Bien podría ser que alguien ponga el grito en el cielo, si
comienzo la presente aseverando que, en contra de lo que pueda parecer, el
Cristianismo comienza su andadura no tanto con la muerte de Jesús de Nazaret
(figura cuya existencia resulta incontestable si nos atenemos a las
afirmaciones de cronistas de la talla de Marco Aurelio); como sí tras las
acciones que se desencadenarán a la sombra de los efectos que tras la compulsa
del Edicto de Milán, en el 313 de nuestra era, los neo cristianos, a saber
impulsados por la corriente de la Patrística, consigan entre otras cosas
descoser lo que otros tan bien habían cosido, desencadenando toda una
serie de acontecimientos que tendrán como principal consecuencia la perversión
de una verdad, al lograr que aquello que el Emperador TEODOSIO aprobara, que no
era otra cosa que la incorporación del Cristianismo al catálogo de relaciones
y creencias propias de la práctica dentro del Imperio, acabar viéndose
trasladado de manera obviamente interesada a la substanciación del argumento en
base al cual los cristianos dejaron de ser literalmente echados a los
leones, para pasar a ser ello virtualmente quienes decidieran qué o quién había de perecer, en este caso de manera más civilizada,
o sea, al humor de las hogueras.
Será así pues que hasta el siglo VIII, sobreviviendo con
ello a la propia caída del Imperio Romano de Occidente (476 d.C) las líneas que
vendrán a definir el camino en pos del cual habrán de transitar todos los
intentos de transcendencia, pasarán inexorablemente por el férreo control de
una, no lo olvidemos, nueva institución, que se verá obligada a desarrollar
auténticos malabares, construyendo por un lado todo un edificio real, mientras
configura toda una corriente epistemológica.
Puestos en situación, al menos en apariencia, hemos
igualmente de configurar la realidad desde unos aprioris en base a los cuales
los implicados se hallan sometidos a la doble presión que supone el tener que
diseñar todo un nuevo escenario, sin poder ni improvisar, ni por supuesto
inventar nada. Y todo porque la fuente, a saber las palabras de Dios (ya
sea éste en su versión gnoseológica, o en su versión trinitaria, es decir
como hijo de tal Dios, supuestamente dejó dicho, cuando no
ejemplificado, lo que se espera de un buen cristiano.)
Estamos pues hablando de la Patrística. Hermoso
periodo donde los halla, en el que como decimos toda corriente, ya sea de
pensamiento o de fe, pasa inexorablemente por los denominados Padres de la
Iglesia.
Es la época de personajes como Agustín de Hipona y su
inigualable obra “La Ciudad de Dios”; y de otros como Anselmo de CANTERBURY,
generador de pensamiento sin igual, como demostrará el desarrollo de su argumento
ontológico.
Pero en cualquier caso, lo que une, y a la par separa a
estos maestros constructores, de cualquier presunta consideración de
estafa, pasa por la inquebrantable verdad de que ellos ciertamente se creían a pies
jutillas todo lo que su pensamiento escenificaba. Y no se trata de una
contradicción, toda vez que como hemos aclarado específicamente, la obra de
estos grandes viene a compendiar no solo lo que se considera virtud en términos
de creencia, como también lo que compone las bases de desarrollo de lo que
habría de ser el catálogo de conducta científica, de haber existido tal a modo
de vademecum esto es, de habernos encontrado en pos de desarrollar algo así
como “la Enciclopedia” que siglos después otros desarrollarán.
Sea como fuere, lo cierto es que lo que compone el hilo
conductor de este por otro lado
enorme proceder, pasa como podemos imaginarnos por la implementación de la que
será una de las grandes cuestiones.
No se tratará tanto de discutir la existencia o no de Dios,
no debemos olvidar que se trata de pensadores que tienen cercenada su libertad,
ya sea de manera consciente o inconsciente, en tanto que son creyentes; sino
más bien de discernir sobre qué argumentos, si los que proceden de la fe, o los
que proceden de la observación, han de ser más dignos de atención, sobre todo
en los casos en los que las conclusiones procedentes de unos y de otros acaben
en franca, o en simple confrontación.
Citamos, aunque sea de respetuosa pasada, la obra del
genial AVERROES, el cual vendrá, en su
exposición de la Teoría de la Doble Verdad , a poner de manifiesto el primer
catálogo serio de las cuestiones reales que afectan al ser, y que a saber pasan
por enfrentarse a la consideración de las tres cuestiones que monopolizan el
pensamiento medieval a saber:
El problema de la existencia de Dios.
La relación entre la razón y la fe
La cuestión de la existencia de universales.
Sucumbirá la Patrística en la búsqueda de respuestas a estas
preguntas, dando paso de manera inexorable a la Escolástica.
Es la Escolástica, sin el menor género de dudas, la
consolidación del mayor esfuerzo epistemológico desarrollado por el Hombre en
toda la Edad
Media. Heredera natural de la Patrística, convergen en la
Escolástica la superación casi visceral de muchos de los vicios dogmáticos que
habían convertido en casi impenetrables si no a todos, sí a la mayoría de los misterios
en los que el Cristianismo se había visto obligado a encerrarse en pos de
sobrevivir; dando paso a una suerte de esperanza, basada en la, por otro lado
vana ilusión, procedente de pensar que razón y fe podrían, de alguna manera,
llegar a cohabitar de alguna manera.
Constituye seña de identidad de la Escolástica, el hecho de
que su surgimiento mismo ha de buscarse en el interior de los monasterios.
Incipientes refugios del saber, el interior de los muros que tales edificios
celebran, conforman un espacio que va mucho más allá de las consideraciones
humanas. Son los monasterios no ya solo refugio de hombres, cuando sí más bien
reductos del saber, al guarecerse en ellos unas veces de manera evidente, otras
de forma casi clandestina, los últimos retazos del saber que constituye nuestra
única manera de asomarnos al reencuentro con lo que fueron nuestros
antecesores.
Se consolida así pues el Cristianismo a partir en este caso
de su propia evolución. Una evolución que bien podría considerarse un tránsito,
al pasar de los argumentos de autoridad, a veces viscerales, a los
desarrollos de consideraciones dotadas de auténtica valía filosófica, como
viene a suceder con el que a la postre se erige hoy en nuestro protagonista, y
justificante de todo lo desarrollado hasta el momento.
Nace Tomás de AQUINO en el transcurso de uno de los grandes
debates que literalmente traerá de cabeza a la Iglesia entre los siglos
XII y XIII, y que en términos prácticos se manifestará en el cisma que de
facto constituye la dispersión del rebaño Cristiano. Será así pues
que el nacimiento de la Orden de los Franciscanos, cuyo máximo representante
será Guillermo de OCKHAM, en contraposición directa a la Orden de los
Dominicos, en la que por otro lado se halla enclavado nuestro protagonista,
escenifican uno de los muchos cismas que se avecinan, concatenado en pos, en
este caso, a una de las cuestiones con mucho más importante: “¿Tuvo o no tuvo
Jesús acceso o vinculación a las cuestiones materiales?”
Lejos de perdernos o de desarmarnos en cuestiones de tal
trascendencia, será suficiente con resumir la postura de Tomás afirmando que
éste representa el que hasta el momento fue el mejor intento filosófico por
hacer viable una dualidad entre filosofía aristotélica, y fe cristiana.
Afirma Tomás, a modo de centro gravitacional de pensamiento,
que Filosofía y Teología son distintas. Desde tal aseveración, resulta
comprensible aceptar que las conclusiones emitidas por cada una de ellas son
distintas, lo que nos lleva a solucionar el problema de la doble verdad planteado por Averroes afirmando que no es
posible contradicción entre razón y fe. Así, si bien ambas se gobiernan sobre
campos comunes, lo cierto es que son constitutivos de verdad los dogmas
revelados esto es, aquellos que siendo conocidos por la fe, son comprensibles
mediante la razón.
Se trata así pues de aceptar, de manera inexorable como es
obvio, la existencia de una Teología Revelada. Gracia de Dios para con
su creación, a saber el Hombre, dicha revelación nos aproxima certeramente a
ese campo de verdades que resultan accesibles únicamente desde la fe, verdades
que sobrepasan pues, la capacidad de la razón, constituyendo una suerte de
verdades suprarracionales.
Se trata pues, de la enésima consideración que se hace del
denominado “Problema de los Universales”, a saber, consolidación de la duda en
pos de cómo hemos de aceptar la existencia de ciertas cuestiones, tales como la
existencia de, por ejemplo el Hombre, un árbol, o por supuesto la propia idea
de Dios.
Convergen en este parecer Tomás de Aquino, con Alberto
Magno, consolidando la que se habrá en llamar “Visión del Realismo Moderado”,
que se resume en la posibilidad de considerar que tales universales son
producto de la mente, la cual accede a la realidad que a tales cosas le son
propias. O sea, tienen su fundamente en las cosas como tal (in re)
Se trata pues, y ahí radica la importancia para nosotros, de
un proceder desde el que se adivina sin ningún tipo de esfuerzo un claro
aditamento aristotélico, que servirá de claro precedente para la exposición de
las “Vías Tomistas”
Compendio maravilloso de cinco fundamentos a partir de los
cuales resulta “evidente” la existencia de Dios, lo cierto es que las cinco
vías configuran un escenario que concluye la larga búsqueda que la
Escolástica había iniciado con el “Argumento Ontológico de San Anselmo” el
cual, a grandes rasgos persigue una suerte de consolidación de la idea de Dios
neta y universal, comprensible en tanto que tal por todos los hombres,
lo que lleva inexorablemente a aceptar la tesis de una suerte de verdad
innata, inducida pues, por Dios.
Desde semejante consideración, plantea Tomás un compendio de
valoraciones según las cuales, y siguiendo los realismos aristotélicos,
principalmente la certeza del “Motor Inmóvil”, y las paradojas que le son
propias, para cuya resolución resulta indefectible la aceptación de una figura
“neta e inexorablemente a priori”, por ende Dios; quedando así pues, siempre
desde la óptica de su autor, la certeza de que Dios existe.
Morirá así pues, un siete de marzo de 1274, Tomás de Aquino,
neta y absolutamente convencido de que, evidentemente, a puesto fin a la
duda de si Dios es o no accesible para el Hombre.
No digo, ciertamente, que él persiguiera demostrar la
existencia de Dios, obviamente para él tal duda no existe. Digo sin más que lo
que pensó verdaderamente daba valor a su obra, fue el establecimiento de un
puente, sus cinco vías, que bien podrían servir para comunicar el mundo de lo
divino, con el mundo de lo humano.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario