sábado, 2 de enero de 2016

DE LA ENÉSIMA PARADOJA, DE LA TRADICIÓN COMO MODO DE ENFRENTARNOS AL FUTURO.

Resulta curioso, pero una vez alcanzado el momento destinado a erigirse en nuestro presente, una vez que de nuevo el instante ha sido otra vez seducido, siendo de tal hecho prueba el reconocer en el reciente pasado el instante destinado a quedar reservado en nuestro pasado, a lo sumo en forma de recuerdo; es cuando por un instante sentimos el efecto de la nostalgia que adopta la forma de connivencia con el ayer.

El paso del tiempo da lugar a un Nuevo Tiempo. Un tiempo sin destino, toda vez que en consonancia con el tórrido momento que nos toca presenciar, asistimos en silencio al lento pero a la sazón ya imparable desmoronamiento del que como edificio, constituyó si no el mejor refugio posible, sí el único que conocimos.
De manera lenta, dolorosa, apoyado en el eufemismo del son cosas que pasan; el nuevo policía cumple con su misión y, ejerciendo su labor de manera parecida a como ocurre en el momento en el que se ejecuta un desahucio con niños, las víctimas, presas de una suerte de alineación incomprensible no solo para los demás sino ciertamente para ellos mismos,  emprenden solícitos el camino hacia el atardecer que les regala el horizonte.

Nada somos, nada poseemos, en tanto que nada podemos llevar con nosotros una vez emprendido el ultimo viaje. Puede que después de todo, tal sea la única certeza cuya posesión nos está permitida.

¿Cuál es entonces la decisión correcta? ¿Tiene sentido enfrentarse al viento sabiendo que tarde o temprano todas las hojas le serán arrebatadas al árbol, quedando desdeñosamente acumuladas en el primer requiebro formado por la tapia del jardín?
Muchos se han venido haciendo éstas y parecidas preguntas a lo largo de la historia, prueba evidente de ello es que efectivamente existe la propia historia. Y la respuesta que han alcanzado se pone de manifiesto ante nosotros con la fuerza que proporciona el saberse en posesión de una certeza que no se puede explicar, que solo se puede experimentar. La certeza que pasa por aceptar que si bien efectivamente las hojas le son arrebatadas convirtiéndose en desdeñados objetos que como juguetes del infinito son regurgitados por el viento en una danza macabra que baila con el presente; no resulta menos cierto constatar que el árbol sigue ahí. Y seguirá un año más.

Se ubica en la consciencia del paso del tiempo una de las más eminentes fuentes de presagio de la condición diferencial de la que goza el ser humano en relación al resto de entes que habitan este mundo. La comprensión del paso del tiempo, hecho que acontece primero a partir de la percepción de los efectos que el mismo produce en quienes nos rodean; permite al individuo llevar a cabo posteriormente las extrapolaciones necesarias encaminadas a concebir las consecuencias que los mismos suponen para él mismo. Es así como el hombre se enfrenta poco a poco, primero de manera superficial, para ir luego profundizando en la misma, a cuestiones tan profundas como puede ser la propia contingencia, una vez establecidos los campos de duración al respecto de lo que la propia vida dura, y lo poco o lo mucho que tal hecho supone en relación a la vida de otros de los ya mencionados compañeros de viaje que junto a nosotros componen la dotación de este enorme arca que tal y como ahora sabemos surca un mar aparentemente infinito.

Es entonces cuando una vez la paradoja se ha puesto definitivamente al servicio de la ciencia, que conceptos hasta el momento desabridos, tales como necesidad, infinito y ¡cómo no! eternidad, se ponen de nuevo ante nosotros para hacernos testigos de nuestra grandeza, la cual se erige a la par en canon de nuestra miseria.

Somos seres condenados. Esclavos perpetuos, unas veces de nuestra conocimiento, las más de nuestra ignorancia, es la nuestra la única especie dotada de consciencia. Somos portadores de nuestro propio saber, pero en realidad portamos nuestra mayor miseria, la que pasa por comprender que saber es solo, en la mayoría de los casos, intuir lo mucho que se ignora.

Conocimiento e ignorancia, certeza y duda; son o a lo sumo se revelan como las metáforas que nuestra brevedad nos obliga a emplear a la hora de constatar la que no es sino la gran verdad, el conocimiento supremo, el que nos hace diferentes de manera eficaz: el que pasa por saber que definitivamente somos, si bien estamos efectivamente condenados a dejar de ser…

Es el presagio de la propia muerte, el que causa sobre nosotros el curioso efecto de permitirnos valorar la vida. Lejos de devanarnos la cabeza aquí y ahora en torno a sesudos debates en aras de un asunto cuya consecución más evidente pase por el turno de la insatisfacción; de lo que no obstante no nos guardaremos es de constatar cómo, efectivamente, el saber de la muerte y de su presteza nos conduce, ya sea como individuos, o incluso como especie, a vivir la vida de otra manera.

Se consagra el vivir al ejercicio efectivo del presente. Sin embargo, una de las más bellas disposiciones a partir de las cuales puede el hombre homenajear tanto a su condición, como fundamentalmente al elogio que supone la comprensión de la misma pasa, efectivamente, por la predisposición activa hacia la ciencia encaminada a ensalzar que no a embellecer, el cúmulo de disposiciones, logros y acontecimientos de los que el conocimiento eficaz de nuestro pasado nos hace artífices.

Aplicados sobre la historia procederes destinados a hallar en el individuo solvencia suficiente que convierta en plausible el proceder por medios deductivos, es como encontramos en la tradición recurso suficiente desde el cual erigir si no el destruido edificio sí tal vez algo un poco más modesto, que en cualquier caso sirva para proporcionarnos cobijo en estos desmadejados tiempos, en los que el ulular del viento nos vuelve netamente conscientes de la intensidad de la tormenta que todavía hoy, está por llegar.

La tradición, unas veces concepto, otras en sí mismo ente. Unas veces guardián pétreo de nuestros logros, caverna oscuras en cuyo fondo descansa a menudo las mayores de nuestras miserias; se ha confabulado siempre con o contra el tiempo para, tal y como hiciera Prometeo, aliarse con los hombres en un tal vez pobre intento de equilibrar las fuerzas en la desigual guerra que éstos libraban con los dioses.

Adquiere así tal vez la tradición no solo como concepto, ni siquiera como procedimiento. Resume la fuerza de la tradición en la aptitud a partir del regalo que a quien osa conocerla lleva a cabo proporcionando en el caso que nos ocupa, al hombre que ambicioso osa siubducir bajo sus capas al hacerle partícipe del gran misterio que supone el poder conocer el presente, a la vez que presagiar el futuro, a partir del poder cuasi místico que proporciona el conocimiento seguro del pasado.

Es entonces cuando en el contexto propio al inicio de este 2016 podemos atisbar, pues tratar de concretarlo se convertiría en un ejercicio carente cuando menos del indispensable uso de esa virtud que es la humildad; un viso de la importancia que precisamente en tiempos inestables como los que han venido constituyendo nuestro pasado más reciente, tienen consideraciones tales como la de contar con un promontorio sobre el cual elevarnos en ese siempre complejo ejercicio de mirar en pos de saber hacia dónde conducir nuestros pasos.

Es a partir de la comprensión de estas cosas, y de otras parecidas, cuando acertamos a intuir la importancia casi mística que adquiere la existencia de cuestiones cuando no de procedimientos que se traducen curiosamente en la percepción de la importancia casi vital que bien podemos aportarle a ejercicios dotados de la habilidad de proporcionarnos una noción firme de cuál es nuestra posición en el presente, a partir precisamente de la percepción de hechos repetidos en el pasado.

Es desde la disposición mental que tal conocimiento nos proporciona, desde donde hemos de proceder de cara no tanto a entender, como sí quizá más bien a intuir la importancia que algunos le suponemos a comenzar el año con el concierto que desde Viena año tras año supone la bienvenida que al nuevo periplo le brinda la Orquesta Filarmónica de Viena.

Incansables, aunque nunca repetitivos, las concepciones musicales con las que La Dinastía Strauss retrató en unos casos, y consolidó en otros la visión que desde entonces unos y otros tendríamos de la época que a ellos les fue propia; han copado las mañanas de cada día de Año Nuevo.

Se sepa o no de música, todo el mundo sabe en realidad de lo que hablo. Porque cada día de Año Nuevo los valses, las  polcas, e incluso los más desconocidos, los gallops, forman parte imprescindible de nuestra manera de considerar lo que es una forma adecuada de enfrentarnos cuando menos a las primeras horas del Año Nuevo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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