sábado, 31 de agosto de 2013

DE LOS TRIUNVIRATOS INEVITABLES.

Resulta poco menos que inevitable no acontecer por las calendas que nos circundan, las cuales nos ayudan, aunque solo sea aparentemente, a no caer presas del pánico en forma de desorden; sin ceder a la casi voluptuosa tentación de poner fin a este nuestro último periplo permaneciendo ajenos a la curiosa circunstancia que por estas fechas nos vincula de nuevo, porque nunca resulta prudente decir una vez más, para con estos tres ingentes de la Historia.

Así, de manera casi cercana al formato de la epopeya, acudimos a la conmemoración del 74º aniversario del inicio factual de la lI Guerra Mundial, justo una semana después de que se cumplieran ciento trece años de la muerte de Federico NIETZSCHE. Y todo ello, por supuesto, enmarcado dentro de las conmemoraciones del Año Wagner.

Se trata pues, sin dejar el menor lugar para la duda, de una ocasión maravillosa para constatar en unos casos, cuando no para desvelar en otros, aspectos sin duda muy importantes a la hora de entender no solo un determinado siglo sino, especialmente en este caso, la idiosincrasia de sus protagonistas la cual afectó, sin el menor género de dudas, a sus conductas, influyendo con ello de manera para nada relativa en la confección definitiva de la Historia del Siglo XX.

El siglo XX, periodo convulso por naturaleza, alberga en su desarrollo, no ya solo alguno de los acontecimientos más impactantes de la Historia de la Humanidad; sino que en realidad, y ahí puede hallarse muy probablemente el motivo de la fascinación que suscita; éstos acontecieron en el seno de unos contextos tan desfavorables como inesperados.
Basta así un ligero vistazo, si tal adjetivo resulta posible dentro del mencionado periodo, para comprender hasta qué punto los acontecimientos que desde muy pronto se dirimieron en el transcurso del mismo, resultan no solo definitivos a nivel estructural, sino que pronto una ligera constatación del estado de nuestro mundo actual nos permitirá comprender el grado de importancia que para comprenderlos nos  sigue vinculando al ya pasado siglo.

Es el Siglo XX el Siglo del Hombre. Semejante afirmación, ni por accidental, ni por arriesgada, sí resulta especialmente provocadora.

Si el resto de los siglos, el de las luces, el de la Ilustración, o incluso el de oro, han recibido sus denominaciones en función directa del grado de consecución para con alguno de los preceptos que atañen al hombre, lo cierto es que el XX hace mención a la integridad del Hombre en sí mismo. El motivo parece claro, el grado de constatación de logro en la mayoría de las epopeyas a las que el mismo se ha enfrentado a nivel incluso de especie en este caso es tan grande, que salvo contadas excepciones puntuales o accidentales; logra superar a cuantas en toda la Historia de la Humanidad han tenido lugar; hecho este que se pone de manifiesto sin excepción en lo que concierne al grado de impacto que para el género humano tienen o han tenido sus consecuciones.

Semejante afirmación nos ha de conmover de manera inevitable, conduciéndonos pues en la senda de tratar de averiguar los especiales condicionantes a través de los cuales se condujo un periodo cuya inducida complejidad nos lleva a confesar una absoluta imposibilidad en pos de que el mismo pueda llegar a concebirse, y mucho menos a repetirse.

Y al frente del siglo, la Humanidad. Y en especial el especial compendio de seres individuales que confirieron el espectacular estrato social que posibilitó la consecución de todos y cada uno de los grandes logros a los que hoy haremos mención, al quedar todos ellos inmersos de manera tan fecunda como explícita en la constatación final de la obra, a saber, el propio siglo.

Mencionadas ya aunque sean de soslayo las diferencias que podemos apreciar para con el resto de periodos, eras o cualesquiera otras muestras de temporalidad; lo cierto es que puestos a buscar un “motivo” que promueva o cuando menos justifique la grandilocuencia de tamañas diferencias, resulta casi obvio que tan solo el efecto de una variable por individual impredecible, a la par que por importante, casi ha de resultar imprescindible, ha de encontrarse, inexorablemente, en la base de tamaña diferenciación.
Decir que tal variable es el Hombre, es quedarse corto, pecando una vez más de cobardía. Tal variable es la individualidad. Nunca hubo periodo histórico que se viera azotado, golpeado, cambiado y revolucionado hasta tamaño extremo por la acción de sujetos particulares, como lo fue el pasado siglo.

Y si tal cosa es posible, lo es no por la superación de los anteriores periodos por los que la Humanidad ha transitado. Más bien se trata de comprender que el Siglo XX ha sido el siglo de la constatación del triunfo de todas y cada una de las variables que el resto de periodos por los que el Hombre ha transitado. El Verdadero Hombre Moderno, resultado de la suma de todas y cada una de las características que los distintos periodos han ido implementando; surge ante la realidad como victorioso resultado de un periodo en el que los cambios, la posible evolución no procede en este caso de acciones accidentales externas. Se trata más bien del triunfo de la sutileza, en forma de Cultura, una Cultura que afecta de fuera hacia adentro, al constatarse la hermosa paradoja de que algo que es una creación del Hombre, en tanto que procede de su exterior, acaba por manifestarse redirigiendo su flujo, modificando en este caso a aquél que fue su desarrollador (no su creador, porque de ser así éste sería perfecto, resultando imposible cualquier intento de modificación).

La Edad Media, El Renacimiento, La Ilustración. Todos y cada uno de los grandes periodos se unen, urden y por supuesto confabulan en pos de lograr un objetivo común. Un objetivo que parece estar muy cerca de el Ser Humano que ha poblado el siglo XX.

Pero de ser así: ¿Dónde ha estado, en base a los grandes términos, la diferencia fundamental que le ha permitido proyectarse en todos los sentidos más allá de lo que lo han hecho cuantos ejemplos de Ser Humano que le han precedido?

De la constatación expresa de lo anterior resulta, por medio de la aplicación de un proceso más o menos deductivos, la certeza de que aquello que marca la diferencia respecto de la línea acontecida, ha de ser lo que se muestre en común en todos los periodos acontecidos, si bien constituya una novedad respecto del medio anterior sobre el que resulte de aplicación. Es así que revisando los periodos acontecidos y ya relatados, y entre los que podemos destacar por ejemplo El Renacimiento, El Humanismo, y por supuesto la Ilustración, hemos de comprender entonces que lo que confiere la capacidad de cambiar la Historia ha de hallarse como denominador común en todos ellos, siendo además un elemento diferenciador respecto de todos los anteriores.

Surge entonces, en todo su potencial la fuerza del individuo, como medio, vínculo o catalizador de las fuerzas que, a lo largo de la Historia bien pudieron ir confabulándose desde el siglo XIV en adelante, en pos de ir preparando el terreno al Hombre del Siglo XX. Un Hombre que huye de los miedos sociales de los que tanto provecho sacara el cristianismo del XV, para por el contrario disfrutar de los privilegios del XVI, explotando definitivamente en el XVIII, con la Ilustración y el ¡Sapere Aude¡ haciendo de tal mención el vínculo inexcusable desde el que llevar a cabo su labor.
Una labor que indefectiblemente se extiende por los periplos posteriores que a efectos de tiempo le son propios, consolidando unos procederes que serán evidentes tiempo después a su puesta en práctica atendiendo a una racionalidad inexorablemente ligada al grado de cumplimiento que las propias limitaciones del momento en cuestión les imponen.

Es así que los logros que acontecerán en el transcurso del XX, concurrirán verdaderamente en la medida en que el propio XIX será testigo y precursor de los mismos.
Y es ahí hasta donde hunde sus raíces la noción del triunvirato que de nuevo traemos hoy a colación.
Un siglo XIX que será sin duda el siglo de WAGNER. El siglo de la genialidad, de la pasión, de Tanhaussén en una palabra. Un siglo legendario, en el que para nada chirriarán cuestiones como las expuestas en una palabra por la Música Programática, una música que, sin el menor género de dudas encierra en su epistemología los principios de lo que luego estaría por venir, ya fueran éstos racionales o irracionales.
Nacionalismo, tradición, valores; constituyen en sí mismos los marcos tanto de delimitación como de acción, de una realidad que, si bien hasta aquél entonces bien podría haber permanecido tan solo en la mente de unos pocos, lo cierto es que acabó viendo la luz, tal vez porque la evolución del siglo no conducía tan solo al éxito de aquéllos que eran precursores de las mismas, sino que muy probablemente estaban dirigidas a consolidar una moral del esclavo, destinada en una palabra a lograr la domesticación definitiva.

Y si en la Música de Wagner podemos encontrar todos estos principios, qué decir de lo que hallamos en la Filosofía de Nietzsche.

Explosión definitiva de las fuerzas destinadas a liberar definitivamente al Hombre, la filosofía de Nietzsche viene a despertar al Hombre del incipiente sueño en el que ha sido sufrido de manera accidental, al proceder las fuerzas conciliadoras del mismo sueño, de elementos que le son extraños, haciendo imposible que las ecuaciones que plantean le sea favorables.

Su franca oposición hacia la disposición y práctica de la moral del esclavo, escenificada en su encarnizada lucha contra las religiones en general, y en especial contra el cristianismo, le harán digno merecedor de toda clase de apelativos a cada cual más terrible, condenándole al ostracismo no ya de una polis, o de un país, sino de la Historia, de manera que concesiones tales como la de conmemorar su muerte, acaecida el 25 de agosto de 1900, son concesiones a las que solo unos pocos damos pie.

Aunque para un acto fue cruel para con Nietzsche y su filosofía, habremos de esperar casi un cuarto de siglo después de su muerte para contemplarlo.
Me refiero al que procede de la acción de los que celosos por su capacidad de anticipación para con materias tales como los movimientos sociales, y las formas de gobierno ligadas a los mismos; decidieron promover de manera más que ridícula, obscena, la posibilidad de que semejantes teorías bien podrían hallarse en la base que dotara de contenido movimientos por otro lado amorfos tales como el nazismo.

Adolf HÍTLER. Para unos pocos un visionario, para una mayoría un loco, y para la Historia uno de sus mayores problemas, puso en marcha tal día como hoy de 1939 la puesta en práctica de unas medidas cuyas consecuencias aún seguimos sufriendo, y cuya constatación no vino sino a demostrar lo peligroso que puede llegar a ser el consolidar proyectos por descabellados que sean, tan solo amparados en la constatación de que los mismos son realizables.

En definitiva, venimos a traer a colación hoy, la visión que la perspectiva nos proporciona de un proceso que se extiende no solo en el periodo que le es propio, sino que se expande de forma radial, como por otro lado lo hace el propio tiempo al que va ligado.
El tiempo, la gran variable kantiana por excelencia. La que determina y limita, a la vez que hace posible, la consolidación de cuantos aspectos puedan llegar a ser consolidados, haciendo buena la máxima de que cada sociedad ha de ser la propia del tiempo que le es dada.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 24 de agosto de 2013

DEBUSSY, DESDE EL PRINCIPIO DEFÍCIL DE ENCASILLAR.

Pequeño es, y dejaremos abierto algún espacio en pos de la humildad de la que careceríamos de decir que es ninguno, el espacio en el que ubicaríamos a los autores y compositores que tan ligada a una obra ven no ya su composición, como sí por el contrario la posibilidad de decir con algún atisbo de certeza cuál habrá de ser a efectos de constatación, la etiqueta bajo la que podremos citarles, una vez el tiempo haya llevado a cabo la más hermosa a la par que la más desagradecida de sus múltiples capacidades, a saber, crear la posteridad.

Es así que la relación existente entre Claude DEBUSSY, y su obra L`aprés-midi d´un faune, es tan intensa, complementaria y la par clarificadora, que de manera indefectible han de ser consideradas en conjunto, no pudiéndose establecer de manera consciente separación alguna ya que su estreno, llevado a cabo el 22 de diciembre de 1894 por la Orquesta de La Sociedad de Las Naciones constituye, además del salto cualitativo definitivo de su creador; la presentación de la herramienta que, en contra de lo que pueda parecer, más contribuirá a enturbiar el ya de por sí complicado asunto de catalogar al compositor.

Nace Claude DEBUSSY un 22 de agosto de 1861 en la localidad francesa de Sant Germain de Laye, pequeña villa cercana a París.
Es nuestro protagonista el primogénito de una familia compuesta por cuatro hermanos más, conformando con ello una en apariencia tranquila familia que vive de los por demás, escasos rendimientos que logran de la explotación de una tienda de cerámica y vajillas. O al menos lo hace hasta que el negocio quiebra de manera definitiva, lo que lleva al joven DEBUSSY a París, a vivir bajo la tutela de su madrina.

La guerra franco-prusiana de 1870 le llevará posteriormente a fijar su residencia en Cannes, en esta ocasión con una tía.
Será allí precisamente donde el hecho de descubrir la magnífica colección de cuadros de su tío le llevarán a orientar su por otro lado lógica pasión infantil, dirigiéndola en este caso hacia la pintura, albergando durante algún tiempo la esperanza de poder dedicarse a la pintura.

Le servirá esta época sobre todo para reorientar esa misma pasión hacia la música, teniendo en su tía su mayor valedor. No solo le regalará un piano, sino que le pondrá bajo la tutela magistral de la Sra. Flauverville, por otro lado ex-alumna de Chopin.
Por ello termina por resultar no solo no chocante, sino casi obvio, el hecho de que finalmente sea aceptado en el Conservatorio de París, donde permanecerá hasta 1882.
Sin embargo tal hecho, lejos de conseguir los resultados que pueden parecer obvios, no servirán nada más que para exacerbar de manera definitiva los continuos accesos de ira que el autor manifestará siempre hacia todo lo oficial, reflejo de su permanente oposición hacia lo oficial, formal y dogmático.


Se consolidará por el contrario, una personalidad tremendamente complicada, ambigua a la par que contundente. Una personalidad propia de alguien que sabe muy bien lo que quiere, y que para colmo tiene muy claro como conseguirlo, teniendo igual de claro que para conseguirlo habrá de pasar literalmente por encima de no pocos convencionalismos.

Por todo ello, es fácilmente comprensible que abandone la presión opresora que para él significa el Conservatorio, apostando de manera inequívoca por la práctica autodidáctica. Una práctica en la que como le dijera en una ocasión a uno de sus profesores con motivo de una crítica que éste le hizo: “la música no puede ser cuestionada por los meros criterios técnicos, máxime cuando éstos no proceden del corazón.”

Descubrirá así, a través del aparente caos del aprendizaje autodidacta, no ya su vocación, sino la mejor manera de desarrollarlo. El desarrollo natural de su música corre por sus venas, creando y consolidando construcciones de una originalidad tal que, como decíamos al principio, resultan imposibles ni tan siquiera de encuadrar. Y si finalmente nos atrevemos a hacerlo, es no tanto por acudir a preceptos procedentes de las mismas, sino que es por el hecho de acceder al catálogo conceptual vigente en el momento en el que las mismas veían la luz.

Termina así por convertirse DEBUSSY en una persona contemporáneamente compleja, esto es, que sus excentricidades no pasarán desapercibidos a sus coetáneos. En consecuencia, ¿qué será lo que haga qué, a pesar de todo logre el éxito entre esos mismos contemporáneos?

La respuesta hay que buscarla en una de las más grandes a la par que positivas influencias que el músico recibió a lo largo de toda su vida, a saber la del poeta Mallarmé. Creador afamado en su tiempo, uno de los grandes de la Lírica del XIX francés, Mallarmé organizaba todas las semanas en su casa una virtuosa tertulia en la que podían encontrarse lo más brillante de la cultura francesa en prácticamente todas las expresiones de la misma. Pintores como Degás, escritores como Claudel, y a menudo elementos extranjeros a la cultura parisina tales como Williams BUTLER YEATS, venían a conformar una especie de escenografía de la que formar parte dotaba de una verdadera pátina que exoneraba, al menos durante un tiempo, de cualquier crítica.

Pero como podía ser ciertamente de esperar, el especial carácter de nuestro compositor le lleva a abandonar pronto estos ambientes, y lo hace seguramente por el mismo motivo por el que al regresar al Conservatorio como miembro del jurado de un concurso de piano, pondrá luego por escrito en una carta a un amigo que “el lugar se halla tan lleno del polvo del atraso de los tiempos, que se queda pegado en los dedos.”

Comienza entonces el comportamiento errático. Un comportamiento que se plasma en la consagración de unas obras que, a modo de paralelismo a la mentalidad desde las que han sido visualizadas, resulta imposible encuadrarlas conforme a un canon convencional.
Son obras en las que la especial conformación, basada siempre en la sempiterna huída de los tópicos técnicos, resulta imposible hallar una simetría, una autoridad, o una forma de frase desde la que promover una ilusión de orden. DEBUSSY huye del orden, al que frecuentemente atribuirá virtudes destinadas a ocultar la incompetencia de aquéllos que se refugian en el mismo para ocultar su ineptitud.

Son obras que huyen del rígido esquema de la sinfonía. Que por supuesto no pueden ser consideradas suites. Obras en las que cuando creemos localizar un atisbo de nacionalismo procedente de las evocaciones a los paisajes que sus amigos rusos le enseñaron a captar, nos hacen saltar por los aires todo el esquema con la aparición, o desaparición de algo impactante.

Toma forma así, y ahora ya sí de manera definitiva, la causa por la que resulta del todo imposible encuadrar al autor y a su obra.
Desarrollada además en un momento tan complicado, sobre todo por lo pródigo de los estilos que desde 1950 se desarrollan en Europa, y en especial en Francia, lo cierto es que encasillar a DEBUSSY dentro de los esquemas impresionistas es cuando menos, arriesgado.
En un momento en el que desde el Simbolismo hasta el Parnasianismo, todos hacen boga y establecen con firmeza sus pretensiones, limitar la forma, los matices e incluso la ausencia de los mismos a una sola categoría, y además siendo ésta tan cerrada y concreta como es el caso del Impresionismo, resulta un acto ciertamente imprudente.

Y lo será sobre todo cuando, haciéndolo incluso en vida del músico, éste se oponga firmemente a tal hecho, haciéndolo sobre todo por coherencia para con su praxis natural, así como por sus procederes naturales.

Tendrá que ser así Preludio para la siesta de un fauno, la obra que venga a poner orden. Se trata de la primera gran obra orquestal del autor. Una obra que sirvió para lograr que la tarea de concebir la música por parte del autor, fuera definitivamente respetada. Una obra que tras su estreno, el 22 de diciembre de 1894 hiciera aceptar a la crítica el hecho de que había nacido una nueva forma de expresión musical.

Los tiempos cambian, o mejor dicho, el paso del tiempo trae aparejados cambios, por eso, acudiendo a uno de sus grandes amigos, uno de los más grandes de la música rusa, tal y como les decía a sus alumnos en el Conservatorio de Moscú: “Tengan por favor cuidado con la música de DEBUSSY puesto que si al principio resulta complicada de entender, tras haberla escuchado un par de veces, crea verdadera adicción.”


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 17 de agosto de 2013

DE LA BATALLA DE SAN QUINTÍN, COMO ANTESALA DEL DESASTRE.

Detenemos nuestra mirada hoy, en el ése tan ya por otro lado más que extenso recorrido que venimos efectuando por la Historia, nada más, y nada menos, que en los acontecimientos que se encuadran dentro de los denominados como Victoria de San Quintín.

Acontecidos los mismos en términos estrictamente objetivos en la primera quincena de 1557, enmarcados así mismo dentro de las denominadas Guerras Italianas, lo cierto es que las mismas poseen un trasfondo cuya importancia ha de ser contemplada desde un prisma que necesariamente ha de ir mucho más allá de la mera constatación bélica; para pasar por el contrario a un plano de estrategia basada, quién sabe si por primera vez, en la consecución de planes a muy largo plazo, convergentes en el logro de certezas potenciales que se convertirían en acto tiempo después, en el marco de la consagración del Sacro Imperio Romano-Germánico.

Constituye por sí solo el contexto en el que se desarrollan las  mencionadas guerras, todo un compendio de novedades, procederes y buen hacer que, sin necesidad de abandonar ni por un instante el marco de lo estrictamente técnico, conmueve en la medida en que se convierte en todo un alarde no ya solo de buen hacer, sino que el verdadero éxito de los mismos subyace a los meros hechos militares, alcanzando por el contrario su verdadera magnitud al contemplarse desde la perspectiva de la más que brillante interpretación histórica que de los hechos que están por venir, hará nada más y nada menos que Felipe II Rey de España.

Resulta así pues imprescindible, en pos de mantener el respeto que los hechos merecen; dar un aunque sea sucinto repaso a la situación global que sustenta a Europa en aquél momento, mediados del XVI para más seña.
Así, la más que ambiciosa política de expansión pasiva iniciada por los Reyes Católicos, la cual había tenido su potencial más fuerte en el logro de estratégicas alianzas futuras por medio de una casi virulenta política matrimonial; alcanzaba ahora a dar sus más que loables frutos al predisponer a Felipe II en un nuevo teatro de operaciones dentro del cual cabía la posibilidad, por otro lado nada descabellada, de acudir a la que había sido su esposa, María TUDOR, en busca de mucho más que ayuda. Sin entrar, al menos aún, a valorar los considerandos de la mencionada ayuda, lo cierto es que en sí misma el mero hecho de que la tal existiera, servía ya para dibujar una nueva realidad que se concernía a la por otro lado cada vez más solvente posibilidad de que la otrora sempiterna rivalidad entre España, Inglaterra y Francia, pasara ahora a conformar un nuevo escenario en el que las más que posibles alianzas basadas no obstante en la conveniencia de ir aislando a uno de los protagonistas según la máxima de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo, dejara en la ocasión que nos ocupa, a Francia realmente mal parada.

Es desde semejante tesitura desde la que hay que entender la realidad según la cual  la invasión por parte de tropas francesas encabezadas por el Duque de Guisa, de los territorio de Nápoles en 1556, constituyen en realidad mucho más que un movimiento en apariencia estrictamente militar. Tal movimiento, enmarcado como no puede ser ya de otra manera en el ambiente de guerra cerrada que existe ya entre Francia y España, viene ahora a añadir un ingrediente inestimable dentro del nuevo escenario que se está promoviendo, al obligar a la Iglesia a tomar partido.

Y ésta lo hará, vaya si lo hará, por medio nada más y nada menos que el propio Papa, Pablo IV para más seña, el cual facilitará el paso por los territorios a las huestes francesas las cuales sitiarán a las españolas.

Semejantes ardides estratégicos, concitan la primera parte de la guerra absolutamente centrados en los territorios del Milanesado, centrando el interés de los mismos en Nápoles.
A la recuperación de los mismos acuden prestos los Tercios Viejos, llamados así por tratarse de militares experimentados, y a la par que profesionales, que por hacer de la guerra su profesión conforman algunas no solo de las mejores unidades militares que por Europa se podían ver, sino que además constituyen el arquetipo que dará pie a los primeros ejércitos netamente profesionales de la Historia.

Fue así que El III Duque de Alba, al mando de quien estaban las mencionadas tropas, rechazó con brillantez el ataque gabacho, desplazando tanto el escenario de las operaciones, que se acabó fijando en la frontera con Flandes; como por supuesto el verdadero interés de la contienda, provocando a título de daño colateral la excomunión de Felipe II a manos del mencionado Pontífice.
Tiene así lugar otra de esas grandes paradojas a las que la Historia de España ha dado, dejando muestra de su hermetismo cuando no complejidad toda vez que de nuevo, y ya irían por tres las generaciones de monarcas españoles que, cuán más volcados están en la salvaguarda de los intereses cristianos, más castigados son por los ejecutantes de éstos en la Tierra; poniendo con ello tal vez de manifiesto la distancia real que entre todos esos servicios realmente existían.

Sea como fuere lo cierto es que, rescatando aquí y ahora la ayuda ya mencionada de Inglaterra en forma no tanto de las casi 10.000 Libras, y los algo más de 7.000 hombres, como sí del compromiso por parte de la TUDOR de no intervenir; lo cierto es que la jugada estuvo realmente mal programada por parte tanto del ejecutante militar francés, como del estratega en este caso papal.

Llega así pues a concentrarse en Bruselas un ejército que contará con del entorno de 60.000 hombres contados entre españoles, flamencos e ingleses, contando con del orden de 18.000 caballeros y casi 100 piezas de artillería.
Al frente, nada más y nada menos que Manuel Filiberto. Hombre en el caso que nos ocupa de gran valía no tanto por su marcada alianza con la Corona de España, como sí por el hecho de que la misma se retrotrae a los tiempos de Carlos I, cuando los franceses despojaron a su familia del ducado saboyano, del cual él es legítimo heredero.

Se gesta así una de las primeras batallas en las que la estrategia, y más concretamente el engaño, se mostrarán como los grandes protagonistas.
De una manera brillante Manuel Filiberto, Duque de Saboya, inicia un movimiento destinado a hacer creer a los franceses que la intención es tomar la plaza de Champaña, en pos luego lógicamente de atacar Guisa mediante asedio.
Una vez visto el éxito del ardid, constatable en base al gran número de efectivos que el francés desplaza a la zona; Filiberto acaba por tomar finalmente el camino de San Quintín, plaza de la región de Picardía, en el Río Somme

Gaspar de Coligny llegará en auxilio de la plaza escasamente defendida, pero lo hará con un contingente flaco de hombres que logrará introducir en la ciudad en la madrugada del 3 de agosto.
Anne de MONTMORENCY, oficial en jefe del ejército francés se acerca a marchas forzadas con el grueso de las tropas, cifradas no obstante en no más de 35.000 hombres, menos de 10.000 a caballo.

Y es llegados a este punto donde y cuando se produce el desastre estratégico que marca toda la batalla. Fundado en un hecho de carácter atribuible solo a lo personal, que se basa en el absoluto desprecio que MONTMORENCY profesa al Duque de Saboya, minusvalora sus capacidades, desarrollando un movimiento que solo puede interpretarse desde el punto de vista de buscar no tanto la victoria, como sí la humillación del rival.
De manera incomprensible, ordena a sus tropas que abandonen la protección del cercano Bosque de Montescourt para, de manera flagrante, avanzar de forma longitudinal, lo que obligaba a la vanguardia a superar el Somme.

La tropa española no puede, ni por supuesto desprecia, semejante regalo que el enemigo hace en forma de ofrecimiento de todo un flanco. Cruzan el río por el puente de Rouvroy, sorprendiendo a los franceses en plena conformación de la figura. La incredulidad de MONTMORENCY choca de plano con el hecho, un hecho que a su entender era del todo imposible, por lo estrecho a su entender del paso.

Por otro lado, su hermano Andelot sí ha logrado cruzar el río, dándose de bruces con el grueso de los arcabuceros españoles que dan buena cuenta de la tropa francesa. El propio Andelot resulta gravemente herido.

Barrido por otro lado todo el campo por el incesante fuego de la artillería española, la tropa francesa es presa de la desbandada. El propio MONMORENCY buscará una muerte honrosa batiéndose a espada. No lo conseguirá siendo por otro lado preso.

El ejército francés perdió de manera efectiva más de 20.000 hombres. Caerían además más de 50 banderas, así como el grueso de la irremplazable oficialidad, y un sin número de piezas de artillería.

Los acontecimientos narrados, unidos en sus efectos a los que supondrán los de la Victoria de Gravelinas, que tendrá lugar el 13 de julio de 1558, desencadenarán la firma de la Paz de Cateau-Cambrésis, de consecuencias europeas, y a nuestro humilde entender desencadenante conceptual del futuro desastre de la Invencible.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 3 de agosto de 2013

HACIENDO DE LA CULTURA, LA MEJOR MUESTRA DE SERVICIO Y HONOR PATRIO.

Porque en esencia, y una vez más, de eso se trata. De afianzar la Historia, poniéndola al servicio del Hombre. He ahí el único sentido que, en definitiva, se le puede conferir a atributos como el de patrio.
De ahí que cuando un tres de agosto de 1713, Juan Manuel FERNÁNDEZ PACHECO, a la sazón VII Marqués de Villena, se reúne junto a otros siete de esos que se llaman Ilustrados, y plasma en documento lo que pasará a ser Acta Fundacional de la RAE. Lo cierto es que, visto no ya solo con la perspectiva que proporciona el Tiempo, sino sobre todo desde la propia perspectiva, podemos decir sin que el temor albergue la menor posibilidad de triunfar en forma de comisión errónea que, efectivamente, estaban haciendo Patria.

Ateniéndonos, y hemos de hacerlo al menos por respeto coherente; a la definición etimológica de conceptos, real viene a ser algo grande, enorme, majestuoso en una palabra. Es, en parecido ardid, academia algo así como reunión de eruditos destinada a la consagración de algún logro o acción asumible por la Historia.
Tenemos pues, de la unión de ambos factores, la confabulación indescifrable, y por ello tal vez indestructible, de factores cuyo rigor, por sí mismos ya impresionantes, adquiere en conjunto dotes de verdadero prodigio.

Tenemos pues, y pocas veces mejor dicho, reunidos en unas pocas palabras toda una serie de conceptos cuya grandiosidad, que no grandilocuencia, solo puede ser comprendida dentro del contexto de esa ingente constatación que es la del movimiento que conoceremos como Ilustración, el cual, inexorablemente estará ligado a las grandes acciones, así como a los grandes logros con base en principios culturales.

Será pues, el tres de agosto de 1713, el día en el que quedará perfectamente conferido un acontecimiento que en realidad había comenzado a fraguarse unos meses antes, concretamente a mediados de febrero de ése mismo año.
Vino así a ser que un 13 de febrero de tal año, un grupo de Grandes de España, e número de siete para más seña, decidieron consignarse como tales, confabulándose en pos del logro de llevar a cabo cuantas acciones sea de correcto y buen proceder hasta lograr un cúmulo de palabras el cual pueda, sin ánimo ni detrimento de propios o ajenos, constituirse en el verdadero Diccionario de la Lengua de el Reino de España.

Consolidados, o tal vez a partir de los favores que el hecho de haber sido nombrado en aquél mismo 1713 Mayordomo Real  y siendo en verdad ya Jefe de la Casa del Rey, Felipe V, lo cierto es que redundan en torno a la figura de el de Villena ciertos aspectos que bien pueden justificar y por ende reforzar, el justo carácter de ser nombrado el primero de los directores que el proyecto aquí hincado, y por todos conocidos, habrá de ser llevado a buen puerto.
Es además, el proyecto, uno de los más contextualizados tal vez por necesario, de la Historia de España.

Para comprender en todo su valor semejante afirmación habremos de acudir, una vez más, al valor que el contexto suele aportar.

Es Felipe V Rey de España desde noviembre de 1700, tras la muerte sin hijos de Carlos II. Tal hecho, unido sin duda al proceso de discusión que fue a efectos regentado y promovido desde Francia e Inglaterra, y que tendrá como uno de los resultados más importantes la Guerra de Sucesión, lleva a Felipe V a considerar, aunque de forma obvia solo lo haga en privado, que el hecho de ser sucesor de alguien que ha visto consigo la muerte de su Casa a efectos de transición y régimen (Carlos II será a la sazón el último Austria), le supondrá inexorablemente la necesaria aportación de un plus que justifique cuando no las bondades de sus actos, sí al menos su capacidad para tales.

La existencia de tales pensamientos, unidos al para nada opinable origen francés del monarca, que ha nacido, y se ha criado en Versalles recibiendo una educación exclusiva, si bien para nada en principio destinada a formar a un futuro Rey; se confabulan en una serie de circunstancias entre las que destacan sin duda el acceso y con justo del mismo a procesos netamente cultos, como pueden ser el Teatro, la Literatura en general y, por supuesto, la Música.

Tenemos así pues, un caldo de cultivo inexorable destinado, cuando no a promover sí al menos a no entorpecer, el desarrollo de de la nueva forma de desentrañar el mundo que posteriormente reconoceremos bajo el título genérico de Ilustración.

Será así Felipe V el primer monarca español que empieza a sentir en su derredor el aliento de una nueva forma de hacer las cosas, fruto de una nueva y distinta forma de comprender el Mundo.
Porque de eso, de nada más que de eso, se trata, de comprender el mundo. Comprenderlo, asirlo, aprehenderlo. Concebir tanto una nueva realidad, tanto como una nueva realidad en sí misma, competente para proyectar al Hombre hacia la que sin duda ha de ser su nueva posición. Una posición definitivamente alejada de mitos, de creencias y, por supuesto, alejada de las fuentes de las mismas.

Es así que se inaugura una nueva posición para el Hombre. La que le exige actuar como tal, alejado de los vicios que, a la creencia le son propios, obligado por ende a sustituir tales vicios por la inestimable responsabilidad.
Se inaugura pues, el Humanismo, y lo hace con la fuerza que atesoran los movimientos que esencialmente son necesarios.

Se forja así, además, uno de los acuerdos más positivos que la Historia recordará, el que se da entre la Monarquía que necesita, ahora tal vez más que nunca, un refuerzo, cuando no una justificación; y la Cultura, quien a través de sus procedimientos atesora entre otros, la nueva forma de la Tradición, consolidando con ello lo que bien podremos considerar como surgimiento del Despotismo Ilustrado, forma evidente y respuesta locuaz del Poder, a las nuevas tendencias que la Realidad impone a los gobiernos, así como, por supuesto, a los gobernantes.

Será éste, indefectiblemente el contexto en el que habrá de ser entendido el nacimiento, un 3 de agosto de 1713, de la Real Academia Española de la Lengua.

Un acto brillante, sugerente, probablemente sin parangón, destinado a unir, seguramente más que ninguna otra cosa, a los más de 500 millones de personas que, hoy por hoy, hacemos uso común de algo tan grande como es La Lengua Castellana.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.