sábado, 24 de junio de 2017

EL HOMBRE COMO PROYECTO. LA MÚSICA COMO EXPRESIÓN DE TAL PROYECTO.

Saber quiénes somos, de dónde venimos, y por supuesto, a dónde vamos; es y a la vez ha sido desde ¿siempre? La más importante de las misiones a las que el hombre se ha enfrentado siempre.
A pesar de ello, o para ser más justos tal vez habría que decir que a causa de ello, la búsqueda de respuestas no ha tenido un final satisfactorio. En otras palabras, no ha tenido el resultado que al menos a priori cabría esperarse.
Mas lejos de significar tal hecho un fracaso, la consecuencia que de tal se devenga no es sino una nueva perspectiva, destinada siquiera a definir una nueva serie de corolarios a partir de los cuales extraer, entre otras, interesantes y reveladoras consecuencias la mayoría de las cuales son hoy imprescindibles a la hora de definir no solo al hombre, sino en parecido rango de importancia a las líneas de circunstancia destinadas a consolidar el contexto dentro del cual ese hombre tiene su contexto.

Se muestra pues el tiempo como ese viejo amigo, o cuando menos ese eterno conocido, que como ocurre en todo grupo social que se precie se encuentra presente en todos los eventos llamados a conformar el álbum de recuerdos vitales; sin que en la mayoría de ocasiones podamos responder con certeza a una cuestión tal vez por única si cabe más importante: ¿Por qué está siempre ahí?
Porque el tiempo no es, y sin embargo siempre está. De hecho, la propia terminología, o por ser más justo el fenómeno ambiguo que de la misma se extra, la semántica, muestra su traición a nuestra causa dando muestras por el contrario de su adhesión al factor perseguido, certificando su condición de complicidad la cual se expresa en la mera noción del hecho siempre.
No es sino desde la paz de espíritu que proporciona la sensación de anclaje a la eternidad que nos regala el poder contemporizar con el propio infinito, lo que en última instancia nos permite salvar las distancias otrora insalvables que se erigen una vez que la magnitud del hecho observado nos posicionan en el rango de consideración adecuados. Es desde ese rango desde donde podemos interpretar, o en el peor de los casos asumir, que nada de lo que teníamos por seguro es capaz en si mismo de garantizar su existencia. No hay nada así pues que compatibilice la esencia de su existencia con los cómputos propios de lo llamado a ser tenido por necesario, de manera que solo el procedimiento en sí mismo, ni siquiera el ser y el estar, o al menos no como se ha consolidado en nuestro derredor, está en realidad destinado a consolidarse como integrante del nuevo escenario que está llamado a erigirse en el nuevo escenario.

Transitamos así pues hacia un nuevo escenario de crisis, o por ser más justos habría que decir que volvemos a ser conscientes de la intensidad con la que a estas alturas se manifiesta ya la destinada a ser considerada como la enésima crisis de la Humanidad.
Así pues, constatada nuestra incapacidad para el autoanálisis, lo que a grandes rasgos se traduce en la imposibilidad de encontrar en nosotros mismos los parámetros de definición y por ende de extinción de la tal debacle; es cuando tal vez habríamos de detenernos un instante en pos de verificar si la existencia de contingencias comunes en los distintos escenarios desarrollados o promovidos en las anteriores crisis, sirve para diseñar un esquema de predicción a partir del cual anticipar con función pedagógica los pasos que la misma seguirá en su “desarrollo natural”.

Constituye el Hombre en tanto que tal, la expresión por antonomasia de todos y cada uno de los aspectos fenomenológicos destinados a dotar de criterio de verdad a cualquier proceder o terminología siempre que los esfuerzos promovidos lo sean para proporcionar comprensión o consciencia del propio Hombre, o del contexto llamado a serle tenido por propio.
En base a esta teoría, o cuando menos  a consecuencia de la misma, el Hombre es el centro de un todo, desde el que irradia todo lo destinado a ser tomado por importante. Sin embargo, el menester desarrollado conforme a esta pretensión, el cual se traduce en una suerte de permanente esfuerzo destinado a comprender los fenómenos a distancia, está condenado al fracaso pues aún en el caso de poder extractar de los mismos alguna suerte de conclusión, ésta será insuficiente o en todo caso estará desfasada pues no debemos olvidar que la misma procede de un punto alejado del hombre tanto en el tiempo como en el espacio (pues ha sido desplazada hacia un exterior perimetral siguiendo una trayectoria radial en cuyo centro está precisamente el hombre causa primera de todo el proceder).

Convencidos pues de que el problema se encuentra no en los conceptos, que si más bien en las nociones que de una interpretación errónea hemos ido consolidando; es desde donde planteamos una forma de proceder distinta. Una forma en la que el objetivo pasa por aproximarnos al hombre desandando el camino por otros andado, aprovechando incluso las sendas que a modo de radios de una bicicleta conforman un dibujo con múltiples trayectorias todas las cuales convergen en un único centro; pues todas son formas de expresión de los distintos estados de esa centro.

Se tratará pues de acceder al hombre desde el exterior, ese exterior al que periódicamente (con un periodo cuyo rango de valencia viene determinado en un lenguaje solo comprensible por nuestro viejo amigo el tiempo), somos condenados cada vez que nuestra propia condición de proyectos inacabados nos condena a no poder comprender la verdadera magnitud de los procedimientos a los que siquiera de pasada accedemos en nuestro procedimiento, a saber, en nuestra vida.

Habremos así pues de ser muy cautos a la hora de llevar a cabo la selección de los radios destinados a conformar los procedimientos destinados a confluir en el Hombre. Habremos pues de elegir elementos en los que el Hombre ponga de manifiesto si no todas sí al menos la mayoría de los condicionantes llamados a ser tenidos por esenciales, empleando para ello una terminología simbólica pero menos codificada que la que poseen éstas cuando están formando parte de su condición estructural. Buscamos pues algo propio del Hombre, que sea capaz de conformar la mayoría de la capacidad simbólica del Hombre, y que a la vez lo haga desde una conformación más accesible que la destinada a ser propia del Hombre.
Hablamos sin duda de uno de los Lenguajes destinados a conformar la capacidad de comunicación del Hombre.

Múltiples, al menos uno por cada fenomenología comunicativa capaz de incidir en el interés del Hombre; habrán de ser los lenguajes que éste pueda potencial o de facto emplear. Sin embargo pocos son los competentes para expresar un contingente tan abrumador de circunstancias, incluyendo entre ellas las destinadas a conformar las excentricidades o capacidades destinadas a hacer del hombre algo imprescindible a la par que único.

Será pues el propio de la Música, el primero de los lenguajes destinados a gozar de nuestro interés una vez abordado el tema tal y como lo hemos planteado.
No solo convergen sino que más bien se consolidan en la Música, la práctica totalidad de los elementos destinados a ser exclusivos en tanto que sirven para hacer único al hombre. Es la Música el campo en el que con mayor grado de detalle se llevan a cabo las expresiones más maravillosas del ámbito de la emotividad humana. De hecho, bien cabría decirse que no es sino a través de la Música que el hombre puede aspirar a percibir rangos y patrones que si bien forman parte del mismo, lo hacen en un grado tan profundo, o al menos tan inaccesible, que solo los estados a los que la Música es capaz de trasladarnos pueden volver conscientes.
De esta  manera, el hombre haría bien en explorar desde el concepto de la Música, todos y cada uno de los fenómenos que desde una perspectiva de complementariedad permiten el tránsito bidireccional: transitando pues desde el hombre que está en el centro hacia el exterior, y a la inversa.

Surge así poco a poco más que una nueva realidad, una nueva forma de aproximarse a la realidad. Una forma que desde la complejidad que presenta el hombre, integra como éste formas y procederes o lo que es lo mismo, aspectos materiales destinados cuando menos a dar forma a título de interpretación a esos otros aspectos más subjetivos, o si se prefiere de carácter más metafísico, que por si mismos refrendan la siempre estimada complejidad que alberga el llamado Ser Humano.

Es por ello que la conmemoración del Día Internacional de la Música, adquiere si cabe más valor en la medida en que la Música, ya sea en tanto que expresión de emotividad hacia el exterior, o como refrendo de éstas como magnitud de Humanidad, sirve para expresar, como pocas otras realidades lo hacen la verdadera magnitud del Hombre. Una magnitud que expresa a la vez que se expresa al estar provista de una suerte de naturaleza propia que se libera cada vez que, por ejemplo, constatamos en qué medida todos los granes acontecimientos de la Humanidad han originado una expresión propia, sin la cual quedarían incompletos, a la vez que solo a través de la comprensión de la misma estaríamos en plena disposición de comprenderlo todo.

En definitiva, es la Música materia y forma del Hombre, pues a través de ella se define, a la vez que mediante ella se expresa. De ahí la grandeza del eterno diálogo que Hombre y Música llevan milenios desarrollando, desentrañando juntos los misterios del llamado a ser misterio por excelencia a saber, el misterio de la vida.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 17 de junio de 2017

STRAUSS. DE LOS TIEMPOS DIFUSOS.

Invocado a menudo el presente como única certeza, abrumados por la sinrazón que se ha de soportar cuando la mención al pasado se vuelve un acto de herejía, y la manifestación de duda en lo referido a las bondades que el futuro habrá de depararnos, convierten en traidor a quien, osado, las formule. No es sino que cuando tales hechos se ponen de manifiesto siquiera de manera desordenada en la realidad que nos ha tocado vivir, que podemos dar por inaugurado el instante del cambio.

Egocéntricos por naturaleza, el Hombre lleva a su máximo grado de evolución tal hecho cuando en contra de lo que cabría esperarse, sí existe una forma por la cual el acuerdo común adopte forma de universal  a pesar de afectar el mismo a consideraciones netamente humanas. Tal logro, digno casi de ser considerado como milagroso, se alcanza a partir de la constatación de que por alejados que en el tiempo y en el espacio se encuentren dos lugares, sus habitantes coincidirán siempre en torno a la certeza de que el suyo, su momento, será siempre el llamado a ser considerado como el mejor  momento posible.

Es por ello que de considerar la Historia tan solo como una sucesión de instantes, como una sucesión de vivencias, corremos el serio peligro de caer en una suerte de ensoñación en torno a la cual la ilusión de eternidad se torna casi factible al experimentar el Hombre la ficción de que o bien no hay cambios, o éstos no responden de manera alguna a un momento llamado a erigirse por una u otra causa, en el detonante de tales cambios.
No estoy con ello afirmando que el devenir de la Historia ha de ser observado esperando encontrar respuestas exactas, pues ello supondría afirmar que los motivos de tal o cual situación han de albergarse en el efecto autónomo de tal o cual hecho. Sin embargo, tal consideración no ha de entrar en contradicción con la que habrá de criticar el excesivo proceder en el que últimamente se viene cayendo cuando los eruditos de la Historia, sobre todo en lo concerniente a su facete más contemporánea, parecen mostrarse demasiado laxos a la hora de ejercer su autoridad, o lo que es lo mismo a la hora de asumir la responsabilidad que de la misma puede considerarse, cuando en un presente que hace de la inmediatez su carta de definición, una decisión requiere para ser buena, además de estar fundamentada, contar con el beneficio de la contemporaneidad.

Si bien estas consideraciones no son nuevas toda vez que de una u otra manera pueden encontrarse en muchos de los episodios llamados a convertirse en los puntos de inflexión obrantes en nuestra historia moderna, no es por ello menos cierto que a causa entre otras de los motivos arriba argüidos, incompetentes para detectar en tiempo y forma la prestancia de los mismos fueron los llamados a ser personajes protagonistas de aquellas etapas históricas, como lo son o lo somos ahora quienes de forma más o menos consciente vivimos la etapa de nuestro presente.
Porque al igual que otrora la observancia de tales cambios, y la implementación de las consecuencias que los mismos habrían de suponer en el fenómeno de la Historia, fueron deficientes; no es menos ciertos que hoy por hoy nada ni nadie puede garantizarnos que en lo concerniente al calado del presente histórico que nos ha tocado vivir, nosotros estemos preparados para erigirnos con certeza y prestancia en notarios de tales tiempos, de tales consideraciones.

Afortunadamente, otros sí lo estuvieron. Y es por ello que gracias a su labor, matizada ésta por todos y cada uno de los elementos destinados a componer el espectro cultural, que hoy somos capaces de determinar la prestancia de nuestro presente, gracias a la comprensión de nuestro pasado.

Y uno de esos protagonistas, llamado a elevarse entre sus contemporáneos por medio de su obra (bastión en unos casos, elemento renovador en otros), fue nada más y nada menos que  Richard STRAUSS.

Cuando la teoría que llevamos años acuñando se ve una vez más promocionada con los visos de razón que proceden de constatar cómo de nuevo la efeméride de otro de los grandes tiene en el estallido del silencio su única consideración, es cuando de nuevo con renovados bríos nos sublevamos contra tal injusticia elevando desde nuestras humildes páginas la petición de respeto que se merece, en este caso, el Músico de Munich

Nacido el 11 de junio de 1864, el hecho de citar expresamente la fecha de su nacimiento obedece a consideraciones que van, al menos en teoría, mucho más allá de las pragmáticas consideraciones cronológicas. Nacer en la segunda mitad del XIX en Europa, se torna en consecuencia, algunos dirán que incluso en condena, de verse involucrado en los inauditos acontecimientos que están llamados a azotar desde sus cimientos las insondables estructuras del todavía “Viejo Continente”.
Así, ser testigo o parte de los acontecimientos que sirven para hilvanar el tránsito del siglo XIX al siglo XX, debió por sí solo de suponer una experiencia vital  cuyas consecuencias han de ser difíciles de abordar e imposibles  de suponer. Mas qué decir entonces si además te muestras como protagonista de las  mismas.

Porque decir que Richard STRAUSS se encuentra entre los llamados a conformar el catálogo de figuras sin las cuales el periplo destinado a describir no solo el tránsito de siglo, que si incluso el devenir de la primera mitad del ya consumido siglo XX no solo no es una exageración, sino que a la vista de sus logros hacerlo acaba por tornarse en una exigencia.

Era STRAUSS un Hombre Fuerte en la más amplia acepción de la palabra. Hombre considerado y de consideración en todos los términos, ya desde su infancia estaba destinado a ser tenido en cuenta pues su procedencia se encuentra netamente enmarcada en los perfiles propios de los llamados a ser importantes.
Del poder heredado de su madre, miembro de la influyente familia Pschorr, que asienta su fortuna sobre un imperio cervecero; STRAUSS adquiere el saber estar de los llamados a estar acostumbrados a ser tenidos en cuenta. Por otro lado su padre, Franz Joseph STRUSS posee un talento para la música que ejerce por medio del corno, instrumento prestigioso, y con cuyas interpretaciones adquiere cierta relevancia no en vano tanto Richard WAGNER y el propio Hans von BÜLLOW pugnaban a menudo por hacerse acompañar por él.

Sin embargo la influencia que el padre estaba llamado a forjar sobre el hijo tiene en este caso ramificaciones menos pragmáticas, pues las mismas se cuentan en lo atinente a los esfuerzos llevados a cabo por el padre para alejar a su hijo del influjo que Wagner y su música estaban llamados a tener.

Afortunadamente, el padre fracasó, o al menos lo hizo en parte. Y decimos que afortunadamente, porque de haber sido de otro modo STRAUSS nunca hubiera podido convertirse, como de hecho sucedió, en el heredero de las grandes tradiciones decimonónicas de la música alemana a saber, el poema sinfónico lisztiano y por supuesto la ópera wagneriana, elementos ambos que se vieron evolucionados y enriquecidos en tanto que desarrollados por la mano ingente que daba forma a la capacidad creativa de nuestro protagonista.

Está así pues STRAUSS llamado a convertirse en uno de esos elementos sin los cuales la comprensión de su época es enteramente imposible; elevando en este caso la apuesta toda vez que STRAUSS se empeña en ser él mismo parte de la historia destinada a ser contada.

Es STRAUSS un hombre consolidado, y lo es no solo por su consolidada formación musical, la cual sería por sí sola suficiente para hacerle brillar en tal extremo; sino que la amplia formación académica de STRAUSS, la cual brilla sobre todo en el campo de la Filosofía, nos posiciona ante un hombre que puede describir su época mejor que otros, sencillamente porque la entiende. Y tal consideración  se revela especialmente útil en vista sobre todo de los tiempos que están por llegar.

Porque si bien el desastre que supone la I Guerra Mundial, con sus cambios consolidados en magnitudes como las que cabe esperarse de movimientos como los que derivan de la derrota de las potencias germánicas (entre otros la caída de la Dinastía Habsburgo  y la desaparición del Sacro Imperio); no será sino el advenimiento del Nazismo y la II Guerra Mundial lo que imprima sello al protagonismo histórico de nuestro compositor.

Convencido de sus responsabilidades, las cuales toman forma en torno al poder que la Cultura tiene para el Hombre; STRAUSS se acantona en una forma de sueño intelectual que metafóricamente le exime de sus responsabilidades en materia política, a cambio de notoriedad en el marco cultural. Tales afirmaciones se materializan en una obcecación que le lleva a no ver lo que el movimiento Nacional Socialista hace por Europa, a cambio de que éste le de plenos poderes a la hora de llevar a cabo sueños como el de erigirle en artífice del Festival de Salzburgo.

Desde la firma del Tratado de Saint-Germain en septiembre de 1919, Austria se mostraba titubeante a la hora de desarrollar las potencialidades que su recién estrenada autonomía le permitían. En aras de reforzar la personalidad de la nación, STRAUSS y el recién creado Consejo de las Artes deciden configurar en torno como no podía ser de otro modo al recuerdo de MOZART; un festival con proyección internacional que con el tiempo acabará por convertirse en destino inevitable de todo el que se crea algo en el panorama cultural y musical europeo.

Por ello, cuando en los años 30 los nazis comienzan a hacer evidentes sus intenciones para Europa, incluyendo de manera definitiva la anexión de la propia Austria otra vez a Alemania; el festival o más concretamente la proyección que el mismo tiene lo convierten en objeto de deseo para el movimiento NAZI.
El propio Goebbels se encarga de su nombramiento como director, circunstancia que es aceptada por el compositor siempre desde los parámetros antes descritos.
Desde su nueva posición, STRAUSS desarrolla un procedimiento que será innovador por no decir revolucionario y que consiste en dotar de relevancia la figura del director de orquesta. Se trata de demostrar que una obra no es en si misma y por siempre, sino que cada vez que es interpretada alcanza cotas nuevas toda vez que el carisma del director queda implícito en la ejecución, volviendo irrepetible el momento.

Tales consideraciones, todas ellas correspondientes al campo del quehacer musical, sucumben en lo que concierne a la valoración que la figura y la obra de STRAUSS parecen merecer en tanto que solo su supuesta cercanía al régimen nazi parecen ser tomadas en consideración. Como prueba, la pérdida de la nacionalidad alemana, hecho que acontece en 1948 parece resumir tal crueldad.

Afortunadamente, la Música está por encima de ese tipo de cosas, lo que unido al paso del tiempo nos ha permitido siquiera tímidamente devolver a la figura del compositor y director la consideración de la que nunca debió de ser despojado.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 10 de junio de 2017

EL TRATADO DE TORDESILLAS. CONSTRUYENDO LA GEOPOLÍTICA.

Inmersos como estamos en un mundo científico, en el cual a la precisión se rinde quién sabe si el último tributo, y en el que la tecnología se convierte en rito (a lo sumo pagano) de la enésima deidad; lo cierto es que el clamor del silencio nos obliga a constatar hasta qué punto la ausencia de humildad, recurso paradójico del que negando la existencia del infinito, se cree en disposición de apropiarse de todo; nos oprime a la par que nos subyuga al hacer de la búsqueda de respuestas no una legítima conducta antropológica, que sí una vulgar dilapidación de nuestro último privilegio, a saber el de ser distintos sencillamente por ser los llamados a saber.

Perdidos no solo en la incertidumbre de la ética, que sí más bien en el terror que suele afectar cuando la duda es propia de especulación moral; es cuando el aquí y el ahora se hacen patentes por medio de la cita de ese recurrente proceder que se inflama en el pecho de todo hombre que, siquiera atisbada la magnitud de la catástrofe, siente la tentación de resumir tanto el pasado como el futuro, en lo paradigmático del presente.

Es entonces cuando la tentación de ignorar el pasado, condena al Hombre de manera ahora sí definitiva, pues en el hecho voluntario de renunciar al pasado, se esconden si no de manera consciente sí al menos en lo atinente a sus consecuencias la renuncia a saberes y conocimientos sin duda imprescindibles para remontar el vuelo al menos desde lo dejamos, una vez que esta tormenta haya pasado.

Por eso el Hombre Actual, aquel que confunde el hecho de vivir, con lo que procede de estar ligado a la vivencia circunstancial propia de ver e interpretarlo todo desde la panorámica exigua que proporciona la contingencia cuando se materializa en actualidad; se pliega inexorablemente renunciando a las obligaciones que como Hombre tiene, de parecida manera a como según la teoría del vórtice temporal, se plegaría el tiempo, hasta el punto de poder originar no ya dos futuros, que sí más bien incluso dos presentes.

Pero el tiempo tiene consecuencias, o por ser más exactos las actitudes que sobre el Hombre despiertan las vivencias destinadas a componer ese continente llamado presente que en cada caso se materializa dando lugar al tiempo que nos es propio, las tienen. Consecuencias que por su propia naturaleza, están llamadas a desempeñar un gran papel no solo en lo atinente a lo que es propio de su tiempo, sino que gracias y precisamente a su condición, tal papel se hace si cabe mucho más evidente en la perspectiva que el paso del tiempo nos proporciona.
Si renunciamos a eso, perdemos perspectiva. Y si bien puede tratarse de una pérdida de la que pueda no seamos conscientes, sin duda lo seremos de las consecuencias que acarreará.

De una de esas consecuencias puede que estemos siendo ya conscientes. Y lo somos en la medida en que nuestra incapacidad para valorar el efecto de las conductas pasadas en nuestro propio presente (la desnaturalizacion de la Historia), no acabe sino por devaluar el propio valor del presente al incapacitarnos para obtener por medio de la comparación con las consecuencias de hechos del pasado, la valía de hechos propiciados en el presente.

Superado ya el debate relativo a las consideraciones que se erigieron como propias a dictar los previos a lo que fue el contexto bajo el que se auspició el patrocinio por parte de los Reyes Católicos de la expedición que redundaría en el descubrimiento del Nuevo Mundo; debate que afectaba a consideraciones vinculadas a las certezas que redundaban en lo acertado del patrocinio de la empresa, y que ha quedado finalmente saldado una vez que se ha aceptado que el uso del tiempo pasado en el prólogo de las “Declaraciones de Santa Fe”, concretamente en los apartados que habrían de figurar en tiempo condicional o a lo sumo en futuro si como parece estaban llamados a relatar hechos solo potenciales; demuestran en gran medida hasta qué punto no solo Colón, sino más bien los llamados a ser reconocidos como sus patrocinadores, sabían o a lo sumo tenían certezas lógicas que justificaban, aunque por causas luego demostradas como erróneas; que era la evidencia y no solo la sagacidad en forma de habilidad marinera, lo que de una manera u otra garantizaba el éxito de una empresa destinada a buscar en la navegación hacia occidente por el Mar Atlántico, mucho más que “El Gran Precipicio” augurado por los Clásicos.

Sin embargo, no ya el hecho en tanto que tal, que sí más bien algunas de las más hermosas consecuencias que tal menester regaló, convierten en pertinente el que nos detengamos si bien no a solazarnos sí a dejar constancia del respeto que las mismas merecen al prodigarse en nuestra Historia.
Es por ello que no debemos dejar pasar sin hacer mención, a lo que en la hoy ciudad vallisoletana de Tordesillas aconteció el 7 de junio de 1494.

La firma del que desde su origen está destinado a conocerse como “El Tratado de Tordesillas”, bien merece ser tenido por el primer protocolo no solo hecho sino lo que es más importante, netamente inferido, desde demarcaciones propias en las que hoy sin el menor género de dudas reconoceríamos síntomas de geoestrategia, de geopolítica.

Firmado en un momento en el que las tensiones entre las por entonces verdaderas potencias marineras, (las coronas de Castilla y Aragón por un lado, y Portugal por otro), estaban destinadas sin duda a promover un conflicto entre ambas cuyas consecuencias, imprevisibles entonces, hoy solo resultarían accesibles por medio de aventurar los escenarios de presente a las que tal confrontación nos habría conducido; el Tratado viene entre otros a traer a colación el grado de magnificencia desde el que tanto las circunstancias, como especialmente la sagacidad de los protagonistas llamados a lidiar con tales acontecimientos, fueron capaces de proyectarse hacia su propio futuro al negarse a que lo que cronológicamente estaba llamado a reducirse a un mero cambio de siglo, fuera en realidad un verdadero cambio de época.

Porque en esencia es de eso de lo que se trata. O por ser más precisos, es la conveniencia de remarcar una y mil veces más esa capacidad, lo que no solo hace recomendable que sí más bien torna en imperativo, el detener un instante nuestro frenético caminar, en aras de reconocer en los que nos precedieron, una valía que aún hoy resultaría digna de resarcimiento.

Porque no se trata ya solo de que por medio de las consideraciones reflejadas en el Tratado de Tordesillas dos grandes potencias se repartieran el mundo. Se trata de que tales consideraciones, por medio de las consecuencias que de manera inexorable tuvieron aparejadas, siguen siendo impepinables para comprender hoy el sentido otorgado a muchas cosas.

Para quien tenga dudas al respecto de lo sugerido, dudas que evidentemente procederán de comulgar con la inapropiada teoría en base a la cual el Tratado de Tordesillas solo tiene vigencia en el terreno de lo geográfico (lo que tornaría en desacertado todo intento de inferir del mismo consideraciones vinculadas a otro tipo de paradigmas), habría que recordarle que el mismo se rubrica en consonancia y tal vez como corolario al que en septiembre de 1479 se firmó en Alcásovas.
Si bien del Tratado de Alcásovas se conocen y celebran los condicionantes más conocidos, y que se expresan en el proceder que tuvo como consecuencia el fin de la Guerra de Sucesión que asolaba los territorios de Castilla; no es menos cierto que en cláusulas menos conocidas el mentado documento hace referencia a cuestiones geoestratégicas de gran interés que redundan por ejemplo en que las Islas Canarias sean hoy España, mientras que las de Cabo Verde, o las propias Azores, pertenezcan de manera indiscutible a Portugal.

Por eso cuando restos de la primera expedición de Colon a lo que resultó ser América tocan tierra en Portugal, narrando como es obvio lo que han visto y vivido, las ansias que se despiertan en Juan II de Portugal no se saciarán reteniendo como de hecho hace a algunos de los tripulantes de la expedición, amparando tal proceder en que los mismos son de nacionalidad portuguesa. Más bien al contrario, será la mención interesada pero mención al fin y al cabo, de las cláusulas de Alcásovas, lo que mete a Portugal en la pomada.
Firmado en un momento en el que no ya solo la realidad sino incluso las premisas obligan a considerar un mundo netamente diferente, Alcásovas avala la tesis de que todo territorio descubierto al sur de las Canaria pertenecería de facto a Portugal. Si bien el contexto en el que las mismas son citadas obedece a un referente en el que Portugal tiene sus intereses puestos en el continente africano, lo cierto es que ello no solo no es óbice para que Portugal haya de abstenerse a la hora de hacer valer sus pretensiones una vez éstas se han orientado, tal vez legítimamente, en este sentido.

Será entonces, por supuesto, el papel de la Iglesia, el que se torne en valedor a la hora de evitar un conflicto que, de haber tenido lugar, sin duda hubiese modificado de manera inexorable los destinos de Europa.
Serán así las llamadas Cuatro Bulas Alejandrinas en tanto que rubricadas por el Borgia Alejandro VI, las que finalmente decanten la balanza del lado de los intereses de los Reyes Católicos.
De esta manera, en lugar de elegirse una pauta ligada a una demarcación de referencia en un paralelo (que determina orientaciones sur-norte), se apuesta por una de referencia meridiano (llamada a prodigar orientaciones este-oeste).
En consecuencia, dada la referencia que se suscita a partir de una línea trazada a 370 leguas de Cabo Verde, el mundo queda repartido, y la Historia que le es propia, delimitada.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.