sábado, 8 de julio de 2017

MAHLER. DE CUANDO VIVIR ES MÁS QUE TRANSITAR.

Decía Gustav MAHLER, que para vivir sabiamente resulta imprescindible mantener una postura frente a la vida. Una frase extraña, altisonante incluso, si sólo en la forma nos quedamos; mas una frase que como ocurre en la mayoría de ocasiones en las que con genios habemos de vérnoslas, sólo el paso del tiempo es capaz de proporcionarnos las claves que nos conducen a la magnitud de lo que tras inocentes palabras en realidad se ocultaba.

Nace MAHLER el día de San Fermín de 1860 en el seno de una familia judía, y si en este caso no ya hacemos mención a tal hecho, sino que incluso lo consideramos más importante que el proceder con el señalamiento expreso del lugar en el que el por otro lado tan feliz acontecimiento tiene lugar; es porque en este caso la condición religiosa del protagonista jugará tanto a la corta como a la larga (se notará más a la larga), un papel decisivo en lo concerniente a los desarrollos profesionales (lo que en el caso de nuestro protagonista significa que también que en los profesionales), de nuestro músico.
En todo caso tiene también sentido reseñar el hecho de que MAHLER nace en el seno de un modelo de estado, o por ser  más preciso en el seno de una concepción de estado que si bien no lo sabe, rinde ya a esas alturas tributo a la desesperación, cuando no al delirio.
El Imperio Austrohúngaro, símbolo hasta ese momento de la perseverancia del europeo, colofón de los logros de una época; vislumbra ya alcanzado el que podríamos llamar momento Mahler, la certeza de lo inexorable. La quiebra de su inestabilidad, refrendada siquiera estéticamente en las complicaciones a estas alturas ya eminentemente burocráticas de un proceso que ampara a la ficción del drama de la bicefalia todos sus males; esconde en realidad una herida mortal por inaccesible, en tanto que solo es comprensible para quienes paradójicamente ven claro (lo que no supone que ansíen), un proceso de inexorables consecuencias de cuyo refrendo el lento transitar del Danubio (otrora arteria de vida,  hoy vena mortal), podría dar pábulo, cuando no evidente crédito.

Pero como ocurre siempre con estos casos, el que fuera está llamado a dejar de ser, hecha la salvedad de que ni lo uno ni lo otro será por bien cuestión de un instante. Y de ello será consciente un gobernante, en este caso Francisco José I de Austria, quien a título de referencia no sólo deseará erigirse en símbolo de equilibrio sino que en cierto modo lo conseguirá, pues no en vano y a título ya o no anecdótico, era la cabeza de gobierno el día que nació MAHLER, y lo era el día que murió.

Pero tal y como ocurre con todos los compositores llamados a ser juzgados de manera conjunta siquiera por la coincidencia de reunir el requisito de ser testigos del cambio de siglo, en este caso no solo nos encontramos ante un caso de brillantez en lo concerniente a su capacidad para refrendar en su música el momento del que son contemporáneos; sino que en el caso de MAHLER tan amplia circunstancia queda inapelablemente superada desde la constatación de otra sin duda inexorable: La forma y el fondo que transitan por la obra de MAHLER, es en realidad la imagen de la forma de entender la vida del propio MAHLER.

Es así que no hay trampa ni cartón. En la obra de MAHLER se encuentran nítidamente descritos (no reflejados), tanto las primeras alegrías que le producía ver a los músicos del cuartel que había cerca de su casa, como las dudas que se le planteaban a la salida de los sermones de la sinagoga a la que acudía con sus padres. No hace falta ser muy ágil para encontrar la satisfacción de su nombramiento al frente de las estructuras vienesas, como injusto resultaría tener que serlo para identificar años después la profunda desazón con la que habrá de partir de la ciudad cuando fue patéticamente despedido por ser judío.

Porque eso es MAHLER, o para ser más precisos habría que decir que, esas son las formas desde las que MAHLER retrata su época.

Una época intensa, que ha de merecer en consecuencia un refrendo intenso. Y lo es, ¡vaya si lo es! Pues si bien la obra alumbrada por el músico, compositor, creador de óperas, pero sobre todo director de orquesta, es en realidad corta (de hecho toda ella cabe en docena y media de discos); no es por ello menos cierto que pocos han sido no ya competentes para influir tanto en lo que respecto de ellos habrá de venir, sino capaces de hacerlo con una aportación que en el terreno de lo cualitativo bien se hace merecedora del calificativo de evidentemente exigua.

Porque MAHLER vive, y refrenda cada episodio que el hecho de vivir le proporciona refrendándolo en su peculiar modo de ver y de expresarse, que en este caso es a través de su música. No es un BARTOK ni por supuesto un FALLA o sea, no es un folklorista; sin embargo está en disposición de introducir, aportando una candidez que supera a la mera funcionalidad, elementos del popular destinados no a describir, ni mucho menos a integrar; se trata sencillamente siempre según palabras del propio músico, de manifestaciones ligadas a una intensidad de otro modo imposibles de refrendar.

Se erige él en su presente como netamente conocedor de su disposición, la cual refrenda con el tributo que su conocimiento de la instrumentación le ofrece a la hora de aparecer como un verdadero genio en lo atinente a la orquestación; y el paso del tiempo le hará justicia cuando los que estamos llamados a refrendar su futuro nos erigimos en notarios de una genialidad que se manifiesta en este caso en su condición de artífice de una verdadera revolución, la que desencadena cuando da muestras de su nueva disposición tácita para la composición atonal, para la que tiene no ya aptitudes arrolladoras, sino que además explotará en su producción.

Hombre pues llamado a cumplir con su obligación de genio, seremos como él lo fue testigos de tal condición a medida que las menciones a su obra primero, y después a él mismo, cambien con el tiempo, De esta manera, el cumplimiento paradigmático de la norma le lleva efectivamente a ser primero admirado, luego odiado, y como ocurre en estos casos en los que las mieles del éxito se recogen en vida; hará los honores de verse vilipendiado en vida.
Pero MAHLER es un músico, lo que nos induce no ya a pensar, que sí a atribuirle, un carácter sensible. Y como hemos dicho líneas atrás, nos encontramos ante un caso en el que la obra no es ya reflejo de la vida del protagonista, sino que es el ente llamado a refrendar la propia forma de vivir del protagonista.
Una vida y una obra no ya ligadas que sí más bien fusionadas en una sensibilidad en principio solo atribuida por los que como Arnold Schoenberg o el propio Gustav Klimt, estarán llamados a componer su área personal; una sensibilidad que sólo para personas como su esposa Ana será verdaderamente accesible, y por ello sólo a ella y a su tributo podremos guardar constancia.

Una sensibilidad, o más en concreto una manera de conducirse respecto de la misma cuyo carácter personal y a la postre incomprensible incluso para aquellos a la postre destinados a ser sus receptores, acabarán por traerle nefastas consecuencias. Así, su incapacidad para dejar patente a su mujer Ana lo mucho que de ella depende, será a la larga la causa del drama que arrastrará siquiera metafóricamente (la causa objetiva de su muerte será una afección coronaria crónica de tardío diagnóstico); lo que le lleve a emprender su último viaje en 1911.

Antes de eso, Gustav MAHLER habrá plasmado en su música mucho más que una radiografía de su época a través de la cual los llamados a conformar su futuro estaremos en disposición de entender todas las realidades que estaban llamadas a conformar un época sólo más hermosa que complicada. En realidad, tras una escucha sensible y atenta de su obra, cualquiera podrá tener nociones de que MAHLER se sabía protagonista no ya de su tiempo, que sí más bien de lo que estaba por llegar.

No en vano MAHLER siempre resumió sus dramas en una frase demoledora: “Mi tiempo llegará”.

Y llegó, tened por seguro que llegó.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 1 de julio de 2017

DE BISMARCK A KOHL, PASANDO POR EL TRATADO DE VERSALLES,

En compleja cuando no en desagradable se torna a veces la labor del Hombre. Laboro desagradecida, casi siempre incomprendida, al contrario de lo que ocurre con el resto de animales llamados a compartir con él el pedazo de universo que le ha sido dado cuando menos en posesión; no puede el Hombre delegar ni desistir, pues el cargo que genera la conciencia se lo impide, como también se lo impide el saber que de vivir no cabe renuncia, pues de incompatible con la congruencia habría de ser considerado aquello que resultara de ver cómo un Hombre desiste de vivir, esto es, de ser y conducirse como un Hombre.

Se plantean sea como fuere un sinfín de consideraciones, la mayoría de las cuales requieren de un trato próximo al de la paradoja si aspiramos tan siquiera no ya a comprenderla, que sí tan siquiera a poder plantearlas.
Y como paradoja por excelencia, la que nos regala el tiempo y su manifestación material por excelencia, aquella que no es otra que la definida como crónica.
Se debate el Hombre entre el respeto por el deber y el anhelo de parecer humilde, cada vez que la aspiración de ser digno de consideración le lleva a pensarse en siquiera potencial protagonista de la Historia. No en vano es la Historia, o más concretamente el oscuro deseo de formar parte de la misma, una de las realidades que con más fuerza están llamadas a formar parte del Hombre pues como pocas otras realidades se halla ésta tan específicamente grabadas en lo reconocible como fuero interno del Hombre.

Acotamos entonces el presente, y por primera vez (en lo que tal vez merezca ser considerado como un verdadero logro), podemos definirlo como algo más que el instante llamado a identificar el instante que separa el pasado del futuro.
Una vez que deducimos el aumento de complejidad del hecho toda vez que la objetividad definida en el concepto cuantitativo ha quedado superada, haremos bien en asumir la posibilidad de que los nuevos derroteros destinados a contener a partir de este momento el objeto de nuestras cavilaciones habrán de estar conformados por límites tal vez menos concisos, a la par y por ello más sinuosos.
No serán entonces los hechos, en tanto que tal, los destinados a aportar noción de valencia a lo analizado y considerado; sino que tales características no podrán ser tenidas en cuenta ni mucho menos consideradas como externas, por estar las mismas promovidas a priori es decir, por hallarse contenidas en los hechos en sí mismos. En lo que respecta a la cuestión que naturalmente puede plantearse, la cual cabría ser formulada por ejemplo tomando en consideración la excelencia del hecho que vendría a ser capaz de integrar de manera eficaz toda consideración humana al integrarse en todo ente predispuesto a ser, habremos de aclarar que no cabe una aspiración destinada a promover tal certeza en algo externo al hecho o al objeto. Tal certeza puede contenerse solo en el ente observador, pues supera en presencia éste a todo lo demás, incluyendo por supuesto al ente observado; de lo que redunda que la importancia del ente, así como de las consecuencias que le sean o no estipuladas, se encuentra en el Hombre, definido como causa y efecto.

Superamos así toda limitación cuantitativa, y nos disponemos a afrontar el que está llamado a ser uno de los viajes más impactantes, sublimes y determinantes de cuantos el Hombre puede llegar a considerar. Un viaje de integración a partir de la desintegración (pues la construcción de un nuevo hombre solo puede ser llevada a cabo por medio de la desarticulación previa de los elementos llamados a componer el anterior); un viaje sin retorno, pues la consecución de nuevas realidades requiere de una modificación de perspectiva, para lo cual es imprescindible la definición de nuevas pautas que si bien no garantizan por sí solas el éxito de la campaña a iniciar, sí aseguran que todo retorno a lo que un día se dejó atrás resulta del todo inviable.

Es así pues no ya el Tiempo, como sí más bien la relación del Hombre con éste lo que está llamado a poner sobre la mesa el carácter innovador de la nueva metodología a emplear. Una nueva metodología cifrada en cánones comprensibles toda vez que participa siquiera levemente de los procedimientos anteriores, pero que se aleja de lo anterior en lo concerniente a aspectos tales como los de dar prioridad al factor subjetivo.

Es entonces cuando el carácter integrador de la figura del Hombre aparece en toda su extensión. Es el Hombre y solo el Hombre lo que de nuevo se pone al frente de las maniobras, unas maniobras que al contrario de lo que pueda llegar a ser supuesto no se alejan en realidad un ápice de las grandes cuestiones que antaño y tal vez desde siempre han estado destinadas a conformar los arquetipos del Hombre. Los arquetipos refrendados en las tantas veces planteadas desde la perspectiva de las grandes cuestiones.
Se muestra ante nosotros a partir de ese momento, en toda su magnitud, la resultante que procede de unir a niveles esenciales al Hombre con el Tiempo. De esa unión somos conscientes más por la interpretación de sus efectos que por la capacidad para identificarla, pero sea como fuere uno de los ejemplos más valiosos se manifiesta ante nosotros cuando como caído del cielo, así como ocurre cuando una respuesta se materializa en nuestra cabeza incluso antes de poder siquiera soñar con la pregunta que debería haber dado pie a la misma; nos encontramos con que la nueva mención vincula al Hombre con el Tiempo con la intensidad de la certeza. Pues cómo, de no ser así, podríamos afirmar que el presente en el instante resultante de asumir que ya no podemos cambiar al pasado, en tanto que contiene todas las potencialidades del universo pues siquiera a modo de ensoñación, el Hombre cree firmemente y tal vez por ello se conduce como sí de verdad actos desarrollados en ese presente pudieran cambiar o determinar el futuro.

Es entonces imprescindible construir un nuevo equilibrio destinado a componer la ecuación que realidad y tiempo conforman. Un nuevo equilibrio en el que ahora con más fuerza que antes si tal fuera posible, los vínculos destinados a ubicar las dependencias entre los hechos y sus causas (lo que antes se reducía a la relación causa-efecto), se complican en el mejor de los sentidos de la palabra en tanto que las líneas llamadas a identificar de forma esquemática los puntos que contienen tales coincidencias han dejado de ser rectas, a la vez que los ángulos llamados a contener “los cruces” entre ellas han dejado de ser “rectos!. La realidad, y por ende los vínculos que la determinan son ahora oblicuos, difusos.

Surgen entonces algunas conclusiones, muchas de las cuales pueden ser consideradas a su vez como corolarios en tanto que las mismas pueden conciliarse con un cierto modo de proceder que elige a las mismas como punto no de llegada, que sí de partida.
Destaca entre todas ellas, ¡cómo no! la destinada a tornar en baldío todo intento encaminado a hacer comprensible por medios exclusivamente empíricos las relaciones que hacen fluir el tiempo, o que por ser más específicos detraen su importancia del hecho de confabularse en aras de hacer comprensible la realidad, en la medida en que provoca la ilusión de hacer compatible nuestro deseo de saber quiénes somos, así como de dónde venimos, y por supuesto a dónde vamos; sin que el hecho de constatar en qué medida somos ignorantes como se deriva de no poder establecer con sentido no ya nuestra posición en el ayer, ni mucho menos nuestra dosis de responsabilidad ante el compromiso que el futuro supone; haya en realidad de sumirnos en un terror cuya proximidad al pánico bien pudiera abocarnos al shock, con lo que ello supondría.

Se erige en ejemplo empírico de todo lo hasta el momento expuesto desde un carácter casi metafísico, la relación que conforme a la categoría de hecho imputable a la crónica histórica podemos extraer del conocido como Tratado de Versalles.

La Galería de los Espejos del Palacio de Versalles será testigo el 29 de junio de 1919 de la firma de un documento llamado a poner fin al  que hasta el momento había sido sin el menor género de dudas el mayor conflicto armado del que la historia y el mundo habían tenido conocimiento.
Rubricado no por casualidad en el día en el que cinco años atrás el asesinato del archiduque Francisco Fernando había servido como detonante para el estallido de la Iª Guerra Mundial, ya tomemos en consideración uno u otro hecho (esto es según apostemos por la conmemoración del hecho llamado a ser el activador, o por el que pone fin a la conflagración), lo que adquiere pleno sentido dentro de lo expuesto es la certeza no es sino lo tremendamente complicado que se torna cualquier intento de reducir lo uno o lo otro a una mera, cuando no a una recta consideración en base a la cual estos acontecimientos, por el mero hecho de serlo,  han de encajar dentro del sencillo epigrama de solución por causa-efecto.

Más bien al contrario, tanto lo uno como lo otro queda encuadrado en la salvedad de la tesis por la cual la imprescindible interpretación de los hechos, si de verdad se desea encontrar una solución al problema planteado por los mismos, ha de pasar inexorablemente por la constatación ineludible de que los hechos, y por ende todas las consecuencias a los mismos reportables requieren de un análisis cuyo prisma requiere de una visión extremadamente amplia.
Así, las causas de la Gran Guerra han de buscarse no en el pasado incipiente que transita en los arranques del pasado siglo XX. La magnitud de la conflagración, así como por supuesto de las consecuencias que en todos los terrenos la misma devengó, requiere de una seriedad y un rigor que solo pueden alimentarse de inferir que acontecimientos de parecida notoriedad pueden cambiar la historia del mundo y por supuesto del continente.

Busquemos pues si no en los acontecimientos, sí tal vez en el carisma de los personajes por aquel entonces llamados a protagonizar la historia, y es entonces probable que encontremos un resquicio a partir del cual albergar la esperanza de encontrar un viso de comprensión.
Será entonces cuando la talla y la capacidad de hombres como Bismarck nos permitirá siquiera intuir lo esencial que para la historia habrían de resultar hechos que por sí solos habrían de evolucionar hasta convertirse en acontecimientos. Hechos que solo se declinan como tal cuando los procesos que aun estando destinados a promoverlos llevan en realidad tornándose desde hace decenios si no siglos, requieren de un equilibrio en realidad tan sensible, que el posicionamiento adecuado de las variables una vez ha sido convenientemente analizado no hace sino maravillarnos, sobre todo cuando el mismo nos sirve para comprender hasta qué punto el supuesto control que en principio rige este mundo y sus circunstancias no es sino obra de nuestra imaginación, cuando una vez más se muestra muy competente para proporcionarnos esa sensación de control que no por ilusoria se muestra menos útil para sobrellevar lo que de otro modo bien podría abocarnos a un pánico imposible de controlar.

Y como colofón, o cuando menos como hecho merecedor de ser tenido en consideración para con el escenario que hemos planteado, la muerte de un Helmut Kohl que erigido en protagonista de la historia del pasado siglo XX, bien puede ver resumida su aportación en la frase hoy mismo pronunciada según la cual fue un hombre que puso todo su empeño y determinación en lograr una Alemania Europea, a la vez que Europa no pudiera considerarse sin Alemania.

En definitiva, nunca como ahora ha resultado tan evidente la certeza según la cual el presente es inabordable sin el pasado, si bien empecinarse en vivirlo de cara al futuro puede llevarnos a perder una ocasión irrepetible.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.