sábado, 22 de marzo de 2014

DEL ETORNO RESURGIR. DE LA CERTEZA DE QUE EL TIEMPO NO ES MÁS QUE UN INSTANTE...

...Cuando se tiene la certeza de que existen instantes capaces de resumir por sí mismos, toda la eternidad.

Asistimos, una vez más, a un momento histórico. Pero como suele ocurrir muy a menudo, la incapacidad para dar un paso atrás, en busca de la debida y siempre imprescindible perspectiva, nos aleja de manera inexorable de la posibilidad de apreciarlo en toda su magnitud.

Nos despertamos hace algunos días con la que sin duda, debería ser una de las noticias dignas de figurar entre las más reseñables de la historia. En el Ártico, y después de un largo trabajo, lo que sin duda viene a ser el eufemismo detrás del que los científicos competentes esconden sus múltiples fracasos; un grupo norteamericano ha sido capaz de detectar el que sin duda alguna parece ser el rastro dejado por el primer llanto del universo.
El rastro del infinito, un rastro que lleva recorriendo el tiempo, y por ende el espacio, desde hace más de catorce mil ochocientos millones de años. Un eco que, lejos de intimidarnos, sencillamente nos da la medida de lo que en realidad somos.

Pero, ¿se trata del recuerdo que un principio dejó en el universo? O por el contrario se trata de una especie de consecuencia. Algo así como suponer que un algo previo, se aseguró de que el momento quedaba registrado. Tal vez para que algún día, o lo que es lo mismo, un instante, alguien recogiera el guante. Quién sabe si a modo de constatación, cuando no  a modo de reto.

Casi quince mil millones de años os contemplan. La frase, aunque hermosa, ¡qué duda cabe!, no es exacta. Y no lo es sencillamente porque entre aquélla primera detonación, y el comienzo de la formación de nuestro planeta, aún habrían de pasar otros diez mil millones de años.
En lo concerniente a la aparición de la vida, en sus formas complejas, incluyendo obviamente entre ellas a la representada por los seres humanos, mejor casi ni hablamos.

En términos de juego gráfico, podríamos decir que si comprimiésemos de manera proporcionada los tiempos expresados, en el símil que vendría a estar representado por la duración de un día terrestre, el total de las acciones desarrolladas por la Humanidad, habrían de estar concentradas en el último minuto.

Mas en cualquier caso, y lejos de hallarse en mi ánimo en el día de hoy someter a consideración, y mucho menos minusvalorar uno solo de los múltiples logros alcanzados por el Hombre, lo cierto que toda vez, al contrario, hemos de considerar seriamente la interpretación que de los mismos ha de referirse a la vista de los efectos que para todo y para todos, los mismos han tenido.

Acudimos una vez más a la obra de ARISTÓTELES, y nos detenemos aunque no haya de ser más que unos segundos, en pos de referir la importancia que pensamientos y desarrollos mentales de la talla del Motor Inmóvil, o la causa incausada, a saber el primer hecho activador, en tanto que puede transmitir movimiento a otro sin que él necesite buscar en agente externo el origen de su primer movimiento; generan en pos de sí, y para siempre, una sucesión de pensamientos cuya importancia no ha de residir tanto en las conclusiones a las que pueda conducirnos, como que sí han de ser buscadas más bien en el mero hecho de que tal pensamiento pueda llegar a permitirse, cuando más a formalizarse.

Pero al igual que el universo no solo no se detuvo, sino que más bien comenzó una eterna carrera hacia adelante, es así, cuando no de parecida manera, que el pensamiento humano hizo lo propio, salvando como el primero, con paso firme y decidido, el cada vez más impactante cúmulo de  dificultades que se interponían con peor o mejor suerte, a su paso.

Será así como Tomás de Aquino plantee la que si bien es continuación de  la teoría del Maestro Griego, venga en realidad a matizarla, cuando no a implementarla, al poder ésta aplicarse tras sus modificaciones, en campos de exposición más amplios, afectando con ello a un nivel de logro de profundidad que supera, posiblemente con mucho, a la profundidad más extensa que la más extensa de las galaxias pueda en realidad sugerirnos.
Viene así Tomás, a someternos al dilema eterno que a priori abriese ARISTÓTELES, con la excepcional paradoja de que, según él, de manera inequívoca, el mismo quedará para siempre resuelto.
Estamos hablando, obviamente, de la existencia o no de una entidad superior, de un Motor Inmóvil, de una Causa Incausada la cual, permaneciendo por siempre, para siempre y desde siempre, hubiera estado ahí desde incluso antes de ese primer llanto.

Dirá Tomás que, en la medida en que: “ (…) es así que la existencia de Dios es objeto de la intuición. En la medida en que el Hombre puede pensar en ello, supone el mero hecho de la presencia de tal pensamiento, una prueba en previsión inequívoca de la existencia del mismo ya que por ser éste un pensamiento a priori, esto es, al no poder proceder de la experiencia en tanto que el Hombre no puede acceder a constatación alguna del infinito; hemos de finalizar la concesión de tal concepto como un a priori. Tal afirmación coincide con la asunción de que tal pensamiento ha sido insertado en nosotros por una fuerza suprema, el propio Dios.
Esto es que, a título de conclusión, el mero hecho de poder pensar que la infinidad de Dios existe, ha de ser prueba palpable y casi flagrante de la existencia del mencionado Dios.”

Descansa en la base de esta exposición no tanto la necesidad de expresar la grandeza de Dios, como sí más bien la de hacerlo a tenor de la grandeza del Hombre. Un Hombre que, a pesar de ser capaz de retroceder eones embarcándose en el viaje más impresionante al que nada ni nadie puede aspirar, a saber el viaje que supone buscar el propio origen; no dudará un solo instante, al minuto después de haber hallado aquello que buscaba, en retroceder sobre su propio esencia, buscando en la inmensidad de la idea de un Dios cuya presencia solo intuye, la protección que cree necesitar ante la grandiosidad de lo que acaba de descubrir.

¿Humildad? ¿Honestidad? ¿Generosidad desmedida? Yo creo que en realidad es algo mucho más sencillo, y por ende más universal. Se trata de simple miedo. Miedo a comprender que efectivamente, está solo. Miedo a la soledad, que se traduce en miedo a la libertad. Miedo a la certeza definitiva de que, definitivamente, es responsable de su pasado, de su presente, y por supuesto de su futuro.

Desandamos así pues parte del camino andado, y nos situamos en este caso ante el Hombre del XVIII. Se trataba de otro Hombre Nuevo. Un Hombre que, por primera vez en mucho tiempo será causa, que no consecuencia de los actos que le son propios. Un Hombre que no solo no durará un instante en enfrentarse con los problemas que su tiempo le depara, sino que afrontará tales retos con ilusión. Con la ilusión del Hombre Libre, con la ilusión del Hombre Científico. En una palabra, con la ilusión del Hombre Ilustrado.

Porque será sin duda La Ilustración el fenómeno que pese a su radicalismo, mejor enfrente al Hombre con su destino. Un destino que pasa, de manera ya sí más que en apariencia, de forma en realidad imprescindible, por hacer de tales enfrentamientos algo que no solo merece la pena, sino que bien mirado podría merecer la pena incluso, buscarlo.

Por eso el Hombre de la Ilustración apuesta por la Razón, La Ciencia y la  Filosofía. Por eso el Hombre de la Ilustración busca, ante todo, emociones nuevas.

Por eso, y tal vez a pesar de eso, el Hombre de la Ilustración necesita ahora más que nunca, de la existencia de hombres como el que hoy viene a protagonizar nuestras reflexiones.

Nace Johann S. BACH el 21 de marzo de 1685, en el ducado de Sajonia, Sacro Imperio Romano Germánico, donde desde muy pronto asombrará a todos no ya solo con su especial talento, que le permitirá mostrar unas dotes insaciables a la hora de mostrarse en el manejo del teclado y del órgano,
Pero no radica en la incuestionable competencia técnica de BACH; no siquiera en su casi impronunciable talento, donde nos fijaremos hoy a la hora de erigirle en inmejorable ejemplo de la impresionante capacidad que tiene el Ser Humano. Aquélla que pasa por ser ejemplo incomparable de la manifiesta concesión que supone ser obra a la par que obrante, del que bien podrá considerarse como el mayor éxito de la Ingeniería Universal, y que pasa por hacer del Hombre su mejor ejemplo.

Mas bien, y sin esconder la paradoja que al menos en principio parece divisarse, acudimos a BACH desde el ánimo de hacer de su figura la más digna y representativa de cuantas conforman la curiosa perspectiva de un Hombre que considera imprescindible esconder su grandeza tras la sutileza que proporciona la siempre alargada sombra de la Fe en un Dios.

Una Fe que, lejos de impedir le legítimo desarrollo del Hombre, bien puede, como en el caso de BACH, incrementar hasta límites infinitos las que por ende han sido desde el principio capacidades incuestionables, aportando con ello un marco incomparable dentro del cual albergar sin la menor displicencia, la que es una genialidad tranquila, para nada mitómana, y en cualquier caso alejada de otras que tiempo adelante podrán incluso recibir la connotación de diabólicas, como es el caso de la Leyenda de Paganini.

Conformamos así pues la visión de un hombre que supo conciliar de manera impagable la tesitura propia de un genio, que engrandecía con cada paso que daba la larga lista de brillantes creaciones que convierten en sin parangón la Historia del Hombre; con la necesidad de piedad que inexorablemente aparece en la mente de los genios que, conscientes de lo transcendental que sin duda su obra es, se alejan de manera igualmente inexorable del resto de los mortales, con los que solo comparten instantes y espacios (es así que son coetáneos, pero no contemporáneos), para indagar de manera más o menos vacilante en las siempre impetuosas aguas de la duda existencial, sobrellevando cada uno como mejor puede, las dudas propiciatorias que como colofón a cada pregunta insatisfecha, se van formando.

Es así que bien podríamos situar en tal disposición, la suma de elementos que nos llevan a comenzar nuestra reflexión de hoy en pos de un hecho inexorablemente científico, para terminar de manera aparentemente opuesta, refiriendo la faceta transcendental del Hombre.
Y Johann Sebastian BAHC como elemento de tránsito. Tal vez, porque sin duda que de existir un Dios, éste hubiera querido hacer del músico alemán su interlocutor.

Y entre las pruebas irrefutables de esta predisposición, el catálogo de posesiones de BACH a su muerte a saber: cinco clavecines, dos laúd-clave, tres violines, tres violas, un violonchelo, una viola de gamba, una espineta...y 52 libros sagrados (entre los que, para incrementar la paradoja se encontraba Flavio Josefo).


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 15 de marzo de 2014

KARL MARX. ELTRIUNFO DE LA PARADOJA DESDE LA PROPIA CONCEPCIÓN.

Hablar de Carlos MARX es, de origen, hablar de dudas, de cambios y de derrumbe de certezas. Es, en una palabra, lanzarnos a conocer el mundo, a través del intrincado mundo de la dialéctica.

Es Carlos MARX la personificación de la contradicción. La constatación  manifiesta de que el mundo no lo componen certezas, y de que la felicidad no ha de ser buscada en las tranquilas aguas de los lagos prusianos, sino que más bien se encuentra en las tumultuosas corrientes, en este caso humanas, que día a día se arremolinan en pos de las calles propiciatorias de ciudades eminentemente cosmopolitas, como podía ser el caso del Londres que contempló su muerte, en marzo de 1883.

Nacido en el Reino de Prusia, más concretamente en la ciudad de Tréveris, en 1818; no vendrán a ser en cualquier caso los lugares, cuando sí más bien los tiempos, lo que venga a hacer perdurar el recuerdo de Carlos MARX.
Recuerdo contradictorio, coherente tanto para con su vida, como para con su obra; constituye ante todo y por encima de todo la obra de este genial hombre no solo un compendio de los momentos que le tocarían vivir, sino que como suele ocurrir con los verdaderos genios, ésta será un brillante anticipo de los modos y las obras que, efectivamente, estarán por venir; lo que nos lleva a tener que considerar la obra de MARX como una de las más brillantes en tanto que de las producidas en el siglo XIX. Y esta consideración podemos extenderla tanto a lo cualitativo (sin duda remueve conciencias), como a lo cuantitativo (se trata de una obra tan numerosa como muchas veces inexpugnable.)

Porque será MARX, mucho más que el fundador del marxismo, a la vez que el marxismo será mucho más que el resultado evolucionado de una suerte de socialismo científico, del cual procederá compartiendo en este caso honores con Friedrich Engels.

Convergerán así, en la suerte que compone el binomio que forman de manera un tanto indefectible el Marxismo, y el propio MARX, la concepción definitiva de la valía que la dialéctica tendrá, tanto a nivel de condición procedimental, como en tanto que conclusión propia y evidente.
Comienza así a fluir un MARX científico, insuflado de una suerte de convencimiento filosófico procedente sin duda de los años de estudio en las universidades de Bonnn y de Berlín, donde tomará conciencia de las ideas y de las soflamas hegelianas, que sin duda tendrán en él un efecto que en mayor o menor medida podrá identificarse siempre.

Sin embargo, la influencia que tales ideas tendrán en MARX, han de ser consideradas de una manera especial, toda vez que nuestro protagonista no se conducirá respecto de las mismas de una manera convencional o coherente si preferimos, a la hora de respetar a su creador. Más bien, y puede que ahí arranque la genialidad, tales ideas se vean manipuladas no en su fondo, cuando sí abiertamente en sus formas, consolidando en torno de las mismas un principio de edificio conceptual para cuya comprensión ni el propio Hegel podría estar, ni con mucho, preparado.

Así, en un proceder semejante al que Descartes había condicionado siglos atrás, en tanto que modifica el término escepticismo para convertirlo no en una fuente de máximas, sino en un generador de procedimientos; Karl MARX renueva el concepto de dialéctica, logrando que un principio a priori casi infantil, y desde luego para nada peligroso, acabe por abanderar el movimiento que bien podría hacer converger en torno de sí la revolución definitiva, o al menos la destinada a crear un nuevo Orden Mundial.

Constituye esta nueva dialéctica, o más en concreto esta nueva forma de considerar la dialéctica, un proceso que inexorablemente ha de concebirse desde el fluir en base al cual los campos de acción dentro de cuyos contenidos ésta bebe, se ven definitivamente superados. Es así como los marcos teóricos dentro de los cuales se debate la búsqueda de la verdad por medio de la superación de contrarios, fundamento estructural que compendia el que denominaremos lógico proceder de los actos dialécticos, se ve superado al dotar a los mismos de una suerte de licencia práctica, de la cual escenificamos consecuencias prácticas directamente atribuibles a conductas que, inexorablemente, tienen su origen en teorías, o lo que es lo  mismo en pensamientos.

Escenificamos así, de manera francamente genial, uno de esos extraños por escasos, momentos en los que el camino entre la razón como fuente de conocimiento, y la realidad como teatro de operaciones donde ésta alcanza sus conclusiones de manera evidente; se recorre de manera aparentemente sencilla.
Podemos así pues decir, sin ambages, y sin miedo a equivocarnos, que el Marxismo, más allá de una visión filosófica de la vida, constituye en realidad la consagración máxima de la certeza de que tanto el pensamiento, como aquello que le es propio, a saber las ideas, son inútiles en tanto que no se conciben con el ánimo de consolidarlos como fuente real de cambios reales. Y el catalizador que logra semejante consecución es, obviamente, la dialéctica.

Llegados a este punto resulta ya inevitable comenzar a definir los parámetros que permitan comprender no que el cambio de lo teórico a lo práctico que redunda de forma permanente en todo el trabajo desarrollado por MARX se justifica no ya en una catarsis, lo que ciertamente hubiera sido una especie de transgresión conceptual; cuando sí más bien en una progresión conductiva, obrando en este caso, o más concretamente la época, como condición necesaria, a la par que casi suficiente.

Porque si en la obra de todo filósofo, yo diría de todo hombre; el tiempo que le ha tocado vivir, concebido en forma de la época que le es propia; viene a condicionar de manera relevante su forma de pensar, condicionando con ello los resultados de la obra que le es propia; esta aseveración adquiere especial relevancia en los términos que son definitorios del Marxismo.

Consolidada su obra dentro del XIX, lo cierto es que los condicionantes categóricos que vienen a consolidar el siglo, en tanto que una época, han de ser localizados tiempo atrás.
Será así como principios apostillados en la centuria del mil setecientos, a saber nacimiento de emociones como el nacionalismo, concepción de certezas como la aparición de una Clase Media, traducción inmediata a la par que imprescindible de las conclusiones propiciatorias de una nueva realidad, el Capitalismo; vendrán a abonar el terreno para diseñar el espacio en el que el nuevo Comunismo se mueva a sus anchas.

La Lucha de Clases, a saber y sin duda la gran aportación dentro de la cual convergen sin rubor condicionante tanto filosóficos como políticos, y de la que puede extraerse incluso una suerte de condición ideológica; persevera hasta conducirse por unos derroteros de los que no solo se extrae su supervivencia, sino que en el uso de los mismos llega a superar a su progenitor, de manera que el Comunismo en tanto que interpretación ideológica, acaba por rendir tributo a la Lucha de Clases la cual no solo termina por adquirir realidad de entidad propia, sino que acaba superando  las demás al ser no solo más comprensible, sino más práctica.

Tenemos así pues perfectamente determinado el territorio a partir del cual el Comunismo acaba por convertirse no solo en el eje transductor que convierte ideas en realidades, sino que más allá de consideraciones, podemos intuir el núcleo a partir del cual éste condiciona de manera inexorable el vínculo que a partir de ese momento identifica para siempre Comunismo con Revolución.

Los fundamentos conceptuales ya descritos, pero que se resumen en un proceder que da lugar al Capitalismo, sumergen al Hombre en un proceso alienante, destinado a ahogarlo de manera tan inefable como inevitable, que convierte en revolucionario no solo a cualquier conducta que trate de impedirlo, como en poco menos que delictiva cualquier idea que tienda ni siquiera a cuestionar los supuestos principios que a priori justifican tal alienación, considerando la alienación como el proceso por el que el Hombre cede sus concepciones nucleares a estructuras que le son impropias, o cuando menos externas.
A partir de ahí, podemos finalizar la tenencia exitosa de un amplio margen de conceptos en pos de los que se articula, incluso de manera razonable, el claro segmento desde el que se define el amplio catálogo de exabruptos  desde los que se concibe la visión de la relación que desde el XIX hasta hoy ha experimentado el Comunismo, para con todos los tiempos, usos y costumbres con los que se ha visto obligado a convivir.

En cualquier caso, y más allá de consideraciones de índole ideológica, cuando menos aún políticas, lo cierto es que las aportaciones que MARX llevó a cabo, condicionan sobre manera no ya el momento que le tocó vivir, sino que marcan un nuevo rumbo a la hora de enfrentarse al futuro, delimitando con ello, desde la perspectiva obvia, la mayoría de las consideraciones que habrán de explicar por fin muchos de los cambios imprescindibles que definen el presente.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 8 de marzo de 2014

TOMÁS DE AQUINO, DEL DILEMA DE LA VERDAD, A LA EXISTENCIA DE DIOS. UN MARCO PARA LA EDAD MEDIA.

Bien podría ser que alguien ponga el grito en el cielo, si comienzo la presente aseverando que, en contra de lo que pueda parecer, el Cristianismo comienza su andadura no tanto con la muerte de Jesús de Nazaret (figura cuya existencia resulta incontestable si nos atenemos a las afirmaciones de cronistas de la talla de Marco Aurelio); como sí tras las acciones que se desencadenarán a la sombra de los efectos que tras la compulsa del Edicto de Milán, en el 313 de nuestra era, los neo cristianos, a saber impulsados por la corriente de la Patrística, consigan entre otras cosas descoser lo que otros tan bien habían cosido, desencadenando toda una serie de acontecimientos que tendrán como principal consecuencia la perversión de una verdad, al lograr que aquello que el Emperador TEODOSIO aprobara, que no era otra cosa que la incorporación del Cristianismo al catálogo de relaciones y creencias propias de la práctica dentro del Imperio, acabar viéndose trasladado de manera obviamente interesada a la substanciación del argumento en base al cual los cristianos dejaron de ser literalmente echados a los leones, para pasar a ser ello virtualmente quienes decidieran qué o quién  había de perecer, en este caso de manera más civilizada, o sea, al humor de las hogueras.

Será así pues que hasta el siglo VIII, sobreviviendo con ello a la propia caída del Imperio Romano de Occidente (476 d.C) las líneas que vendrán a definir el camino en pos del cual habrán de transitar todos los intentos de transcendencia, pasarán inexorablemente por el férreo control de una, no lo olvidemos, nueva institución, que se verá obligada a desarrollar auténticos malabares, construyendo por un lado todo un edificio real, mientras configura toda una corriente epistemológica.

Puestos en situación, al menos en apariencia, hemos igualmente de configurar la realidad desde unos aprioris en base a los cuales los implicados se hallan sometidos a la doble presión que supone el tener que diseñar todo un nuevo escenario, sin poder ni improvisar, ni por supuesto inventar nada. Y todo porque la fuente, a saber las palabras de Dios (ya sea éste en su versión gnoseológica, o en su versión trinitaria, es decir como hijo de tal Dios, supuestamente dejó dicho, cuando no ejemplificado, lo que se espera de un buen cristiano.)

Estamos pues hablando de la Patrística. Hermoso periodo donde los halla, en el que como decimos toda corriente, ya sea de pensamiento o de fe, pasa inexorablemente por los denominados Padres de la Iglesia.
Es la época de personajes como Agustín de Hipona y su inigualable obra “La Ciudad de Dios”; y de otros como Anselmo de CANTERBURY, generador de pensamiento sin igual, como demostrará el desarrollo de su argumento ontológico.

Pero en cualquier caso, lo que une, y a la par separa a estos maestros constructores, de cualquier presunta consideración de estafa, pasa por la inquebrantable verdad de que ellos ciertamente se creían a pies jutillas todo lo que su pensamiento escenificaba. Y no se trata de una contradicción, toda vez que como hemos aclarado específicamente, la obra de estos grandes viene a compendiar no solo lo que se considera virtud en términos de creencia, como también lo que compone las bases de desarrollo de lo que habría de ser el catálogo de conducta científica, de haber existido tal a modo de vademecum esto es, de habernos encontrado en pos de desarrollar algo así como “la Enciclopedia” que siglos después otros desarrollarán.

Sea como fuere, lo cierto es que lo que compone el hilo conductor de este  por otro lado enorme proceder, pasa como podemos imaginarnos por la implementación de la que será una de las grandes cuestiones.
No se tratará tanto de discutir la existencia o no de Dios, no debemos olvidar que se trata de pensadores que tienen cercenada su libertad, ya sea de manera consciente o inconsciente, en tanto que son creyentes; sino más bien de discernir sobre qué argumentos, si los que proceden de la fe, o los que proceden de la observación, han de ser más dignos de atención, sobre todo en los casos en los que las conclusiones procedentes de unos y de otros acaben en franca, o en simple confrontación.

Citamos, aunque sea de respetuosa pasada, la obra del genial AVERROES,  el cual vendrá, en su exposición de la Teoría de la Doble Verdad, a poner de manifiesto el primer catálogo serio de las cuestiones reales que afectan al ser, y que a saber pasan por enfrentarse a la consideración de las tres cuestiones que monopolizan el pensamiento medieval a saber:

El problema de la existencia de Dios.
La relación entre la razón y la fe
La cuestión de la existencia de universales.

Sucumbirá la Patrística en la búsqueda de respuestas a estas preguntas, dando paso de manera inexorable a la Escolástica.

Es la Escolástica, sin el menor género de dudas, la consolidación del mayor esfuerzo epistemológico desarrollado por el Hombre en toda la Edad Media. Heredera natural de la Patrística, convergen en la Escolástica la superación casi visceral de muchos de los vicios dogmáticos que habían convertido en casi impenetrables si no a todos, sí a la mayoría de los misterios en los que el Cristianismo se había visto obligado a encerrarse en pos de sobrevivir; dando paso a una suerte de esperanza, basada en la, por otro lado vana ilusión, procedente de pensar que razón y fe podrían, de alguna manera, llegar a cohabitar de alguna manera.

Constituye seña de identidad de la Escolástica, el hecho de que su surgimiento mismo ha de buscarse en el interior de los monasterios. Incipientes refugios del saber, el interior de los muros que tales edificios celebran, conforman un espacio que va mucho más allá de las consideraciones humanas. Son los monasterios no ya solo refugio de hombres, cuando sí más bien reductos del saber, al guarecerse en ellos unas veces de manera evidente, otras de forma casi clandestina, los últimos retazos del saber que constituye nuestra única manera de asomarnos al reencuentro con lo que fueron nuestros antecesores.

Se consolida así pues el Cristianismo a partir en este caso de su propia evolución. Una evolución que bien podría considerarse un tránsito, al pasar de los argumentos de autoridad, a veces viscerales, a los desarrollos de consideraciones dotadas de auténtica valía filosófica, como viene a suceder con el que a la postre se erige hoy en nuestro protagonista, y justificante de todo lo desarrollado hasta el momento.

Nace Tomás de AQUINO en el transcurso de uno de los grandes debates que literalmente traerá de cabeza a la Iglesia entre los siglos XII y XIII, y que en términos prácticos se manifestará en el cisma que de facto constituye la dispersión del rebaño Cristiano. Será así pues que el nacimiento de la Orden de los Franciscanos, cuyo máximo representante será Guillermo de OCKHAM, en contraposición directa a la Orden de los Dominicos, en la que por otro lado se halla enclavado nuestro protagonista, escenifican uno de los muchos cismas que se avecinan, concatenado en pos, en este caso, a una de las cuestiones con mucho más importante: “¿Tuvo o no tuvo Jesús acceso o vinculación a las cuestiones materiales?”

Lejos de perdernos o de desarmarnos en cuestiones de tal trascendencia, será suficiente con resumir la postura de Tomás afirmando que éste representa el que hasta el momento fue el mejor intento filosófico por hacer viable una dualidad entre filosofía aristotélica, y fe cristiana.

Afirma Tomás, a modo de centro gravitacional de pensamiento, que Filosofía y Teología son distintas. Desde tal aseveración, resulta comprensible aceptar que las conclusiones emitidas por cada una de ellas son distintas, lo que nos lleva a solucionar el problema de la doble verdad  planteado por Averroes afirmando que no es posible contradicción entre razón y fe. Así, si bien ambas se gobiernan sobre campos comunes, lo cierto es que son constitutivos de verdad los dogmas revelados esto es, aquellos que siendo conocidos por la fe, son comprensibles mediante la razón.
Se trata así pues de aceptar, de manera inexorable como es obvio, la existencia de una Teología Revelada. Gracia de Dios para con su creación, a saber el Hombre, dicha revelación nos aproxima certeramente a ese campo de verdades que resultan accesibles únicamente desde la fe, verdades que sobrepasan pues, la capacidad de la razón, constituyendo una suerte de verdades suprarracionales.

Se trata pues, de la enésima consideración que se hace del denominado “Problema de los Universales”, a saber, consolidación de la duda en pos de cómo hemos de aceptar la existencia de ciertas cuestiones, tales como la existencia de, por ejemplo el Hombre, un árbol, o por supuesto la propia idea de Dios.
Convergen en este parecer Tomás de Aquino, con Alberto Magno, consolidando la que se habrá en llamar “Visión del Realismo Moderado”, que se resume en la posibilidad de considerar que tales universales son producto de la mente, la cual accede a la realidad que a tales cosas le son propias. O sea, tienen su fundamente en las cosas como tal (in re)

Se trata pues, y ahí radica la importancia para nosotros, de un proceder desde el que se adivina sin ningún tipo de esfuerzo un claro aditamento aristotélico, que servirá de claro precedente para la exposición de las “Vías Tomistas”

Compendio maravilloso de cinco fundamentos a partir de los cuales resulta “evidente” la existencia de Dios, lo cierto es que las cinco vías configuran un escenario que concluye la larga búsqueda que la Escolástica había iniciado con el “Argumento Ontológico de San Anselmo” el cual, a grandes rasgos persigue una suerte de consolidación de la idea de Dios neta y universal, comprensible en tanto que tal por todos los hombres, lo que lleva inexorablemente a aceptar la tesis de una suerte de verdad innata, inducida pues, por Dios.

Desde semejante consideración, plantea Tomás un compendio de valoraciones según las cuales, y siguiendo los realismos aristotélicos, principalmente la certeza del “Motor Inmóvil”, y las paradojas que le son propias, para cuya resolución resulta indefectible la aceptación de una figura “neta e inexorablemente a priori”, por ende Dios; quedando así pues, siempre desde la óptica de su autor, la certeza de que Dios existe.

Morirá así pues, un siete de marzo de 1274, Tomás de Aquino, neta y absolutamente convencido de que, evidentemente, a puesto fin a la duda de si Dios es o no accesible para el Hombre.
No digo, ciertamente, que él persiguiera demostrar la existencia de Dios, obviamente para él tal duda no existe. Digo sin más que lo que pensó verdaderamente daba valor a su obra, fue el establecimiento de un puente, sus cinco vías, que bien podrían servir para comunicar el mundo de lo divino, con el mundo de lo humano.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


lunes, 3 de marzo de 2014

CARLOS I, DE LAS EXCELECIAS DE UN REY, DE LAS EXIGENCIAS DE UN EMPERADOR.

Pocas citas para con la Historia han, o deberían al menos de ser tan exitosas para un español, como las procedentes de emolumentos históricos como los que se circunscriben a factores de la talla de los que acontecen en torno a la figura del insigne Carlos I de España, y V de Alemania.

Gante, Flandes. En el transcurso de un baile, la archiduquesa Juana I de Castilla refiere ciertas molestias las cuales, pese a su avanzado estado de gestación, son achacadas a una mala digestión. Por ello, el parto sorprende a Juana “La Loca” en el baño. Son poco más de las tres de la mañana de un martes 24 de febrero del año 1500.

Poco o nada hacía presagiar que nos encontrásemos ante un hecho excepcional. Con mucho, cualquiera que en aquel, o incluso o en otros momentos posteriores se hubiese atrevido a divagar sobre la posibilidad de que con el tiempo Carlos pudiera llegar a albergar en torno de sí no ya uno de los imperios más extensos de cuantos el Hombre ha conocido, y sin duda uno de los que durante más siglos ha sobrevivido, bien pudiera haber sido tratado de loco.

Sin embargo, y a pesar de que sus padres tomaron el camino de España en 1501 con evidentes intenciones de ser reconocidos por Las Cortes como herederos de España a la muerte de los Reyes Católicos, lo cierto es que la urdimbre conceptual en la que a menudo parece moverse la Historia tenía, sin duda, otros planes.

Lejos de tratar de abordar en el presente un capítulo más o menos extenso en relación a los hechos objetivos  más bien cuantitativos que afectaron de una u otra manera en el devenir de Carlos y de su Imperio, lo cierto es que, como venimos haciendo en todas las ocasiones precedentes, preferiremos retrotraernos en pos de esas otras historias más personales, las cuales bien podrían suponer un prisma diferente, destinado con ello quién sabe si a contribuir con nuevas aproximaciones a un terreno aparentemente trillado.

Así, más allá del acuerdo firmado por sus padres precisamente en el transcurso del viaje citado, recordamos 1501, en el cual se acuerda el matrimonio de Carlos con Claudia, hija del Rey de Francia Luis XII, pacto ratificado después en el Tratado de Blois, lo cierto es que poco o nada hacía en realidad sostenible a tenor de lo esperado, la consolidación de una serie de efectos destinados a conformar la realidad que se conformó.

Una importante prueba en pos de estas consideraciones, podemos encontrarla en el hecho indiscutible de la educación que el joven Carlos recibiría.
Rodeado siempre de mujeres, entre las que destacarían sin duda sus tías, el futuro rey es versado en asuntos en apariencia poco dados a desarrollar el que parece ser el talante que ha de versar la acción de un Rey.
La Filosofía, el Teatro, la Música, son disciplinas en las que el futuro emperador no solo es versado, sino sobre las que éste actúa manifestando  no ya solo un exacerbado interés, sino unas denodadas aptitudes, consolidando con ello no en vano un grado de preparación en los temas que con el tiempo consideraremos como propios del Humanismo; desconocidos hasta el momento en un monarca de la época, en principio más avezado en cuestiones materiales como la esgrima, la estrategia, y el desarrollo táctico en general.

Sin embargo, hemos de tener en cuenta el desarrollo que los acontecimientos parecen tener dispuesto, al verificar acudiendo una vez más a la perspectiva que nos proporciona la Historia, que no en vano nos encontramos ante el rey que inexorablemente habrá de consolidar la carrera hacia la modernidad que años atrás había sido iniciada por sus abuelos, Isabel y Fernando.

Por eso, cuando en enero de 1416 el rey Fernando II de Aragón, su abuelo, redacta su último testamento, nombra a Carlos Gobernador y Administrador de los Reinos de Castilla y León, en nombre de su madre, Juana, presuntamente incapacitada por enfermedad.
Comienza así a trenzar un inusitado tapiz que le llevará a extender sus dominios por territorios que van de los Países Bajos a Canarias, pasando por supuesto por lo que será la primera unificación en pos de una sola persona de toda la Corona de Castilla. Y todo por la convergencia casi mítica de acciones y territorios procedentes de fuentes tan increíbles como las que pueden proceder de ver las posibilidades que ofrecían herencias como la de su abuelo Maximiliano I Habsburgo, o María Borgoña.

Pero con todo, otros hechos tales como el de su desusada formación, creadora de problemas por otro lado no por procedimentales menos acuciantes, tales como el no hablar una sola palabra de Castellano, hicieron en un primer momento complicada la labor de un Rey que a pesar de la muerte de su abuelo Fernando a las pocas horas de redactar el testamento  referido, no tenía nada claro su destino.

Y a aclarar poco acudió la carta que los Nobles del Consejo de Castilla le remiten el 4 de marzo de ese mismo 1516, contenido de la cual se resume literalmente en el aviso directo de la desazón que causa el pensar que en caso de decidir hacer caso a su consejo flamenco, el cual lo acucia para que se nombre rey, conduciría inexorablemente a “comprender que tal hecho sería quitar el hijo al padre en vida el honor,”

Con todo y con eso, el día de entrada de la primavera de 1516, Carlos hace llegar una carta informando de su deseo de titularse Rey, lo que es refrendado por el Consejo, tras largas y no carentes de polémica deliberaciones del Consejo el 16 de abril; lo que se hace público y sanciona por boca del Cardenal Cisneros.

Las cosas son más que complicadas, tanto dentro como fuera de las fronteras por lo cual, la jura que las Cortes de Castilla hacen en 1518 de Carlos y de su madre, no vienen en realidad a suponer ninguna clara mejoría.

En Barcelona repite el proceso días después, convocando Cortes concretamente para el 18 de febrero, las cuales se alargarán hasta enero de 1520

Mientras, el anciano Maximiliano I fallece, desencadenando con ello el verdadero hambre de Carlos I. Desea a toda costa ser nombrado Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Ser el Nuevo César.

Y no parará ante nada, aunque para conseguirlo haya de desangrar todo cuanto le rodea. Y bien es sabido que está a punto de lograrlo.
Aparte del conocido episodio de los galeones cargados de oro, a lo que se une el espectáculo de la convocatoria de Cortes en Santiago destinadas tan solo a ratificar su salida en pos de comprar el título; lo cierto es que su marcha hacia Alemania dejando como regente nada menos que al cardenal  Adriano de Ultrecht, no hacen sino soliviantar los ánimos de un Pueblo que no termina de asimilar a su extravagante Rey, ni por supuesto a su Corte de Farándula.

Como tal, y probablemente a colación directa de lo mismo, se gestan en Castilla, y en Valencia, los conflictos de Los Comuneros y de las Germanías respectivamente. Si bien ambos asuntos merecen por si solos un estudio denso, diremos que al igual que su gestación unió al pueblo entre sí, lo cierto es que la manera que tuvo el monarca de aplastar ambas revueltas, sirvió indirectamente para asentar a Carlos I en el trono del mundo, lugar que ocupaba una vez que se analizaba todo lo que poseía.

Y bien pudiera ser que como en tantas otras ocasiones, la grandeza en todos los sentidos que necesariamente ha de acompañar a aquéllos que han de desarrollar su labor en tamaños espacios, sea lo que pasó factura a un Emperador Carlos el cual encontró consuelo y refugio tan solo en la religión.

Finalmente, y como legítimo consolidado de la certeza de hallarnos ante el primer Rey verdaderamente moderno, Carlos muere en el Monasterio de Yuste en septiembre de 1558, habiendo abdicado en su hijo Felipe II, y certificando la consolidación no ya de un reinado, sino de un siglo de estabilidad cimentada en la Cultura, la Cruz y la Espada.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.