sábado, 30 de noviembre de 2013

DE CUANDO OTROS ERAN LOS TIEMPOS, Y OTROS SUS PROTAGONISTAS.

Otro mes ha sido escanciado por Chronos en la ya de por sí desmesurada copa de la vida, y lo cierto es que apenas somos conscientes de su transitar. Y tal vez es que sea así mejor ya que, de darse las circunstancias de cualquier otro modo, el ser a la sazón la única especie conocedora de su designio mortal, bien sería posible que tal conocimiento sembrara nuestra vida de miseria, llevándonos insaciablemente a la destrucción.
Es así que desde la mesura desde la que contemplamos lo desmesurado del mundo, que casi cantamos hoy a lo irracional, a la ignorancia, quién sabe si como una parte más del místico elixir que compone nuestra vida, o al menos la interpretación que de ella hacemos.

Porque en realidad, siempre queda esa pregunta en el aire: ¿Vivimos la vida, o por el contrario navegamos en una interpretación?
Desde las connotaciones del Dualismo Platónico, hasta la siempre sospechosa duda razonable vinculada a la razón, al sueño y a las ensoñaciones; lo cierto es que poco podemos hacer en relación a saber, o incluso a osar conocer, cuando vinculamos nuestras disquisiciones por tamaños procederes.

Visto desde semejante perspectiva, antes, mucho antes de que las mencionadas hagan mella en nuestra emoción, causando quién sabe si incluso algo parecido a la desazón, lo cierto es que la dinámica social en la que nos vemos envueltos, nos aconseja “dejar de pensar”, “abandonar toda pretensión de conocimiento” ya que éste, y las disquisiciones que le son propias (tal vez por tratarse de las herramientas más eficaces de que dispone); no hacen sino conducir al hambre, el hambre intelectual, cuya satisfacción es cada vez más complicada por hallarse cada vez más ocultas las fuentes de las que emana el alimento capaz de subyugarlo.

Por ello, una vez reubicado nuestro proceder en esta tesitura, seguro que resultará más sencillo considerar desde la desazón el efecto disuasorio que se constata en pos de ver las grandes contradicciones que se observan de cara a tratar de conciliar la estrechez de miras que se aprecia en el seno de la que nos hemos dado en llamar Sociedad del Progreso.

Varios son los motivos que sin mucho esfuerzo podrían encabezar la lista de grandes ejemplos capaces de certificar el estancamiento. Sin embargo, acudiendo a la certeza de que el Demonio no está tanto en los detalles, como meramente en los datos, proponemos acudir al método de la comparación histórica de cara a encontrar junto a ustedes, algunas muestras que justifiquen, o no, tales afirmaciones.
Así, proponemos revisar hoy uno de los grandes acontecimientos cuyo aniversario ha sido conmemorado ésta misma semana. A saber, el paso por primera vez navegando, desde el Océano Atlántico, al Océano Pacífico. Hecho que acontece el 25 de noviembre de 1520.

Múltiples son las circunstancias, y por ende múltiples las evocaciones, desde las que podemos ubicar la importancia trascendental que rodea aquel paso. Ya, sin más la grandeza de quienes fueron capaces de visualizar basta con el proyecto de tamaña proeza, ha de servirnos de manera ineludible para enfrentarnos de manera redundante a la constatación de la premisa aquí hoy ya revertida en base a la cual, efectivamente, otros eran los pensamientos que alumbraban los sueños de aquéllos a los que ya por entonces otros llamaron locos.

Porque sí, evidentemente ya por aquél entonces el lastre taciturno con forma de envidia, ya enmarcaba los pensamientos y las obras de cobardes y frustrados que inexorablemente, como una lacra lasciva, necesitaban de ver refrendada en el fracaso de los demás, la miseria de sus propias miserias.
Contra esta realidad, impulsada en los resquicios de múltiples voluntades, algunas de las cuales se ocultaban tras las formas más insospechadas, y muchas de las cuales igualmente portaban el hábito de la voluntad generalizada de la ausencia de novedades, hubieron de enfrentarse Elcano y Magallanes, a finales del primer cuarto del siglo XVI, momento en el que comienza nuestra exposición.

Precursores de una expedición sin marco capaz de ubicarla, y sin comparación posible dentro de los esquemas de la época, lo cierto es que la aventura en la que se vieron enrolados Fernando de MAGALLANES i FALEIRO, en portugués antiguo Fernando de Magalhanes; y Juan SEBASTIAN ELCANO, construye sin duda una de esas épicas que, ayudan a enmarcar en su justa medida la especial capacidad del Hombre como algo capaz de ir siempre más allá.

Ateniéndonos a aspectos mucho más objetivos, lo cierto es que tan solo la expedición del propio Cristóbal COLÓN puede aportar un cierto grado de sincretismo a la hora de tratar de establecer un marco, un paralelismo, dentro de la necesaria operatividad que maneja el cerebro a la hora de hacerse con el bello esfuerzo; a saber estableciendo nexos con elementos que resultan al menos en apariencia, similares. Es entonces cuando aparece la comparativa, y a la sazón cuando nos hacemos eco también de los parecidos.

Porque dentro de semejante prerrogativa, resulta obvio que las diferencias son en la práctica muchas más que las similitudes, y sin duda éstas se ven incrementadas exponencialmente si nos atenemos a criterios neta y/o absolutamente objetivos. Mas en cualquier caso, y como el componente subjetivo es necesaria y afortunadamente irremplazable, lo cierto es que desde la ferviente y libre interpretación, bien podemos establecer otra case de vínculos, por ende incontestables.

Porque si para abordar tanto la cuestión, como sus posteriores consecuencias claro está, nos detenemos en el hecho irremplazable, a la par que mitigador, en base al cual en la base de todo se halla el nombramiento de MAGALLANES por parte del Rey Carlos I como Maestre Especiero, una especie de cargo destinado a confeccionar el marco teórico sustitutivo de cara a salvar el nombre a su majestad toda vez que no se trata sino de la constatación evidente de una especie de victoria moral de Magallanes el cual ya en 1517 había presentado a la Corona un  detallado plan cuyo esquema y sucinto resumen pasa por la habilitación de una serie de maniobras destinadas finalmente a localizar al ansiada Isla de las Especias.

Constituye así pues éste otro de los plausibles y numerosos vínculos que se pueden establecer entre la expedición MAGALLANES ELCANO, y por supuesto la de COLÓN. Vínculos todos ellos que adquieren mayor relevancia una vez que despejamos la duda sobre la cuestión emotiva qué duda cabe, pero infantil a la par que remota, de que COLÓN no tuvo en realidad consciencia de sus logros.
Tal es así, que de otra manera resulta complicado, cuando no casi imposible, ubicar en un contexto lógico las posteriores expediciones de COLÓN, sobre todo la tercera y siguientes; si para ello no nos hacemos eco en la necesaria a la par que si se analiza casi simple teoría de que lo que buscaba era el ansiado paso hacia las indias, a saber hacia las especias.

Y por y para ello, navegó más y más hacia el sur. Pero el infortunio, o quién sabe si los insuficientes medios técnicos con sus respectivos correlatos en la náutica, haciendo ganar adeptos a los que consideramos que fue sin duda un adelantado a su época, le llevaron a caer presa del sórdido miedo que a título precursor resulta del miedo al fracaso.

Por ello es como si aquélla semana del 25 de noviembre de 1520, cuando se descubre el que será el primer canal navegable capaz de unir finalmente el Atlántico con el Pacífico, muchas son las cuestiones que quedan resueltas. Algunas de ellas comparables en intensidad y grado de convicción a aquél otro “…y es así que en realidad, se mueve.”

Constatación pues de múltiples realidades, entre otras la de los preceptos del Giro Copernicano-Kantiano, lo cierto es que el descubrimiento y paso del que denominaron “Estrecho de todos Los Santos” (por arriar en su “boca” el 1 de noviembre), y que luego y definitivamente pasaría a denominarse “Estrecho de Magallanes”; lo cierto es que fue aquélla una expedición que puso fin a toda una época, en especial en lo concerniente a la duda relativa a “aquello cuanto al Hombre le quedaba por conocer de su mundo.”
Fue como si la Primera Vuelta al Mundo, que es en lo que en definitiva acabó convirtiéndose el episodio que hoy traemos a colación, abstrajera al Hombre de su necesidad de seguir pensando, cegándolo en un sueño de autocomplacencia del que no despertaría hasta el XVIII con la Ilustración.

Y en medio, la crisis del XVII. Guerras, la Peste, y toda una serie de sinsabores y dramas destinados quién sabe si a recordar al Hombre ese extraño pacto del que parece pender de manera necesaria la certeza vinculante que le lleva a cumplir con la obligación de ir siempre más allá, presa de un hambre difícil de describir, y tal vez por ello imposible de saciar, que nos convierte inexorablemente en lo que somos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 23 de noviembre de 2013

CINCUENTA AÑOS DE LA CAÍDA DE CAMELOT.

Pocos han sido los acontecimientos que a lo largo de la Historia han sobrellevado tan bien el paso de los años. Cincuenta años después de la muerte de JFK, lo cierto es que obviamente no solo el hecho de su muerte, sino esencialmente la manera en que ésta vino a producirse, redefinen, año tras año, un escenario en el que las teorías de toda índole no solo se repiten, evolucionan o incluso se ven superadas por otras de renovado calibre (tal y como pasa con la expuesta en 2003 por el abogado Bar McClellan, según la cual detrás del asesinato está nada más y nada menos que el vicepresidente Lyndon B.Johnson); sino que para desgracia nunca tanto de propios como de extraños, lo cierto es que cada vez la mera concepción de la Teoría de la Conspiración, adquiere no solo adeptos, sino fundamentalmente visos de crédito.

En la base de semejante condicionante, y probablemente registrado como uno de sus más importantes ingredientes, se sitúa aquello que convierte al hecho en uno de los más atractivos de la Historia a la hora de hacer del mismo un acontecimiento internacional a saber, el comprobar año tras año cómo el grado de verosimilitud de las teorías aumenta de manera directamente proporcional a como lo hace la constatación del hecho de que absoluta ausencia de pruebas en cualquier dirección, termina por devolvernos una vez más a la casilla de salida proporcionándonos con ello poco más que el placer de haber ayudado a aumentar si cabe el grado de simbolismo de uno de los acontecimientos más sugerentes de la Historia, entonces además de acontecer en uno de los países que atesora, pese a quien pese, una de las Historias más cortas de la Humanidad.

Y ha de ser necesariamente desde ahí desde donde precisamente planteemos nuestro acercamiento no tanto a la muerte de Kennedy, como sí al largo y provechoso protocolo que acabó alzándolo como Presidente de los Estados Unidos, al menos hasta la mañana de aquél veintidós de noviembre de hace ahora cincuenta años.

Constituyen tanto la genealogía como la propia génesis de la Familia Kennedy un concepto propio y a la sazón de tamaña importancia, que de no ser tan alargada la sombra del hecho conmemorado, sin duda nos hallaríamos ante uno de los acontecimientos más importantes, cuando no transcendentales, de cuantos jalonan el insisto, escaso bagaje histórico de la por otro lado tan orgullosa nación.
Aprovechando la licencia que hoy nos hemos otorgado para ello, y en vista de la constatación más que evidente de que en el caso de pensar que participando en otra más de las múltiples y sesudas disquisiciones que a la postre se han generado, seremos capaces de aportar algo enriquecedor, no haremos sino perder clamorosamente el tiempo; lo cierto es que el objetivo que nos hemos marcado hoy pasa por aportar algo no tanto en lo concerniente al asunto aparentemente central,  como sí no obstante al contexto que rodea todo el entramado.

Situamos así el origen de JFK en el desencanto propio no tanto de los que hacen de los Estados Unidos el receptáculo de sus sueños; como sí de los que se ven obligados a desembarcar en cualquiera de los puertos de ese país.
Procedentes no tanto de Irlanda, como sí portadores del mensaje subjetivo que acompaña a cuantos huyeron a finales del XIX de la Irlanda más terrible. El que sería patriarca de la rama americana de los Kennedy, Patrick Joseph Kennedy, se asienta en los Estados Unidos de 1848 en un momento en el que tales precedentes, tal currículum, solo puede servir para ser destinado a morir en la primera línea de una Guerra Civil; o para hacerlo a cámara lenta en uno de los pelotones de carga física destinados a concebir las obras públicas encargadas d restablecer aquello que fue destruido por los anteriores.

Ante semejante panorámica, resulta comprensible la dificultas implícita que puede derivarse a la hora de tratar de comprender el proceso que llevó al clan a convertirse en uno de los más influyentes de la Historia del Mundo y, sin ninguna duda de cuantos han transitado por el panorama político de Usa, al que han permanecido adosados de una manera o de otra durante setenta años, lo que supone en términos cuantitativos más de la cuarta parte de la Historia del país; situándose precisamente en torno a la mejor época al respecto precisamente la desarrollada por JFK como Presidente.

Mas si en pos de lograr no tanto una comprensión, como sí una aproximación más adecuada, referimos que el plan diseñado por el abuelo de JFK pasaba expresamente por la instauración de una Dinastía cuyo precepto pasaba de manera evidente por conducirse frente tanto a los americanos, como por supuesto respecto a todos los que tuvieran a bien mirar o preguntar, como una verdadera familia real americana.

Se trataba de encumbrar a la Familia Kennedy al elenco de lo que constituiría el primer paso de la verdadera Familia Real Americana.

Si bien es cierto que el abuelo creyó verdaderamente en el concepto de establecer una dinastía de gobernantes, en la que de hecho los respectivos descendientes irían heredando el cargo, primero con su hijo, a la sazón el padre de JFK, en un proceso que bien podría haberse extendido de manera eficaz por el tiempo (no en vano y pese al estrépito del fracaso, los Kennedy han estado directamente ligados a la política americana hasta 2009); lo cierto es que la idea no es, verdaderamente nueva ni el intento constituye algo verdaderamente original.
Así, según un documento que pocos parecen conocer, a la par que entre aquellos que lo conocen, suscita una especie de asco reverencial, lo cierto es que “…así que una vez acabada la Guerra, un rumor corría por los cuarteles del Ejército Continental. Tras la victoria ¿por qué no hacer rey a su jefe? Muchas veces un caudillo conquistador había recibido la corona de manos de sus guerreros; si el general Washington había vencido a Jorge III de Inglaterra, justo sería proclamarlo Jorge I de América…”
Lejos de aminorar su intensidad por hallarse en un punto aparentemente opuesto a cuantos parecían conformar la génesis de los Estados Unidos, lo cierto es que la propuesta fue ganando poco a poco y en principio sin parecer buscarlo adeptos, hasta el punto de llegar a la capa Ilustrada que conformaba el aparente orgullo teórico de la incipiente nación. Así, cuando el coronel Lewis Nicola, a la sazón fundador de la American Philosophical Society escribió la Carta de Newburgh (22 de mayo de 1782), verdadero germen de la teoría en pos de la instauración de una auténtica monarquía constitucional para los Estados Unidos con George Washington a la cabeza, lo cierto es que la oferta fracasó sencillamente por lo airada de la reacción del mismo propuesto. La oferta le resultaba tan embarazosa como rechazable, suponiendo su negativa “la muerte de una idea monárquica para Estados Unidos.” ¿O no?

Lejos de importarnos si el abuelo Kennedy era o no conocedor de semejantes antecedentes históricos, los cuales en cualquier caso lejos de quitar autoridad a sus pretensiones, en realidad no hacían sino incrementarla al revestir, al menos en apariencia, con una pátina de autoridad un argumento que de otra manera hubiera parecido poco menos que chusco para la mayoría.
Mas en cualquier caso, a lo que tales disquisiciones sí parecieron afectar fue al otro proceso aparentemente complementario pero, evidentemente en realidad tan importante, el que pasaba por la conformación de una Nobleza Americana.

Una vez abandonado el objetivo de la creación de una verdadera Casa Real Americana, la supremacía del proyecto Dinastía Kennedy pasaba ahora de manera inexorable por la recreación de un modelo de Burguesía Americana con el cual reproducir sin escrúpulo ni miramiento alguno, los vicios del gemelo sito en el Viejo Continente.
Con la vista siempre puesta en el trauma que supone la ausencia de verdadera historia, Patrick J. Kennedy apostará entonces por la segunda vía, a saber la que pasa, según el modelo europeo, por generar una verdadera burguesía que, como ocurriera en Europa se encuentre así mismo traumatizada desde su genética bien por la carencia, o bien por la pérdida, de los valores propios de la sangre azul. Así, siguiendo literalmente los preceptos referidos y dictados desde la Historia de Europa, JFK se habrá de casar con una heredera de lo que en USA llamaban “de dineros viejos”, la cual vendría a hacer las veces del hidalgo empobrecido que hubiera sido lo propio, de habernos encontrado en Europa.

Y fue Jaqueline Bouvier la elegida para tal misión. Heredera de una aristocracia que en Estados Unidos se traducía en “dinero viejo”, su familia dilapidó una fortuna sin que ello impidiera a Jackie vivir en una mansión con más de veinte sirvientes.
Ya en su primer año en la Casa Blanca dio muestras de su gran capacidad, gastando más de cien mil dólares, algo que nadie había ni tan siquiera soñado. Pero ese era el precio que la reina ponía entre cosas, para aguantar las cada vez más numerosas y evidentes infidelidades de un JFK que ponía de manifiesto su grave enfermedad sexual.

Pero ése era otro de los precios que había que pagar en pos de mantener vivo El Sueño del Nuevo Camelot.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 16 de noviembre de 2013

DE LA SEVILLA DE 1649. DEL CUARTO JINETE Y LOS DRAMAS DEL XVII. EL FIN DE TODA UNA HISTORIA.

Es el nuestro un país paradójico por excelencia. Extraño lugar, sin duda, reducto en el que los príncipes lo son en contraposición a los bribones, lo cierto es que cualquier atisbo de consonancia, de coherencia, cuando no de acto meramente previsible es, en España, un mero cuando no absoluto imposible.
Aunque embarcados ya como estamos en esta por otra parte ardua tarea de encontrar no ya tan siquiera dos comportamientos comunes ante el mismo hecho, lo cierto es que tan solo la constatación efectiva a la par que casi omnisciente del que tantas veces hemos englobado bajo el concepto descriptivo de El Trauma Histórico Nacional parece en este caso manifestarse tal vez como el único precursor válido quién sabe si tan solo y apenas de un mero simulacro de unidad. Algo que parece presa poco menos que del terreno de las utopías, cuando lo englobamos dentro de las formas correctas y de proceder conforme a lo español.
Y es así que, redundando de forma efectivamente categórica en el seno de las paradojas que encierra la que denominaremos maneras específicas que existen de comprender lo español; que encontramos de manera reiterada una conducta que, lejos de ser accidental o arbitraria, pasa por convertirse en una afición francamente reiterativa. La de olvidar, cuando no menospreciar los componentes, sea éstos veraces o no, de las grandes tragedias de España.
Surge esta reflexión al hilo de una conversación recientemente mantenida con un buen amigo, en el transcurso de la cual pude ratificar el gran trabajo llevado a cabo por el nuevo Sistema (lo siento, para mí la ESO siempre será el nuevo Sistema); en base al cual diferencias, entre las que destacan obviamente las propias de la edad, me llevaron a sentirme obligado a discutir su tremenda afirmación en base al la cual “En España la Peste no alcanzó nunca cotas de problema.”
Constituye el XVII para España, otra muestra más de esa tendencia tantas y tantas veces rememorada en base a la cual en España los sucesos, o bien acontecen de una manera particular, o en el mejor de los casos los mencionados acaban por traer asociadas unas consecuencias tan particulares que difícilmente podrían ser atestiguados en ningún otro momento, ni por supuesto en ningún otro lugar.
Viene esta consideración al orden de cómo afectó a España la conocida y siempre analizada de manera global Crisis del Siglo XVII. Vista con la perspectiva del tiempo, o mejor aún, revisada a partir del coeficiente de contraposición que emana de poner fin a un periodo de especial esplendor, lo que acontece en contraposición manifiesta a los logros del Siglo XVI; lo cierto es que también en este caso los hechos vienen a dar razón a la consigna generalizada en virtud de la cual en España las cosas acontecen de otra manera.
Lejos de defender la macabra tesis de que España pudiera haberse aislado de la realidad. Huyendo por supuesto del tópico, lo cierto es que la sucesión de acontecimientos que se suceden en torno a España y a su Historia, los cuales por otro lado obligan a la puesta en marcha de un protocolo de conducta y revisión poco menos que específico a la hora de hacer mención a todo lo que tiene que ver con España, por superfluo que esto pueda parecer; nos obligan poco menos que conceder cierto grado de solvencia a cuantos confabulan en torno de la tesis de la unicidad de España.
En términos generales, lo cierto es que si bien España no es obviamente diferente, constituiría un acto burdo enajenar parte del sentido de razón a cuantos avalan por otro lado la tesis de que el especial orden bajo el que se desarrollan los acontecimientos históricos previos al XVII, posicionan al Reino de España en una tesitura francamente diferente a cuantas son compartidas por la mayoría de los territorios que le son contemporáneos.
En cualquier caso, sería francamente pecar de falsa humildad, o peor aún nos llevaría a negar la mayor el entrar ahora en disquisiciones en derredor de si la consecución de esta franca posición de dominio constituye o no la consecución de un proceso largamente buscado y que a la sazón converge en la justa recompensa a un trabajo arduo, a la par que muy costoso.
Y es por eso que retornando al principio que ha denotado la disquisición, que parece de todo menos pretencioso acudir en pos del análisis de una de las grandes calamidades que asolaron España, concretamente al cierre de la primera mitad del XVII, a Sevilla, y a su terrible encuentro con la Peste.
No constituye necesidad de ninguna virtud especialmente avezada en lar alguno el esperar que la mayoría haya asociado esas especiales características a las que antes  hemos hecho mención, con la posición de franco dominio que  para España frente a Europa, y en especial frente al mundo, constituyeron logros del alcance, por ejemplo, del Descubrimiento de América.
La posición de inequívoca ventaja que de tal hecho emana, encuentra su traducción a nivel urbano en la predisposición que una ciudad como Sevilla ofrece.
Puerto fluvial, alejado de los peligros que el alcance de la artillería naval  constituye para el resto de puertos; Sevilla se confabula con la realidad de su época para ponerse al servicio de una nueva realidad destinada sin duda a cambiar la faz de la Historia.
Será así que asociado a los parámetros de la conquista, o más concretamente a los de el oro y la plata que del mismo se derivan; que en Sevilla, y asociado de manera inherente a la condición del monopolio comercial que la Corona hace redundar sobre la ciudad, obviamente se habrán de derivar una serie de consideraciones específicas que lleven a la ciudad, concretamente a través de las peculiaridades de La Casa de Contratación, a mostrar una conducta casi anómala no solo si la comparamos con el resto del Reino, sino que estas anomalías amenazan con convertir a Sevilla en un caso único.
Superada en componente demográfico solo por Nápoles, lo cierto es que la Sevilla del XVII presentaba todo el a priori de una ciudad casi impropia de su tiempo.
Con una población que los cronistas de la época, concretamente Ortiz de Zúñiga, cifran ya cerca de las 170.000 almas; lo cierto es que no tanto su mero número, sino más bien la importancia de sus componentes específicos, a la par que obviamente diferenciadores, son los que aportan a tales cifras un matiz verdaderamente diferenciador.
La ciudad hierve de agitación, comercio, actividad y riqueza. Cada vez que se aproxima la llegada de La Gran Flota desde América, hecho que acontece dos veces al año, todo estalla en una algarabía y un frenesí que fácilmente podría ser confundido con un zafarrancho de combate por cualquiera que no esté familiarizado con el pulso de la ciudad, que no es sino el pulso de España, y quién sabe si el de el mundo.
Cuando el muelle ubicado en el lado izquierdo del Guadalquivir; el otro es de el nutrido barrio de Triana; se ve coronado por el nutrido bosque que conforma la sinrazón de palos y velas que certifican el atraque de la Flota; todo se transforma. Los miles de personas que tanto directa como indirectamente se sienten afectados por el suceso, corren de una u otra manera a ocupar sus puestos. Desde los humildes descargadores, hasta los grandilocuentes banqueros, pasando por los calafates; todo el mundo, en mayor o menor medida se siente con otra disposición de ánimo, no en vano certifican las crónicas que en los primeros veinte días que transcurren desde el amarre de la flota, hay riqueza para todos.
Pero 1649 todo va ser dramáticamente diferente. En una manifestación primaveral que a muchos les parecerá procedente de la voluntad del demonio, la primavera ha traído una serie de inundaciones en forma de torrenteras y riadas que han poco menos que asolado no solo los márgenes de la ciudad, sino por supuesto incluso las comarcas circundantes. En la propia Sevilla podía llegarse en barca hasta la Alameda de Hércules.
Al factor destructivo primario que tal hecho tiene para por ejemplo las cosechas y el ganado, hemos de asociar evidentemente el fantasma del hambre que inexorablemente no habría de tardar en hacer acto de presencia.
Pero habrá de ser en este caso otro factor asociado, en este caso a la higiene, o más concretamente a la ausencia de la misma la que, junto al colapso sanitario que procede de la descomposición de las miles de cabeza de ganado ahogadas que serán arrastradas después por el río, las que pondrán en jaque a la ciudad.
La peste había entrado un año antes en España. Lo había hecho por el puerto de Valencia. Sin duda el microcosmos que supone cualquier barco que arribara de alguno de los países donde la infección hacía estragos; trajo la bacteria Yersinia Pestis. Extendida de manera meteórica hacia Almería, llega a las puertas de la ciudad de Sevilla en el principio del verano de 1649.
El Consejo de los 24 comienza a tomar medidas a la desesperada cuando se hace palpable el que al otro lado del río, en el más que populoso Barrio de Triana, ya hay múltiples casos confirmados.
Se cierran las puertas, que quedan encomendadas a la custodia de diversas órdenes, incluyendo por supuesto el Santo Oficio. En un vano intento de crear lo que vendría a ser un amago de cordón sanitario, se prohíbe la entrada y salida de personas o mercancías de la ciudad.
Pero ya es demasiado tarde. El Jinete del Apocalipsis ha decidido hacer estación en la que será considerada durante decenios como la más orgullosa de las urbes del Reino.
En un ejercicio de brutal justicia, la Peste no hace distinción, diezmando por doquier familias, algunas de ellas enteras. Desde la más baja estofa, hasta el más rancio abolengo, la guadaña del enviado de Juan cercena sin remilgo vidas en un número que tiene jornadas de más de cuatro mil.
Ante el fracaso de los ejercicios sanitarios, que tienen su reflejo en la vana creación de Hospitales como el de Triana, o el de las Cinco Llagas; la población, convencida una vez más de que el azote es la traducción de alguna clase de castigo de Dios por ve a saber qué pecado; se afana en Oficios Religiosos los cuales, al aglutinar a ingentes cantidades de gente en reductos cerrados, no hacen sino facilitar los contagios. Y todo ello bajo el lapidario ejercicio martirizante de una recua de oficiantes que no hacen sino atormentar al pueblo con la consigna de que se trata de un castigo procedente de la a veces incomprensible Justicia de Dios. Al final de la crisis, apenas dos serán los oficiantes que queden en pie en la ciudad. ¿Hemos de interpretar acaso que Dios no aprueba ni a sus caudillos?
Con semejantes cifras de mortandad, hemos de comprender que rápidamente el deshacerse de los cadáveres se convierte en la otra traducción del problema.
Así, de manera casi inmediata los lugares destinados a tal menester en la metrópoli se ven superados, convirtiendo en necesidad imperiosa la adecuación de nuevos lugares para tal efecto. En otra clara muestra de ignorancia en relación a los considerandos de la enfermedad, se buscarán lugares poco transitados, si bien no demasiado alejado de extramuros.  Se conforman así los cementerios del alto de Colón, el de Almenilla, el de fuera de la puerta de la Macarena, o el de la Puerta de Osorio. Aunque el más impresionante de todos, y que más firme idea del drama aporta es sin duda el que se ubica en el exterior de la Puerta de Jerez, y que por sí solo es capaz de albergar finados en un número superior al de la totalidad de los anteriormente citados, juntos.
De forma casi inmediata, y con cifras de mortandad del orden de cuatro mil personas diarias, la necesidad de retirar los cadáveres de las calles supera incluso a la propia de salvar población. Se contratan así pues auténticas brigadas de elementos extraídos a partir de lo más bajo, por definición aquéllos que nada aparte de su vida tienen que perder. Pronto ni las carretas serán suficientes, autorizándose por Los Veinticuatro la conformación de columnas formadas por varios cadáveres que atados, son arrastrados por un mulo. La imagen de tales caravanas de la muerte es la gota que colma el vaso de una población superada. Son múltiples las fuentes que acreditan el estado de locura en el que caerán muchos sevillanos, que se traduce en su suicidio, habiendo dado muerte de forma previa a sus hijos en un ejercicio destinado a librarles de lo indigno.
A finales de verano, la pandemia parece haber remitido. En julio el Padre Administrador del Hospital de la Sangre ordena izar la bandera de salud. El motivo es gráfico, el día 22 apenas han muerto 100 personas.
Para hacernos una idea de lo acaecido, citamos de manera expresa lo dicho por el Cronista Diego Ortiz de Zúñiga en su ingente obra “Annales Eclesiásticos y Seculares de la muy Noble y muy Leal Ciudad de Sevilla, Metrópoli de Andalucía: “…quedó Sevilla con gran menoscabo de vecindad si no sola, si muy desacompañada, vacías gran cantidad de casas, en que se fueron siguiendo ruinas en los años siguientes…Todas las contribuciones públicas en gran baja…Los gremios de tratos y fábricas quedaron sin artífices ni oficiales, los campos sin cultivadores. Y otra larga serie de males, reliquias de tan portentosa calamidad.”

La ciudad del Señorío, la que fue descrita como Asombro del Orbe, jamás se recuperó de la epidemia. Sevilla perdió para siempre su esplendor como una de las capitales  más bulliciosas y pujantes del mundo. Como prueba, no será hasta 1900 cuando recupere la perdida cifra de los 150.000 habitantes.
En boca de Ortiz de Zúñiga, nos encontramos ante “…el más trágico suceso que ha tenido Sevilla.”


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 9 de noviembre de 2013

DE LOS ÚLTIMOS ACTOS DE ROMANTICISMO. LA REVOLUCIÓN RUSA, UNA CONTINUACIÓN DE LOS INEXORABLES VALORES DEL XIX.

Constituye  el episodio de la Revolución Rusa de 1971, muy probablemente el último de los “haceres románticos” de cuantos puedan someterse a análisis a lo largo del pasado Siglo XX.
Quién sabe sí a modo de continuación indirecta de un Siglo XIX no por extinguido liquidado, o tal vez sencillamente a modo de constatación directa de la certeza de que la mera acción cronológica no constituye óbice suficiente en Historia para dar por extinguidos los periodos, lo cierto es que la cadena de acontecimientos que se agrupan de manera coherente entre febrero de 1917, y enero de 1918, soportan, más allá de las objetivas constataciones históricas, un régimen de permanente revisionismo, cuy mera existencia no hace sino reforzar esa en principio más que mera tesis.

Referirse pues a la Revolución Rusa, es en realidad apostar por la revisión de uno de los acontecimientos más tumultuosos de la Historia. Semejante afirmación, sin duda exagerada en el caso de estar dedicada a cualquier otro episodio, o a cualquier otro país, amenaza incluso con quedarse corto cuando lo referimos nada más, y nada menos, que a Rusia.

Hablar de Rusia, en cualquiera de sus conceptos o magnitudes, supone hablar de un país, de un estado, pero sobre todo de un modelo, ajeno por definición a cualquier título de mesura.
Un estado que posee en sí mismo las dimensiones de un continente, que atesora riquezas incontestables en cualquiera de los campos a los que podamos hacer referencia, y que sin ir más lejos en el terreno de lo demográfico presenta cifras que literalmente espantarían a cualquiera que no fuera, innatamente, hijo de la “Madre Rusia”, ha de constatar, sin el menor género de dudas, una serie de peculiaridades inconcebibles para todo foráneo a la par que genera un modus operandi igual de específico que permite, por ejemplo, conceptualizar como ruso a cualquiera que lo sea, aunque se ubique en un extremo opuesto de una virtual galaxia.

Pero es precisamente de la constatación de tales certezas, de las que inexorablemente se desprenden una serie de valores que, por ser igualmente inexcusables, vienen a conformar una realidad conceptual tan específica como cualitativamente exclusiva.
Este hecho será, de manera indefectible, el que jugará siempre en contra tanto de Rusia, como de la posterior Unión Soviética toda vez que la diferencia natural que de la misma se concitará, será posteriormente utilizada por unos y otros en pos de generar unas divisiones artificiales que lejos de ser aminoradas, acabarán por convertirse en el centro mismo del problema, desplazando con ello las cuestiones nucleares, y convirtiendo en inabordables asuntos de calado que de haberse revisado correctamente, bien podrían haber cambiado la forma de concebir el mundo en los últimos cien años.

Constituye así pues la realidad rusa previa a la revolución, de nuevo otro caso más de la constatación certera de la realidad que viene a afirmar que ciertas estructuras y disposiciones solo resultan estables, en caso de verse sometidas a disquisiciones que en caso de verse analizadas desde puntos de vista ajenos, ya proceda esta externalización de fuentes meramente geográficas, o en el caso más complejo aún de proceder de variables extemporáneas, acabarán sin duda por calificar, quién sabe si injustamente, como de autoritarias, cuando no abiertamente dictatoriales, semejantes prácticas.

Es así pues que, una vez sometidos a la consideración de la tantas veces aludida imprescindible prudencia que en este caso adopta la forma de no juzgar con una actitud crítica fraguada en el presente, tesituras que eran de ejercicio en el pasado, que bien podríamos hallarnos en posición para echar un vistazo a los periodos elegidos.

Y es así que, una vez ubicados en nuestro inmejorable punto de observación, aquel que procede de la convergencia de la ya aludida prudencia, asociada a la inmejorable condición que procede el saber cómo van a transcurrir los acontecimientos, que podremos hacer frente a la primera y a la sazón una de las notas  más características notas no tanto de la revolución como tal, sino más bien de la propia Rusia como tal. A saber, la franca inexistencia de un periodo prerrevolucionario.

Semejante afirmación, lejos de constituir un eufemismo, ni mucho menos una excusa, bien más bien por el contrario a reforzar precisamente las tesis hasta el momento expuestas así, un régimen medieval, dogmático, autoritario y por ende reaccionario hasta la extenuación, como aquel que soporta a Rusia, no puede de ninguna de las maneras dar cabida a cualquier margen por el cual se cuele el más mínimo vestigio contestarlo, o del que ni tan siquiera pueda extraerse la más mínima disposición en contra de lo gubernamentalmente aceptado.

Semejante consideración moral, nos lleva de manera indefectible a considerar la pauta, cuando no el modelo, bajo el que se auspician los designios del todavía estado ruso.
Es tal modelo el que lleva la inexorable marca de los Románov. Dinastía que regirá los designios de Rusia desde 1613, constituye por sí misma la personificación de todas y sin duda alguna más de todos y cada uno de los vicios y las virtudes que podemos atesorar en pos de cualquier familia que durante tres siglos desarrollará de manera continuada la extenuante labor de gobernar el basto imperio ruso.
Y usamos el calificativo de extenuante precisamente porque es entonces cuando la larga lista de epítetos asociados a la labor de gobernar un imperio como el ruso, ya hemos dicho brutal, basto, demográficamente ingente, y ahora añadiremos inhóspito, terrible…acaban por consolidar la tesis de que tan solo un brazo fuerte puede aspirar al máximo de los reconocimientos que en un caso como este se puede dar a saber, el no perder por el camino ni un ápice de poder territorial, cuando no de hegemonía plenipotenciaria.

Y de esto los Románov sabían un poco.

Sabiéndose objeto de las más diversas envidias, las cuales a menudo se traducían en amenazas de conquista, de las que Napoleón constituye un claro ejemplo en el terreno práctico, y los Bismarck otro no menos claro en el terreno de lo potencial desde Alemania; lo cierto es que será precisamente la manera de gobernar (a la sazón una muestra palpable de la consideración que tus súbditos te merecen,) aquello que constituirá el detonante definitivo de la propia revolución.

Porque si bien serán consideraciones de marcado carácter interior las que promuevan cuando no abiertamente promuevan la revolución, no es menos cierto que hay que buscar fuera de las fronteras rusas aquéllas que definitivamente la desencadenen.

El fin en términos cronológicos del Siglo XIX ha dejado un escenario en el que tan solo el caos campa por sus designios. El sempiterno problema del centro de Europa, donde convergen los vestigios del Sacro Imperio, con las ansias peligrosísimas de realidades como la que representan la Alianza de los Cárpatos, sirven para poner nombre y ubicar una serie de consideraciones las cuales por sí solas se bastan para dar al traste con la estabilidad de un delicado mapa que a principios del Siglo XX es del todo, menos estable.

La guerra es así, tan inevitable como evidente. Así lo conciben los integrantes de los dos grandes bloques que se han conformado. Por un lado, el bloque progresista, enarbolado por Francia y Gran Bretaña, y que opone  a las tesis aparentemente autoritarias de su rival, a saber el bloque conformado por Alemania, una serie de circunstancias mucho más complicadas, entre las que destacan por ejemplo, la difícil agonía de un modelo colonial que se basta por sí solo para echar abajo todo proyecto de ilusoria unidad europea.

¿Entonces, qué detiene a ambos contendientes? Pues evidentemente, la en apariencia falta de acción rusa.

Constituye Rusia una realidad tan insultantemente magnífica, que tanto su acción, como una eventual falta de ésta bien podría decantar la balanza de una a estas alturas más que evidente confrontación armada que, además de machacar a Europa en todos sus aspectos, amenaza además no solo con segregarla territorialmente sino que, hace del más que posible enquiste de dos modelos ideológicamente irreconciliables, el mayor de los peligros.

En términos eminentemente prácticos, ni el bloque progresista puede comenzar una guerra sin tener del todo claro el posicionamiento ruso, ni por supuesto Alemania puede desencadenar una guerra dejando a sus espaldas a un enemigo que en 72 horas se encontraría en disposición de movilizar un ejército que ateniéndonos tan solo a variables humanas está formado por casi ¡siete millones de almas! Y el recuerdo de Napoleón y de la quema de Moscú prevalece.

Mas la conocida irrupción de Rusia en la I Guerra Mundial en el bando progresista, no tanto a favor de Francia, como sí en contra de Alemania tuvo, como por otro lado no podía ser de otra manera, una serie de consecuencias que en contra de lo que podría parecer trascendieron casi más hacia adentro, que hacia fuera.

Así, circunstancias tales como las imperdonables cuotas de pobreza en las que se desenvolvía una sociedad casi exclusivamente rural, en la que por otra parte la actividad agropecuaria desempeñaba un papel imprescindible a la hora de hacerse una idea de la realidad económica global del país, se hacían eco de un proceder en el que la franca negligencia de los elementos gobernantes, más preocupados por sustentar su ficción de gobierno en una época en la que ya tales usos eran inadmisibles, que por ejercer sus funciones de manera positiva para sus súbditos; congeniaron para hacer de la caprichosa entrada en la guerra, un motivo claro para la exasperación y el descrédito definitivo.

A partir de ahí, la crisis era del todo inevitable. Cualquier atisbo de reorganización pacífica constituía poco menos que una utopia.

El 7 de noviembre de 1917 se consideraba totalmente superado el régimen zarista. La Revolución Rusa había triunfado.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 2 de noviembre de 2013

DEL XIX ESPAÑOL, OTRA ÉPOCA INCOMPRENSIBLE, SI NO FUERA PORQUE ACONTECE EN ESPAÑA. BECQUER Y LAS LEYENDAS.

Es efectivamente, el XIX español, otra de esas enormes épocas que son por otro lado imposibles de concebir tanto en tiempo como en forma, si no calibramos adecuadamente los instrumentos que hayamos dispuesto para el análisis a partir del principio expreso de comprender que aquello que vamos  a contemporizar, ha ocurrido en España.

Imbuidos en la perspectiva por otro lado concebible de pensar que, como ocurre en todo el continente europeo, podemos aproximarnos al siglo XIX, y en especial al Romanticismo como expresión que le es propia; acomodados en un proceso meramente dispuesto a partir de una consolidada discusión de los pareceres que eran adecuados al sistema Ilustrado, por ende dejado atrás toda vez que componía el contexto propio al anterior siglo, siglo XVIII; compondría por otra parte un escenario de por sí mediocre, pero que como suele ocurrir con otras muchas consideraciones de orden histórico, en el caso de España, se queda esencialmente corto.

Es en realidad el XIX español, y por ende su demostración tangible, el Romanticismo Español, un elemento propio, independiente, autónomo el cual, si bien como decimos resulta competente a la hora de moverse y expresarse por sí mismo, no es menos cierto que posee igualmente un carácter de marcada dependencia respecto del resto de aspectos que le vinculan, como no puede ser de otro modo, para con las otras facciones del movimiento, las cuales componen, o en el mejor de los casos han compuesto el escenario cultural de la Europa del siglo XIX.

Porque si bien el marcado carácter de tardío que inexorablemente acompaña a la totalidad de descripciones que sobre el XIX español se hacen, lo cierto es que semejante consideración acaba superando de forma inmediata los lances meramente cronológicos, para dar paso a una serie de consideraciones que resultan por sí mismas válidas para explicar el grado de consolidación que el movimiento alcanzó. Una consolidación que, por otra parte, bien puede ceñirse a la certeza del grado de satisfacción que se aportó.

Es en definitiva el siglo XIX, y como expresamente indicamos el Romanticismo Español, otro de esos bellos ejemplos en los que las circunstancias, cuando no las disyuntivas y controversias, nos ayudan a conformar un contexto en el que desenvolverse resulta evidente, y para nada sujeto al tópico, si acabamos diciendo que efectivamente, España es diferente.
Superamos la mera consideración de tópico, y para ello aportamos argumentos, los cuales proceden en este caso del mero análisis histórico.

Constituye de por sí el XIX español, y no solo las realidades que en el mismo se vinculan, sino especialmente las circunstancias psicológicas que forman parte estructural del siglo; toda una certificación de cara a apostar por aquellos que verdaderamente creen en la maldición histórica que atenta contra el devenir del Reino de España.
Todos y cada uno de los errores a partir de los cuales se compone España, su realidad, y por supuesto la de sus gentes, parecen querer concentrarse en un instante, conformando una especie de vórtice, que se extiende por todo el XIX, y que tiene como núcleo el periodo de reinado de Fernando VII.

Todos, absolutamente todos los errores de España, los que van desde la mala conceptualización de la colonización de América, hasta la incapacidad para poder tener nuestra propia Revolución, pasando por supuesto por la negligente apuesta que por la Religión como medio cercenador de toda opción de progreso se hizo a finales del XVI en el Concilio de Trento, vienen a  estallar delante de las narices del paisano del XIX. Y lo hace sencillamente porque si bien cronológicamente resulta indiscutible que España tuvo un siglo XIX, en términos psicosociales tal afirmación no puede llevarse a cabo de manera tan rotunda.

Nos faltó tiempo para desarrollar con eficacia el gran catálogo de obligaciones que nuestra condición de imperio nos obligaba. Ésa puede ser, sin duda, una de las explicaciones factibles a la hora de tratar de entender no ya tanto las decisiones, como sí por otro lado las consecuencias, que algunos de los grandes momentos han tenido para España.
Así, centrándonos de manera nuclear en dos, lo cierto es que la apuesta que hacia 1580 Felipe II lleva a cabo a la hora de decidir a qué caballo de los que el concilio de Trento ofrecía, había que subirse; no resultó muy beneficiosa para nosotros, haciendo este comentario desde el respeto que proporciona el exceso de perspectiva. Salían de Trento dos ideas de Catolicismo, o casi se prefiere dos maneras de ver a Dios. Se enfrentaron por un lado una idea progresista de Dios, amante del comercio, y del desarrollo que éste suele traer aparejado. Un Dios de progreso, que hace del futuro su conjugación natural. En definitiva, un Dios Nuevo. Y enfrente, un Dios conservador, que hacía del factor reaccionario su máxima valía. Un Dios de miedo, de penitencia, de pecado, que hace del eterno retroceso su causa, principio y fin.
Y Felipe II apostó por el último, condenando con ello a sus súbditos a sufrir por siglos las consecuencias.

El error conceptual tuvo, como no podía ser de otra manera, consecuencias estructurales que se fueron traduciendo a medida que los efectos de la decisión iban implementando la forma de ser, y la manera de comportarse, de los numerosos súbditos que el Rey Felipe tenía literalmente desperdigados por todo el mundo.
La oposición al comercio, por ejemplo, dio al traste con modelos anteriores como podían haber sido ferias tales como la de Medina del Campo. A título de referencia bastará con comprender que el lento proceso de boicot al que ésta es sometida desde dentro por medio de la implantación de impuestos tan desorbitados que hacen imposible el desarrollo ventajoso de cualquier transacción, van en beneficio de otras que se desarrollan por todo el continente. La consecuencia es clara, y ha sido múltiples veces analizada. Medina del Campo solo resulta atractiva para la compra de lana, que retornará luego al reino en forma de manufacturas cuyo precio se ve incrementado una media de un 500%, resultando el cambio a todas luces insostenible.

De ahí a la crisis del XVII la cual si bien golpea en todo el continente, lo hará con especial virulencia en Castilla, donde circunstancias como la relatada predisponen el escenario de cara a la natural ampliación de las desgracias.

A renglón seguido, no necesita apenas explicación el porqué en relación a la escasa, por no decir inexistente aportación de España y de sus autores, al consabido movimiento de La Ilustración, consecuencia lógica de su siglo. JOVELLANOS, y a lo sumo JORGE JUAN, serán de los pocos competentes a la hora de salvar la aguda estocada del desprecio.

No hace falta casi pues más que un somero instante, para comprender las causas que hicieron a España del todo estéril a una Revolución. Causas que pueden, como hemos hecho, fundamentarse en sabios e indiscutibles considerandos históricos pero que podría de igual manera quedar sustentada en una observación sujeta a los meros cauces del procedimiento. Sencillamente, no tuvimos tiempo material para llevarla a cabo.

Y es ahí donde se entiende no ya un XIX inaudito, ni un Romanticismo Tardío. Es ahí donde se encaja la posibilidad de padecer a un monarca como Fernando VII.

Lejos de ceder a la tentación de revisar aquí consideraciones de mayor calado, lo cierto es que Fernando VII, y más concretamente algunas de sus conductas específicas, pondrán de manifiesto consecuencias mucho más directas para el objeto de la presente reflexión, que cualquiera de las consideraciones que podamos hacer vinculadas por otro lado a multitud de aspectos.
Así, el pánico que el monarca siente hacia cualquier forma de progreso, tiene una primera derivada en la manifiesta persecución que de forma activa desarrolla, Persecución que se hace especialmente intensa contra toda forma de intelectualidad, lo que aboca al exilio a multitud de pensadores, científicos, por supuesto políticos, y como resultado final fruto del exceso de celo, a todo hombre de letras que no sea afín al régimen. Todo lo cual constituye, además de un genial descalabro, la respuesta expresa a la cuestión de la inexistencia de un Romanticismo Español coherente con los que son contemporáneos en el continente. No podía haber romanticismo, porque no quedaba nadie competente para ejercer de tal.

Mas el exilio obró, como en tantas otras ocasiones, de manera paradójica. Francia, Gran Bretaña, Alemania, a saber cuna cuando no grandes precursores del movimiento, se convirtieron en los lugares en los que nuestra masa intelectual asentó sus dominios, con el carácter específico de que nunca renunciaron a la esperanza de retorna a la que era su España.
Se contagiaron por ello de la vena romántica. Una vena maravillosa. Y luego volvieron a España no como la víctima traumatizada que retorna vacío al lugar que no le recuerda. Más bien al contrario regresaron como hijos muy agradecidos que están deseosos de contar a la madre, así como a todo aquél que tenga a bien escucharle, cuánto puede aportar a la reconstrucción de España.
Y es así como el Romanticismo irrumpe en España. Es así como la forma y la técnica, procedimientos propios de la Razón, por ende resultados de una Ilustración que como decimos tampoco tuvo mucho que decir; son declinados en pos de una nueva realidad ajena a la realidad.

Los escenarios, los ambientes, la psicología de los personajes; adoptan no ya nuevas formas, sino formas absolutamente desconocidas hasta el momento. El escenario alcanza el protagonismo, hasta el punto de desarrollarse un escenario a priori marco. Un escenario negro, oscuro, tétrico, reflejo sin duda de las conmiseraciones que levanta España.

Un escenario propicio, o quién sabe si propiciatorio, para que surja la figura de aquél que mejor ilustrará la fenomenología del XIX español. Gustavo ADOLFO BECQUER.
Hombre que en principio reúne todos y en grado sumo, de los elementos que en principio vienen a conformar la imprescindible biografía de un buen romántico, tiene orígenes exóticos, cuando menos de comerciantes flamencos en su sangre, a la par que morirá joven, no llegará a los 33 años; lo cierto es que romperá de manera tal vez sorprendente tan alta estima al osar alcanzar su mayor triunfo no en Lírica, como parecía de obligado cumplimiento, sino en Prosa.

Será su pequeño libro, “Rimas”, el que le haga trascender en el tiempo. Obra complicada, no ya en su contenido, como sí en sus vicisitudes, la misma se quemará dos veces en vida del autor el cual la reescribirá en sendas ocasiones, de memoria.
A partir de ahí, la obra sufrirá el olvido propio que acompaña a aquéllos que no parecen destinados, al menos en vida, a saborear las mieles del éxito. Por ello, habrán de ser sus amigos, poco después de su muerte, los que organicen finalmente el contenido de la obra, y financien su primera edición.
Resulta así pues una obra capaz de aglutinar en torno de sí, todos y cada uno de los componentes primarios del existente o no Romanticismo Español, convirtiendo al autor, en el romántico español por excelencia.

Y como elemento superlativo, como gran marco en torno al cual se circunscribe toda consideración de la realidad, la muerte.
Último paso, consejero final. Gran regulador, y como siempre sabio juez, al  aportar el último vestigio de Justicia la muerte, que como elemento atemporal por excelencia, parece venir a poner orden en la destartalada a la par que agotada cronología de España.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.