sábado, 24 de noviembre de 2012

DE LA MUJER COMO ETERNA FUENTE, (DE DISCUSIONES, DE PROGRESO)


Me enfrento de nuevo a la extraña tesitura que para mi supone el tener que ver cómo aspectos esenciales de la vida, que en principio habrían de resultar incuestionables, necesitan en realidad de la fijación de días especiales que resultan no están para reforzar la autoridad, muchas veces natural del hecho referido. Por el contrario, tal hecho no parece sino poner de manifiesto la paulatina pérdida de actualidad del objeto referido, hasta el punto como digo de hacer no ya necesario, sino imprescindible, la celebración de tales fechas.

Aclarada así ya mi postura de arranque, puede ahora decirme alguien a su vez, de una manera lógica, qué sentido tiene, o más bien cuáles son las implicaciones que en realidad subyacen, al hecho de que necesitemos declarar oficialmente un Día Internacional de la Mujer, o incluso, yendo si cabe más allá, un Día Internacional contra la Violencia de Género.
Que nadie malinterprete mis palabras. De las mismas no ha de concluirse sino mi absoluta convicción de que, al igual que no hace falta reconocer un día internacional del latido del corazón sin que ello signifique menospreciar un hecho natural sin el cual la vida resulta imposible, a mi entender tampoco habría de resultar lógico reseñar los días arriba mencionados, los cuales a mi entender se refieren igualmente a hechos igual de imprescindibles para la vida. Al menos para la vida plena.

¿No será entonces que la necesidad de hacer tales diferenciaciones supone la aceptación explicita de que nuestra sociedad está enferma?

Vivimos un presente complejo. Un presente en el que además, la velocidad a la que los hechos de toda índole transitan, conforman un entramado en el que todo se encuentra relacionado, de una  u otra manera. De esta manera, las contradicciones estructurales que a menudo nos rodean, limitando nuestra manera de pensar, de sentir, y por ende de vivir; no son evidentes, sino más bien inevitables. Así nos encontramos con que la excesiva maquinación en la que hemos convertido nuestra existencia, expulsa fuera de nuestra círculos de pensamientos a realidades que hasta hace no mucho tiempo, constituían elementos que no ofrecían discusión, que no aceptaban réplica. Eran conceptos absolutos, que conformaban de manera evidente no tanto nuestra manera de pensar, como más bien nuestra manera de vivir.

Si dedicamos unos instantes a reflexionar sobre el papel de la Mujer en el Mundo, o en la Historia, más pronto que tarde habremos de asumir que las diferencias que podamos constatar a la hora de valorar las diferencias en la dialéctica Hombre-Mujer, responden, salvando las que procedan de las diferencias objetivas, procedentes éstas de la diferenciación natural; se encuentran cifradas dentro del rango de parámetros propios a lo subjetivo, en tanto que proceden de la interpretación, no ya de la observación científica de los acontecimientos.

Fruto de tal constatación, habremos de comprender la diferenciación, o más concretamente la evolución que la misma ha experimentado, procediendo con una revisión de los tiempos y los marcos que la visión al respecto del papel de la mujer, ha experimentado con el tiempo.

Si nos remitimos a tiempos inmemoriales, esto es, a los previos a la Historia, comprenderemos que es en lo mitológico, donde éstos se apoyan. Haciendo de la narración oral de leyendas la fuente válida de la Historia de estos Pueblos, constatamos en la mayoría de ocasiones, así como en lugares confines los unos de los otros, que estas culturas, abrigadas por los orígenes de la Historia, concitan verdadera adoración por la mujer, en la medida en que su papel creador natural, canalizado a través de la maternidad, aporta a tales sociedades su primer contacto para con un ente creador. De ahí lo aparentemente necesario de dotarlas de un cariz divino.

Será el surgimiento de la Cultura Clásica, primer germen de complicación social, el que marque el fin de la dominación conceptual de la mujer. Grecia y Roma consolidan el vertiginoso camino que la relación Hombre-Mujer habrá de transitar. Una relación difícil, en tanto que parece como si la misma hiciera necesario la destrucción de la una, en pos del reforzamiento del otro.
A pesar de ello, la mujer en Grecia casi públicamente, y en Roma privativamente, sigue conservando algo más que un poder, se trata de una autoridad, que fluye de orígenes naturales, para manifestarse en la innegable condición de que las familias son abiertamente matriarcales.

Sin embargo es la Edad Media, y su evidente cesión tanto de autoridad como de poderes a favor de la Iglesia, especialmente de la Católica, la que manifiesta de manera expresa el aparente vínculo que existe entre evolución social, y desnaturalización de los vínculos existentes entre Hombres y Mujeres.
La Iglesia Católica tiene sin duda un Plan. Un plan que pasa por la interpretación para nada descabellada de metáforas como la de Eva tentando a Adán, lo que convertirá a la Mujer en la precursora de todas las perdiciones.

A partir de ahí, la lucha ha sido constante, si bien hasta hace poco tiempo, hubo de ser igualmente silenciosa.

El Renacimiento trae consigo, como en la mayoría de los casos, una mejora no sólo en las condiciones de vida, sino que el caso que nos ocupa no sólo permite, sino que abiertamente suscita, un cambio en la mentalidad. Así, la decidida apuesta por La Ciencia o El Arte, concita nuevas necesidades que permiten a la Mujer vincularse de una manera directa con el ejercicio de realidades más proclives a sus capacidades. Se supera así el lastre que el medievo había impuesto, según el cual la mujer sólo servía para ser objeto del amor caballeresco cantado por los diversos Mesteres, o para purgar en un convento el eterno pecado que lleva ligado a su existencia.

Pero será la Revolución Industrial, y más concretamente para el caso que nos ocupa el movimiento cultural que le es propio, a saber el Romanticismo, el que no tanto libere a la mujer, sino que comience a devolverla al lugar que le es propio, y que nunca debió dejar que le arrebataran.
Si bien a priori los elementos que concitan el análisis de las potestades que el amor del romanticismo confiere a la mujer puede parecer no difieren mucho del amor al que cantaban trovadores del medievo; no es menos cierto que la vivencia del amor durante el romanticismo, convierte a la mujer en protagonista de este sentimiento, no necesitando de la participación de elemento externo alguno para su certificación. La Mujer ama libremente, pudiendo hacer objeto de ese amor a quien crea conveniente.

El Siglo XX se mostrará en este aspecto, destructivo, como ocurre en general en este periodo con todas las cosas.
No ya las dos Guerras, sino más bien el periodo de entreguerras, marcará un espacio por el que habrá de transitar un fenomenología social peculiar, en tanto que marcada por los efectos de las dos confrontaciones mundiales, que necesitará de descifrar el tiempo acorde a su nueva manera de interpretarlo. En términos políticos las dictaduras y los fascismos redescubren los placeres que parecen traer aparejadas las dictaduras. En los domicilios, la Mujer vuelve a ser relegada.

Y de ahí, a la actualidad, a la era digital, Una era en la que como suele ponerse de manifiesto con el estudio de las circunstancias, parece como si en la vuelta a los orígenes, aunque conlleve retroceso evidente, parece suscitarse la solución a todos los problemas.

En definitiva, del análisis de todo lo expuesto hasta el momento, parece detraerse la certeza de que de la lucha que la Mujer ha desarrollado por mantener unas veces, y definir otras, su posición en el orden de las cosas, podemos encontrar uno de los motores fundamentales que han alimentado el permanente fluir de la Historia de la Humanidad.

Ensalzada unas veces, rechazada y denostada la más de ellas, la Mujer en tanto que ella misma, ha desarrollado una lucha silenciosa, plagada de sinsabores y miserias, en la que sólo la certeza de la Razón impulsada por el Sentido Común, podía certificar un hecho, el que época tras época se renueva al comprender que la condición dialéctica del vínculo existente entre Hombre y Mujer es en sí mismo la constatación de que están por siempre condenados a entenderse.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 17 de noviembre de 2012

FÉLIX MENDELSSONH. DE LA ESTABILIDAD COMO MODELO


El viento azota nuestra mejilla. El ágil discurrir a nuestro derredor de los árboles que rodean nuestro devenir, amagan en silencio con descubrir en realidad la velocidad con la que todo transcurre a nuestro alrededor. Y en realidad nosotros no somos capaces de darnos cuenta de semejante hecho. En realidad, llegado ese momento, ya no somos capaces ni tan siquiera de comprobar que no vivimos nuestra vida, que no somos dueños de nuestros pasos, en este cada vez más rápido devenir, en este cada vez más impenetrable transitar.

Y entonces, la reflexión propia del conservadurismo se manifiesta como la decisión más revolucionaria que podemos adoptar.

Es muy probable que cercanas a las emociones descritas, anduvieran en todo momento las experimentadas por un siempre extraño Félix MENDELSSOHN.
Nacido en Hamburgo, el día de San Blas de 1809, podría decirse que el joven MENDELSSOHN estaba destinado, al menos en lo que concierne a su faceta de compositor y músico, a establecerse como el nexo descriptivo por excelencia del que sin duda habría de ser un maravilloso siglo XIX. Pero en cualquier caso, la realidad, taciturna algunas veces, pero inescrutable siempre, tenía sin duda otros planes. Y su cumplimiento requería de Félix unas contraprestaciones importantes.

Nacido en el seno de una familia judía convencional, todo hacía presagiar que los esquemático de los principios morales y prácticos que siempre le rodearon, en especial durante su infancia, harían de él un hombre de bien, sobre todo en lo que concernía al cumplimiento de lo que en principio habrían de ser sus aspiraciones, de seguir como decimos los preceptos del modelo judío que formaban parte de su condición. Nada parecía realmente fallar a tal respecto. Su padre, banquero para más seña cumplía, y hacía cumplir por extensión natural para lo concerniente a su familia, con todos y cada uno de los estereotipos con los que se ha tendido siempre a definir, cuando no a delimitar, los aspectos recurrentes de los modelos sociales. Y además en este caso, los hechos relativos a su abuelo, el magnífico filósofo Moses MENDELSSOHN, aumentaban si cave todas estas en apariencia tribulaciones.

Decir que en muchos casos el siglo XX no constituye sino una hermosa posibilidad destinada a rectificar los errores que se cometieron en el transcurso del XIX, puede significar a priori un alarde inquisitivo, destinado, como tantos otros, al desamparo del error, máxime cuando no resulta demasiado complicado discernir en el mismo un excesivo apego al incorregible compañero de viaje que supone la generalidad. Mas si somos capaces, o cuando menos pacientes, y nos concedemos en el caso concreto los segundos necesarios para alcanzar la imprescindible perspectiva que el asunto requiere, podremos alcanzar sin duda la conclusión en base a la cual tanto el asunto judío, como en especial la forma de enfrentarse a él, son dos cuestiones que en el caso que hoy nos ocupa se muestran por el contrario muy propensas a dotar de verosimilitud tanto al fenómeno, como a las cuestiones accesorias que consideremos necesarias para su correcto abordaje.

Es la cuestión judía, uno de los grandes asuntos pendientes de tratamiento, de los que aún hoy se huye, máxime en los tiempos que corren, y sobre todo, y de nuevo, en determinados espacios territoriales entre los que bien podríamos discernir, sin hacer excesiva salvedad, a Alemania.
Constituye el antisemitismo, una de las grandes heridas abiertas que todavía recorre de manera inquisitiva, la espina dorsal del gran saco de cuestiones pendientes a las que ha de enfrentarse Europa. La forma de acceder a los judíos, es para Europa una de esas ponzoñas que tiene en el olvido, en el intento de echar tierra sobre ello, su máxima fuente de energía. Y si Europa necesita realmente enfrentarse a ello, esta necesidad adquiere condición de imperiosa, si reducimos el espectro de nuestro análisis, y nos centramos en Alemania.

La relación de Alemania con el Pueblo Judío, parece recoger uno tras otro, todos los tópicos con los que la Sociedad, en definitiva el resto de Pueblo, han intentado siempre menoscabar la integridad del siempre complejo mundo judío. Perseguidos desde siempre, en especial desde la Edad Media, no resulta necesario un esfuerzo ímprobo para identificar en los comportamientos de el Común del XIX alemán, muchos de los eufemismos con los que se trataba de encuadrar a los judíos, siempre en pos de ocultar ese tabú que desde tiempos de los romanos, ya les caracterizaba por toda Europa, entonces el Imperio.

Y a todos y cada uno de esos caracteres, hacía gala la Familia MENDELSSOHN. El padre, banquero, parecía marcado ex profeso para seguir alimentando esa imagen de usureros destinados a promover y amasar la formación de riquezas a espaldas del verdadero trabajo. Lo que es lo mismo, la imagen de vagos malintencionados que amasan sus fortunas en la misma medida en la que arruinan al cristiano, otrosí modelo del trabajo en sus formas tradicionales, esto es, que resulta de las actividades agropecuarias, o cuando menos artesanales.
Además, y como si casi se pretendiera alimentar al monstruo, la leyenda al respecto crece hasta alcanzar límites incontenibles en tanto que la madre de Félix, es una mujer que atesora una Cultura casi ilimitada, de la que además se atreve a dar muestras continuas, entre las que destacan su ingente habilidad para el dibujo, así como para la poliglotía.
Y todo ello impacta, como no podía ser de otra manera, en el joven Félix. Un impacto que sirve para reforzar unas tendencias, a la par que matizará, o directamente delimitará otras. En cualquier caso, MENDELSSOHN será, mucho más que un resultado de su Tiempo, un producto de su condición específica.

En cánones similares a los de MÓZART, será también un niño prodigio. Sin embargo, al contrario que en el caso de el de SALTZSBURGO, Félix no contará, al menos no desde el principio, con el apoyo de su padre, quien como en principio parece lógico, confía en que su hijo se decida finalmente por una ocupación más previsible y por ende segura, que la de Músico.
No obstante, y a pesar de ello, un joven MENDELSSOHN, ingresa en Berlín en 1817 a las órdenes del ingente Carl Friedricht ZELTER, el cual no sólo influirá definitivamente en la forma presente y futura que de concebir la Música tendrá nuestro protagonista, sino que en realidad le acompañará como amigo hasta su muerte, acaecida en 1832, y cuyo hecho supondrá para el autor la constatación definitiva de que ser judío sí que supone, en realidad, un problema.
A la muerte de su amigo, MENDELSSOHN albergaba cumplidas esperanzas de quedarse con el cargo que éste había ocupado, al frente de la Singakademien de Berlín. Finalmente, no logra acceder al cargo. La versión oficial sitúa en la excesiva juventud, el mayor hándicap al que el compositor ha de hacer frente. Para ser más exacto, la excesiva renovación que tal hecho puede traer aparejada, parece que asusta a los eruditos miembros de la Academia, los cuales temen a las implicaciones de una más que previsible revolución. Sin embargo incluso los menos avezados ven en el lastre de la condición de judío, el último motivo que ha provocado la no designación al frente de la institución.

La situación se desborda, y desborda definitivamente a un Félix que ya comienza a dar síntomas de la enfermedad mental que en realidad ha acabado con la vida de incontables miembros de la familia a lo largo de las épocas. Sin embargo, lo que más molesta al Músico es comprobar la veracidad de los miedos que en su momento ya había manifestado uno de sus tíos el cual, precavido y primordial, había comprado el apellido BARTHOLDY con el que el propio MENDELSSONH había sido rebautizado después, cuando fue convertido al cristianismo protestante.

Todo este cúmulo de incidencias intrigan alrededor del Músico para conformar con ello una personalidad especial, sin parangón. Una personalidad que unidad al carácter prodigioso que él mismo alberga, sirve por ejemplo para protagonizar acontecimientos como el que desarrollará en torno a 1829 en compañía de su maestro, ZELTER. Nada más, y nada menos, que volver a interpretar LA PASIÓN SEGÚN SAN MATEO, de J.S BACH,
El hecho, ingente en tanto que en lo atinente a los medios técnicos que necesita, presenta además el condicionante de afrontar que la obra no ha vuelto a ser interpretada desde el fallecimiento del compositor alemán, en 1750.
Se vencen todas las dificultades, y el éxito alcanzado por el ejercicio, constituye la piedra de toque a partir de la que Europa y el Mundo redescubrirán al MAESTRO.
Como el propio Félix dirá en una de sus escasas alusiones a su genealogía: “resulta paradójico que tenga que ser un judío el que hay de redescubrir la más bella música cristiana”

Poco a poco, todo pasa factura. La quebradiza salud de MENDELSSOHN se resiente muy rápidamente. A ello ayuda sin duda, el conocimiento de la muerte de su querida hermana.

El 4 de noviembre de 1847, con 38 años de edad, la muerte acoge a éste ingente insatisfecho de la vida, que hizo de la permanente búsqueda, el motor de su existencia.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 10 de noviembre de 2012

DE ALEMANIA, LOS MÉRITOS, Y LAS CITAS INCONCLUSAS.


Retornamos de nuevo a nuestra cita con la Historia, y lo hacemos con la misma humildad forzada con la que el niño retorna a casa una vez que, después de la travesura, desea sinceramente sentir el calor reconfortante de la regañina, siempre que ésta venga proferida desde el siempre reconfortante hálito que supone la voz preclara de su madre. Realmente digno de lástima ha de ser el que sólo así puede acceder a la certeza de alguna categoría de cariño.
Y esa es, sin duda, la relación que el hombre presente tiene para con la Historia.

Tal día como el 11 de noviembre, pero en el caso que nos ocupa, de 1918, miércoles, para más seña; en un lujoso aunque no por ello menos viejo vagón de tren, acorde con la circunstancia que a bordo del mismo iba a tener lugar; una delegación de diplomáticos alemanes, se disponían a aceptar las condiciones de capitulación que el ya por entonces ejército aliado, se disponía a ofrecerles.

En aquella vía muerta, al norte de París, convergían toda una serie de acontecimientos históricos cuyas causas hundían sus preceptos en lo más profundo de la negrura de la tierra que algún día fertilizaría el proyecto europeo, y cuyas consecuencias, aún hoy, no hemos sido capaces de valorar en toda su extensión.
En esa vía muerta, no era la rendición de Alemania la que se forjaba. Era el derrumbamiento del Imperio Austrohúngaro, tal vez el último de los imperios conocidos, si nos atenemos a lo concerniente al cumplimiento de ciertos parámetros que la Historia exige en tales eventos.
Un derrumbamiento que, como todo lo que se precie, ha de buscar en el pasado, solo que en este caso no muy lejano, toda la idiosincrasia de su existencia.

La llegada del siglo XX había sido en realidad prematura. Por ser más preciso, habríamos de decir que el mil novecientos había llegado sin permitir que muchas de las realidades fundamentales del mil ochocientos, se hubieran resuelto satisfactoriamente, o en el peor de los casos se hubieran extinguido en silencio.
Pero al contrario de eso, las grandes potencias; Alemania, Francia, Gran Bretaña…Rusia por supuesto; e incluso una incipiente y todavía risueña, los Estados Unidos de América; bebieran y comieran juntos, y en aparente armonía, del gran banquete que el siglo XIX había cocinado, y que parecía se degustaría en el XX

Pero tal y como suele ocurrir en éstos casos, la realidad es obstinada, y suele mostrar su obstinación en el hecho de que los sucesos han de acaecer no sólo como deben, sino también en el momento adecuado.
Los países europeos, que no es lo mismo que decir Europa, manejaron desde siempre el casi místico proyecto de enarbolar juntos la bandera de una Europa Unida. Desde Carlo MAGNO, hasta Napoleón, intensos y variados fueron los intentos desarrollados en pos de la consecución de semejante acto. En términos prácticos, o tal vez públicos, muchos a la par que variados fueron los motivos que se arguyeron a la hora de justificar la imposibilidad de desarrollarlos, unas veces, o las causas del fracaso de los mismos en las escasas ocasiones en las que verdaderamente se intentó.

Y poco a poco, el sueño quedó apartado, laminado, al alcance en apariencia tan sólo de unos pocos. Unos pocos que en ocasiones serían llamados locos, o las más de las veces, militares.

Así es como Europa, como unidad exclusivamente geográfica, inició su camino. Un nuevo camino en tanto que finalmente, el aparente abandono del mencionado proyecto de unidad, permitió el empleo de todas las capacidades, tanto prácticas como intelectuales, en pos de la obtención de un beneficio propio, el cual aparente y ficticiamente, afectaba en exclusiva a aquéllos que habían participado del mismo. Pero tal concesión era en realidad un eufemismo. El que procede de reconocer que detrás de la tela y los colores del que aparenta ser un hermoso cuadro, se esconde en realidad la ignominia y la perfidia, dos de los principales atributos que redundaron a lo largo sobre todo del siglo XIX en la imposibilidad manifiesta para que los planes de unidad fructificaran.

Como consecuencia de ello, no se trata ya de que cada país se enfrentara a la realidad con sus propios instrumentos. La realidad nos indica que tal acto se vio igualmente acompañado de la convicción de que la causa que había hecho naufragar el proyecto, residía siempre en los demás. Con ello, no se trataba ya de que cada país considerara lícito hacer la guerra por su cuenta. Se trataba en realidad de comprobar la sangrante realidad según la cual había de hacerlo protegiéndose indefectiblemente de la amenaza que los demás volvían a suponer.

De esta manera, no se trataba ya tan sólo de que Gran Bretaña se obstruyera en el empeño de revitalizar sus obtusas convicciones victorianas, o de que Francia deseara realmente volver a escuchar en Versalles la música de Lully. Se trataba en realidad de manifestar el peligro que se encerraba en comprobar que detrás de semejantes actos, lo que se ocultaba ahora era la incongruente necesidad de alejarse de los demás, aparentando una objetiva diferencia manifestada en el artificio con el que de manera paralela se desarrollaba todo lo que inflamaba, entre otros, los ardores nacionalistas.

Y en medio de todo esto, la Alemania de los BISMARCK, y la Rusia de las Dinastías Zaristas.

El Imperio Austrohúngaro se encontraba dando sus últimos estertores. Y Alemania, una vez más, asistía impaciente a esa agonía, esperando para recoger aquello que supuestamente siempre había sido suyo, con Otto Von BISMARCK a la cabeza.
Como es de suponer semejante hecho, evidente por otra parte para todos los países convidados al evento, no era visto con buenos ojos. La desconfianza primero, y la certeza después, convirtieron a Centro Europa en un polvorín a punto de estallar. Sin embargo, muchas y muy peligrosas todas ellas, eran las expectativas que en cualquier caso se abrían para la mayoría de países europeos en el caso de llegar ni tan siquiera a valorar la posibilidad de un conflicto armado.
La calma tensa que sirvió de testigo a las celebraciones del cambio de siglo, serían en realidad el contexto precursor de los acontecimientos que al poco se habrían de desarrollar.

Y mientras, las dudas si no abiertas incertidumbres en relación al comportamiento de Rusia. Su especial naturaleza, justificada fundamentalmente en su gran tamaño, lo que aporta una serie de aditamentos muy a tener en cuenta, imprime al país y a sus habitantes un carácter no sólo específico, sino completamente incomprensible para el resto de modelos sociales del continente. Todo esto unido a su ingente riqueza, procedente tanto de su descomunal extensión de tierra fértil, como a la no cuantificada con precisión existencia de yacimientos de minerales metálicos, imprescindibles en la denominada segunda fase de la revolución industrial, hacen converger en Rusia la certeza de que se trata de una nación tan complicada de mantener entre tus aliados, como negligente en el caso de hacerte merecedor de su enemistad.

Con ello, por enésima vez, el continente se pone en manos de Alemania. BISMARKC y su gobierno estudian todas las posibilidades, sopesan los pros, y los contras. Pero una vez más, su impronta militar juega en su contra. La certeza de que Rusia puede movilizar más de seis millones de soldados en cinco días, se convierte en una amenaza supuestamente real.  Y por ello apuestan por la convicción de que quien da primero, da dos veces.

Como creo queda claro ya a estas alturas, al asesinato en Sarajevo del Archiduque Francisco Fernando a manos aparentemente de un exaltado nacionalista, puede ser interpretado tanto como una excusa, o en el peor de los casos como un medio.

Sea como fuere, la realidad es que Europa se desangró como nunca hasta entonces durante más de cuatro años, los que van de 1914, hasta el 11 de noviembre de 1918.
A lo largo de esos fatídicos días, Europa volcó lo mejor de sus capacidades técnicas, humanas y constructivas, en desarrollar la más mortífera maquinaria de muerte que hasta el momento la Humanidad había conocido, y vaya si lo consiguió.
Los campos de centro Europa, hasta ese momento cubiertos de fértiles plantaciones, sucumbieron al pavor de la guerra tiñéndose a partes iguales con la sangre de aquéllos que semanas antes los habían cultivado con su sudor.

Y todo para acabar en la madrugada de aquel once de noviembre de 1918 en una vía muerta, en un bosque de París, firmando a las tres de la mañana un armisticio que dejaba a Alemania derrotada, demasiado derrotada, y lo que es peor, imperdonablemente humillada.
Si bien el acuerdo se firmó a las 3 de la mañana, no entraba en vigor hasta las 11. Por ello, muchos oficiales siguieron ordenando cargas en pos de la toma de objetivos hasta las 10-59 de esa misma mañana.
El último muerto de la guerra se produce en la toma del puente de la localidad francesa de Somme. Era un joven escocés de 35 años, a las órdenes del ejército de los Estados Unidos.

Cuando el oficial que ordenó la carga fue preguntado en el transcurso de una vista militar en relación a los hechos que le llevaron a prolongar la lucha hasta el último momento, sabiendo como sabía de la entrada en vigor del alto el fuego, éste afirmó que “su conciencia le obligaba a ser coherente con la certeza de saber que los alemanes a los que matase ahora serían los únicos con los que no tendría que volver a luchar mañana, cuando las heridas no cicatrizadas le obligaran, más pronto que tarde a volver a luchar a Europa.”

Mientras, en el bando alemán, un cabo bohemio de ascendencia austriaca, hijo de un empleado de aduanas, juraba, al enterarse de la rendición, que se vengaría con el tiempo, tanto de los francos y sajones causantes primarios de los males de Alemania, como fundamentalmente de la casta de políticos alemanes que habían traicionado todo en lo que el creía.

Se apellidaba HITLER.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 3 de noviembre de 2012

DE LA MUERTE, DE DON JUAN, Y DE LOS OÍDOS ERÓTICOS. DE CUANDO EL HOMBRE ES EN TANTO QUE DISFRUTA, ASÍ COMO LA MÚSICA ES TAN SÓLO MIENTRAS SUENA.


Nos sorprende el Tiempo, una vez más, sumidos en el trance lacónico que supone la que es para el Hombre paradoja por excelencia. Aquélla que procede de intentar comprenderse a si mismo y a los demás, partiendo de extravagante ventaja de la que como reg cógita  procede de poder, aunque no por ello necesariamente comprender; debiendo  al menos asumir, la certeza de la muerte.

Es así que, de manera inexorable, es la propia muerte, o por ser más preciso, la constatación práctica que de la misma nos hacemos; la que nos proporciona la perspectiva necesaria para comprender, esencialmente, la idea de la vida.
Es a partir de ese momento, del de la madurez extrema que para el Hombre se alcanza cuando comprende tanto la muerte, como las consecuencias que de la misma se extraen, que podemos decir que el Hombre comienza a vivir.

Aceptemos pues, al menos como premisa discusiva, que el hombre, para empezar a vivir plenamente, ha de morir previamente. O lo que resulta menos dramático, y sin duda mucho más práctico; necesita disponer de una percepción, cuando menos utópica, de la muerte.
En definitiva, sólo la muerte, o para ser más cuidadosos en el lenguaje; otro de los elementos imprescindibles en este acto; proporciona al Hombre el ingrediente definitivo de cara a decidir de manera voluntaria y responsable cómo quiere vivir su vida, proporcionando además el precepto definitivo a la hora de definir en este caso qué tipo de hombre se desea ser. Estamos en definitiva definiendo los preceptos a partir de los cuales integrar la moral dentro de los límites de los que es el Hombre. Estamos pues, definiendo los parámetros para que la responsabilidad habilite los límites de la Vida, castrando con ello a la Humanidad, sometiendo con ello al Hombre al exterminio de las Libertades aunque. ¿Puede existir placer más allá de la extravagancia, si no disponemos de límites que añadan factor riesgo a un hecho, en la medida en que éste, ahora sí, esté realmente condicionado?

Decimos en consecuencia, que el grado de satisfacción que un hecho moral proporciona, depende en realidad del grado de certeza que disponemos en base a las consecuencias que la moral subsiguiente le proporciona.
Y en el caso que hoy nos ocupa, la moral incidente es la de la propia vida, y el placer consecuente al que aspiramos es el de la última satisfacción, la del placer hedonista por excelencia.

Retomamos la génesis de nuestra existencia de hoy, determinando que la existencia de la vida, y por ende las consecuencias directamente derivadas de sus acciones, proceden indefectiblemente del conocimiento, cuando no de la comprensión, de la muerte. Podemos así redundar en el hecho según el cual la vida del Hombre es más plena en tanto que es conocedor de su fin. Tan plena es, no obstante, que se le queda corta, habiendo por ello de inventar una nueva, o una prolongación, según se mire, en cuyo desarrollo alcanza la mayor de las perversiones, al calificarla como de eterna, no ya sólo al hecho de la vida, sino que dota de tal categoría a su propia existencia individual. Mas sin perder el norte, la única consecuencia evidente que obtenemos, pasa por asumir que ese grado de comprensión de la muerte, y como hemos dicho de la consecuencia directa que de la misma se extrae, cual es la de dotar de valor a la propia vida, así como a la de los demás, podemos sin duda referir que aquí y sólo aquí surge de manera absoluta y evidente, la responsabilidad. Responsabilidad que permite a cada hombre, ahora sí, en pleno dominio, decidir no sólo qué vida quiere vivir, sino más concretamente cómo quiere vivirla.

Por vez primera podemos, ahora sí, juzgar al hombre. Surge la primera clasificación objetiva del Hombre. La que surge de analizar la manera mediante la que Vida, Tiempo y Hombre se relacionan, circunscriben; se superan y se limitan, en base al nuevo teatro de operaciones al que ha dedo lugar la Moral, y su última arma, la Responsabilidad.
Y fruto de semejante juicio, evidente, y por primera vez de valores, ponemos por primera vez también sobre la mesa; la primera clasificación del Hombre, o cuando menos de sus estados, que del Hombre podemos hacer. Acudimos para ello a Kierkegaard y los tres estados que para el Hombre ratifica: Hombre ético, Hombre artístico y Hombre Religioso.

Constituyen estos tres estados, a mi entender; las manifestaciones de posición a las que cada esencia humana puede hacer frente en cada uno de los casos. Se trata por ello, o tal vez a consecuencia de lo mismo, una y sólo una de las manifestaciones que el individuo, o la percepción que de sí mismo tiene éste en cada caso, puede tener a lo largo de toda su vida. Afirmo con ello, que la esencia del individuo que da sentido a cada vida, no puede por ende deambular entre los distintos estados. Tampoco manifiesto que el individuo haya de morir, en el sentido físico del término. Digo que el abandono de cualquiera de las categorías, venga éste motivado por las causas que sean, conlleva una desaparición del individuo que era con anterioridad, en la medida en que el cambio en las percepciones que sirven de herramientas para componer en cada caso la vida; conlleva inexorablemente la conformación de una realidad tan distinta, que en el caso de obligar al mismo hombre a analizarla, conllevaría de manera inexorablemente la muerte neurótica del individuo.

Es así que, por primera vez, no planteamos la escala atendiendo a criterios de orden moral, esto es según la suposición platónica de que el tránsito por la misma tiene consecuencias de orden de superación moral. Por el contrario nos reforzamos en la tesis de que cada hombre está, en la medida en que sólo puede estarlo responsablemente, en uno y sólo en uno de los estadios. Cualquier otro escenario sería objeto de análisis hipocrático, cuando no abiertamente de estado neurótico.

En consecuencia, la presencia en uno u otro de los estados, depende singularmente de la predisposición al goce con la que cada individuo está dotado. Y en el caso que hoy nos ocupa, el Hombre estético esta sublimemente dotado para el mayor de los goces, el hedonista.
Es el Hombre estético feliz en tanto que ajeno no a las pasiones, sino a la presunción de responsabilidad que éstas pueden tener aparejadas. Retornando a la ya lejana ecuación que con la variable Tiempo escribíamos líneas atrás, constituye una realidad que no necesita ningún preparativo, ningún motivo, ningún tiempo.
Es Don Giovanni, la manifestación por excelencia de ese Hombre estético. Un hombre que no puede definir la Felicidad porque no caen, ni Kierkegaard ni Mózart en la estupidez de decir que la Música es el más sublime de los Lenguajes. Se trata sencillamente de un hecho mucho más superficial, el que procede de comprender que la felicidad puede ser definida sin más a partir de la sensación que procede de suponer saciada la necesidad de goce que cada instante presupone en la vida del Don Juan.
Se pierde con ello, si es que alguna vez existió, la menor disposición a la transcendencia. No es que el resultado sea un hombre superficial, es que cualquier otro resultado, hubiera sido una vulgar traición al Hombre que buscamos. Por definición un hombre artístico, ligado por ello a las cadenas de lo sensible, lo concupiscible, y definitivamente atado a la superación permanente por medio de la eterna superación que la muerte trae aparejada (presentando aquí, de manera para nada contradictoria, la única cesión que al terreno de lo dogmático y de lo absoluto hará en toda su existencia.)

Tenemos con ello un personaje efímero por definición. Un personaje carente de capacidad de expresión sentimental. Un hombre que logra su triunfo, el cual se materializa en la captura de amores femeninos, por medio de la emisión de signos eróticos.
Y es por eso que ambos, Don Giovanni y MÓZART, tuvieron la enorme suerte de encontrarse, en mitad de un asunto que es esencialmente musical.
Líneas arriba consignábamos una máxima, que adquiere ahora, tal vez, el grado de certeza que en un primer momento tal vez no poseía. La Música no es el más absoluto de los Lenguajes. La Música vive en realidad, más allá del Lenguaje, lo prolonga o lo sustituye. Sin embargo la Música se sonido, una ordenación de sonidos. Por ello, de manera inevitable, silenciado el sonido, acabada la Música.
Y es esta circunstancia, la que nos permite afirmar sin pena alguna, que Don Juan, Don Giovanni, El Burlador de Sevilla; o cualesquiera otro de los personajes bajo cuyo paradigma planteemos la ecuación, son en realidad absolutamente musicales. Desean sensualmente. Seducen con el poder demoníaco de la sensualidad, y seducen a todas. La palabra, el diálogo, no son para ellos, puesto que de ser así, estaríamos en realidad ante un individuo (todos son en esencia el mismo), reflexivo. Por eso es que no tiene una existencia permanente, sino que se apresura en un eterno desaparecer, exactamente como le ocurre a la música, de la cual podemos decir que acaba tan pronto como ha cesado de sonar, y sólo puede volver a ser, cuando vuelve a sonar.

Es así que la eternidad de todo Don Juan pasa por la inevitable certeza de que no es sino una nota musical que se consume en el goce libidinoso breve, instantáneo, y condenado por su propia naturaleza.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.