Decía Gustav MAHLER, que para vivir sabiamente resulta
imprescindible mantener una postura frente a la vida. Una frase extraña,
altisonante incluso, si sólo en la
forma nos quedamos; mas una frase que como ocurre en la mayoría de ocasiones en
las que con genios habemos de vérnoslas, sólo
el paso del tiempo es capaz de proporcionarnos las claves que nos conducen a la
magnitud de lo que tras inocentes palabras en realidad se ocultaba.
Nace MAHLER el día de San
Fermín de 1860 en el seno de una familia
judía, y si en este caso no ya hacemos mención a tal hecho, sino que
incluso lo consideramos más importante que el proceder con el señalamiento
expreso del lugar en el que el por otro lado tan feliz acontecimiento tiene
lugar; es porque en este caso la condición religiosa del protagonista jugará
tanto a la corta como a la larga (se notará más a la larga), un papel decisivo
en lo concerniente a los desarrollos profesionales (lo que en el caso de
nuestro protagonista significa que también que en los profesionales), de
nuestro músico.
En todo caso tiene también sentido reseñar el hecho de que
MAHLER nace en el seno de un modelo de estado,
o por ser más preciso en el seno de una
concepción de estado que si bien no
lo sabe, rinde ya a esas alturas tributo a la desesperación, cuando no al
delirio.
El Imperio Austrohúngaro, símbolo hasta ese momento de la
perseverancia del europeo, colofón de los logros de una época; vislumbra ya
alcanzado el que podríamos llamar momento
Mahler, la certeza de lo inexorable. La quiebra de su inestabilidad,
refrendada siquiera estéticamente en las complicaciones a estas alturas ya
eminentemente burocráticas de un proceso que ampara a la ficción del drama de
la bicefalia todos sus males; esconde en realidad una herida mortal por
inaccesible, en tanto que solo es comprensible para quienes paradójicamente ven
claro (lo que no supone que ansíen), un proceso de inexorables consecuencias de
cuyo refrendo el lento transitar del
Danubio (otrora arteria de vida, hoy
vena mortal), podría dar pábulo, cuando no evidente crédito.
Pero como ocurre siempre con estos casos, el que fuera está llamado a dejar de ser, hecha
la salvedad de que ni lo uno ni lo otro será por bien cuestión de un instante. Y de ello será
consciente un gobernante, en este caso Francisco José I de Austria, quien a
título de referencia no sólo deseará erigirse en símbolo de equilibrio sino que en cierto modo lo conseguirá, pues
no en vano y a título ya o no anecdótico, era la cabeza de gobierno el día que
nació MAHLER, y lo era el día que murió.
Pero tal y como ocurre con todos los compositores llamados a
ser juzgados de manera conjunta siquiera por la coincidencia de reunir el
requisito de ser testigos del cambio de
siglo, en este caso no solo nos encontramos ante un caso de brillantez en
lo concerniente a su capacidad para refrendar en su música el momento del que
son contemporáneos; sino que en el caso de MAHLER tan amplia circunstancia
queda inapelablemente superada desde la constatación de otra sin duda
inexorable: La forma y el fondo que
transitan por la obra de MAHLER, es en realidad la imagen de la forma de
entender la vida del propio MAHLER.
Es así que no hay trampa ni cartón. En la obra de MAHLER se
encuentran nítidamente descritos (no reflejados), tanto las primeras alegrías
que le producía ver a los músicos del cuartel que había cerca de su casa, como
las dudas que se le planteaban a la salida de los sermones de la sinagoga a la
que acudía con sus padres. No hace falta ser muy ágil para encontrar la
satisfacción de su nombramiento al frente de las estructuras vienesas, como
injusto resultaría tener que serlo para identificar años después la profunda
desazón con la que habrá de partir de la ciudad cuando fue patéticamente
despedido por ser judío.
Porque eso es MAHLER, o para ser más precisos habría que
decir que, esas son las formas desde las que MAHLER retrata su época.
Una época intensa, que ha de merecer en consecuencia un
refrendo intenso. Y lo es, ¡vaya si lo es! Pues si bien la obra alumbrada por
el músico, compositor, creador de óperas, pero sobre todo director de orquesta,
es en realidad corta (de hecho toda ella cabe en docena y media de discos); no
es por ello menos cierto que pocos han sido no ya competentes para influir
tanto en lo que respecto de ellos habrá
de venir, sino capaces de hacerlo con una aportación que en el terreno de
lo cualitativo bien se hace merecedora del calificativo de evidentemente exigua.
Porque MAHLER vive, y refrenda cada episodio que el hecho de
vivir le proporciona refrendándolo en su peculiar modo de ver y de expresarse,
que en este caso es a través de su música. No es un BARTOK ni por supuesto un
FALLA o sea, no es un folklorista; sin embargo está en disposición de
introducir, aportando una candidez que supera a la mera funcionalidad,
elementos del popular destinados no a
describir, ni mucho menos a integrar; se trata sencillamente siempre según
palabras del propio músico, de
manifestaciones ligadas a una intensidad de otro modo imposibles de refrendar.
Se erige él en su presente como netamente conocedor de su
disposición, la cual refrenda con el tributo que su conocimiento de la
instrumentación le ofrece a la hora de aparecer como un verdadero genio en lo
atinente a la orquestación; y el paso del tiempo le hará justicia cuando los
que estamos llamados a refrendar su futuro nos erigimos en notarios de una
genialidad que se manifiesta en este caso en su condición de artífice de una
verdadera revolución, la que
desencadena cuando da muestras de su nueva disposición tácita para la
composición atonal, para la que tiene no ya aptitudes arrolladoras, sino que
además explotará en su producción.
Hombre pues llamado a cumplir con su obligación de genio,
seremos como él lo fue testigos de tal condición a medida que las menciones a
su obra primero, y después a él mismo, cambien con el tiempo, De esta manera,
el cumplimiento paradigmático de la norma le lleva efectivamente a ser primero
admirado, luego odiado, y como ocurre en estos casos en los que las mieles del
éxito se recogen en vida; hará los honores de verse vilipendiado en vida.
Pero MAHLER es un músico, lo que nos induce no ya a pensar,
que sí a atribuirle, un carácter sensible. Y como hemos dicho líneas atrás, nos
encontramos ante un caso en el que la obra no es ya reflejo de la vida del
protagonista, sino que es el ente llamado a refrendar la propia forma de vivir
del protagonista.
Una vida y una obra no ya ligadas que sí más bien fusionadas
en una sensibilidad en principio solo atribuida
por los que como Arnold Schoenberg o el propio Gustav Klimt, estarán
llamados a componer su área personal; una
sensibilidad que sólo para personas como su esposa Ana será verdaderamente
accesible, y por ello sólo a ella y a su tributo podremos guardar constancia.
Una sensibilidad, o más en concreto una manera de conducirse
respecto de la misma cuyo carácter personal y a la postre incomprensible
incluso para aquellos a la postre destinados a ser sus receptores, acabarán por
traerle nefastas consecuencias. Así, su incapacidad para dejar patente a su
mujer Ana lo mucho que de ella depende, será a la larga la causa del drama que
arrastrará siquiera metafóricamente (la causa objetiva de su muerte será una
afección coronaria crónica de tardío diagnóstico); lo que le lleve a emprender
su último viaje en 1911.
Antes de eso, Gustav MAHLER habrá plasmado en su música
mucho más que una radiografía de su época a través de la cual los llamados a
conformar su futuro estaremos en disposición de entender todas las realidades
que estaban llamadas a conformar un época sólo más hermosa que complicada. En
realidad, tras una escucha sensible y atenta de su obra, cualquiera podrá tener
nociones de que MAHLER se sabía protagonista no ya de su tiempo, que sí más
bien de lo que estaba por llegar.
No en vano MAHLER siempre resumió sus dramas en una frase
demoledora: “Mi tiempo llegará”.
Y llegó, tened por seguro que llegó.
Luis Jonás VEGAS VELASCO.