sábado, 25 de julio de 2015

DE LA PERSISTENCIA DE LA DEVOCIÓN, CONSTATACIÓN DE UNA NECESIDAD CRECIENTE.

Abrumados una vez más por la todavía incipiente sed de saber, tan solo la constatación de que ¿afortunadamente? en realidad todo está aún por hacer, nos proporciona cierto grado de calma. Incluso de satisfacción, cuando tras escudarnos en la excusa que nos proporciona la falsa humildad, no hacemos sino esconder vagamente nuestras miserias, y entre ellas, como una de las mayores, la que pasa por aceptar que somos sagaces buscadores de cualquier verdad externa, cuando en realidad somos incapaces de encontrar un ápice de consuelo en nosotros, en nuestro interior.

Inmersos en la falsa conciencia que nos provoca el saber que no sabemos, corremos por la vida impregnados de una suerte de veneno que, corriendo por nuestras venas acaba por convertirse en compañero inseparable no solo de los hombres como individuos, sino que amplía sus capacidades pudiendo ser fácilmente identificable en los modelos sociales más propios como es obvio de El Hombre como Estructura Histórica.
Este veneno, imposible de definir en tanto que furtivo a la capacidad de comprensión de los hombres, se manifiesta ante nosotros más como una atribución que como una certeza toda vez que solo por las consecuencias que no por su naturaleza podemos interpretar su mensaje.

Recordando una vez más la paradoja del pastor que en la Grecia Clásica apacentando sus corderos es testigo de lo que el identifica como una manifestación de la fuerza de los dioses al ver cómo un rayo golpea un árbol cercano reduciéndolo a cenizas; no podemos sino que sonreír. Pero pasados los lógicos instantes que en buena lid hemos de conceder a la chanza, no seríamos por el  contrario justos si no nos detuviésemos, cuando menos unos segundos, para inspeccionar las muecas de incertidumbre que poco a poco se van conformando en la facies de los que instantes antes reían quién sabe si inconscientemente. Y cómo no, para aumentar el contraste y con ello la sensación de desasosiego, el silencio. Silencio, manifestación cuando no sinónimo de la actividad vinculada a la capacidad del raciocinio humano cuando éste amenaza con ponerse en marcha, casi siempre esperando la recompensa de la satisfacción de hallar, o al menos creerlo, la respuesta que satisface la demanda que en cualquier caso motivó el hecho constatado.
Mas en este caso todo es imposible, puesto que la verdad, en esencia quién sabe si el horizonte de la última frontera, queda no tanto ya lejos. Se revela como manifiesta y francamente inalcanzable.

Para satisfacer la recriminación de aquéllos que llegado este momento se deleitan pensando que algo falta para poder efectivamente hablar de paradoja; procederemos a invitarles a que haciendo un esfuerzo, localicen primero y posiciones después en la actualidad a un pastor en parecida posición. Abrumados por la grandiosidad de la naturaleza, y tras superar los pequeños detalles tales como los que proceden de comprobar que el sonido de los pájaros que acompañaban a nuestro ancestral amigo han sido ahora superados por el ruido de los aviones a reacción que siguen persiguiendo la última frontera, y reprimiendo el deseo de construirnos con caña natural una cítara capaz de aspirar a la belleza en tanto que lo efímero del sonido de ésta promete aumentar los placeres, nos encontraremos en una posición ciertamente muy parecida.

Porque más allá de los arreglos y, siendo éticamente sinceros. ¿Cuántas cosas han cambiado realmente? A la vista del sin duda ingente poder que subyace a la caída del rayo, aparte del miedo ¿instintivo por innato? que recorrería sin duda una por una cada célula del individuo, sin duda que la que posiblemente constituya la cuestión central de todo este relato no aparezca sino reflejada en la concepción de la naturaleza humana que sin duda se vería liberada en forma de un más que previsible: ¡Ay Dios!

Efectivamente. Una vez salvados los más de dos mil quinientos años que separan a nuestros dos pastores, solo una cosa ha cambiado, la percepción del grado de ignorancia que respecto de los hechos que son propios de la Naturaleza, albergan respectivamente el uno, y el otro.
Grado de ignorancia respecto del cual uno y otro lidian haciendo de su vida el mismo tránsito. Digo el mismo tránsito porque puestos a ser justos, la ignorancia de ambos al respecto de cómo suceden las cosas tiende, en ambos casos, a infinito. Por ello que no cometeremos ninguna barbaridad conceptual si las igualamos.

¿Significa esto que casi tres milenios no han supuesto sino una pérdida de tiempo? En absoluto. El transcurso del tiempo nos ha hecho sabios, aunque en este caso no a base de incrementar nuestros conocimientos, sino más bien permitiéndonos ser conscientes de nuestra supina ignorancia.
Así, lejos de negar el sin duda impresionante camino que sin el menor género de dudas hemos recorrido como especie; camino que metafóricamente separa de manera aparentemente irreconciliable a nuestros dos pastores; lo cierto es que insisto, sin menospreciar a los defensores de la teoría del progreso co-substancial,  me atrevo a decir que siguen siendo muchas más las realidades que les unen, que aquellas que les separan.

Es así que recuperando a nuestro Pastor Heleno, o recuperando más concretamente el instante en el que es consciente de el impacto del rayo destructor, creerá ser testigo de un acto sobre humano, por ende achacable a la actuación y voluntad de los dioses. De hecho seguro que con paciencia podríamos incluso identificar el color de la túnica con la que iba vestido Zeus al quedar materializado durante un instante, el que coincide justo con el momento en el que el brillo cegador sitúa la manifestación de la voluntad de éste.
No por el contrario, cuando interrogamos al respecto a nuestro pastor más moderno, por ende en apariencia más alejado de la innata concepción de los matices en aras de la consecución de imágenes de carácter bucólico; nos sorprenderemos no obstante con una suerte de relato en el que incluso la descripción de algunos aspectos resulta del todo identificable con la efectuada por su antecesor; terminando por diferenciarse ésta en lo esencial, tan solo en aspectos externos, que podríamos unificar dentro de lo que llamaríamos consideraciones de índole técnica.

A título no de conclusión, salvo que la misma sea dotada de la condición de procedimental, lo que le hace partícipe de la capacidad de ser refutada en tanto que se convierte en una herramienta más a ser utilizada dentro del proceso hipotético-deductivo en el que a estas alturas estamos netamente inmersos; podremos decir que lo que convierte a nuestro pastor en más inteligente no se encuentra dentro de lo que podríamos cuantificar como una mayor dotación conceptual. Sorprendente (y paradójicamente) lo que permite afirmar que nuestro pastor es más sabio pasa inexorablemente por la manifestación de humildad que conlleva su reconocimiento al respecto de las muchas cosas que sabe que no sabe.

Resulta así que lo que separa a los sendos ¡Ay Dios mío! que uno y otro sin duda pudieron proferir, no es la cantidad de conocimientos a cuya percepción renunciaban toda vez que descargaban sobre un ente superior capacidades que al menos hoy, al menos en apariencia, pueden ser explicadas sin necesidad de acudir a tales entes. Lo que en realidad les separa es la traumática constatación de una realidad inefable en este caso solo atribuible al pastor moderno, y que pasa por la inexorable constatación de que el saber, en términos abstractos, solo nos conduce al dolor que produce la renuncia. La renuncia que pasa por afirmar que la constatación de las respuestas que surgen de las eternas preguntas conduce sino a la intangibilidad de otra pregunta.

Lógicamente, no todo el mundo está capacitado para asumir semejante certeza. Una certeza que puede resumirse en la pesadilla de constatar que lo único que diferencia a ambos pastores es la tranquilidad con la que duerme nuestro protagonista Heleno. Una tranquilidad que choca de plano con el estrés al que sin duda estaría sometido nuestro moderno protagonista cuando comprueba que su mayor conocimiento de las cosas no le diferencia de su homólogo más que en la necesaria comprensión de lo en apariencia absurdo de su búsqueda si es que ésta, de verdad alguna vez persiguió acercarse al conocimiento absoluto. ¿Podría esconderse tras semejante actitud una forma de desafío a Dios?

Es así pues que, lejos de cerrar el círculo, anunciamos la inconsistencia del procedimiento toda vez que atacamos con instrumentos contingentes, la resolución de conceptos que son enteramente necesarios.
Resultan así no solo comprensible, diríamos pues que casi inevitable, la adopción por parte del Hombre de una suerte de menesteres destinados no tanto a acercarle a Dios, como sí más bien a alejarle, aunque sea de manera estéril y baldía, de su propia condición de inexorable debilidad. Una debilidad que si bien resulta compartida con el resto de animales, resulta una anomalía excepcional en tanto que él y solo él es enteramente consciente de la misma a la vez que él es el único ente creado competente para ser consciente de sí mismo.

De esta manera podemos ahora sí concluir que el denominado Paso del Mito al Logos constituye un proceso mucho más costoso de lo que en un principio podríamos haber imaginado. Un proceso dinámico, en perpetua evolución, dentro del cual y a pesar o tal vez gracias a haber erigido al Hombre como Principio y Fin, hemos de terminar por asumir que de manera absolutamente natural, hayamos de acudir a Dios, de vez en cuando.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 18 de julio de 2015

DE KARAJAN Y DE LA CONSTATACIÓN DE QUE TODOS SOMOS “HOMBRES DE NUESTRA ÉPOCA”.

Aunque ello signifique constatar que unas épocas son, efectivamente, mucho más grandes que otras.

Dicho de otra manera, ¿Cómo se mide una época?
Si acudimos a la calidad, bien podemos decir que la intensidad (relación en este caso mantenida entre el impacto que una emoción causa, y el tiempo durante el que la misma es capaz de perseverar), bien podría convertirse en un instaurador válido.
Si por el contrario nos rendimos a factores meramente cuantitativos, entonces necesariamente habremos de ceder ante el impulso de conferir al tiempo, en su expresión de duración, el mando de las operaciones en relación al ejercicio que hemos comenzado.
Sea de una u otra  manera, lo cierto es que me niego a reducir a una mera cuestión sencillamente transitable por reductos cuantitativos, aquello que necesariamente habría de estar vinculado a consideraciones de otra índole menos cuantitativa (es la única manera que se me ocurre para encerrar no ya en una palabra, más bien en un concepto, lo que a mi entender construye una definición que bien podría estar a la altura de otras consideraciones abstractas, tales como el mismísimo Infinito).

Porque bien mirado: ¿Acaso no se trata en realidad precisamente de eso? Definir algo, responda o no a las cuestiones funcionales a partir de las cuales una definición se hace posible, o acaso necesaria, encierra en realidad una suerte de acción perniciosa toda vez que la misma lleva implícito un alarde de perversidad en tanto que definir consiste en determinar, y semejante acto es por definición limitativo, toda vez que encerrar a alguien, o incluso a sus actos, dentro de los límites en los que se constituye su propia definición; no es sino llevar a cabo un acto de maldad (consagrarnos a una venganza cuando tal acción va vinculada a una persona), del que nadie se hace responsable, en tanto que pocos, muy pocos, son realmente conscientes.

Por ello que desde este preciso instante renunciamos a lo que bien podría haber pasado por convertirse en el acto central cuando no en la justificación (si es que ésta fuera necesaria), y que bien podría pasar por iniciar una suerte de enumeración de los múltiples actos de Karajan; o ejerciendo un acto mucho más arriesgado, un acto que en mi humilde opinión rozaría la imprudencia; proceder con una suerte de valoración psico-moral de los mismos, tratando de indagar en las causas de los mismos vinculando tales causas al momento social en el que desarrolló su obra a la par que su vida; o tratando de describir la importancia que para el momento social a la postre vinculado hubieron de tener las acciones en este caso vinculadas a Karajan.

Aunque como habrán podido deducir del tono, realmente espero entiendan el que finalmente no me decante ni por lo uno, ni por lo otro. Lejos de esperar que estén de acuerdo con mi parecer, lo cierto es que tan solo subrayo el hecho a tenor de que tal coincidencia de opinión, de darse, nos vincularía, creando entre el lector y éste que humildemente se dirige a él un día más, un vínculo no imprescindible, aunque sí ciertamente lo confieso, muy agradable, que no viene sino a hacer más agradable la otrora complicada labor del que en cualquier caso, no tanto comunica como sí más bien se convence a sí mismo de tener la necesidad de comunicar; acción que en el fondo no encierra sino la convicción de que se conoce algo que es digno de ser sabido por los demás, facultando con ello la acción comunicativa.

Es por ello que para hablar de Karajan resulta imprescindible hablar de la época que le es propia. Y la época que le es propia encierra un secreto realmente impresionante: Se trata de una época cuyo comienzo se encuentra definido por parámetros escritos años atrás de ese mismo comienzo.

Karajan vive, o lo que es lo mismo, desarrolla toda su obra, a lo largo de todo el pasado Siglo XX. Un siglo XX que, a la vista de las conclusiones, o más incluso desde las valoraciones que a estas alturas pueden llevarse a cabo, resultó tremendamente decepcionante, a la vista sobre todo del notable fracaso que a tal efecto puede y debe suponer la mera noción cuantitativa que se desvela de constatar el acontecimiento de nada menos que dos Guerras Mundiales.
Pero lo cierto es que al Hombre, y a la sazón a la Sociedad de la que éste forma parte, se les juzga por sus actos; y lo cierto es que considerar al que denominaríamos Hombre del Siglo XX competente como para haber sido algo más que mera comparsa en tamaño devenir, haría necesario presuponer una serie de capacidades la mayoría de las cuales no se dan en absoluto en su justa medida en el mencionado modelo de Sociedad.

Es entonces cuando hemos de echa la vista atrás, cuando hemos de retrotraernos, en pos de las fenomenologías capaces de influir en el Hombre hasta el punto de convertirse en catalizadores, cuando no en detonantes, de todo ese cúmulo de sucesos que llevarán a poder definir el Siglo XX como El Siglo de la Guerra.

Constituye la Guerra, en contra de lo que pueda parecer, un ejercicio de pasión. De pasión ordenada, pero pasión al fin y al cabo. Por ello que la prudencia parece indicarnos la necesidad de buscar en fenómenos propios de tal, los orígenes de tal proceder. Y cuál es el fenotipo adoptado por la forma cultural que más claramente alberga la disposición propia de lo pasional. La respuesta buscada bien podría ser El Romanticismo. Y cuándo se desarrolla, obviamente en el siglo XIX luego, la respuesta a nuestra disquisición, al menos en el cuadro formal, queda vinculada.

El devenir del XIX al menos en su consideración política y geográfica, está no vinculada cuando sí más bien directamente imbuida, en la suerte de competencias en las que se traduce el paulatino desbaratamiento del hasta entonces inexpugnable Sacro Imperio Romano-Germánico. Unido como es lógico en pos de evitar el tan temido fenómeno del vacío de poder, observamos el paulatino reforzamiento de las tesis de quienes a lo largo de los años han abogado por la implementación del conocido como Imperio Alemán, una suerte de unidad de intereses que inspirada por supuesto en la convergencia de objetivos, se encuentra en disposición de ejercer cuantos esfuerzos sean necesarios, la Historia demostrará que incluso alguno más, con tal de ver sus ansias satisfechas.

La aceleración del proceso que se observa a tenor de los acontecimientos de la segunda mitad del mentado siglo XIX, alcanzan un punto de no retorno en el último cuarto del mencionado. El cúmulo de sucesos que se erige a partir de la convergencia de los despropósitos de unos, asociados a lo magistral de las acciones por otros ejercidas, nos depara un escenario irreconocible escasos cincuenta años atrás, que tiene como máximo exponente la potencia alcanzada por Alemania, y como máximo valedor al propio Canciller Bismarck.

Sin embargo las conclusiones no pueden ser por ende tan espectaculares. Como suele ser propio en estos casos en base a ejemplos anteriores, la abigarrada evolución en determinados campos, suele traer aparejada enormes fiascos en otros campos. Y en este caso es el terreno de la Ética y por Ende de la Moral donde más patentes se hacen esos vacíos.

Acudimos así al DeuslandtStill, una suerte de Estilo de Vida del correcto alemán. Concepto definido precisamente en esta época con la doble determinación de, por un lado, definir lo que es y no correcto de acuerdo a lo que se espera en todos los sentidos de lo que conoceríamos como un Buena Alemán, a la vez que como es lógico se convierte gracias a su alta concentración elitista, en una de las primeras manifestaciones del quehacer segregacionista que tan nefastos resultados dará luego en Alemania.

Y en medio, la decadencia. Una decadencia de la que cada vez es más conocedor un Burgués de talla alta como es Karajan; de la que hará todo lo posible y algo más no tanto por escapar, como sí más bien por mantenerse al margen de la misma.
Una decadencia que en terreno de lo musical se hace manifiesta precisamente en el colapso de los procederes que antaño finalizaban con el surgimiento de grandes compositores, en ausencia de los cuales ahora hemos de sentirnos agraciados con encontrar grandes directores.

Karajan lo vio pronto. La prueba irrefutable, a los 21 años ya era el Director más joven. Cierto es que tal nombramiento así como las posibles vinculaciones que el mismo pudieran traer aparejadas quedan emborronadas por el hecho de llevarse a cabo bajo las disposiciones del régimen de tiranía que se escondía en la Alemania que va de 1931 a 1945. Sin embargo el hecho de que el propio Karajan cediera al impulso de hacer voluntariamente el “Juramento Nazi”, habla no tanto de las consideraciones morales que a posteriori pudieran derivarse, sino más bien de la incuestionable capacidad camaleónica puesta de manifiesto por un hombre capaz de unir aspectos hasta ese momento separados por espacios insalvables, en aras de considerar la elevación de la Música Clásicas hasta cotas no ya solo impensables, como sí más bien inauditas, a la vista del contexto que les era propio a unos y a otros.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 11 de julio de 2015

DE CUANDO LA COMPRENSIÓN DE EUROPA PASA POR LA COMPRENSIÓN DE SUS PROTAGONISTAS. DE MAHLER COMO PROTAGONISTA.

Sumidos como episodio de rabiosa actualidad en la constatación de que inevitablemente cuando no Europa sí al menos su espíritu se encuentran heridos de muerte; podemos erigir este aquí y cómo no, este ahora, en los adecuados en pos no ya de dirimir los aspectos que habrán de hilarse en pos de tramar la Nueva Europa, cuando sí más bien de discernir dónde radican los fallos constatables no tanto en sí mismos, como sí más bien en el hecho inherente que la endemoniada crisis, en este caso no tanto económica, como si de valores, ha deparado.

Discutir a estas alturas si Wagner es o no el digno elemento destinado a describir cuando no a definir con sus obras la verdadera esencia del que habrá de ser el Espíritu Alemán del Periodo de Entreguerras, es algo que de tenerse en cuenta, habrá de serlo tan solo en disposición de pergeñar una suerte de proceso hipotético-deductivo destinado no tanto a delimitar una suerte de cuestión, cuando sí más bien a redundar en un forma de consideración cuya inoperancia acabe redundando en la curiosa constatación de la certeza del hecho que paradójicamente iniciaba la cuestión en pos de someterla. Dicho de otra manera, si se prefiere  más sencilla, lo que puede restar valor de sublime: nadie puede en principio negar de manera mínimamente seria que efectivamente, Wagner es el Músico del Régimen.

Sin embargo, antes de El Régimen, antes del III REICHT tanto en Alemania como por supuesto en Europa hubo otras cosas. Antes de los sucesivos desastres que terminarán por colapsar la Europa de la Primera Mitad  del Siglo XX, existieron personas, y por ende sociedades, para los cuales vivir supuso, sin que ellos obviamente fueran conscientes de ello, ir poco a poco colocando los elementos que acabaron por generar la debacle. Y todo ello tan solo viviendo es decir, desde la más sencilla  y hasta  a veces chabacana de las formas que puede adoptar la realidad.

A título de contexto una es, como no puede ser de otra manera, la idea central en torno de la cual ha de girar toda la argumentación de hoy: Las consideraciones que acompañaron el tránsito de lo que sería el paso del XIX al XX fueron en sí mismo tan claras y propias, que lejos de desmerecer ni por un instante a las otras mucho más conocidas y que sirvieron de contexto tanto al periodo de entreguerras como al archiconocido del nacimiento, auge y caída del Nazismo, vienen a constituir un bagaje de semejante tamaño y consideración que necesita, aunque parezca incomprensible, la llegada de un tiempo que aún no ha llegado.

Ahí es precisamente donde erigimos hoy el engarce entre contexto, y compositor propio: en la constatación de la necesidad no tanto del paso del tiempo, cuando sí más bien de la necesidad de que tal devenir nos sea favorable en todos los aspectos. Porque así se expresaba precisamente Mahler en una carta remitida a su amigo el pintor Klimt cuando de manera casi visionaria le dice “Mi tiempo llegará”.

Sería tramposo, ventajista como mínimo, deparar por nuestra parte de tales palabras algo más que la obvia en incluso recomendable actitud de pervivencia tantas veces vista y expresada en el conocido duro deseo de durar. Sin embargo las recriminaciones pronto podrían tornarse en elogios una vez aprovechásemos la consabida posición que aporta la perspectiva no tanto para congraciarnos con los protagonistas efímeros de la historia, cuando sí más bien para hacerlo con los otros, con el pueblo el cual, si bien parte y generalmente acaba en posiciones bastante más trágicas, convierte con su perdurar en definitivas bien sean las alegrías si no las penas que perviven o presagian las revoluciones.

Estamos así pues en plenas facultades no solo para decir, incluso para argumentar que si efectivamente Wagner fue en Músico del Reich, Mahler lo habría sido (en caso de que se lo hubieran pedido), del periodo que enmarca el cambio de siglo. Un periodo que pese a quien pese se moverá inexorablemente desde las consideraciones victorianas de Bismarck, hasta los desarrollos filosóficos de Webber. El hilo conductor, curiosamente, el afecto por la paz. O más concretamente el miedo, procedente del conocimiento, que a ambos les provocaba la posibilidad de arrastrar al por entonces incipiente Imperio Alemán a una guerra cuyas consecuencias, aunque desconocidas, se presagiaban devastadoras y cruentas.

“Nadie, y mucho menos un imperio, puede considerar accesibles sus consideraciones cuando para acceder a las mismas ha de recurrir al sable”. La declaración, perteneciente a Bismarck, pone de manifiesto dos cosas: la primera y evidente, la escasa o nula predisposición del gobernante hacia la guerra. La segunda, la aparente imposibilidad que existe para evitarla, lo cual se hace especialmente evidente a lo largo del último cuarto del XIX.

De nuevo, o por qué no ¡una vez más! Alemania dejando a Europa literalmente a los pies de los caballos. Sin embargo en este caso una circunstancia es tan nueva como innovadora, tanto que no se ha vuelto a dar, y que puede resumirse en la constatación efectiva de que será el pueblo, en su diversa integración y que va desde la orgullosa aristocracia hasta la plebe con forma de proletariado, la que arrastrará a sus gobernantes a declarar la guerra, no importa contra quién, en este caso es contra Inglaterra, Francia, y por supuesto sus respectivos aliados. Y a título colateral, si es que bajo tal consideración puede tenerse alguna vez a tamaña potencia, Rusia.

Siguiendo con las citas, aunque evitando que las mismas amenacen con viciar nuestro desarrollo; lo cierto es que otro de los elementos que convierte en específico el devenir del momento que hoy tenemos a bien traer a colación, pasa por el sopesado primero en aras de la sucesiva comprensión del peso que el pópulos tendrá sobre tal devenir. Es de nuevo Bismarck el que afirmará que indiscutiblemente, el pueblo va siempre por delante, correspondiendo a la Política dar unas respuestas que desde su génesis son tardías, a cuestiones que el pueblo siempre avezado, plantea. La pregunta es entonces obvia: ¿Cuáles son, o cuando menos de dónde proceden los estímulos que llevan a transformarse al Pueblo Alemán para pasar de la indolencia que en apariencia describen los procedimientos de Bismarck, a los avatares que acabarán por fraguar a Hitler?

La cuestión es en absoluto complicada, y si tantos y tantos han fracasado en la búsqueda de la respuesta no es porque no hayan dado con la misma. El misterio queda resuelto cuando comprendemos que la dificultad estriba en asumir el peso de la consecuencia de la tan ansiada respuesta.
Alemania fue a la guerra, y arrastró con ello al desastre a toda Europa desde una convicción que por primera vez no obedece a criterios estratégicos, que por primera vez no supone respuesta a preguntas de índole económica, que por primera vez no se funde con los afanes expansionistas de un determinado gobernante. Alemania va a la guerra porque tocaba, si entendemos la Fuerza del Romanticismo como un elemento válido, incluso dictatorial, cuando se aplica en tales procederes.

Alemania va a la Guerra porque toca. Alemania se pone en hora con el reloj del Romanticismo presagiando más que anticipando, una guerra. Pero el Romanticismo es una idea más aún, una emoción…y las emociones son terreno específico para el Hombre, lo que se traduce en la inexorable superación del resto de elementos o componentes bien sean éstos propicios a la demanda, o supongan al contrario un obstáculo. De ahí que será en Pueblo Alemán quien con un ímpetu arrollador se lleve por delante todo, incluyendo a sus instituciones, en pos de la necesaria y por ello inevitable Guerra.

El Pueblo por primera vez como verdadero inductor de sus motivos (salvando con ello la inevitable perversión de los mismos que viene ligado a la aceptación de un intermediario como el Estado cuando hay que defender tal consideración). Y por ello las emociones, expresión primaria y a la sazón visceral del Pueblo, por primera vez no como catalizadores sino como protagonistas en sí mismas del presente cuando no del futuro de una Nación, de un presente, del futuro.

¿Alguien puede ahora dudar de lo conveniente que resulta la elección de Mahler para describir todo esto?
Nadie como Mahler supo y quiso ser capaz de traducir las emociones del Pueblo sin albergar el menor ánimo de manipularlas. La Música de Mahler es sin duda la Música del Pueblo. Un Pueblo del que Mahler se convierte en algo así como un notario.
Nadie como Mahler para sintetizar el tiempo. Un tiempo que solo se mantiene en tanto que permanece inédito, pues lo único que tenemos claro es que el presente no es más que el instante que convierte el pasado en emociones, y el futuro en deseo anhelado.
Nadie como Mahler para describirlo de manera concisa, brillante y tal vez por ello inabordable: Mi tiempo llegará. Porque de lo único de lo que a estas alturas estamos proverbialmente seguros es de que un clásico no es sino aquello que nos permite reescribir permanentemente nuestro presente, acudiendo para ello una y mil veces al pasado.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 4 de julio de 2015

DE LA FARSA DE ÁVILA COMO EJEMPLO DEL COLAPSO DE UN MODELO.

Cuatro de junio de 1465, inmediaciones de la ciudad de Ávila. Tras cumplir con la obligada celebración de una misa, quién sabe si para encontrar en lo mítico el valor para asumir lo que a continuación iban a hacer, o si para consolidar en una autoridad superior la consagración de los vacíos de los que evidentemente adolecía los que a continuación iba a suceder (y de lo que muchos de los que lo presenciaban no estaban del todo seguros); el arzobispo de Toledo, el conde de Plasencia y el conde de Benavente fueron, uno tras otro, arrebatando a una figura al efecto compuesta y que de forma satírica representaba al Rey, Enrique IV; todos y cada uno de los símbolos con los que se identificaban respectivamente las funciones de poder de un Rey a saber: la corona, símbolo de dignidad; la espada, símbolo de la capacidad para impartir justicia y el bastón, símbolo definitivo y eficaz de la acción y efecto de gobernar.
A continuación, el muñeco en cuestión, desposeído ya de manera definitiva de todos y cada uno de los elementos que a priori le habían conferido deferencia, rodaba por el suelo tras haber sido pateado por Diego López al grito de “¡Al suelo, puto!”

La merecida aproximación a la singular situación a la que hoy hacemos mención, merece como en muchas otras ocasiones una predisposición especial destinada no tanto a concienciar la sensibilidad, cuando sí más bien a definir una percepción de los acontecimientos determinada a partir de la comprensión no tanto de los hechos en sí mismos por más que como en el caso que nos ocupa éstos resultan por sí mismos lo suficientemente explícitos; cuando sí más bien a poner de manifiesto la indefectible consecución que los mismos tenían, en tanto que valoración de la inevitable situación a la que los mismos daban lugar.
Y todo, porque la Farsa de Ávila se constata en sí mismo como un fenómeno tan complejo de asumir, como más si cabe de aceptar toda vez que las consecuencias que a todos los efectos desencadenan participa como pocos de esa certeza que convive en todos los grandes hechos, la certeza de saber que a partir de entonces nada volverá a ser igual.

Mas como podemos fácilmente más que imaginar, me atrevería a decir que deducir; un hecho de la magnitud y consecuencias como el que hoy referimos no puede ser digamos necesario esto es, no puede tener en sí y por sí mismo toda la causa de su propia existencia. Dicho de manera si se prefiere más clara, la Farsa de Ávila acontece como Epílogo de una larga serie de novela en la que ha acabado convirtiéndose el reinado de Enrique IV. Una novela que si bien comenzó a escribirse con visos de contener muchos ingredientes propios del suspense, ha acabado siendo superada por las certezas del terror.

No resultaría en absoluto exagerado afirmar que los veinte años que duró el reinado de Enrique IV son el realidad, el epítome de la desgracia asociado a la desconsideración de lo que en principio hubiera de ser, o al menos tenido en cuenta; en lo que se supone reside el poder cuando no la capacidad, de ser y ejercer la conducta regia en tales tiempos.
Mas al contrario de todo ello, desde aquel 21 de julio de 1464 en el que es coronado, con el cadáver de su padre Juan II todavía caliente; las desgracia se ceba en Enrique IV con una violencia y con un celo pocas veces visto en la historia.

Lejos en cualquier caso de tratar de auspiciar en avatares cercanos al azar los procederes que habrían de determinar el futuro de Castilla, con todo lo que semejante afirmación lleva implícito; no resulta por ende nada descabellado afirmar que una vez hecha tamaña salvedad, lo cierto será que la aptitud, o más bien la ineptitud que el monarca presentará en los uno y mil casos a los que habrá de hacer frente, acabarán certificándose como la causa directa o indirecta del sinnúmero de situaciones en las que de haber estado dotado el rey de carácter resolutivo en alguna forma, los acontecimientos bien se hubieran desarrollado de una manera digamos más conforme, habiendo con ello estado en posición de poner coto a las acciones y miramientos de una nobleza que, en principio como es lógico no solo veía bien sino qua aplaudía con gusto, el devenir que le presentaba la continua dejación de funciones de la que Enrique hacía gala; posibilitando con su comportamiento en la mayoría de los casos el reforzamiento de la notoriedad y autoridad de sus nobles, en tanto que la imagen del propio iba poco a poco menguando a la vez que lo hacía su autoridad entre sus vasallos, con el inherente riesgo que ello conllevaba.

Porque es en este preciso momento cuando hemos de hacer referencia directa a esas diferencias a las que momentos antes hacíamos referencia. Unas diferencias que ya sean de percepción, cuando no de concreción, resultan de especial relevancia a la hora de discernir con pleno conocimiento el escenario que se estaba conformando, y del que a ciencia cierta depende como de ninguna otra variable todo lo que a continuación habría de venir.

Nos encontramos en la segunda mitad del siglo XV, o lo que es lo mismo, en la fase final del periodo que conocemos como Edad Media. A título de procedimiento, la perseverancia o el declive de un periodo dependen de la capacidad para ponderar, o en su defecto repudiar, una serie de protocolos que por estar vinculados a los más diversos órdenes, acaban por afectar, una vez integrados, a todas y cada una de las consideraciones que pueden resultar de interés cuando no definitorias de la manera de hacerse y entenderse de una forma histórica.
Dicho lo cual, resulta fácil de considerar la importancia que a tales efectos pueden tener cuestiones tales como las relaciones que con el poder en su visión más abstracta puede llegar a considerarse.

Dentro de tales parámetros, resulta imprescindible hacer mención a la concepción que del poder se tenía, la cual daba lugar a las distintas formas que la manifestación del mismo originaba. Así no está de más señalar que el vasallaje, forma desde la que mayoritariamente se consideraba tanto la concepción como el uso del poder, constituía una forma no exclusiva en lo atinente a vincular a la nobleza con el rey, sino que más bien se trataba de una manera de proceder mediante la que los habitantes de villorrios en el mejor de los casos, o campesinos sin tierra en la mayoría de las ocasiones, juraban vínculos extremos para con el que desde ese momento se convertía en su amo y señor a todos los efectos. A cambio, el ya entonces vasallo disfrutaba de una serie de “derechos” que afectaban a la protección y a la seguridad fundamentalmente, pero que como podemos imaginar le restaban enormemente de su condición de persona, hasta el punto de que abandonaba la condición de Hombre Libre.

Queda así configurado insistimos un escenario en el que queda claro lo avanzado de las disposiciones y concepciones que para con el poder se gasta en la Corona de Castilla. A título de estimación, la superación en apariencia definitiva de las consideraciones que cifraban en relaciones casi mitológicas con los dioses en aras precisamente de implementar cierta suerte de ascendencia divina entre los monarcas; ha dado paso a la escena popularmente conocida en base a la cual la elección de rey se hacía en una reunión de nobles en torno a una mesa y en la que la inoperancia de un conflicto armado en pos del cual hacerse con el poder quedaba clara en tanto que la conocida igualdad en lo tocante a medios y recursos se traduciría en una campaña larga y sangrienta, y lo que es peor ¡costosa!, se traducía en la conocida frase: “Nos, que valemos tanto como vos, pero que juntos somos más que vos; por ende venimos a reconocer en…”

Con todo lo dicho podemos extraer fácilmente la conclusión por la que resulta evidente que el que se erige en mayor enemigo de la consideración de la monarquía como institución en el momento que hoy traemos a colación es un enemigo que lejos de encontrarse fuera de los dominios de la institución, forma parte por el contrario de su propio genoma, hallándose pues fuertemente vinculado a la misma, y habiendo de arrastrarlo como una suerte de lápida en cuya inscripción bien podría decirse se describen los arquetipos en los que de caer, la propia monarquía encontrará el principio de su colapso (en una especie de dramático augurio de lo que en los siguientes tres siglos habrá de acontecer).

Pero de una u otra manera, la abulia con la que Enrique IV afrontó una y mil veces sus acciones de gobierno, o más concretamente el abandono y negligencia que presidieron siempre su actitud a tal respeto, han de considerarse ejemplos cuando no la justificación de que la aceptación del mismo como Rey no supuso sino la primera de la que acabaría por ser una larga serie de conspiraciones destinadas a promover una paulatina y a la sazón cómoda acción de derrocamiento que habría de afectarle a él como persona, pero que en realidad iba mucho más allá en pos de constituir un verdadero golpe de estado dirigido al corazón mismo de la institución regia, destinado, por supuesto a satisfacer los afanes de una nobleza que vio encarnarse en el monarca el cúmulo excelso de debilidades desde el cual llevar a cabo el plan magnífico. Un plan que por supuesto pasaba por enaltecerle primero, para hacerle caer después.

Pacheco, Villena, Beltrán de la Cueva. Son y serán nombres que con su hacer demostrarán la valía no tanto de la interpretación dada, como sí  más bien del contexto referido y sin el cual, insistimos, nada podría comprenderse igual.

Aquí acaba el terreno de lo subjetivo, y empieza el de lo estrictamente histórico.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.