sábado, 30 de enero de 2016

260 AÑOS DEL NACIMIENTO DE MOZART. DE LOS ESCRÚPULOS DE SER UN GENIO.

Si la Música es el idioma en el que Dios se hace entender, entonces sin duda que Mozart es su mejor apóstol.

Constituye la virtud del genio, a la vez la mayor de sus desgracias, tal vez por ello que pocos son los que aceptan, o sería mejor decir, asumen, el peso de tamaña imposición. Y digo imposición porque ser distinto es una maldición, no la forma, sino más bien la esencia de una deformación.
¿Cuántas maneras existen de asumir la existencia de una deformación? Si nos atenemos a los cánones médicos, y si por ser más precisos volcamos nuestras atenciones en el campo de la psicología, es más que probable que cedamos a la tentación de buscar en el concepto del complejo la fuente de las desinencias que a priori denotan por su presencia a la vez, la existencia de un deforme.
Sin embargo, basta con que nos detengamos un instante, para comprender cuando no comprobar que también en esto existen no ya agravios comparativos, cuando sí más bien diferencias de clase. Así, cuando es un miembro de la chusma quien presenta tales caracteres, en definitiva los propios del comportamiento necio, o directamente del cretinismo, no dudaremos un solo instante en arrojarle ya sea real o virtualmente, al cesto del oprobio; por el contrario, si tales desinencias se expresan en el seno de un sector acomodado de la sociedad, tanto los pecados reales, como por supuesto los potenciales quedarán cubiertos bajo la cubierta protectora de lo que se ha dado en llamar comportamiento excéntrico.

Siendo lo referido hasta el momento de común y no muy difícil aceptación en el presente, qué decir de lo mismo de acontecer en el Sacro Imperio Romano Germánico de mediados del Siglo XVIII.
Se erige la genialidad, cuando alcanza al hombre desarmado, a menudo en la mayor surte de desgracias que para éste podemos imaginar, computando incluso a veces entre las mismas a las que pueden proceder de la muerte misma (pues se muestra ésta a menudo como la única opción de descanso que de tal manera puede concebirse). 
Es la capacidad de creación la mayor a cuantas concepciones de la genialidad puede el hombre por sí mismo aceptar. Constituye la noción de creación, en sí misma, todo un dispendio filosófico, pues en tanto que afecta a patrones éticos y morales, pone en tela de juicio las casi todas concepciones a las que el Hombre en tanto que tal puede tener acceso pues, de propio que necesariamente al vincular el carácter de originalidad a cualquier impronta que de verdad merezca considerar como tal lo devengado de algo verdaderamente creado, exime al Hombre de cualquier responsabilidad, pues tal una condición exclusiva de la deidad.

En resumidas cuentas, crear es cosa de Dios. Así, el que crea y persevera en su naturaleza de hombre, o es un farsante, o es un hereje.

Nos queda, no obstante, la tercera opción. Si bien habrá que esperar unos cuantos años, Nietzsche vendrá unos pocos años después a darnos la solución a partir no ya de la interpretación como sí más bien de la lectura atenta de una de sus más hermosas máximas. “de aquél que habita aislado, sólo una cosa cabe ser dicha: o nos encontramos ante una bestia, o nos encontramos ante un dios. Os muestro yo hoy la tercera opción; podemos estar ante un filósofo”.

Porque en el fondo de eso y de poco más que de eso vuelve a tratarse una vez más. De hombres, o por ser más concisos, de la necesidad de éstos de explotar la virtud que les caracteriza precisamente en tanto que les diferencia: la virtud de ser conscientes de sí mismos.
¿Resultan todavía necesarias más explicaciones? Aquel que se siente orgulloso por vivir en la norma, o sea, el mediocre, apenas será consciente de la intensidad cuando no de la responsabilidad que lo afirmado conlleva. Es el mediocre aquél que no vive, se limita más bien a ocupar un tiempo y un espacio. Inconsciente, cómo no, de su innata miseria, pace cuando no hoza orgulloso de haber encontrado una raíz enterrada en el suelo; y a menudo se muere sin saber que ha dejado pasar multitud de trufas adosadas a esas mismas raíces. En cualquier caso es como si verdaderamente la felicidad estuviera inherentemente ligada a la ignorancia.

Tal vez por ello que el papel del genio venga determinado cuando no manifiestamente descrito, por la presencia de manera tan evidente como continuada, de una suerte de permanente insatisfacción que solo en la permanente búsqueda encuentra si no su saciar, sí al menos su justificación.
Es la insatisfacción la forma adoptada por la energía que alimenta al genio. Pero tal y como ocurre con todo procedimiento en el que se ve involucrada cualquier forma de energía, vida y muerte aparecen inexorablemente ligados en tanto que no se puede beber la una, sin ingerir la otra.

Es la maldición del genio, la que pasa por saber que lo que le hace diferente, acabará por acarrearle la muerte. Y en el Caso de Mozart tamaña relación se verá además agravada por el efecto catalizador del tiempo.

Dará así pues Mozart muestra de todos y cada uno de los síntomas del genio en una cantidad, y en una proporción verdaderamente inusitados. Porque más allá de los arquetipos comúnmente aceptados y en definitiva sobradamente conocidos; o incluso en este caso sin necesidad de prescindir de ninguno de ellos, lo cierto es que Mozart desarrolló de manera inusitada a la par o tal vez por ello de forma absolutamente inusitada, caracteres semánticos y metodológicos de una complejidad tan sublime, y no solo en lo concerniente a su creación musical; que el conocimiento de los mismos sigue mostrándose como una fuente inabordable de dudas, toda vez que como ocurre con los verdaderos genios para acercarse a ellos hay que hacerlo en pos de preguntas, que no de respuestas.

Pocas son así las tradiciones que resisten al paso de Mozart. De hecho la primera en caer es la que afirma la inusitada correlación que existe entre un contexto histórico, y las creaciones y los hombres que le son propios. Dicho de otro modo, todo está en realidad propiciado, o sea, es previsible. Sin embargo Mozart es de todo, menos previsible. ¿Tiene esto algún sentido?

Y Mozart no era para nada un extraterrestre. Lejos de cualquier consideración que amenace con aproximarse a tamaña o parecida certeza; Mozart fue un arquitecto que construyó con los materiales que su tiempo le proporcionaron. De hecho, como afirman los especialistas en su figura y obra; y más a mi gusto como resulta de analizar la obra de su coetáneo y amigo Salieri: “…estamos, cuando del maestro Mozart se trata, en presencia de un perfecto conocedor tanto de la producción como de los métodos que avalan la existencia de todos los que en el contexto de la composición le acompañan”. (Incluyendo al propio Salieri, como después acabaría por ser obvio).

¿Debemos entonces reprochar contradicción alguna de tal hecho? ¿Era entonces Mozart un fraude?

Aplicados a tales consideraciones el más sabio de los ingredientes, a saber el que en forma de prudencia acaba por convertirse en mesura; habremos de decir que de la consideración de lo explicitado resultan certezas encaminadas a incrementar las bondades que referidas a su obra como por supuesto a sí mismo, podríamos llegar a considerar.

Retrocedamos un instante en lo ya refrendado, y podremos así darnos de bruces con la realidad. Un realidad que en consonancia con el momento histórico descrito se muestra ante nosotros con una forma “clara y distinta” en tanto que constatamos que la genialidad del maestro no pasa por la originalidad, al menos en lo concerniente al factor creativo pues esto nos arrojaría de nuevo en la contradicción divina; sino que más bien procede de conciliar ésta con un matiz, el ligado al ejercicio del orden.

Dicho de otra manera, Mozart no creaba, ordenaba. Mozart no inventaba sonidos nuevos, más bien su cabeza ordenaba sonidos viejos de manera nueva, dando con ello lugar a composiciones originales, por más que las mismas no contuvieran sino verdades que llevaban siglos gozando merecidamente de tal naturaleza y consideración.

De esta manera que Mozart da un nuevo giro de tuerca a la consideración de genialidad, más concretamente a lo concerniente a la oposición de ésta respecto del comportamiento coherente con la norma. Es así que hasta la llegada de Mozart, ser normal no solo estaba bien visto sino que era algo valorado, no en vano la capacidad de crear era algo restringido a Dios, de manera que experimentar en tales menesteres conducía rápidamente a la herejía, y de ahí a dormir calentito. Sin embargo, la vida y ¿por qué no decirlo? los milagros de Mozart, enfrentarán al Hombre con la que a partir de entonces pasará a ser de las grandes disquisiciones, la de saber que ejercer o desear ejercer de algo mejor que la miserable condición de hombre mediocre, sinónimo de hombre normal, lejos de ser una excentricidad, habría de ser una obligación.

¿Tenemos en cualquier caso valor para afrontar el reto?

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 23 de enero de 2016

500 AÑOS DE LA MUERTE DE FERNANDO DE ARAGÓN. EL ETERNO MONARCA.

Cae la tarde en Madrigalejo, un pequeño pueblo de Cáceres del que en principio poco habría de ser señalado de no contar con el hecho de que su posición adecuada para hacer posta de camino al Monasterio de Guadalupe, llevan al sitio a figurar en algunos mapas.
Y así ha de ser, o más bien que tales cosas pueden por explicar, el notable jaleo que sin escuchar se aprecia. Hombres de Armas en notable cantidad, se apremian los unos a los otros en pos además de lograr parecer ocupados en algo más que perseguir cuando no incordiar a las sirvientas, las cuales a su vez muestran con la actividad desempeñada más allá de la propia de atusar a los perros, y jalear a algún zagal descarriado, que efectivamente algo ocurre.
De valor son los estandartes que flamean en los rincones, destinados, ¡cómo no! a mostrar la valía de los hombres que a su vez recorren o han recorrido raudos las tierras primero de Cataluña, después de Castilla; y que de no ser por la mala disposición de los astros, se mostraban ya felices de ampararse en la protección de su sombra para perseguir una vez más batalla allí donde con tal fin puedan ser destinados.

Pero no es hoy día de caballeros valientes, sino de vasallos fieles. El brillo de las armas, acrecentado si cabe por el efecto de los aceros al chocar contra, o entre sí, ha de ser hoy sustituido por el roce que la pluma de ganso que, presto y sincero, anticipa la lección de humildad que todos habremos de recibir, pues incapaces somos de aprenderla.
Rasga pues en esta fría noche extremeña la pluma, para dar cita y a la par hacer mención expresa de los deseos del que si bien en vida fue uno de los más poderosos, es ahora, como todos, uno que sabedor de la proximidad del último presente, se afana en poner en orden sus últimos asuntos terrenales, toda vez que si por bien incrédulo, comprueba que en cuestiones de muerte y más allá, tan poco control tiene el que fue rey, como el que abogó de yuntero. A lo sumo, y en la distancia, la duración de las misas que por él se reciten; la cual durará no por la devoción al que ejerció como Señor, sino más bien por el impulso promovido desde la alcancía que sita en la Sacristía, acucia los oros destinados a conformar el tesoro de la Iglesia.

Se muestra así pues fiel el notario quien, desde la responsabilidad que da la diligencia, anota y consigna todo lo que allí sucede.
Son las posesiones en su totalidad para su hija. Mas no así el poder, de una u otra manera, devengado del uso y la atribución de la acción de gobierno; siendo precisamente tal el motivo por el que no resulta adecuado dejar a Doña Juana al frente de tamañas consideraciones, quedando pues dispensadas de tales.
Será así pues el poder en su magnífica y real consideración para su nieto, Carlos de Gante, que habrá ¡cómo no! de hacer un largo viaje. O dos más bien, pues si uno es estrictamente físico, el otro será de carácter más preceptivo, siendo a la sazón mucho más complicado.
Habrá se pues de nombrar regentes. Quedará al frente de los territorios y de cuantas consideraciones sean propias de las Tierras de Aragón, el que es su hijo natural, Alonso de Aragón. Mostrará así y con otras luego su predisposición y natural sosiego o desasosiego hacia unos y otros territorios respectivamente, como se desprende del hecho de nombrar al Cardenal Cisneros como regente para las tierras y disposiciones de Castilla.

En otras consideraciones deja constancia el notario de su ferviente deseo de ser enterrado en Granado junto a su primera esposa, Isabel de Castilla.

Elemento incuestionable de la Historia de España, la figura de Fernando II de Aragón, suplida cuando no arrebatada después por la su incondicional condición de Fernando “El Católico”, es y ha sido sin duda una de las figuras más tergiversadas de cuantas han venido a suponer, o cuando menos a condicionar con su presencia, algunos de los episodios que por sí mismos y en tal sirven unas veces para entender, y otras directamente para explicar, cuál es el sentido de nuestro presente, motivado por supuesto por el cariz que en determinados momentos tomó nuestro pasado.

Convencido pues de la conveniencia de transcender al mero acto biográfico, para dar paso siquiera al ejercicio de la especulación; es por lo que hemos de mostrarnos hoy un poco arrogantes, sin ánimo de ser pretenciosos, en un intento de traer a colación la figura del que siempre estuvo llamado a ser un gran rey, y que si bien lo fue, sus logros vinculados a acciones en unos casos, y a sacrificadas renuncias en otras, no han quedado sino postergadas por la alargada sombra de aquélla en torno a la cual tuvieron lugar sus máximos triunfos.

Sometido siempre a las mujeres, sucumbiendo en unos casos al poder, y en otros al influjo que éstas habrían de desarrollar en torno al mismo, Fernando de Aragón se verá primero condicionado por la inexorable a todos los efectos presencia demostrada por Isabel de Castilla para, después, verse arrojado a las encarnizadas consideraciones que la locura de su hija, la destinada a ser Juana de Castilla, tendrá a bien desencadenar en torno a él.

Sea como fuere, lo cierto es que el espacio vital del hombre quedará tremendamente reducido al tener en unos casos que afrontar las limitaciones que por notoriedad de matrimonio le impone la figura de Isabel; mientras que fruto evidente de las mismas las especiales necesidades de la heredera Juana vendrán a cortar definitivamente, y casi de raíz, todas las aspiraciones a ejercer de rey que a priori podría haberse hecho de haber presumido, como cualquier mortal lo hubiera hecho en lo momentos previos a verse casado con Isabel de Castilla, lo que acontece después de haber superado múltiples dificultades, incluyendo guerras civiles posteriores y una dispensa papal previa, en octubre de 1468.

Precisamente una boda, la que tuvo lugar entre Juana, hija de Enrique IV, y Alfonso V de Portugal, cuando ella contaba apenas con doce años, supuso el punto de arranque de los que se revelarían pronto como los mayores problemas de Fernando como rey. Si bien no es menos cierto que de la capacidad demostrada en la resolución de los mismos amparamos la convicción de que nos encontramos ante un gran monarca.
Así, cuando el rey luso mostró definitivamente sus intenciones, que en principio no eran otras que las de unificar los territorios bajo su mando; Fernando no solo entendió sino que asumió como propio el desafío que tamaño proceder suponía. Armó un ejército en consonancia con la labor, y el primero de marzo de 1476 plantó cara al invasor en las estribaciones de Peleagonzalo, cerca de Toro.

Fue así que las cuatro horas que en principio duró la batalla, vendrían a suponer la patente que certificaría la valía del monarca, valía que podría decirse se hizo extensible al reconocimiento de autoridad del matrimonio que ahora conformaba la Corona. Podremos decir sin riesgo de pronunciamiento excesivo que la derrota del rey portugués, y su posterior renuncia a dar rienda suelta a su voluntada de conquista será el primer gran logro de una Corona que además ha de mantenerse firme y entera a la hora de poner coto a una nobleza excesivamente fortalecida a raíz de la debilidad de la que siempre hizo ostentación Enrique IV.
De tal manera que podemos afirmar que los resultados de la Batalla de Toro vendrán a allanar de manera evidente los destinos de una futura España como algo más que una mera unión de territorios, tal y como siempre persiguieron los que estaban llamados a ser “Los Reyes Católicos”.

Porque si algo podemos atribuirles tanto a Isabel como a Fernando dentro de este ejercicio que la perspectiva de la historia nos participa, ese algo es sin duda la superación del término unión, por el de el concepto unidad. Son así los Reyes Católico los verdaderos responsables del primer intento conceptualmente viable de proceso destinado desde su pergeño, hasta su relativa consolidación final, a lograr la consolidación de un verdadero Estado, reflejo del primer conato de España.

Y para lograr tamaño propósito, entendieron que más que insistir en un más que dudoso triunfo al cual se accedería mejorando los obsoletos procedimientos existentes en el momento, tales como el uso de la guerra con fines estratégicos; Fernando logró en este caso triunfar alterando el que estaba llamado a ser ritmo normal de evolución de las cosas, introduciendo en la forma de hacer política los procedimientos altamente diplomáticos y marcadamente estratégicos con los que su padre, Juan II, no solo había logrado mantenerse sino que además había logrado incrementar si no tanto sus territorios, si desde luego su poder, en forma de alianzas de poder y sostenimiento.

No se requiere así pues de un elevado esfuerzo en materia de ingenio para reconocer en este tan desconocido hasta el momento, talante negociador, el origen del proceder que tantos y tan magníficos resultados habrían de darles a los Reyes Católicos, capaces sin duda de la gesta de generar primero y mantener después el concepto de una España unida, acabando por preconizar después el germen a su vez de un futuro proyecto de Europa.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 2 de enero de 2016

DE LA ENÉSIMA PARADOJA, DE LA TRADICIÓN COMO MODO DE ENFRENTARNOS AL FUTURO.

Resulta curioso, pero una vez alcanzado el momento destinado a erigirse en nuestro presente, una vez que de nuevo el instante ha sido otra vez seducido, siendo de tal hecho prueba el reconocer en el reciente pasado el instante destinado a quedar reservado en nuestro pasado, a lo sumo en forma de recuerdo; es cuando por un instante sentimos el efecto de la nostalgia que adopta la forma de connivencia con el ayer.

El paso del tiempo da lugar a un Nuevo Tiempo. Un tiempo sin destino, toda vez que en consonancia con el tórrido momento que nos toca presenciar, asistimos en silencio al lento pero a la sazón ya imparable desmoronamiento del que como edificio, constituyó si no el mejor refugio posible, sí el único que conocimos.
De manera lenta, dolorosa, apoyado en el eufemismo del son cosas que pasan; el nuevo policía cumple con su misión y, ejerciendo su labor de manera parecida a como ocurre en el momento en el que se ejecuta un desahucio con niños, las víctimas, presas de una suerte de alineación incomprensible no solo para los demás sino ciertamente para ellos mismos,  emprenden solícitos el camino hacia el atardecer que les regala el horizonte.

Nada somos, nada poseemos, en tanto que nada podemos llevar con nosotros una vez emprendido el ultimo viaje. Puede que después de todo, tal sea la única certeza cuya posesión nos está permitida.

¿Cuál es entonces la decisión correcta? ¿Tiene sentido enfrentarse al viento sabiendo que tarde o temprano todas las hojas le serán arrebatadas al árbol, quedando desdeñosamente acumuladas en el primer requiebro formado por la tapia del jardín?
Muchos se han venido haciendo éstas y parecidas preguntas a lo largo de la historia, prueba evidente de ello es que efectivamente existe la propia historia. Y la respuesta que han alcanzado se pone de manifiesto ante nosotros con la fuerza que proporciona el saberse en posesión de una certeza que no se puede explicar, que solo se puede experimentar. La certeza que pasa por aceptar que si bien efectivamente las hojas le son arrebatadas convirtiéndose en desdeñados objetos que como juguetes del infinito son regurgitados por el viento en una danza macabra que baila con el presente; no resulta menos cierto constatar que el árbol sigue ahí. Y seguirá un año más.

Se ubica en la consciencia del paso del tiempo una de las más eminentes fuentes de presagio de la condición diferencial de la que goza el ser humano en relación al resto de entes que habitan este mundo. La comprensión del paso del tiempo, hecho que acontece primero a partir de la percepción de los efectos que el mismo produce en quienes nos rodean; permite al individuo llevar a cabo posteriormente las extrapolaciones necesarias encaminadas a concebir las consecuencias que los mismos suponen para él mismo. Es así como el hombre se enfrenta poco a poco, primero de manera superficial, para ir luego profundizando en la misma, a cuestiones tan profundas como puede ser la propia contingencia, una vez establecidos los campos de duración al respecto de lo que la propia vida dura, y lo poco o lo mucho que tal hecho supone en relación a la vida de otros de los ya mencionados compañeros de viaje que junto a nosotros componen la dotación de este enorme arca que tal y como ahora sabemos surca un mar aparentemente infinito.

Es entonces cuando una vez la paradoja se ha puesto definitivamente al servicio de la ciencia, que conceptos hasta el momento desabridos, tales como necesidad, infinito y ¡cómo no! eternidad, se ponen de nuevo ante nosotros para hacernos testigos de nuestra grandeza, la cual se erige a la par en canon de nuestra miseria.

Somos seres condenados. Esclavos perpetuos, unas veces de nuestra conocimiento, las más de nuestra ignorancia, es la nuestra la única especie dotada de consciencia. Somos portadores de nuestro propio saber, pero en realidad portamos nuestra mayor miseria, la que pasa por comprender que saber es solo, en la mayoría de los casos, intuir lo mucho que se ignora.

Conocimiento e ignorancia, certeza y duda; son o a lo sumo se revelan como las metáforas que nuestra brevedad nos obliga a emplear a la hora de constatar la que no es sino la gran verdad, el conocimiento supremo, el que nos hace diferentes de manera eficaz: el que pasa por saber que definitivamente somos, si bien estamos efectivamente condenados a dejar de ser…

Es el presagio de la propia muerte, el que causa sobre nosotros el curioso efecto de permitirnos valorar la vida. Lejos de devanarnos la cabeza aquí y ahora en torno a sesudos debates en aras de un asunto cuya consecución más evidente pase por el turno de la insatisfacción; de lo que no obstante no nos guardaremos es de constatar cómo, efectivamente, el saber de la muerte y de su presteza nos conduce, ya sea como individuos, o incluso como especie, a vivir la vida de otra manera.

Se consagra el vivir al ejercicio efectivo del presente. Sin embargo, una de las más bellas disposiciones a partir de las cuales puede el hombre homenajear tanto a su condición, como fundamentalmente al elogio que supone la comprensión de la misma pasa, efectivamente, por la predisposición activa hacia la ciencia encaminada a ensalzar que no a embellecer, el cúmulo de disposiciones, logros y acontecimientos de los que el conocimiento eficaz de nuestro pasado nos hace artífices.

Aplicados sobre la historia procederes destinados a hallar en el individuo solvencia suficiente que convierta en plausible el proceder por medios deductivos, es como encontramos en la tradición recurso suficiente desde el cual erigir si no el destruido edificio sí tal vez algo un poco más modesto, que en cualquier caso sirva para proporcionarnos cobijo en estos desmadejados tiempos, en los que el ulular del viento nos vuelve netamente conscientes de la intensidad de la tormenta que todavía hoy, está por llegar.

La tradición, unas veces concepto, otras en sí mismo ente. Unas veces guardián pétreo de nuestros logros, caverna oscuras en cuyo fondo descansa a menudo las mayores de nuestras miserias; se ha confabulado siempre con o contra el tiempo para, tal y como hiciera Prometeo, aliarse con los hombres en un tal vez pobre intento de equilibrar las fuerzas en la desigual guerra que éstos libraban con los dioses.

Adquiere así tal vez la tradición no solo como concepto, ni siquiera como procedimiento. Resume la fuerza de la tradición en la aptitud a partir del regalo que a quien osa conocerla lleva a cabo proporcionando en el caso que nos ocupa, al hombre que ambicioso osa siubducir bajo sus capas al hacerle partícipe del gran misterio que supone el poder conocer el presente, a la vez que presagiar el futuro, a partir del poder cuasi místico que proporciona el conocimiento seguro del pasado.

Es entonces cuando en el contexto propio al inicio de este 2016 podemos atisbar, pues tratar de concretarlo se convertiría en un ejercicio carente cuando menos del indispensable uso de esa virtud que es la humildad; un viso de la importancia que precisamente en tiempos inestables como los que han venido constituyendo nuestro pasado más reciente, tienen consideraciones tales como la de contar con un promontorio sobre el cual elevarnos en ese siempre complejo ejercicio de mirar en pos de saber hacia dónde conducir nuestros pasos.

Es a partir de la comprensión de estas cosas, y de otras parecidas, cuando acertamos a intuir la importancia casi mística que adquiere la existencia de cuestiones cuando no de procedimientos que se traducen curiosamente en la percepción de la importancia casi vital que bien podemos aportarle a ejercicios dotados de la habilidad de proporcionarnos una noción firme de cuál es nuestra posición en el presente, a partir precisamente de la percepción de hechos repetidos en el pasado.

Es desde la disposición mental que tal conocimiento nos proporciona, desde donde hemos de proceder de cara no tanto a entender, como sí quizá más bien a intuir la importancia que algunos le suponemos a comenzar el año con el concierto que desde Viena año tras año supone la bienvenida que al nuevo periplo le brinda la Orquesta Filarmónica de Viena.

Incansables, aunque nunca repetitivos, las concepciones musicales con las que La Dinastía Strauss retrató en unos casos, y consolidó en otros la visión que desde entonces unos y otros tendríamos de la época que a ellos les fue propia; han copado las mañanas de cada día de Año Nuevo.

Se sepa o no de música, todo el mundo sabe en realidad de lo que hablo. Porque cada día de Año Nuevo los valses, las  polcas, e incluso los más desconocidos, los gallops, forman parte imprescindible de nuestra manera de considerar lo que es una forma adecuada de enfrentarnos cuando menos a las primeras horas del Año Nuevo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.