sábado, 26 de noviembre de 2016

DE LA MÚSICA. CONDICIÓN INTRÍNSECA E INEXORABLE DEL HOMBRE.

Ajenos por completo a concepciones metafísicas, y por supuesto apartado de manera absolutamente voluntaria de cuantas percepciones, ya sean interesadas o no, han podido hacerse a tal respecto; lo cierto es que ni podemos ni debemos dejar escapar la oportunidad de hablar de la Música (en tanto que tal), toda vez que en este caso nada más y nada menos que la Tradición Cristiana es la designada para poner ante nosotros una magnífica ocasión.

Sin entrar en controversia, lo cierto es que muchos son los aspectos que tienen en común La Música y La Religión. De entrada, ambos se erigen en un rebuscado formato de respuesta elaborada a cuestiones que, vistas desde el punto de vista antropológico bien pueden en realidad verse afectas por un parecido campo semántico. No en vano, Música y Religión han convivido coherentemente durante siglos; dando pie, de hecho, a una de las simbiosis más fructíferas de cuantas en el derredor del Ser Humano se conocen.
Es así que, retomando la línea anteriormente citada, ambas realidades comparten elementos en común, elementos que, de hecho, acaban por configurar un campo semántico selecto, toda vez que no ya solo en lo concerniente a la realidad que suponen, sino incluso considerado a partir de la enumeración de elementos que movilizan para lograr la satisfacción de tal demanda, configuran por sí solos un ente verdaderamente variopinto, a la par que excepcional.

Se configura la Religión como una suerte de proceder que, una vez superado su concepto protocolario esto es, retrocediendo a sus orígenes (a los tiempos en los que el cómo no importaba tanto), está destinada a configurar en primer lugar el formato por mediación del cual hacer comprensibles muchas de las preguntas que referidas en la mayoría de ocasiones a la condición de excepcionalidad en la que se mueve el Hombre, llegaran a hacer cuando menos comprensibles si  no las respuestas, sí al menos la elaboración de las preguntas.
Considerada hoy pues como un menester, la Religión se constituye en un manual de instrucciones que tomadas en consideración siquiera desde su concepción antropológica (esto es, desposeída de cualquier atributo metafísico), es por sí sola lo suficientemente rebuscado, o si se prefiere antinatural, que a priori conforma un proceder cuyo largo cúmulo bien podría quedar definido dentro de un solo concepto: inaccesible para la mayoría.
Unamos pues a tal condición, la certeza en la que se constituye el constatar cómo a lo largo de los tiempos el común denominador que une a los llamados a recibir el don de la Gracia de Dios pasa no ya por la ignorancia en tanto que concepto, sino que más bien y por ello peor, se fundamenta en la consagración del componente procedimental de ésta, a saber el analfabetismo, y conformaremos con ello una ecuación en la que el menester destinado a despejar elementos a un lado y a otro de la igualdad, ha tenido ocupado al Hombre a lo largo de los últimos dos milenios.

En cualquier caso, dar por sentado que el vínculo que durante tantos siglos ha mantenido unido un binomio tan fuerte como el conformado entre Religión y Música, apuntala su coherencia en algo tan banal como a la larga es el utilitarismo resulta, necesariamente, proceder de manera muy superficial.

La Música responde, como la Religión, a cuestiones antropológicas. Dicho de otro modo, visto tanto desde el punto de vista excepcional que en lo concerniente a habilidades humanas constituye la Música; como transcendiendo el razonamiento a lo que configura la conformación de tales realidades, la Música, en tanto que capacidad, se erige en una realidad llamada a denotar en el Hombre una suerte de características que, ya sea valoradas de manera analítica, y por supuesto si lo hacemos desde un punto de vista integrador, revelan en el Hombre una suerte de peculiaridad llamada a convertirlo en excepcional.
Afirmamos así pues que ya sea entendida de modo individualizado, la Música como capacidad; o desde la percepción que su carácter integrador nos ofrece, la Música como interpretación del mundo; el Hombre queda definitivamente enriquecido hasta unos extremos incuestionables una vez que como Hombres somos conscientes de tal circunstancia.

Se convierte así pues la Música en el elemento característico por el que toda expresión llevada a cabo por el Hombre, adquiere una dimensión significativa en sí mismo. Esto no significa que el resto de medios empleados por el Hombre hasta este momento, o en los que estén destinados a venir, hayan de ser considerados potencialmente como mejor o peor considerados para poder llevar a cabo la misión que les ha sido encomendada. Lo que pretendemos decir es que en lo concerniente a expresividad, en lo atinente a promover en el receptor la formación o modificación de sentimientos y emociones la Música alcanza, sin el menor género de dudas, cotas difícilmente igualables por el resto de los llamados a proceder.

En lo concerniente a la cuestión sobre el porqué de tal realidad; solo una consideración a tal respecto cabe. La Música no se ve afectada por la Razón, es por ello que no está afectada por cuestiones previas, tal y como cabría esperar de cualquier otro elemento, sujeto por definición a las reglas que determinan el protocolo racional. Más bien al contrario, la Música solo se percibe. Nuestra mente, última responsable en definitiva, sitúa en un plano netamente emotivo el concerniente al menester de recibir y transitar por el cúmulo de emotividades al que el disfrute de una determinada obra musical bien puede conducirnos.
Se convierte así pues el goce y disfrute de la experiencia musical en algo primario, algo en todo caso ajeno al devenir de la razón, sometido por ello a consideraciones de rango mucho más pasional.

Por ello, la Música está y ha estado presente en la Historia del Hombre desde siempre. Tal aseveración, generalmente aceptada, alcanza una proyección mucho más transcendental cuando ubicamos a la Música en un nivel superior, aquel que pertenece a los que están llamados a erigirse en herramientas imprescindibles para comprender al Hombre, ya sea como medio, o como realidad netamente conformada.
Desde esta percepción, será sencillo entender la existencia de un nuevo binomio, el que surge de la simbiosis que se da entre Música e Historia. Copartícipes ambos de realidad humana, Música e Historia convalidarán juntos cuanto en común tienen a la hora de erigir al Hombre en el ente destinado a promover primero y a disfrutar después, de los resultados de tan fructífera unión. Es así que en múltiples ocasiones, sobre todo en aquellas destinadas a refrendar la comprensión de momentos especialmente complicados, la Música, gracias a ese componente intrínseco al que ante hemos hecho referencia, se ha mostrado como especialmente indicada a la hora de hacer comprensible para el Hombre si no un determinado momento o circunstancia, sí al menos las esencias llamadas como tal a permanecer, y que por ello resultaba vital que no dejaran de formar parte a su vez del catálogo destinado a conformar al Hombre.

Desde este punto de vista, la relación entre Música e Historia no solo resulta obvia, sino que alcanza un plano superior, hasta erigirse en imprescindible. Se convierte así pues la Música en una herramienta imprescindible para transitar por el conocimiento de la Historia, a la par que la Historia reconoce en la Música un aliado que a partir de ese momento será ya insustituible, toda vez que pone de manifiesto su primor cuando lo que ha de ser transmitido supera a lo científico, a lo racional, siendo pues por ello imprescindible la adopción de un punto de vista más emotivo.

En consecuencia, o si se prefiere, a título de conclusión, la relación entre la Música y el Hombre ha estado siempre presente. La prueba de tal consideración radica en que el vínculo entre ambos es tan intrínseco que, en los momentos en los que ponerlo de manifiesto resulta complicado, lo único que queda demostrado es que la no percepción del mismo obedece en realidad a que por estar precisamente la Música tan dentro del Hombre, su percepción es imposible por no poder el presente reproducir el contexto que circundaba al pasado.

Es pues la Música, la expresión propia del Hombre. Unas veces integradora, otras excluyente, está llamada a reflejar siempre y con fidelidad las consideraciones que resultan propias del que está llamado a ser su gestor; manifestando pues las contradicciones que al propio Hombre le son propias, y creciendo a partir de la comprensión de las mismas, tal y como el Hombre hace.

De esta manera, Hombre y Música estarán siempre ligados. No en vano, entender la Música que es propia de una determinada época, bien puede ser una adecuada manera de comprender al Hombre que resulta típico de esa época.


Luis Jonás VEGAS.VELASCO.

sábado, 19 de noviembre de 2016

ENNIO MORRICONE. DE “LA MISIÓN” COMO REFERENTE INTRÍNSECO.

Vivimos tiempos calamitosos. La afirmación, no por repetida más certera, amenaza no obstante con hacerse siquiera más dramática a medida que pasa el tiempo, toda vez que no es sino precisamente ese lento fluir, traducción lasciva de los vínculos que el Hombre tiene para con el devenir en tanto que negación de la eternidad, lo que le hace si cabe más culpable que a cualquier otro de cuantos elementos pudieran llegar a ser juzgados, si es que alguna vez pudiéramos llegar a ser conscientes del verdadero calado que nuestros propios actos tienen.

Porque tal vez ser Hombre no sea complicado. En tanto que esencia, inherentemente vinculada a la condición aptitudinal, la exclusión de toda referencia a la conducta moral es inevitable en tanto que no es de la esencia, como sí más bien de la conducta que de la misma pueda o llegue a depararse, de la que caben enjuiciarse los hechos (como manifestación coherente de la aptitud, en tanto que tal).
Por ende, y como se desprende si no de la Lógica, si cuando menos de la que habrá de deparar la presente reflexión; lo cierto es que serán los actos los llamados a determinar la conducta de El Hombre. Cierto es que pueden y deben ser, tales actos, juzgados en consideración y con respeto vinculados al momento en el que los mismos tuvieron lugar o, cuando menos, atendiendo al momento en el que los mismos fueron ordenados, si tales pueden demostrarse como resultado o consecuencia de un proceder sobre el que no cabe discusión, o en su caso sobre el que los protagonistas han quedado desprovistos de voluntad o de la capacidad para actuar en consonancia con ésta (como puede quedar puesto de manifiesto en procederes vinculados por ejemplo, a conductas regidas en tiempos de guerra, o como resultado del devenir de actos cuyo protocolo responde a estructuras de orden mayor como, digamos, los vinculados a las estructuras religiosas.)

Así que, si difícil es juzgar al Hombre, imaginad por un momento la perspicacia que  hace falta cuando tal proceder exige ser llevado a cabo en relación a facetas que bien pueden erigirse en circunstanciales si las mismas pueden ser consideradas como parte de un protocolo en el que convergen de manera ineludible un compendio de las variables hasta el momento aducidas.

Es entonces cuando, si de verdad albergamos siquiera el deseo de encontrar la razón, o al menos un vestigio de la misma; hemos de asumir como del todo ineficaces los procedimientos que hasta el momento se han considerado adecuados para tal menester.
Es entonces, cuando hemos de buscar la esencia del procedimiento, lo llamado a erigirse en el denominador común de toda la ecuación y, una vez limitado en esa esencia, identificar el medio que de manera evidente se haya demostrado como más eficaz a la hora de llevar a cabo las acciones destinadas a satisfacer la cuestión objeto.

Puestos a discernir sobre cuál es el elemento unívocamente presente en toda acción social, antes o después habremos de llegar a la conclusión que ninguno como el propio Hombre, cumple a la perfección tal requisito. Y en lo que respecta al proceder por medio del cual cabe la posibilidad de indagar en su esencia, responsable última de su acción, sin duda podremos concluir que pocos procederes como precisamente los procedentes de la utilización de la Música como catalizador, se han mostrado tan eficaces a la hora de definir estrategias que, pergeñadas por el Hombre, hacían de lo reflexivo la norma básica en tanto que no es sino la comprensión del propio Hombre, el objeto perseguido.

Declarado pues el valor de la Música como instrumento llamado a librar la valía de la sociedad en la que se halla implícita; podremos deducir que las obras en consonancia devengadas bien pueden ser reflejo de los valores que priman en cada sociedad. no en vano, uno de los escasos elementos que se han transmitido de forma irrevocable a lo largo de la Historia pasa por la constatación de que solo lo que resulta importante, obtiene patente para ser conservado. Siguiendo tal razonamiento, la Música propia de cada época, descrita a partir de algo más que el sumatorio que procedería de la aliteración de obras vinculadas a tal o cual periodo, sería suficiente para describir o al menos denotar, la valía de un periodo y por extensión el de los hombres llamados a conformarlo.

Acostumbrados a asumir éste y parecidos argumentos cuando los mismos reposan en el mullido colchón que proporciona la distancia histórica respecto del momento al que afectan, la responsabilidad se dispara en grado exponencial cuando la referencia es no ya cercana, sino manifiestamente contemporánea. Dicho de otra manera, si tanto Bach como Mozart pueden resultar claves para entender sus respectivos periodos, incluso para definirlos; ¿Resulta convincente la adopción del mismo patrón a la hora de considerar nuestro presente como un ente más inmerso en una proyección temporal? Y de ser así ¿Quién o quienes estarán capacitados en el futuro para erigirse en patrones hábiles capaces de describir lo que para nosotros conforma el presente?

Asumiendo que habrá de ser el contexto el que en cada época nos guíe a la hora de identificar las circunstancias en las que de manera natural se lleve a cabo el desempeño propio del ser considerado digno de encabezar los procedimientos descritos; superado el tiempo de la Orquesta de Cámara, o incluso el de el Mecenazgo que sobre la misma resulta implícito, no haremos sino llevarnos la sorpresa de localizar el objeto de nuestra búsqueda hábilmente desdibujado tras el sutil velo que hoy por hoy oculta la que bien podría ser considerada como una de las últimas manifestaciones de mecenazgo. ¿Acaso alguien acierta a describir de otra manera la relación que entre el cine y la música se ha establecido?

Retornando al desarrollo formalmente adoptado, no cometeríamos ninguna aberración si erigiésemos al elemento resultante de la unión entre cine y música, como el llamado a satisfacer el anhelo que hoy nos perturba. Así, la capacidad de introspección que el cine aporta, ligado a su característica natural como es la del proceder descriptivo, convierten al cine en el instrumento sobre el que sin parangón relucen todos los aditamentos llamados a erigirle en el mejor intérprete de la realidad llamada a considerarse como nuestra realidad, si mañana a alguien le resulta interesante.

Aparece entonces casi a hurtadillas, aunque no por ello con menor sagacidad, el papel que no ya solo como medio, más bien como fin en sí mismo, desempeña la Música dentro de lo expuesto hasta el momento.

La banda sonora original, elemento hasta hace poco no solo olvidado, yo diría que incluso enajenado, emerge en el último cuarto del siglo pasado para convertirse en mucho más que un elemento complementario. La música, y en especial su potencial dramático, protagonizan un salto cualitativo de inconmensurables consecuencias sin la comprensión de las cuales resulta igualmente imposible interpretar de manera integral el cine que a partir de ese momento se hace.

Y uno de los grandes responsables de tal hecho, es sin duda, el compositor que hoy erigimos en protagonista de nuestro paseo.

ENNIO MORRICONE, que acaba de cumplir 88 años, es sin duda uno de los llamados a integrarse en ese olimpo destinado, como antes lo estuvieron otros, de los llamados a revolucionar el mundo o, en su defecto, la capacidad que para interpretarlo tenemos.
Si los compositores clásicos conforman el elenco desde el que podemos aspirar a comprender nuestro pasado, compositores como MORRICONE se encuentran especialmente cualificados para determinar los usos y las formas determinantes para comprender cómo se describe nuestro presente.

Nacido en Roma, el 10 de noviembre de 1928, las vivencias propias no solo de haber nacido en el denominado Periodo de Entreguerras, como sí más bien las vivencias que la Segunda Guerra Mundial le proporcionan, conformarán en el por entonces joven Ennio un perfil arrollador del que sin duda la condición de músico de su padre, tendrá mucho que decir.
Dotado de una capacidad desbordante para la armonía, dará múltiples ejemplos de la misma, que pronto le llevarán a destacar, especialmente en interpretación, pero sobre todo en composición.

En un momento en el que el binomio integrado por cine y música comienza a ser evidente, habrá de ser primero con la composición de cabeceras para programas de televisión, con lo que nuestro protagonista se gane la vida.
Pero será de la mano de su amigo Sergio Leone, cuando protagonice el salto a la BSO.

Leone y Morricone cambiarán todo el concepto que hasta ese momento se había tenido en relación al western. Su música dejó de ser considerada un complemento, para pasar a erigirse en protagonista. Así se comprende de consideraciones tales como la manera mediante la que resultó el montaje de películas tales como Por un puñado de dólares, o incluso Érase una vez en América.

Sin embargo, es a mi entender con La Misión, con lo que se alcanza el clímax llamado a justificar si no a convertir en imprescindible todo lo desarrollado hasta este momento.

En una película complicada, estrenada hace ahora justo treinta años, su director Roland Joffé se la juega. Y no merece tal consideración tan solo por el hecho de que las innovaciones técnicas instauradas en pos de lograr tomas hasta el momento consideradas imposibles sean por fin llevadas a cabo; ni porque el proyecto vaya ganando en complejidad a cada minuto que pasa.
Lo hace especialmente por lo delicado del tema histórico a tratar.

Si como una y cien veces hemos aseverado, el respeto que la perspectiva nos aporta ha de manifestarse en el devenir propio de no juzgar con los ojos del presente ni los hechos ni las consecuencias que los mismos desempeñan toda vez que es el pasado el bien redundante; será la sutileza con la que el director trata el tema de fondo, a saber las cada vez más tortuosas relaciones que entre España y Portugal tienen lugar; sobre todo en lo concerniente al uso y disfrute que tanto a los territorios como a los que allí habitan, cabe esperarse.
Si bien es ésta una situación que indirectamente pone de manifiesto una de las grandes incapacidades de las muchas observadas en lo relativo al reinado de Carlos II rey de España; la misma adquiere toda su relevancia una vez constatamos que la aplicación del llamado Tratado de Madrid que desde su instauración en 1750 ha venido respondiendo a las dudas que a tal respecto se suscitan, comienza a mostrarse inútil de cara a la nueva realidad.
Una nueva realidad que tiene en La Compañía de Jesús, o por ser más concretos en la ambivalencia por ella demostrada a la hora de saber si su interés,  más despierto en acaparar los bienes terrenales que en forma de territorio y riqueza pueden albergar los Indios Guaraníes, supera o no a la predisposición que en un principio parece llamada a justificar la presencia en medio del conflicto a saber, guardar las normas llamadas a salvar lo inmaterial, lo intangible, en definitiva, el alma.

Y como telón de fondo, la inminente revolución, resultado una vez más del choque inevitable que en este caso se observa de la flagrante incapacidad que a esas alturas ya se atisba entre un modelo rancio y obsoleto que se radicaliza para sobrevivir; y los aires de libertad que llevan a la burguesía a erigirse en traductores de la nueva fuerza. La fuerza llamada a liberar a El Viejo Continente de la opresión del Absolutismo.

En definitiva, Ennio Morricone y LA MISIÓN. Treinta años han pasado, pero tanto la película como su mensaje, del que su música se muestra como brillante instigador, siguen neta y absolutamente vivos.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Y CUANDO EL POLVO Y EL HUMO SE LEVANTARON.

Bosque de Compiègne, Francia. Aún es noche cerrada, y  la niebla procedente de los ríos Oise y Aisne,  compañera inseparable de los diplomáticos allí desplazados desde hace varias jornadas se muestra impasible un día más; convenciendo a los mismos de que el paso del tiempo, cuando se refiere como algo imperturbable, ejercitado quién sabe si como muestra del deleite propio de lo dogmático acaba por constituirse en un privilegio al alcance tan solo de los dioses. Y ellos saben que no lo son, aunque bien visto de titanes sí que podría considerarse la labor que se les ha encomendado. Pues sobre ellos recae la forma y el fondo bajo el que se habrán  de redactar los términos del armisticio llamado a poner fin a la que por entonces era aún la Primera Guerra Mundial.

Europa se desangra. Desde aquel 28 de julio de 1914, momento en el que se considera formalmente cumplido el protocolo a partir del cual considerar iniciada la guerra; hasta este 11 de noviembre de 1918, en el que por fin los cañones están llamados a callar su discurso de muerte; lo único que ha cambiado es que la tierra del Viejo Continente se ha visto una vez más cubierta de sangre, la procedente en este caso de los más de nueve millones de almas que dieron su vida por algo que, en el mejor de los casos, aceptaron era demasiado complicado siquiera para ser por ellos comprendido.

Puestos a mirar, y por supuesto no tan solo con los ojos del presente sino incluso con los propios de aquel momento, lo único que entonces y ahora está claro es que una vez más, como viene siendo habitual desde que los procesos históricos merecen tal consideración (lo que se sufraga con que de los mismos se guarden crónica); Europa se ha acostumbrado, dramáticamente cabría decirse, a convertirse en el escenario en el que tienen lugar cuantos acontecimientos están de una manera u otra destinados a resultar trascendentales, aún cuando tal trascendencia no estuviera llamada a quedar limitada a los límites que le son propios. ¡Y lo peor del caso es que tales consideraciones, ya fuera desde el punto de vista de su inicio, o del momento llamado a conformar sus conclusiones, generalmente se llevaba a cabo desde la imposición armada!

Sin embargo, el escenario que postula no solo la conflagración en si misma, como sí más bien la toma en consideración de la sucesión de acontecimientos llamados en su condición de inconclusa a erigirse en elemento fundamental de la misma, nos obligan a tomar cada vez más en serio lo aportado por las tesis que hablan de la Primera Guerra Mundial como una conclusión;  la conclusión de un proceso que tiene su origen en lo más profundo del concepto europeo, y su tiempo en el desarrollo de la paz armada, denominación ampliamente aceptada y que por sí sola puede resumir el ambiente que de una u otra manera circunscribe toda la naturaleza histórica del siglo XIX.

Enlazando desde luego de manera para nada accidental con las disposiciones ya tratadas en lo concerniente al fenómeno que constituía en sí mismo el Sacro Imperio Romano Germánico, será la disolución de éste, que como dijimos acontece a principios del siglo XIX, concretamente el 6 de agosto de 1806 con la abdicación de Francisco II, lo que por primera vez desde hace casi un milenio ponga a Europa en la tesitura de tener que hacer frente por sí sola, es decir, huérfana de la tranquilidad que aporta el saberse imbricado en la maquinaria de estructuras de carácter por encima de lo nacional; a situaciones que bien podríamos decir pueden considerarse innovadoras tanto por la magnitud de los elementos involucrados, como por lo ingente de los medios y recursos puestos en juego.

Porque por primera vez, y ese es sin duda otro de los elementos fundamentales que han de ser muy tenidos en cuenta; la magnitud material de los medios y elementos llamados a tomar parte no solo en los procesos previos, sino por supuesto también en los propiamente llamados a considerarse tiempos de guerra si es que la misma llegaba a erigirse en una opción; es de tal calado que un grave error tanto de concepto como de estrategia habría de ser considerado el que cometeríamos si nos negásemos a aceptar la importancia de los mismos no solo en su condición de elementos mediadores, sino considerándose ellos mismos como elementos tomados en consideración como objeto del hecho beligerante en sí mismo.

Porque si bien no ya el hecho territorial como sí más bien el propio de la necesidad de mantener vivo el concepto de nación y de espacio vital imprescindible para el sostenimiento de esa nación (el Lebensraum alemán), se erige sin duda en la causa conceptual llamada a hacer comprensible cuando no a justificar el conflicto, no es menos cierto que tal consideración se hallaba implícitamente integrada en la génesis de la ya considerada estructura supra-nacional, lo que viene a justificar en si mismo la naturaleza del debate.

Con todo y con ello, lo que sin duda merece ser especialmente tenido en cuenta es el hecho por el cual la original naturaleza de muchos de esos medios y fines ya comentados, suponen por sí mismos una novedad de tal calado que resultan inaccesibles tanto desde el punto de vista de las formas, como por supuesto desde el del fondo, a los medios convencionales, por definición los preeminentes una vez más para llevar a cabo la comprensión y posterior toma de decisiones en estos casos.

Como ejemplo de lo mentado, basta con echar un vistazo a lo desafortunado que de llegar a darse, podría resultar el diálogo entre los representantes de una vieja economía, y los agentes activos llamados a desarrollar una suerte de revolución llamada a imponer en Europa una nueva forma de economía basada en la implementación de una sin duda incipiente tecnología, la cual, estando aún en pañales, se bastaba y se sobraba por sí sola para poner de manifiesto los grandes cambios que estaban por llegar.

Cambios que eran del todo, imparables. Cambios que en sí mismos se erigían en activadores de una nueva economía, llamada a la vez a imponer una sociedad del todo nueva. Y enfrente, enarbolando las tradiciones, metafóricamente ubicadas en el sable de gala de los piqueros del Heiliges Römisches Reich; un concepto, a lo sumo una idea: Pervivencia o desaparición. Y claramente fue la segunda la opción finalmente amparada.

No se trata ya de que la Primera Guerra Mundial constituyese, que lo fue, el primer ejemplo a gran escala de implementación de la tecnología en sí misma como instrumento bélico llamado a poder decantar la balanza por uno u otro de los bandos implicados; como así fue. Se trata más bien de que la Primera Guerra Mundial puso de manifiesto la insalvable brecha que se abría entre los que todavía creían luchar por la gloria hegemónica de un Reich representado por alguien de la talla de Bismarck; y los que lo hacían simplemente (y en la naturaleza del adverbio figura la contrariedad), arrastrado por el ímpetu de un nuevo status social que hacía de la velocidad, de lo instantáneo, su fuerza a la par que su medida.

Por ello, comprender una confrontación en la que tenía pleno sentido la configuración de asaltos en los que convivían los usos medievales representados por las cargas de caballería, enfrentados a las incipientes armas automáticas y a los cañones, ha de servir sin duda para demostrar la tesis de que no ya la guerra en si misma, como sí más bien el contexto en el que la misma se desarrolla, responden ambos en su totalidad al drama propio al que ha de enfrentarse una sociedad que tiene la desgracia de vivir un instante en el que dos épocas se solapan, privando a sus contemporáneos del derecho a saber si ellos son dignos merecedores de una época propia.

A tal, que no a otro, fue al compromiso al que se dedicaron los hombres que en aquel vagón de tren, en aquella vía muerta de aquella localidad distante algunos ochenta kilómetros de París, estaban llamados a firmar el tratado que pondría fin al conflicto hasta ese momento más inconcebible al que como Hombres nos habíamos enfrentado.

O al menos eso creían ellos…


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 5 de noviembre de 2016

DE EL PASADO AL FUTURO. DE “EL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO” COMO TRANSICIÓN.

Sumergido un día más en la vorágine a la que hoy resulta natural tender cuando, ya sea de manera consciente o inconsciente, tratas de conducir tus esfuerzos en aras de dilucidar la naturaleza del papel que te ha sido encomendado en esa frugal representación a la que ha quedado reducido el otrora conocido como acto de vivir; resulta de vital importancia constatar, siquiera de manera ilusoria, que somos dueños si no de nuestro espacio, ni del proceder que de nosotros se espera; sí al menos de la respuesta a la otra pregunta estructural, y por ello eternamente presente: ¿se inscribe nuestra esperanza a la conciencia de presente en la que la constatación de nuestro presente nos permite hablar de un presente?

El presente no existe, constituye a lo sumo una amable ficción. Es el presente poco más que la respuesta subjetiva, a la certera ausencia de algo subjetivo.
Otros, desde el sosiego y por supuesto desde el conocimiento, lo intuyeron. Descartes incluso teorizó sobre ello, o al menos lo hizo sobre lo que bien podría suponer el tener nociones absolutas de que en realidad nada, absolutamente nada, puede en realidad merecer el trato de absoluto. ¿Dónde ubicar si no su trabajo? En relación a la realidad, aceptando como tal el contexto en el que con más fuerza retumba el eco de lo que con satisfacción determinamos como tal; nada, absolutamente nada, puede apuntalar con absoluta certeza el que solo por criterio de acto convenido, hemos decidido aceptar como el edificio destinado a albergar todo nuestro conocimiento, incluyendo en tal catálogo de conocimiento incluso el que de nosotros mismos tenemos.
Realidad y percepción nos envuelven y rodean una vez más. Podría llegarse a decir que el propio paso del tiempo queda así postergado a la percepción de tránsito al que el individuo se ve sometido cuando la zozobra, enésima forma de duda, le lleva a transitar por la paradoja de la desazón a la que el aspirante al premio que supone alcanzar la comprensión siquiera parcial de los hechos de los que es testigo, choca con la limitación que en forma de tiempo se instala en todos nosotros. Limitación perversa pues solo el tiempo perdido nos hace conocedores del dolor de nuestra mayor pena, la que procede de saber que caminar, sea o no con el sentido procedente de saber, adquiere su valía en tanto que supone consumir la vida en forma de esa metáfora en la que se erige cada uno de esos pasos. Es andar así, lo mismo que vivir.

Pero es el hombre en tanto que tal, paradójico en sí mismo. Redundante aun a pesar de saberse condenado a dejarse algo. Buscador de la perfección a pesar de albergar en su concepción el gen de lo erróneo; hace de su capacidad para intuir la mejor de las armas, pues al bastarle con intuir (una noción imperfecta de saber, pues lo intuido refrenda a menudo poco más que lo que antaño fue terreno de lo soñado), puede en realidad abrirse a la disposición para aceptar lo que en sí mismo no puede ser netamente comprendido.

Es así que al estarnos hoy vedada la comprensión del concepto, habremos de extender la primacía de nuestros delirios, anfitriones amables y leales siempre dispuestos a ayudarnos a recoger los restos de nuestro magullado orgullo cuando el fracaso nos traslada de golpe a nuestra cita con la realidad.
Pero el fracaso no existe, no al menos en el sentido en el que la mayoría lo entiende. No es el fracaso algo malo o negativo. De hecho el fracaso, como mera percepción, ni siquiera es. No temáis pues al fracaso, temed más bien a aquellos que mediante su uso, como arma arrojadiza en la mayoría de ocasiones, han bregado activamente para imprimir en vosotros un efecto con el que en principio el concepto en absoluto contaba.

De hecho el fracaso es malo. De no ser así, múltiples serían los dramas que adoptando la forma de tiempo perdido, nos enfrentarían a la cruel realidad por medio de la cual entender que solo desde la aceptación del fracaso podemos asumir pasos como el abandono de caminos ciegos o cerrados en cuyo tratamiento más que perseverar de manera constructiva, a lo sumo ocupan nuestra vida de manera estéril, mostrándose la negrura que la percepción del fracaso conjuga hoy, como la luz llamada a iluminar un nuevo proceder mañana…

Es por ello que el presente no existe. Constituye, a lo sumo, una percepción. La destinada a valorar el efecto que describe la validez de un procedimiento destinado a separar un acontecimiento ubicado en lo que por consenso hemos denominado pasado, con otro potencialmente estacionado en lo que da forma a nuestra ilusiones, el mal llamado futuro.
Queda así pues el presente reducido a la constatación del hecho que materializa nuestro proceder.

Es proceder redundar entre conceptos. Por ello, como Freud advierte, podemos recordar hechos futuros. Tal vez porque vivir es transitar y ¿quién puede entonces convencernos de que la nieve presente en este camino no ha sido en realidad ya horadada por los pasos de algún viajero intrépido? Incluso de haber sido nuestra huella la que ya estaba impresa en esa nieve, la fuerza con la que la costumbre nos ha imbricado en lo que llamamos percepción de la realidad actuaría para escamotearnos una percepción que de ser cierta, si bien al principio supondría un trauma (cuántos de los verdaderamente considerados dignos de ser mentados como conocimientos estructurales no lo han supuesto en principio), acabaría luego dando paso a una nueva estructura lógica.

En consonancia con lo expuesto, el aparente reconocimiento de lógicas coherentes con el presente, ubicadas en el seno de estructuras instaladas en el pasado no solo no constituye una actitud errónea, sino que el no hacerlo podría responder a una vulgar muestra de orgullo llamado a identificar lo que algunos denominan egocentrismo destructivo.
Adoptamos pues la postura de niño a la que Nietzsche nos lleva cuando define la predisposición para el aprendizaje; y reconozcamos en el absolutismo del dogmático pasado, una pista más a partir de la cual superar el relativismo de nuestro presente.

La coronación de Carlos I como Rey de los Romanos, hecho que se produce en Aquisgrán, el 23 de octubre de 1520, se erige en el primero, a la par que en lo que concierne al correcto proceder, requisito imprescindible para que el mencionado Carlos I vez cumplida la que en apariencia es la mayor de sus ilusiones: Ser nombrado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico; lo que de manera efectiva se producirá tres días después.
Tal episodio será reconocido directa o indirectamente como trascendental, pues sus consecuencias, tanto en reacción directa, como a modo de consecuencia indirecta, se mostrarán imprescindibles a la hora de entender cuando no de interpretar la evolución de la Historia de España. Y no solo de la que se circunscribe a tales años, sino que tal y como puede entenderse, tanto los procesos previos a tal hecho, como las consecuencias que el mismo tuvieron para la trascendencia de España, se verán o intuirán hasta muchos años después de lo que una lectura objetiva de variables puede llegar a hacer comprensible.

Si bien múltiples han sido las ocasiones en las que de manera más o menos directa hemos hecho mención tanto a la circunstancia en sí misma, como a las consecuencias cuando no repercusiones que tanto en materia de Política Interior como fundamentalmente en materia de Política Exterior tal suceso provocó; lo cierto es que en contadas, cuando no abiertamente en ninguna, hemos podido detenernos con el fin de analizar el hecho en tanto que tal.

Construido sobre la metáfora de cimiento de un edificio llamado a erigirse sobre las cenizas de la estructura superada, a saber el Imperio Carolingio; el Heiliges Römisches Reich; en latín  Sacrum Romanum Imperium o Sacrum Imperium Romanum (Para diferenciarlo del conocido como Reich Alemán) se identifica con la obsoleta aunque como la historia demuestra nunca suficientemente superada certeza de que será Alemania la llamada a erigirse en única competente para recomponer el que con el tiempo podremos denominar Proyecto Europeo. Es por ello que habrá de ser siempre un Príncipe Alemán el que habrá de estar al frente de una idea con marcado carácter de súper-estructura, que hunde sus raíces en la Edad Media, y que se mantiene como entidad siquiera teórica hasta nada más y nada menos que 1806.

Erigido sobre cánones de unidad, el Sacro Imperio redunda en sí mismo en una serie de condicionantes expresos destinados a albergar, ya sea en momentos de gran preeminencia, como pueden ser los asumidos precisamente bajo los designios del propio Carlos I, o en otros de especial debilidad, como los identificados con la sucesión de crisis que pueden identificarse con el colapso que faculta para la identificación en Europa del fin de la Edad Moderna.

Como tal, el Sacro Imperio constituye en sí mismo y por primera vez una propuesta que va más allá de los límites que las fronteras imponen. Llamado a identificarse como el marco referencial al cual referir pensamientos que de haberse mantenido en el plano de lo hipotético que en esencia es propio de lo teórico; lo factual de su existencia posibilita que consideraciones llamadas a priori a caer en el olvido por su aparente ausencia de competencia material, no solo sean consideradas, sino que incluso lleguen a fructificar erigiéndose a su vez en los pilares llamados a soportar algunas de las que hoy son nuestras realidades más preciosas.

Presenta el Sacro Imperio un marco teórico que en materia económica teoriza y faculta las que serán líneas maestras llamadas a ser el germen de un proyecto de colaboración supra-nacional sobre el que se apoya nada más y nada menos que el surgimiento de una nueva Clase Social. El auge de la Burguesía, así como su inapelable efecto en todo lo que habrá de venir, se halla inexorablemente vinculado al desarrollo de una actividad, la comercial, que poco o nada hubiera sido de no haber logrado la confianza que el Sacro Imperio supone, derribar los visos y desconfianzas que las naciones, defensoras y legítimamente proteccionistas a priori, presentaban.
Y si la propuesta económica es magistral, qué decir de la opción política. Solo desde la negativa que la esencia del Sacro Imperio constituye en tanto que tal a la hora de siquiera teorizar en lo concerniente a la posibilidad de convertirse alguna vez en un solo estado, permite a los distintos miembros relajarse en pos de un bien común. La ausencia de la amenaza de fagocitación permite que la búsqueda del premio común no se vea alterada por acciones prosaicas llamadas a ocultar rencillas nacionalistas.

Y finalizando, tal vez porque como ha quedado demostrado se trata de la variable más substancial, el Hecho Religioso.
Desde su creación, con la coronación como emperador de Otón I, en el 962; hasta su colapso con la Declaración del Rhin de 1806, materializada en la abdicación de Francisco II, de la que acaban de cumplirse doscientos años; el Sacro Imperio Romano Germánico siempre ha hecho de la religión, y más concretamente de su adscripción al Cristianismo el mayor de sus elementos de cohesión.
Como tal, o tal vez por ello, ha sufrido, experimentado y reforzado con cada una de las crisis de religión que tal corriente ha sufrido en el seno del continente.
Católicos desde su creación hasta la caída de Carlos I, la denominada Paz de Augsburgo impone desde 1556 la corriente Luterana; la cual aguantará hasta la Paz de Westfalia, que en 1648 introduce la reforma del Calvinismo.

Sea como fuere, y ajeno a interpretaciones, el Sacro Imperio Romano Germánico es sin duda el elemento substancial llamado otrora a proteger la extraña convicción, por otro lado hoy absoluta certeza, en base a la cual la concepciode una Europa Unida ha sido siempre el único camino. Tan seguro como que los ríos, amén de su calado, acaban siempre en el mar.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.