sábado, 27 de junio de 2015

DE EL CINE COMO ÚLTIMO REFUGIO.

Inmersos como estamos en las vivencias que determinan nuestra vida las cuales, aunque no seamos conscientes de ello están a su vez determinadas, ¡cómo no! por la sociedad de la que formamos parte, y que por ende nos cataloga y determina; somos cada vez menos testigos de nuestra propia vida, convirtiéndose con ello en casi una paradoja el esperar ser conscientes de la vida de los demás.
Sumidos en una época dada a la paradoja, que en este caso se materializa precisamente en constatar que la sociedad de la comunicación no conduce sino a la concepción de un individuo cada vez más aislado, que sobrevive gracias a la alienación; es cuando asciende al grado de necesidad, una vez abandonado el de posibilidad el plantearnos ciertas cuestiones de cuya respuesta dependerá no tanto la superación del actual estado catatónico en el que no encontramos, como sí más bien la superación del paso previo y a la sazón imprescindible; el que pasa por identificar que efectivamente, estamos muy enfermos.

Conocidas que no superadas las depravaciones que caracterizaron las conductas de, pongamos, el Hombre de principios del Siglo XX. Abrumados cuando no ciertamente consternados ante la capacidad que para emocionar tenía  el Hombre de mediados del Siglo XIX; lo cierto es que basta un vistazo en nuestro derredor para comprobar, aumentando con ello de manera inexorable la creciente sensación de envidia en absoluto sana que procede de constatar el grado de mediocridad no ya reconocible sino ampliamente identificable como único vector que preconiza el vector que determina el rumbo de El Hombre del XXI.

Ya sea como causa, o quien sabe si como consecuencia, lo único que a estas alturas no ofrece la menor duda es el alto grado de depravación en el que redunda la conducta de lo que podríamos identificar como el Hombre tipo del Siglo XXI. Lejos de perdernos en elucubraciones, ajenos con  mucho a cualquier tentación en pos de entrar en comparaciones, no tanto porque sean odiosas, sino más bien porque en este caso el resultado sería francamente desalentador, lo cierto es que la actual sociedad se encuentra instalada en lo que bien podríamos denominar una suerte de abulia irresponsable toda vez que semejante conducta, además de condenarla a la destrucción inexorable, impide al individuo que en definitiva la compone, a perderse la ingente variedad de situaciones cuando no de procederes a partir de los cuales evolucionar hacia lo que en principio parece el objetivo de todo este gran experimento a saber, lograr ser cada vez mejores personas.

Identificamos así pues la actual crisis como el punto final de un largo viaje cuyo arranque se sitúa en calendas lejanas, aunque no demasiado remotas, y que comienza en ese instante en el que unos y otros, empeñados en enarbolar la bandera del derrotismo que viene a simbolizar la moral del esclavo perfectamente identificada por algunos de los más grandes pensadores del pasado siglo, se empecina a sumir al hombre en una crisis absoluta partiendo del imperdonable axioma según el cual el exceso de felicidad no puede conducir a nada bueno.

Una vez pervertido el epicureismo, tan solo resulta imprescindible un poco de Retórica Lasciva para crear la nueva atmósfera en la cual ingredientes tales como la mediocridad, los complejos e incluso la hipocresía se confabulen en aras de conciliar un modelo en el que el miedo deje de ser algo denostable para pasar a ser el estado natural en el que el individuo ha de desenvolverse, y desde el cual ha de llevar a cabo la toma de todas las decisiones que determinan su proceder.

Conciliamos pues poco a poco todos los ingredientes que determinan un escenario opresivo, reflejo de una sociedad enferma, que incapaz de dar respuesta a las pretensiones de una suerte de individuos que antaño se decidiera por no aceptar las fronteras que impuestas, se convertían en cadenas lapidarias que impedían su desarrollo, se lanza ahora a gestar una convicción basada por supuesto en preceptos manipulados fruto a menudo de silogismos disyuntivos que a menudo no han sido sino burdamente manipulados, con la deleznable voluntad de alienar al Hombre persiguiendo quién sabe si los terribles objetivo tan magistralmente descritos ¿cómo no? en las que a la postre son obras maestras primero de la Literatura, y luego del Cine, como pueden ser 1982 o Fahrenheit 451.

Convencidos así pues de que el Cine acaba por convertirse casi por obligación en el último refugio de los sueños, huelga pues casi anotar la definición que sobre el mismo afirma que es precisamente eso, una fábrica de sueños. Y el cine evoluciona y como es obvio, lo hace a través de la evolución de todos y cada uno de los que son sus componentes imprescindibles, destacando de manera fundamental la Música, en una relación que aunque nunca fue anecdótica ni casual, no será hasta precisamente este último periodo cuando alcance todo su esplendor, traducido en una simbiosis inaudita de la que hoy por hoy podemos extraer la afirmación en base a la cual el cine actual no podría concebirse tal y como de no contar con la Música actual, y por supuesto con sus compositores.

Definimos así los esbozos de una relación que en la actualidad resulta no solo inestimable, sino que más bien parece extenderse de manera infinita, tanto en el tiempo como en el espacio, de manera que actualmente resulta imposible imaginarse el destino de la una sin la otra.
Porque la relación que se establece entre la Música, en forma de Banda Sonora Original; y el cine, lejos de ser algo anecdótico o ni tan siquiera experimental, da rápidamente paso a un vínculo solo comprensible empleando los parámetros de lo que con arreglo a la Naturaleza se conoce como Simbiosis en grado de Mutualismo esto es, una relación en base a la cual todos y cada uno de los integrantes de la misma ven inequívocamente reforzados sus potencialidades precisamente por su participación en dicha relación.

Se convierte así pues el Cine en el refugio de los sueños, y por ende la Música recibe la encomienda de llevar a cabo la traducción imprescindible en base a la cual la Razón, inequívocamente vinculada a lo cerebral, pueda acceder a los impulsos del devenir sentimental, ampliando con ello de manera indiscutible los parámetros del Hombre.

Será entonces cuando los compositores identifiquen en las potencialidades que ofrece este nuevo escenario, el espacio natural en el cual continuar el desarrollo a veces flemático, pero siempre único y magistral que desde la instauración de la Música Sinfónica en pos de convertirse en el marco ideal y definitorio desde el cual aportar al Hombre el marco imprescindible desde el que satisfacer con garantías su necesidad de expresión afectiva.

Instalados así pues en esta nueva realidad, los grandes compositores de B.S.O. toman sin el menor género de dudas el relevo a los que a finales del XIX se habían constituido en los últimos responsables de velar por el tesoro de emociones que desde el periodo barroco se preserva y expresa por medio de la Música; y que en este caso había tenido en los músicos de entre época, los que conectan el Romanticismo con el Realismo, a los últimos veristas.

Tenemos así pues al compositor de BSO erguido en este caso sobre un atril virtual ya que, si bien su obra no está en principio destinada a ser interpretas ex profeso de cara al público (hecho hoy en día nada extraño en tanto que los conciertos de BSO son algo habitual en la actualidad) si que conserva, y aún potenciado, el compromiso que de cara a la emotividad y a la transmisión de sentimientos ha estado siempre vinculado a la Música, cuando ésta se escribe con mayúsculas.

Se describe así casi por sí sola una relación que cuanto más profundizamos en ella, más se parece a las relaciones que siempre han caracterizado a la Música en sus distintas acepciones a lo largo de los tiempos.
Así, como ésta, su relación para con los mecenas ha vivido momentos tortuosos. Nadie duda de que Mozart o Rossini desesperaban de rabia cada vez que se veían en la obligación de suprimir tal o cual pasaje o alarde técnico, simplemente porque el que pagaba, se empecinaba en imponer su criterio, a menudo impulsado por la ignorancia, amparado en el poder de su bolsa.
De parecida manera, hoy podemos imaginarnos a Horner echando pestes contra Spielberg porque el director no ve claro esto o aquello.

Sea como fuere, lo cierto es que sin entrar por supuesto en valoraciones tácitas, nadie habría de dudar en la evidente relación que existe entre el cine y la música. Una relación que como ocurre en las grandes ocasiones beneficia casi por igual a todos sus componentes, a la vez que en este caso se ha erigido en una forma de mecenazgo que garantiza la continuidad de unos modos cuando no de unos procederes cuyos orígenes y finalidades como ya hemos dicho, se sumergen en lo más profundo de los principios que conciliaban a la postre que garantizaban la supervivencia de la Composición Clásica en sus más diversas concepciones y modos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 20 de junio de 2015

DE WATERLOO A EUROPA, PASANDO DESDE LUEGO POR LA HISTORIA.

Porque siguiendo en este caso de manera absolutamente extraordinaria con lo implementado en nuestra última cita; de lo único de lo que a estas alturas podemos estar absolutamente seguros es de que las maniobras, ardides y detrimentos de los que ahora se cumplen doscientos años vinculaban de manera inexorable su designio, fuera éste cual fuera, al destino de Europa.

Sin poner en duda a los que afirman que lo que allí ocurrió ha de quedar implícitamente vinculado a una batalla más; lo cierto es que el que esto escribe declara su adhesión a la línea que prefiere considerar la posibilidad de que por bien o por mal, allí, entonces, comenzó a escribirse cuando menos el prólogo de lo que hoy conocemos como Realidad Política y Social de Europa.

Retrotrayéndonos a lo expuesto en la disertación de la semana pasada, de las conclusiones no ya del Acta de Viena cuando sí más bien de la consolidación de todas las premisas que de una u otra manera sirvieron para alumbrar las consideraciones de composición de la denominada VII Alianza; han de extraerse de manera inequívoca toda una serie de conclusiones la mayoría de las cuales puede atribuir su mención a varios ámbitos; lo cual lejos de suponer un problema, no hace sino poner de relevancia lo ampliamente diversos de las consecuencias de los actos traídos a colación los cuales, actos y consecuencias, sirven sin duda precisamente en su diversidad para enfocar sin miedo a pecar de ingenuos, la firme posibilidad de que efectivamente, la suma de acuerdos que por activa o pasiva se alcanzaron en Viena respondan por sí solos a la mera posibilidad de esperar que efectivamente, allí se fraguó la esencia de los procesos que tendrían ocupados a Europa en los siguientes dos siglos.

Nos encontramos sin duda ante el fin de una época. Toda una manera de entender la vida, y cómo no, de actuar en consecuencia, se ve substancialmente modificada. El colapso, por otro lado evidente, parece abocarnos de forma una vez más indefectible a la sucesión de acontecimientos una vez más indefectibles, que en la mayoría de las ocasiones se resume en la certeza de que conocidas las premisas, y reforzado en la experiencia el modo de proceder derivado del razonamiento que ha de ampararlo; nada ni nadie podrá evitar un resultado que, cuando menos, se librará dentro de los cánones que son previsibles.
Citando así pues a Heródoto, probablemente el mejor Trágico, en la cita que probablemente mejor resuma la esencia del pensamiento pesimista: “Es difícil para el hombre cambiar el sentido de aquello que ha de suceder por voluntad de los dioses. Y la peor de las penas humanas es precisamente ésta: el prever muchas cosas y no tener el menor poder sobre ellas”.

Prescindamos pues de los dioses, al menos en el sentido en el que Heródoto promueve, y sustituyámoslos por alguien de quien la Historia ha dado sobradas muestras de creerse casi uno, al menos en lo que concierne a la fuerza con la que apuntalaba lo que conformaba su firme catálogo de voluntades.
Una vez caídos los dioses, hubimos de conformarnos con Napoleón.

Militar, político, estratega…Napoleón unifica en su persona algo más que un largo catálogo de consideraciones probablemente encaminadas a consolidar la bella definición de ese concepto aplicable por última vez de manera coherente a los hombres del XIX, tal vez porque con la expiración del mismo desfallecen los tiempos y los contextos en los que las conductas y los méritos cabían.
Hombre polifacético por excelencia, la multiplicidad no obstante ajena a la ambigüedad de la que el corso hará gala a lo largo de toda su vida nos sirve para definir los rasgos de proceder, toda vez que la complejidad del personaje avala desde la prudencia la tesis de guardar siempre un importante margen ante el impropio en el que se puede convertir el creerse capaz de escribir una línea más de las que ya hay escritas encaminadas a decir algo nuevo no tanto de la mentalidad, sino a lo sumo de la sintomatología que a lo largo de toda su vida acompañó cuando no definió a Napoleón.

Mas ciñéndonos escrupulosamente al análisis de los hechos, ni siquiera así resulta viable el éxito en la tamaña empresa que poco a poco se dibuja cuando queremos emitir un juicio de valor vinculado a las conductas del francés.
Hombre de agudo ingenio. Capaz como nadie de analizar los hechos, erigiéndose por ello en un alumno aventajado dentro de la categorización que precisamente Heródoto profería, toda vez que efectivamente su comprensión de las variables que determinaban su presente le permitían no obstante pergeñar un futuro que a modo de niño bien educado se presentaba siempre fielmente a la cita que con él había establecido; consolidando con ello no en vano la percepción nihilista y precursora de los ámbitos que en pocos años habrán de iluminar el camino de la que gráficamente denominaremos Filosofía de la Sospecha, la cual en este caso amamantará el embrión del deseo de frustración convenida que se devenga de saber que conocer con lucidez clara y distinta lo que habrá de suceder no hace sino alejarnos del común toda vez que la virtud que a tenor de los acontecimientos redunda en tal categoría, pone a los confortantes de tal categoría en nuestra contra, alimentados, cómo no, por el odio que se desprende a título de corolario de la que no es sino su aliada natural, a saber, la envidia.

Tenemos así a un ya no tan joven Napoleón que desde la Revolución hasta su particular hoy, 18 de junio de 1815, echa la vista atrás, aunque solo sea para tomar impulso, y más allá de la visión de un campo de batalla que no le es plenamente satisfactorio, puesto que su reducido tamaño le imposibilita ya de entrada para el desarrollo de las que son ya sus conocidas maniobras envolventes por los flancos; observa en realidad el desarrollo de la que ha sido la película de su vida. Una vida promovida a partir de la complicada acción encaminada a homogeneizar tendencias de por sí abiertamente incoherentes, que de darse en cualquier otro sin duda hubieran promovido la concepción de un monstruo. Pero si de algo estamos seguros es de que Napoleón merece casi cualquier trato menos, por supuesto, el que puede devengarse de considerarle un cualquiera.

Por eso que al imaginarle erguido sobre su caballo sobre aquel promontorio en este caso no estratégicamente elegido, tras perseguir a su enemigo durante jornadas que sin duda entre otras cosas por su inferioridad en los medios, se han traducido en una época agotadora; es por lo que podemos cuando no imaginar, sí al menos hacernos una idea de las torrenteras de emociones que discurrían por la mente del que en aquel momento actuaba de nuevo según las atribuciones de un brillante mariscal de campo.

Lo cierto es que nada apuntaba en la dirección correcta. Ateniéndonos a lo estrictamente cuantitativo, los esquemas convencionales detraían de la voluntad de plantar batalla toda vez que la enumeración de recursos y efectivos declaraba, sin duda sobre el papel, la demoledora ventaja del Frente Aliado en lo concerniente a medios y recursos. Del cerca de medio millón de hombres, más de cinco mil piezas de artillería desplegadas, y más de sesenta mil jinetes llamados a la batalla; las proporciones más que no alentar, lo que hacían era negar científicamente cualquier opción en pos de apostar por las opciones del corso.
Sin embargo de  la lectura atenta de los hechos que desde la premisa histórica podemos llevar a cabo, una vez esgrimida la virtud de la perspectiva implícita en el paso del tiempo; que podemos afirmar que si Napoleón entró en batalla fue sencillamente porque no le quedaba ninguna otra opción.

Ajenos a cualquier otra consideración más allá de las estrictamente militares, toda vez que las mismas ya han sido convenientemente tratadas, podemos afirmar que las acciones desarrolladas por el ejército aliado desde su salida de Francia, las cuales podemos simbólicamente resumir bajo las connotaciones del hacer militar conocido como práctica de la política de tierra quemada, arrojaron poco a poco a Napoleón al acantilado que supone constatar que la lejanía por un lado de sus base de avituallamiento; junto a la constatación de que sus enemigos iban destruyendo por delante todo lo que no les era de utilidad, abocaba a Napoleón a la certeza de que la confrontación final se hacía no solo inevitable, sino más bien necesaria ya que de cualquier otro modo el hambre y las penurias acabaría por diezmar su dolido ejército, ya fuera por la acción del hambre, o de las deserciones.

Por ello que la elección de aquel lugar de la actual Bélgica, sobre el que al menos a priori nada parecía prejuzgar la posibilidad de que hubiera de ser el elegido para detener durante unos instantes los designios de Europa, y por ello los destinos del mundo; se desencadenó una de las mayores tormentas bélicas de cuantas a partir de ese momento se mostrarán como herramientas imprescindibles de cara a comprender la Europa que está por venir. Una Europa que había comenzado a pergeñarse meses atrás, a finales de 1814 en los despachos de los consulados europeos de los países que conformaban la VII Alianza: Gran Bretaña, Rusia, Prusia y Austria pero que de justicia resulta decir que hasta que no se apagó el último eco de la Batalla de Waterloo, hasta que el disipar del humo del último cañonazo disparado no permitió ver un nuevo horizonte; resulta de justicia admitir que todo el mundo contuvo el aliento, a la espera no en vano de lo que tuviera que decir quien ha sido el Último Emperador que ha tenido Europa.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 13 de junio de 2015

JUNIO DE 1815. SIN DUDA LA MEJOR INSPIRACIÓN DE “JUEGO DE TRONOS”.

Se nos presenta hoy, en bandeja diría yo, una ocasión difícil de despreciar en aras de dar respuesta a una de esas preguntas cuya respuesta, a menudo por evidente, otras por problemática, nos es escamoteada. Me refiero a la manida cuestión del cómo se configuró, cuando no cómo se comprende, la actual Europa.

Partiendo de la evidencia de que Europa es por encima de todo mucho más que una suma de estados, yo diría más bien que la resultante de la suma de estados (emocionales) que confluyen en la concepción de cada uno de sus habitantes; no es menos cierto que los acontecimientos que desencadenados a partir de 1813, con Napoleón como protagonista indudable, serán sin duda los que de mayor utilidad resulten a la hora no tanto de pergeñar una explicación, cuando sí más bien de integrar todos y cada uno de los hechos que la Historia ha tenido a bien regalarnos, los cuales sin duda alguna pivotan en torno a la insigne figura del que probablemente haya sido el último Emperador de Europa. Porque lejos en mi ánimo el resultar dogmático, me atrevo a decir que quien a estas alturas se crea que Napoleón fue solo emperador de Europa, debe tal consideración quién sabe si a un ataque de ceguera, o a un empecinamiento vinculado a una suerte de neurosis.

Resulta el empecinamiento sin duda el peor de los puntos de partida de todos cuantos se pueden elegir, a la hora de defender una posición, sea cual sea la naturaleza de ésta; hecha por supuesto la salvedad propia de aquéllas en las que la pasión se revela como la única fuente de argumentación a partir de la cual defender las tesis que resulten de rigor. Sin embargo, ajenos por supuesto, al menos todavía, a ceder a la tentación de la pasión, lo cierto es que no habiéndose conformado todavía el escenario a partir del cual configurar el fragor de una batalla dialéctica en pos de las muchas que tanto el protagonista como su contexto pueden desencadenar por sí solos; lo cierto es que lo único que tenemos claro es la escasa necesidad de tales procederes en tanto que el asunto está, ante todo y por encima de todo, perfectamente documentado.

Sin ceder a la tentación de acudir al denominado Acta Final del Congreso de Viena, cuya rúbrica será estampada por los cuatro integrantes de la denominada Gran Coalición, (Gran Bretaña, Rusia, Prusia  y Austria) tal día como el 18 de junio de 1815; lo cierto es que cometeríamos no ya un desgraciado error, cuando sí más bien una falta de respeto tanto hacia la Historia como hacia sus protagonistas si de verdad pensásemos que incumpliendo una máxima de procedimiento histórico; La lectura y aparente comprensión de un solo hecho serviría para dar cumplida respuesta a un hecho, ya sea éste grande o pequeño. Así que qué podemos decir cuando la lo que nos enfrentamos es, en definitiva, a tratar de demadejar la madeja en pos de cuyo hilo puede llegar a encontrarse una de las respuestas a la pregunta concreta sobre la constitución de la actual Europa, al menos en lo concerniente a la cuestión de los repartos territoriales, con el grado de afección que tal hecho lleva aparejado.

Desde 1813 Napoleón lleva cosechando derrotas. Rusia, Vitoria, y cómo no la Batalla de las Naciones tendrán tanto sobre Napoleón, como más bien sobre su proyecto, un efecto destructivo. En contra de lo que pueda parecer, máxime por tratarse de batallas, lo que parece conducirnos a pensar que el resultado de las mimas ha de valorarse en términos y lenguajes estrictamente bélicos, lo cierto será que la realidad maniobrará de manera perniciosa en pos de conducir la aparente objetividad del lenguaje militar (que es expresa en lo inequívoco que resulta el batalla ganada, batalla perdida), hasta la ambivalencia más propia del lenguaje diplomático, en base al cual la derrota más colosal puede acabar convirtiéndose en el primer paso de un largo camino que acabó por…

Logramos así pues desplegar sobre la mesa todos y cada uno de los componentes destinados a lograr describir el mundo de principios del XIX y lo más importante, lo hacemos habiendo logrado, al menos en apariencia, mantener la cordura.
Nos encontramos así pues ante un escenario en el que manteniendo al margen al menos de momento la importancia de los personalismos, Europa dirime sus problemas por primera vez en su historia repartiendo a partes iguales la trascendencia de lo diplomático, y de lo militar.
En Viena, auspiciado por Francisco I, lo más florido de las Cortes Europeas se encuentra reunido desarrollando lo que podríamos denominar, la componenda diplomática por el que la VII Coalición (el cuatripartito), se va a repartir Europa.
La operación, no carente de riesgos ni en lo concerniente a los territorios que pueden suponerse, como especialmente en aquellos que no podemos ni tan siquiera llegar a imaginar; tiene una doble vertiente: por un lado hay que contentar a los que funcionando como aliados, merecen un componente de aparente respeto en pos de agradecer su participación contra Napoleón en las diversas batallas, sitios y demás conductas en las que a lo largo de los últimos años, y cómo no a lo largo y ancho de todo el territorio, han ayudado a la derrota del Emperador.
Sin embargo, lo más interesante está por llegar. Fruto de la lectura atenta de la ingente documentación que el proceso deja tras de sí, toma fuerza una certeza propiciatoria para alimentar no ya la especulación, cuando sí más bien la más pérfida de las teorías, y que pasa por la constatación de que tanto el proceso de negociación como por supuesto la toma de conclusiones que del mismo se derivaron,  estuvo sembrado de tensiones que pueden concentrarse en la elaboración de una serie de tesis ocultas cuyo desarrollo y conocimiento estuvo solo al alcance de los cuatro grandes integrantes de la coalición. El resto de países, quedaban fuera de tal proceder.

El hecho, lejos de resultar anecdótico, o incluso descriptivo, adquiere más bien un carácter trascendental en tanto que solo así podemos introducir nuevas variables en la interpretación de la Historia a partir de las cuales comprender conductas desarrolladas por algunos de los participantes las cuales, al menos hasta ahora, resultaban no tanto preocupantes, como sí más bien sumamente difíciles de justificar, sobre todo en términos de lo que daríamos en llamar responsabilidad histórica.

Para empezar a comprender el escenario que se puede estar configurando, diremos que en la voluntad de los integrantes de la mayoría de las delegaciones que concurrieron al Palacio Hofburg, no se encontraba por supuesto el dejar su nombre en la Historia.
Consolidándose como una insigne prueba de la maquiavélica voluntad que estaba detrás de la consolidación del Congreso de Viena, lo que queda claro es la indiscutible habilidad demostrada por quienes confeccionaron la lista de invitados a saber, una lista que bien podría confundirse con la lista de agraviados. Una lista que, lejos todavía de comprender, se supone más que numerosa porque a estás alturas ¿Qué país o potencia no se ha sentido de una u otra manera agraviada o perjudicada por la conducta despótica y tirana de Napoleón? A lo sumo el Mundo de Nunca Jamás.

Partiendo de la premisa de lo elevado del número, y anticipando de manera magistral la consideración que resulta evidente, la cual procede de entender que la unión en pos de un objetivo común, de potencias que si bien hasta el momento parecen irreconciliables, puede obstaculizar e incluso impedir los deseos que los “Cuatro Grandes” tienen claros;  es cuando el gran Robert Stewart, a la sazón vizconde de Castlereagh, y secretario de Estado para Asuntos Exteriores de Reino Unido,  llega al Continente directamente enviado desde Liverpool como representante del Gobierno Tory. El objetivo, evidente: Coordinar a las cuatro grandes potencias integrantes, en pos de la consecución de un acuerdo duradero por la robustez de sus ingredientes; logrando a la par, y no por error cuando sí más bien a consecuencia de la propia negociación, la redistribución del prestigio y por ende del poder que legítimamente a ésta le es asociado y que les correspondería al resto de potencias europeas, que pasarían a ser residuales, al considerarse su participación en el mismo plano del desempeñado siempre por las denominadas Tropas Auxiliares.

Huela señalar el éxito de tales ardides. Baste como prueba el desastre que para la España de Fernando VII supuso el racanear Ducados como el de Parma o Guastalla a favor de María Luisa de Borbón.

Constituye ésta pues, la mejor visión que hoy por hoy estamos en condiciones de aportar, de uno de los hechos más importantes de cuantos han venido a desarrollarse en la Europa de los últimos años. Un hecho abrumador en el que sin duda echamos de menos la presencia de esos Grandes Héroes, quién sabe si como respuesta en este caso a la ausencia de los Grandes Villanos cuya naturaleza justifica en sí misma la consolidación de esos grandes momentos que se llevan a cabo, de una u otra manera para pasar a la Historia.

Y mientras en Viena la diplomacia europea juega a los dados, Napoleón, al frente de un importante ejército claramente armado experimentado y a la sazón perfectamente formado busca ansioso su último enfrentamiento.
Como dirían en Esparta: Volved con vuestro escudo, o sobre él. Ni para Napoleón, ni por supuesto para Europa, las opciones son muchas más.


Luis Jonás VEGAS VELASCO. 

sábado, 6 de junio de 2015

DE EL DÍA EN EL QUE EN EUROPA SE CONTUVO (OTRA VEZ) LA RESPIRACIÓN.

Playas de Normandía, amanecer del seis de junio de 1944. Las defensas de playa del Ejército Alemán, mermadas y hastiadas no solo en lo físico, cuando sí más bien en lo conceptual (no en vano lo de Stalingrado aún resuena), se encuentran en estado de alerta toda vez que un mensaje cargado de dobles sentidos, como casi todo lo que últimamente circula por los canales oficiales y es vomitado por las Enigma, parece conducir a una sugerencia en base a la cual es más que probable que el tan temido Ataque final esto es, el que habrá de preceder a la definitiva invasión de Europa por su flanco occidental, va a producirse efectivamente no por el norte, por Calais como en principio se temía, sino por allí, siempre según la versión del Alto Estado Mayor. Por unas playas condenadas  a pasar para siempre a la Historia.

Cuando E. Rommel asume como ciertas las versiones que acreditan como efectivo el hecho de que las playas elegidas por los aliados para desencadenar la Invasión de Francia, las cuales estaban designadas en clave como Utah, Omaha, Gold, Sword y Juno; se encuentran efectivamente en Normandía, sin duda alguna que hubo de concederse un instante en pos de reconocerle al enemigo el valor de una gestión tan correcta, adecuada y genial. No en vano, la Operación Neptune, nombre en clave bajo el que quedan designadas todas las operaciones estrictamente militares que habrían de tener lugar en el transcurso de aquel día seis de junio, quedan realmente integradas dentro de una más que grande, ingente operación, conocida como Operación Overlord, que comenzó a gestarse en mayo de 1943, en los despachos del Capitolio.

Podemos afirmar sin riesgo a equivocarnos, que nos encontramos ante uno de esos hechos históricos por definición, para cuya determinación no hace falta ni tan siquiera detenernos a observar su desarrollo, ni mucho menos sus consecuencias. Con la participación directa de más de 1250 aeronaves, la puesta en acción de más de 5000 embarcaciones, y el despliegue de más de 175.000 hombres, que serían cabeza de puente de los más de tres millones que a mediados de agosto se encontrarán desplegados por toda Europa; bien podemos decir que cuando Eisenhower y Montgomery se encontraron analizando los esquemas de la operación al frente de la cual habían sido conducidos, sin duda se sintieron como Aquiles y Ulises, comandando la flota griega con destino a Europa. Es curioso, como en aquel entonces, París se muestra de nuevo como obstáculo fundamental de cara a lograr los objetivos que han sido prefijados.

Porque si en algo convergían no ya las opiniones, sino incluso los informes oficiales cuya opinión a tal efecto se tenía en consideración, era en lo incompresiblemente larga que la Guerra estaba siendo. De aquélla Operación Relámpago planteada por Hitler en un ya olvidado verano de 1939, en base a la cual La Wehrmacht lograría aquello en lo que el mismísimo Napoleón se vio incapaz de lograr, a saber lanzarse victorioso sobre los campos de trigo y petróleo de la odiada Rusia; el lo lograría en apenas cincuenta días.
Casi cinco años después, y con el recuerdo de los efectos que la desaparición total o parcial de los 6º y 4º ejércitos alemanes respectivamente aún tenían, lo cierto es que solo la fe, o su manifestación más pagana esto es, la idolatría al líder, podían sustentar no ya solo la disposición para la lucha de los componentes del ejército, sino incluso la resistencia del Pueblo de Alemania.

Sumergirnos en la historia de la Operación Overlord supone describir una parábola brutal que, como ocurre siempre con la geometría, sirve para convertir lo que en principio se asemejaba a un rodeo impresionante, en un ejercicio de precisión infinitesimal.
Así, una acción militar que era a todas luces imprescindible desde junio de 1940, momento en el que Hitler logra la victoria en Francia; consigue, no sin antes pasar por multitud de devaneos, atrasos, cancelaciones y riesgos varios, desarrollarse con buen fin.
Múltiples serán, tal y como podemos intuir vista la magnitud de todo, los elementos que en pos de tal fin habrán de subrogarse hasta conseguir la que acabará convirtiéndose en victoria final.
Sin duda uno de los más importantes a tal efecto, la Operación Bodyguard. Puesta en marcha meses antes del desembarco, Bodyguard constituye uno de los más brutales ejemplos de cuantos la Historia puede ofrecer en pos de mostrar la importancia que los servicios de inteligencia tienen ya por entonces, participación que a partir de este momento pasará a ser imprescindible.
En una guerra de engaño que se jugará en varios frentes, Bodyguard se conforma a partir de la actuación conjunta y en muchos casos desconocida de multitud de personas la mayoría de las cuales sin saberlo, jugarán un papel trascendental en lo concerniente no ya al desarrollo de la Guerra, sino de cara a que ésta acabe como todos conocemos.
Secretarias, actores, diplomáticos, tenderos, ¡hasta jugueteros pertenecientes a una de las familias más selectas de tan en apariencia inadecuado gremio! Pondrán su grano de arena en pos de lograr que Alemania y en especial Rommel, no puedan descubrir hasta que sea demasiado tarde, cuál será el lugar elegido para el desencadenamiento de la operación final
Papel especialmente importante en este caso el desempeñado por españoles extraídos de aquel grupo obligado a huir por pertenecer al bando derrotado en lo que había supuesto su propia contienda, y que una vez enrolados en la mayoría de los casos en La Resistencia Francesa, jugaron un papel sin el cual la Historia a ciencia cierta sería otra.

Porque si bien lo cierto es que se trataba de otro caso de los muchos que se habían dado, en base a los cuales Europa estaba bajo amenaza, no era menos cierta que la naturaleza de esta amenaza la convertía en especialmente peligrosa. Así, no solo la naturaleza del movimiento Nacional Socialista, cuando sí más bien las demostraciones que a lo largo y ancho del Continente se habían llevado a cabo en pos de demostrar el grado de violencia inusitada que éste era capaz de desentrañar; no hacían sino poner de manifiesto el grado de amenaza no ya potencial, sino de facto, que su victoria y posterior imposición habrían supuesto para Europa.

Una vez más, Europa se la jugaba. Apelando a los denominados Principios Carolingios, guardados, que nunca del todo olvidados, la teoría según la cual nada une más que la existencia de un enemigo común, no solo hizo mella sino que apeló al surgimiento de una suerte de espíritu de sacrificio dentro del cual se enrolaron no ya solo los soldados directamente implicados en el desarrollo factual de la batalla, como sí más bien el torrente de civiles que por mero accidente geográfico se encontró inmerso en la misma, y que en número cercano a los 35.000 vinieron a engrosar la lista de bajas, en este caso colaterales, que bien puede apuntar otra leve muestra de lo emblemático, del cuánto se jugaban unos y otros en esta batalla.

Porque Normandía supuso más que el principio del fin del IIIº Reich. Normandía supuso la liberación de Europa. De una Europa que una vez más, había sido raptada. ¿Que cómo puede raptarse una idea? Obviamente con otra idea. Porque el verdadero peligro del IIIº Reich no estaba en Hitler, ni en la Wertmach de Goering, ni en los carros del Mariscal Heinz Guderian. El peligro para Europa se encuentra, como en la mayoría de los casos, en la posibilidad siempre existente de una idea, por innovadora y populista; por supuesto no hace falta que sea acertada, ni siquiera que sea o no realizable, pueda poner patas arriba aquello que cientos de años vienen demostrando como acertado.

Afortunadamente, el esfuerzo denodado de cientos de hombres y mujeres, algunos recordados, otros olvidados, sirvió para conjurar tamaño por lo radical peligro. Sirvan estas humildes líneas como homenaje, desde la certeza de que precisamente la acción moderadora que ese mismo  tiempo lleva a cabo, haya servido para desterrar definitivamente cualquier posibilidad de que una idea en tamaño sentido pueda volver a cuajar.

Esa es, al menos, la esperanza.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.