o cuando menos indirectas no sólo no se han producido, sino que han sido eliminadas de cualquier atisbo de corrección cuando el Sr. Presidente del Gobierno, puso fin a la menor posibilidad de conato de revuelta cuando anunció, de manera concisa que la Constitución no se toca.

Desde este medio, desde hace ya años, venimos defendiendo la actitud que este país tiene frente a su Historia, sus tradiciones y de manera indefectible frente a las responsabilidades que han de ser manifestadas al respecto. Así, acudiendo al modelo quijotesco que por otra parece habitar en todo español, podemos encontrar, en versiones más o menos identificadas, aquéllas que avalan la teoría según la cual, la defensa encendida de una serie de argumentos, sirve en realidad para lograr la imposición real de otros completamente distintos.
Tales hecho, así como la manera de actuar que necesariamente los agrupa, bien podría ser consideraba, una vez se le hubiese dedicado el tiempo adecuado, como propia de un asentir expresamente destinado a obrar con niños, cuando no expresamente de cara a ser interpretado en una escenografía llena de mentes infantiles.

Desde esos considerandos, o más concretamente desde la disponibilidad emocional a la que los mismos nos arrojan, es sin duda desde la que más acertado resultará el comenzar con el análisis de los hechos que han rodeado la celebración, en el presente inmediato, de los treinta y cuatro años que ha cumplido nuestra Carta Magna.
Lejos de entrar, al menos aún, en cuestiones nada más que superficiales, cuando no abiertamente de forma, hemos de advertir la gran diferencia de procedimiento que con respecto a ediciones anteriores, se nota en la forma de proceder, sobre todo de nuestros políticos, respecto de los hechos acaecidos en años anteriores.
En condiciones normales, tal día como hoy, todos los personajes deberían haber desempeñado ya, eso sí, de manera ordenada, sus respectivos papeles. Así:
La Izquierda ya debería haber presentado su catálogo de sugerencias de cara a promover una remodelación ordenada de la Constitución. Sin que tal hecho supusiera, claro está, la consideración de que la misma sea o esté obsoleta.
La Derecha, ya debería haber enunciado su decálogo de congratulación para con la Constitución, destinado a poner de manifiesto los sin duda privilegios que supone contar con un documento por el que no pasan los años.
El Nacionalismo Vasco, debería haber anunciado ya su enésimo cabreo destinado a poner de manifiesto de cara a la galería, su lista de recriminaciones para con el Estado opresor.
El Nacionalismo Catalán, más asertivo y envarado Él, habría propuesto por su parte, una lista de recomendaciones destinadas a priori a hacer más factible el viaje en compañía en el que se encuentran instalados los Pueblos. Español y Catalán.

Sin embargo, este año, nada de esto ha ocurrido, o al menos no con la intensidad con la que, de haberse tratado de un momento común, debería haberse producido.
La causa de tales ausencias: que no está el horno para bollos, o dicho de otra manera, que de haberse producido tal línea de manifestaciones, igual alguno terminaba por tener que comerse en seco sus palabras.

Parafraseando a Julián MARÍAS somos un país de guitarra y pandereta. Si por el contrario preferimos, tal y como es mi caso a PONCELA, terminaremos por aceptar que somos un país virtualmente de traca.
Sea cual sea en cualquier caso nuestra elección, el sentido de la misma  nos llevará, modificando sólo el camino transitado para llegar, a la convicción de que España, lejos de lo que pueda parecer, es un país conformado no a partir de firmes certezas. Más bien al contrario resulta del conglomerado, más o menos ordenado, de un sinfín de potencialidades comúnmente aceptadas, la mayoría de las cuales sólo pueden transigir de la asunción, cuando no de la aceptación ignorante.
A partir de aquí, podemos retomar el hilo conductor anterior en base al cual nuestros dirigentes, o más concretamente aquellos que dirigen a nuestros dirigentes, nos han mantenido durante bastantes años, treinta cuando menos, domesticados hasta el punto de no ser capaces de reconocer la existencia de la correa y el candado, que virtualmente nos cubría.
Y lo más espectacular, sin duda, el método. Convenciéndonos a cada instante de que éramos los más libres, los más independientes, los más autónomos. Éramos, en cualquier caso, libres para irnos cuando lo creyésemos oportuno.
Para ello, qué mejor forma, que escenificar puntualmente, de forma incluso periódica, escenificaciones soeces de tales sentimientos. Así, con motivo de momentos tales como El Día de la Hispanidad, de la Raza, o incluso de la Patria Vasca, se organizan periódicamente pantomimas que cubren dos funciones básicas. Por un lado permiten el desfogue controlado de los más radicales; en tanto que por otro permiten a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado confeccionar un catálogo lo suficientemente argumentado de la existencia de tales elementos. En base a esto, además, según el contexto situacional, se puede permitir, incluso, que tales cuerpos, den alguna lección pública de la que todos, en mayor o menor medida, habremos de tomar nota.

Sin embargo este año es irremediablemente diferente. Así, la intransigencia vasca está, hoy por hoy desactivada. Las elecciones catalanas han dejado fuera de combate al nacionalismo descremado de la Derecha Burguesa Catalana. La Izquierda ha dado a este respecto una muestra más de que ha perdido la brújula.
¿Y La Derecha? Hay amigos, la Derecha en esta ocasión gobierna, de lo cual se extrae la irrefutable condición de que de sus actos, sean éstos los que quiera que sean, se extraerán consecuencias, en forma de responsabilidades.
Responsabilidades que, inevitablemente, se unirán a ese largo historial que ya conforman el catálogo de buenas maneras de gobernar de la Derecha, que está integrado por acciones tales como la sanidad para el que pueda pagársela, educación para hacer señoritos, o la historia de la pensión que será subida, pero no revalorizada.

En cualquier caso, el silencio que en este caso ha rodeado a los actos de conmemoración del 34ª Aniversario de la Carta Magna, constituye al más puro estilo Spain is diferent, la constatación definitiva de que no corren tiempos para andar tocando los huevos.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 1 de diciembre de 2012

DE PALACIOS A REALEZAS, PASANDO INDEFECTIBLEMENTE POR LAS RELACIONES DE PODER.


La delirante realidad, amenaza ya con imponerse de manera definitiva. Los viejos cánones resultan ya del todo inútiles de cara a mantener el tedio si no la abulia que hasta ahora se había convertido en el último refugio destinado a albergar las excusas que salvaran la muchas veces incompetente acción de nuestros gobernantes. La crispación comienza a ser evidente, y su presencia entre el gentío constituye, o debería al menos constituir, el asunto central sobre el que tanto los gobernantes, como por supuesto la camarilla que en torno a su hedor pulula; prestaran su máxima atención. Porque bien podríamos decir que su vida, cuando no abiertamente su supervivencia como estructura fundamental, peligran seriamente.

Todo esto, que bien podría venir extractado de cualquier editorial inserta en cualquier periódico fechado hoy, podría, sin ser menos cierta, hallarse implícita en cualquiera de los discursos pre-revolucionarios que desde mediados del Siglo XVIII corrían Europa, desde Los Urales, hasta Punta Tarifa, presagiando el inminente incendio.
La situación es del todo insostenible. La relación entre los estratos sociales, existentes, permanentes, inviolables e inmóviles desde la Edad Media, amenaza no ya con romperse, sino más bien con saltar por los aires, dejando el Sistema desvalido en tanto que la incredulidad con la que al respecto las clases dominantes habían saludado al hecho, se ponía ahora de manifiesto desde la certeza clara de que no existía un plan B. El sempiterno orden social, jamás discutido, y fuertemente consolidado en torno a la franca convicción de que se trataba de uno de los grandes hechos, alejado en consecuencia de toda contingencia, está no ya puesto en entredicho, sino directa e inexcusablemente cuestionado.

La opción pasa inexorable por la anarquía.

Pero procedamos con el debido detenimiento, en lo que sin duda no será una misión inútil por muchas veces que se haya llevado a cabo. Analicemos de nuevo, desde el mayor número de perspectivas que nos sea posible, no tanto la forma mediante la  tenían lugar las relaciones de poder, como el marco general dentro del que éstas se desarrollaban.

Autoridad y Poder son conceptos lo suficientemente analizados. Al meno lo son lo suficiente como para que en el presente espacio no les dediquemos más atención que aquélla que resulta imprescindible para poner de manifiesto uno de los a priori definitivos a la hora de justificar gran parte de los acontecimientos del XVIII pasan por la evolución que sufren no ya los conceptos en tanto que tal, sino más bien el contexto que los rodea, sobre todo a la hora de asignar predominancias y dominios en razón a los mismos.

Concretamente, hacemos alusión velada a la evolución que hechos imprescindibles como la obediencia debida, las vinculaciones para con el señor, o las propias relaciones de vasallaje; experimentarán, consolidando ya de manera efectiva la confirmación a finales de la centuria del mil setecientos, de que inexorablemente, nada volverá a ser igual.

Atendiendo si se quiere a términos pragmáticos, la vida, o más concretamente su organización, era francamente sencilla. Uno manda, y los demás obedecen. Y lo que es mejor, nada ni nadie podía cuestionar tales hechos. Sencillamente, era así, porque siempre había sido así. Era la voluntad de Dios, y si alguien osaba cuestionarlos, ya estaban allí los medios de autoridad para cercenar de raíz cualquier conato de discusión.  Y si estos no eran suficientes, el absolutismo que por excelencia manejaba el brazo terrenal de Dios en la Tierra, se mostraba en sus actuaciones lo suficientemente explícito como para no dejar a nadie indiferente.

Se trata, en definitiva, del perpetuo enfrentamiento dialéctico establecido no ya entre la necesidad de la existencia de los poderes, sino de la procedencia de las causas que justifican y perpetúan tales hechos y sus relaciones consecuentes.
Y la cuestión no es para nada baladí. Estamos poniendo sobre la mesa la constatación de la primera semilla que modificará para siempre la mente de los contemporáneos del XVIII, a partir de la que se generará todo el movimiento revolucionario, del que en consecuencia bebe todo nuestro actual concepto no ya de la Sociedad y sus relaciones, sino en especial de sus justificaciones.

No se trata ni de forma real ni velada, de poner sobre la mesa la discusión de unos condicionantes válidos para justificar, no ahora ni entonces, una anarquía. Se trata sola y únicamente de traer a colación la evolución experimentada por unos conceptos los cuales, como ocurre siempre a lo largo de la Historia, evolucionan, en tanto que ideas, de manera más rápida de la que lo hace la realidad de los hombres a los que supuestamente han de servir, en tanto que de ellos proceden. Y en esa vorágine evolutiva, bien se pueden alcanzar velocidades desenfrenadas, cercanas a la revolución.

La Revolución, Espada de Damocles que pende siempre como concepto fundamental sobre todo intento de analizar no ya el XVIII, sino que crece como apéndice, muchas veces baldío, cada vez que pretendemos sopesar el más mínimo de los detalles que rodean, justifican o concatenan, los acontecimientos que le son propios.
Porque si sometemos lo anterior, al filtro del conocimiento que se produce de la perspectiva que nos da en este caso el saber desde nuestro presente, cómo se desarrollaron los acontecimientos en nuestro pasado, llegaremos sin demasiado esfuerzo a la conclusión de que lo que arrojó a los elementos del XVIII a la revolución no fue la iluminación procedente de reconocer de la nada, la aparición de las verdades que cimentaron la apología del nuevo orden social. Lo que desencadenó la revolución fue el descubrimiento pausado de una serie de concepciones no tanto del mundo, como del propio hombre, que hacían imprescindible la adopción, a ser posible de manera pausada, de una serie de condicionantes que redefinían el nuevo orden. Desde el marco competencial, hasta las relaciones de poder que se cimentaban en ese marco.

Y es en esta nueva realidad, tan ajena en principio al mundo de lo sensible, aunque sus resultados serán rápidamente reconocibles  por los sentidos, donde se librarán los revolucionarios enfrentamientos entre Fe y Razón, destinados a dilucidar en este caso no la existencia de Dios y sus fuerzas, sino el derecho que éste tiene de cara a imponer sus normas a la hora de dilucidar aspectos de carácter en principio terrenales. Aunque no es menos cierto que incluso el cielo tiene sus jerarquías.

Por eso, cuando el uno de diciembre de 1764 Carlos III inaugura el Palacio Real de Madrid, no está inaugurando un edificio. Está asumiendo como propios los principios innovadores de un sistema nuevo, en el que la principal novedad estriba precisamente en la nueva disposición que afecta al orden tanto de los elementos tratados hasta el momento, como de las fuentes de las que los mencionados proceden.

La inauguración del Palacio Real de Madrid, ese uno de diciembre de 1764, constituye la constatación efectiva de la consagración efectiva en España del Despotismo Ilustrado.


En términos muy generales, el Despotismo Ilustrado constituye la aceptación manifiesta por parte de las monarquías, de la realidad ya impuesta según la cual las fuentes categóricas en las que se apoya el poder, no pueden ni deben, salvo que quieran correr el riesgo de desaparecer; de seguir manifestando en la voluntad de Dios, la causa de toda su autoridad
.
De manera muy resumida, se trata de la modificación tácita de los principios que sustentaban el Absolutismo.
Evidentemente, no estamos diciendo que el Absolutismo desapareciera aquí. No sólo no lo hace, sino que sale reforzado. ¿Cómo? Reinventándose. Hasta estos instantes, la vinculación entre Dios, Poder y Monarca era tan evidente, que a nadie en sus cabales se le había ocurrido contemplar un escenario en el que el Rey tuviera no ya que justificar sus decisiones, sino abiertamente argumentarlas. Se trata de la irrupción de la Ciencia en las tareas de Gobierno. La cuestión es si sustituyendo, o complementando, a la Religión.

El motivo de tal hecho hay que buscarlo, evidentemente, en la evolución que la forma de pensar de los hombres, guiados como no podía ser de otra manera por la Filosofía, ha tenido lugar.

Filósofos como ROUSSEAU, HOBBES, LOCKE, etc. Se jactan en activa y por pasiva de lo que a su entender constituye la franca demostración de que, una vez que la ilustración ha permitido al Hombre recuperar su posición en el esquema de las cosas, es de recibo que la Religión, sea definitivamente sustituida de los centros del poder. Y entonces, ¿dónde queda la justificación del poder absoluto del monarca?

Será entonces cuando un viento rejuvenecedor recorra toda Europa, desde España, hasta Rusia. Con el mismo, los últimos retazos de los vínculos divinos entre Rey y Dios, son barridos. El Rey baja del escenario, para aceptar el cargo, casi como lo había hecho en la Edad Media, cuando no era más que uno entre varios.

Sin embargo, es una mera absolución de las penas. Una sustitución de El Rey Sol, por el “Todo para el Pueblo, pero sin el Pueblo.”

Luis Jonás VEGAS VELASCO.