sábado, 25 de enero de 2014

CLAUDIO ABBADO. MUCHO MÁS QUE UNA CONCEPCIÓN MUSICAL.

Nos sorprende la muerte del maestro ABBADO, precisamente en uno de esos momentos en los que tal vez menos preparados estemos, si es que alguna vez lo estamos, para la pérdida de aquellos que pueden ser tenidos en cuenta, de los que de verdad merecen figurar.

Porque la muerte de Claudio ABBADO supone una pérdida, una pérdida de la que tomamos conciencia poco a poco, en  la medida en que lo supone el comprender de manera rápida, y a la par casi evidente, que efectivamente hemos perdido una verdadera personalidad. Y, definitivamente, los tiempos que corren son si cabe los menos adecuados para perder personajes de tamaña valía.

Mas, deducir el por qué ABBADO merecía tal condición, a la de personalidad me refiero, es algo para lo que sin duda será imprescindible llevar a cabo una serie de apreciaciones, cuando no de explicaciones, y es a ello a lo que a continuación nos disponemos.

Nacido en Milán a finales de junio de 1933, lo complicado de la fecha es óbice sin duda para hacernos una rápida idea de las consideraciones a las que sin duda hubo de hacer efecto, aunque solo fuera por cuestiones meramente cronológicas, las cuales sin duda poco a poco, lejos de mejorar no harían sino netamente complicarse, todo ello dentro de un paisaje nacional que poco a poco se iba volviendo cada vez más insostenible, todo ello dentro de un fenómeno, el fascista, que en Italia tal y como es sabido encontró un rápido y fértil terreno donde desarrollarse.

La más que evidente distancia que tanto en el terreno conceptual, como por supuesto en el ideológico formaba parte del indisoluble talento del maestro, poco menos que le obligan a una especie de exilio, el cual no será reconocido ni por el protagonista, el cual ama demasiado a su patria como para deteriorarla ni en activa ni en pasiva; pero será especialmente negado por una Italia, y más concretamente por un modelo social y de pensamiento, el fascista, que no puede permitirse el lujo de perder personajes de renombre, en tanto en cuanto las estructuras que el propio régimen preconiza se ven del todo insuficientes para crear figuras de semejante talla.
Con todo, se llega a una especie de pacto de silencio que se substancia en el hecho de silenciar a modo de tabú la salida de ABBADO del país, disfrazándola de viajes de mejora y perfeccionamiento musical.

Desde tal perspectiva, el maestro recorre con gran éxito una ingente cantidad de lugares, siendo en Estados Unidos donde logra sus mayores éxitos, recogiendo entre otros galardones aquéllos que le acreditan como ganador del Premio de Dirección Orquestal  Serguéi Kusevitsky, en 1958. Pero será en  1965 bajo los esquemas del Festival de Salzburgo,  dirigiendo a la Filarmónica de Viena, lo que significa decir que bajo el apadrinamiento de Herbert Von KARAJAN, donde ganará el reconocimiento mundial que lo lanza definitivamente al estrellato como director orquestal y de ópera.

Será precisamente no tanto a la sombra, sino más bien en binomio esto es, junto a VON KARAJAN, donde ABBADO encuentre su sitio natural esto es, el que lo encumbre no solo ante el público, sino especialmente ante sí mismo; siendo así como consiga, definitivamente, el respeto de las orquestas.

Convergen en la concepción de lo que denominamos dirección orquestal, toda una amplia, y más que diversa profusión de realidades que se alían para dar lugar a una de las disciplinas más complejas, no solo refiriéndonos a los estrictos parámetros culturales, sino en general a cualquier parámetro cultural.
Convergen en la dirección orquestal por ejemplo todos y cada uno de los problemas propios de una disciplina que, por su corto recorrido, consecuencia propia de la inapelable condición de ser una disciplina muy joven; ha de ver cómo convergen en torno de sí misma concepciones a la postre mucho más complicadas por proceder de factores cuyo origen redunda de manera esencial en el factor de lo subjetivo, lo que convierte en misión imposible llevar a cabo cualquier intento de discusión mínimamente sincera.

Pero por encima de todo, lo que hace bueno o malo, lo que convierte a uno en digno de figurar en los anuarios de la Música, es la capacidad con la que lidia con el hecho específico e imprescindible de comprender que aquél músico que se presta a esta disciplina, y lo hace con la intención de destacar verdaderamente, ha de solventar con nota el hecho de saber que tiene que hacer sonar música que otros han compuesto. Si quiere obtener la aprobación del compositor, habrá de ser capaz de entender las consideraciones subjetivas con las que el autor se mostró a sí mismo en la obra en cuestión. Peor si quiere que el aburrimiento no haga mella en el público, habrá de ser capaz así mismo de impregnar la que no  lo olvidemos es obra de otro, con toda una suerte de matices encaminados a lograr modificaciones en principio imperceptibles, pero que al final nos lleven a considerar que efectivamente, ejecución tras ejecucion, la obra cambia, eso si, sin dejar de ser la misma.

Y eso requiere, sin lugar a dudas, mucho conocimiento musical. Conocimiento que luego ha de ser plasmado en una técnica perfecta, la cual a su vez ha de dar lugar a un ambiente en el que la obra, el público y el autor, converjan en una especie de éxtasis que en términos aristotélicos se traduzca en la paradoja de cambiar la materia, sin adulterar la forma. Y cuando penséis que pese a las dificultades, lo habéis conseguido, añadid si cabe el peor argumento, el que procede de alcanzar todos estos ingredientes sin traicionar para ellos las maneras, los motivos, o las quién sabe qué cosas que llevaron a uno o a otro autor a componer tal o cual obra.

Y ABBADO lo consiguió, tal vez por ello se ha ido el que fue heredero natural de Herbert Von KARAJAN, y sin duda uno de los grandes.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 18 de enero de 2014

DE LAS NECESIDADES DE UN NUEVO FUTURO.

El sol se pone en Castilla. Los fuegos del ayer, cuya metáfora se cierne hoy tan solo en la forma que proporciona el lento caracolear del humo que asciende mustio, quién sabe si incluso hastiado, por las ya ni siquiera encaladas chimeneas; no hace sino recordarnos la ingente necesidad de la llegada de otro tiempo, de otra realidad, que con sus héroes, e incluso con sus villanos logre emocionarnos de nuevo promoviendo en todos nosotros la siempre encomiable ilusión que proporciona la mera promesa de otro futuro.

Pero ya ni soñar nos está permitido. Aquéllos que diseñaron nuestro presente, ebrios de no se sabe bien qué elixir, pecaron de tal orgullo que fueron incapaces de pensar que su criatura, su ingente y absolutamente basta creación, tuviera el más mínimo defecto. No dejaron pues la más mínima puerta de escape, convirtiendo pues en baldío cualquier intento de huida, obligándonos pues a buscar en nuestro funesto pasado, el último vestigio de un incierto futuro.

La noche cae sobre Castilla. Pero no lo sabemos porque el sol, rutilante e infinito, cargado en su condena con su propia misericordia, haya tomado ya el camino de su lento desfile hacia occidente. Lo sabemos porque una vez más, la alargada sombra de dos hombres, erguidos sobre sus monturas, quién sabe si los últimos que pueden presumir todavía de semejante talante; emprenden un nuevo viaje, raudos y prestos, en pos de la salvaguarda de los que no pueden protegerse por sí mismos; convencidos de la necesidad de seguir deshaciendo entuertos, pero ratificando igualmente la certeza de que no hay cuartel para los pusilánimes.

Más de cuatrocientos son los años que contemplan sus hazañas. Hazañas dignas de tiempos más dignos. Imagen de una época si no más venturosa, sí cuando menos testigo incipiente de unos sueños cuyo traducir, de haberse llevado a cabo conforme a verdades más favorables, sin lugar a duda que hubieran reportado hoy escenarios y bondades más venturosas.

Porque era la realidad de El Ingenioso Hidalgo, por otro lado la propia, aunque pueda no parecerlo, de D Miguel de CERVANTES, una realidad mucho más prometedora. Como tantas y tantas veces suele ocurrir en España, o como sería más correcto decir, como siempre acaba por suceder en Castilla. Las veleidades del futuro han acabado por arruinar todo atisbo de certeza de bondad del propio presente. Y es que en Castilla, la responsabilidad de ser y sentirse castellano, siempre se ha pagado caro. Demasiado caro.

Y es así que D. Miguel soñó, y lo hizo para siempre. Y fue así que D. Quijote se convirtió en el sueño de todos los castellanos. Un sueño de presente, cuya perfección, hecha a base de constatación de nuestra permanente imperfección unas veces, y de absoluta búsqueda de la misma otras, ha acabado por ofrecernos un vestigio de la eternidad a base de descubrir una errata en este continuo que en apariencia se suscita en la forma que desatan y a la par integran el espacio y el tiempo, regalándonos  una puerta al infinito.

Abrimos una vez más esa puerta, que para el común lo hizo por primera vez un 16 de enero de 1605; y tras la superación de esos primeros instantes de titubeo, que unos llaman prudencia, pero en los que otros no tenemos reparo en identificar los abiertos logros del miedo, y nos sorprendemos al encontrar al otro lado mucho más de lo que por otra parte hubiésemos podido llegar a imaginar.

No es así Castilla lo que quiere ser, y no lo es porque como ocurre en todos los lugares, y como ha ocurrido en todos los tiempos, las gentes que le son propios no han tenido nunca constancia exacta de qué es lo que querrían verdaderamente ser.

Se encuentran así pues, la Castilla del pasado y la España del presente, en la mitad del camino, un camino que una vez más ha de recorrerse a base de fracasos, frustraciones, y de la desolación que procede de tener que llorar el recuerdo de ocasiones perdidas.

Pero una vez más, y de nuevo como siempre, no son ni los lugares, ni los tiempos, los destinados a albergar en si mismos ni la alevosía de las victorias, ni por supuesto la impunidad de las derrotas. Es el Hombre, siempre el Hombre, quien de nuevo en lo sempiterno de su condición habrá de hacer gala de la misma desempolvando una y mil veces el instrumento que le caracteriza, a saber la responsabilidad, para, a modo de escoba, recoger con sosiego, casi con mimo, todos y cada uno de los pedazos de los cientos que sin duda componen la que supone enésima destrucción del proyecto de Hombre que de nuevo hoy, ha vuelto a quebrarse.
Pero la misión no termina ahí. Usando como pegamento la esperanza, y como guía la capacidad de soñar; haciendo de la indulgencia lo más parecido al perdón, y haciendo de la piedad el más importante de los elementos identificadores a la par que diferenciadores de cuantos procede el Hombre a la hora de diferenciarse del resto de realidades; que ha de proceder con la lenta a la par que laboriosa tarea de volver a juntarlos.

En ese momento, raudo y veloz, pero sincero y paciente, es cuando resurge EL Ingenioso Hidalgo. Lleva haciéndolo más de cuatrocientos años. Cuatrocientos años en los que ha contemplado glorias y miserias, proezas y vulgaridades. Cuatrocientos años en los que ha acompañado no solo a los españoles, sino más bien a todos los hombres (por ello se trata de una  figura universal), marcando el camino con su paso en apariencia corto, pero sobre todo con su sombra alargada, la propia del que camina sin miedo haca el atardecer, el atardecer del mundo, sabedor de que no ha de temer  a su ocaso, sin duda porque posee sobre sí mismo la más permanente de las fuerzas, la que procede de ser consciente de su propia inmortalidad.

Porque D. Quijote es inmortal. Y lo es porque dentro de sí, brilla el pasado y el futuro al converger en el mismo constancia expresa de todas las españas que le precedieron, pero especialmente de todas las que habrán de venir después de su marcha, que no de su olvido.

Y es que D. Quijote no puede ser olvidado, probablemente porque no puede ser superado. Convergen en su figura caracteres tan imaginarios, como otros reales, que juntos vienen a compendiar lo que MARÍAS preconiza como la certeza de todos los españoles (…) aquélla que pasa por saber que podemos obviar todas y la última de nuestras obligaciones, para luego recorrer de forma vertiginosa el último de los caminos, convencidos de que, efectivamente, queda otra batalla que luchar, y quién sabe si otro molino por derrotar.

Molinos, como metáfora del infinito, en forma de la tarea que siempre queda por hacer. Batalla, como constatación permanente de lo que siempre  conforma la realidad que no somos capaces de abarcar.

En definitiva, haciendo bueno al Quijote, y por supuesto al anochecer, virtud en la prudencia de saber que mañana podremos seguir soñando con otros molinos, con otras batallas, y siempre con otro amanecer.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 11 de enero de 2014

1914-2014. DE LAS GRANDES OCASIONES PERDIDAS. DEL TIEMPO DESAPROVECHADO.

Convergemos una vez más, en este aquí, en este ahora, en lo que en realidad no constituye tanto un intento por recuperar el tiempo perdido, sino más bien un ejercicio destinado a revivir de nuevo aquellas sensaciones por otra parte largamente recordadas.

Es así la Historia, y por ende y sobre todo la realidad de la ciencia que se dedica en consecuencia a la misma, poco más que la eterna lucha contra el tiempo, encerrada por supuestos en la consciencia de saber que nada perfecto dura para siempre, salvo si puede albergarse en nuestros corazones.
Paradojas, sinsabores, certezas vanas. En cualquier caso y probablemente por encima de todo, la constatación de la vida misma, buscando en la constatación del pasado efímero, el conocimiento capaz de proyectarnos hacia el futuro eterno.

Es precisamente en este universo, el conformado a partir de la proximidad para con la eternidad que nos proporciona la cercanía con la siempre presente paradoja, la que constituye el más sublime de los escenarios de cara a conformar algo más que una alegoría destinada en cualquier caso a proporcionarnos los argumentos imprescindibles no solo a la hora de disponer los medios, sino fundamentalmente de cara a poder afrontar las conclusiones que se extraigan del análisis más o menos pormenorizado que llevemos a cabo del que por otro lado constituye con mucho uno de los periodos a todas luces más interesantes de la historia de la humanidad.

No se trata de un error, más bien consiste en reconocer aquello que podríamos definir como rectificación cronológica, el deducir que, al menos siempre según lo que nos sugiere nuestro humilde parecer, el siglo XX no comienza en realidad hasta 1914.
De la conformidad para con el argumento de que la mera constatación cronológica, el mero reflejo del paso del tiempo en forma de años reflejados en un calendario, no concita en realidad certeza manifiesta que más allá de la paradoja naturalista nos indique verdadera, o ni tan siquiera simulada, constatación de tal tránsito; que de manera imprescindible habremos de reiterar en otros los factores que nos lleven a confirmar que, efectivamente, el tiempo pasa.

Siguiendo semejante línea de razonamiento, y dejando claro que obviamente nuestra disertación no va en la línea de restar un ápice de razón a los que comulgan con las tesis en base a las cuales, el siglo XX constituye con mucho la época en la que mayor desarrollo ha alcanzado, y con mucho, el ser humano; lo cierto es que no consideramos en absoluto que nuestras objeciones venga a constituir en absoluto un lastre de cara a mantener la pulcritud de tal aseveración.

Sin embargo, no constituye nada de todo esto óbice de cara a aceptar igualmente la certeza de que los tiempos bajo cuyo paradigma se conforman los usos y maneras que constituyen la esencia del mencionado periodo, vienen en realidad a diseñar unos esquemas para algunos de cuyos preceptos, ni el tiempo, ni por supuesto los seres a los que éste resulta contemporáneo, están verdaderamente preparados.

Resulta en clara consonancia con esto, y retomando así la línea determinada por los preceptos anteriores, que es el siglo XX un periodo anómalo, que responde en aquiescencia a tal definición incluso, en aplicación a su carácter formal.
Para ser más correctos, diremos que el siglo XX ha de desentrañar por sí solo lo que constituye toda una madeja de realidades más o menos metafóricas, que hunde sus raíces tanto en profundos condicionantes estructurales, por ejemplo los que se dan en la intrincada conformación de las esencias del Antiguo Continente, cuya estructura se haya esencialmente amenazada a lo largo de todo el periodo, pero especialmente en estos primeros años; como por supuesto y quién sabe si de manera más importante aún, en el proceso que irreversiblemente desembocará en la consolidación de una nueva estructura de pensamiento desde la que venir a consolidar las formas que permitirán realizar la idea del nuevo ser humano que revierte con la misma permeabilidad en el hombre del siglo XX.

Son todos estos cambios de una importancia y trascendencia tal, que la mera acción formal supera, con mucho, al mero carácter de transitoriedad que al menos en apariencia acompaña al reconocido como factor tiempo. Es así que cien años no nos bastan, a la hora no tanto de definir un nuevo siglo, como sí de pronosticarlo.
Desde tal consideración, podemos no solo comprender, sino incluso acompañar la tesis vertida anteriormente según la cual, el paso del XIX al XX no se produce hasta 1914. El motivo es ahora, igualmente comprensible: El siglo XIX necesitaba de más tiempo, para manifestarse como antesala específica del XX que estaba por venir.

Una vez superado el proceso de reconstitución que había tenido embarcado al continente europeo desde el final de la crisis del XVIII, lo cierto es que si bien a grandes rasgos solo se conservaban leves retazos de la misma, no es por otro lado menos cierto que el desarrollo propio de la superación de la mencionada crisis no había sido ni definitivo, ni por supuesto coherente; más bien al contrario, había dado lugar a una realidad neta y en algunos campos absolutamente inconexa, que adolecía así pues de manera evidente de una franca imposibilidad a la hora de escenificar ni por asomo una unidad de la que por otro lado sí hacían gala estructuras demográficas y políticas de mucho más reciente creación, las cuales por otro lado hacían de ésta manifiesta carencia de lastra ideológico, la mayor de sus fuerzas.

Las guerras del XIX, lejos de solucionar en todo o en parte los problemas para los que en definitiva constituían respuesta, no vinieron sino a ahondar en la génesis de los mismos, contribuyendo de manera expresa a poner de manifiesto los males congénitos que en muchos casos presidían la perniciosa evolución de unos estados, la mayoría de los cuales presentaba dolencias cuyo diagnóstico y tratamiento no se aproximaban más que al grado de cuidados paliativos, en tanto que la esencia de los mismos hacía imprescindible la adopción de una serie de medidas de tamaña complejidad que, en paralelo con el símil, tanto podrían traer la curación del enfermo, como su pérdida definitiva, y para siempre.

Desde tamaña tesitura, solo algunas Familias, inexorablemente ligadas de manera determinante a países por medio de protocolos igualmente inexorables, los cuales por otro lado eran de constatación palmaría como ocurre en el caso de Alemania con los Bismark; vienen a consolidar una manera de comprender la realidad, de la que depende igualmente toda una forma de gobernar la cual resulta igualmente explícita, y que viene a reforzar en lo que supone una interpretación tradicional de la historia, la consolidación igualmente tradicional de una forma de expresar esa manera de proceder en su gobierno.

Podemos así decir que en términos de consolidación, y en tanto que las formas que le son propias no han cambiado desde el último cuarto del XIX, que el siglo XX, al menos en la manera de comprender los grandes asuntos, y en la manera de diseñar estrategias de cara a su resolución, no verá consolidada su irrupción en la historia, eso sí haciéndolo de manera clamorosa, hasta 1914.

No se trata evidentemente de decir que la I Guerra Mundial constituya de por sí el canal elegido para instaurar un nuevo siglo. Se trata más bien de poner de relevancia el hecho según el cual es el imprescindible estallido de la guerra lo que constituye la constatación evidente del colapso de las metodologías, incluso de las esencias desde las que no solo se ha visto morir al XIX, sino que como venimos defendiendo a lo largo de toda la exposición, se constituía en clara intención de algunos convertir en parámetros de guiado también para el XX.

Sería en cualquier caso un verdadero error el dar por hecho que es la detonación de la que hasta el momento sería la guerra más espectacular de cuantas habían acontecido, aquello que viene a concernir de manera inexorable la definitiva eclosión del proceso que acabe por alumbrar al nuevo siglo. Se trata por el contrario de extrapolar la posibilidad de que no será sino el grado de complejidad que suponen el albor del nuevo siglo, las que convierten en una realidad casi inexorable las que llevan a tal estallido.

Nace así el siglo XX, o más fielmente podríamos decir que la nueva centuria toma conciencia de sí misma, protagonizando en que no ya tanto es el más profundo de cuantos colapsos ha experimentado la realidad política del hombre, sino más bien aquél del que más profundamente saldrán removidas las esencias que a todos los efectos componen al ser humano.

Nada volverá a ser igual con posterioridad a 1914. El momento del que este año conmemoraremos el 100º Aniversario constituye sin duda, el albor de un nuevo hombre, embarcado en una nueva era de la que muy probablemente aún no hayamos tomado plena conciencia.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.