sábado, 26 de octubre de 2013

DE LOS ONCE DÍAS DE OCTUBRE.

Parece hoy un día propicio para abandonar, aunque tan solo sea por un instante, la senda histórica, y por ello quién sabe si excesivamente estricta en la que tal vez llevemos demasiado tiempo instalados para no obstante, explorar de manera no menos rigurosa, otros caminos que, a la sazón, pueden igualmente aportarnos consideraciones tanto o quién sabe si incluso más jugosas.
Es así pues que, convencidos hoy de lo verosímil que puede resultar abandonar la senda de lo conocido, no será menos cierto que semejante traición habrá de ser llevada a cabo en pos de lugares que de forma perentoria hayan de resultar tan, si no más interesantes que aquéllos que por otro lado abandonamos. Lugares en los que por ejemplo la Filosofía, cuando no la Religión, o incluso una combinación equilibrada de ambos; vengan a sustituir como decimos a las exposiciones que han  venido a configurar el territorio en el cual venimos moviéndonos.
Azuzados de manera evidente por el reto que tales afirmaciones constituyen, es así que pocos temas pueden resultar hoy no solo atractivos, sino incluso correcta y contextualmente traídos a colación, como el que se suscita en torno al Tiempo, y sobre todo en relación a las consideraciones que siempre han regido los vínculos entre el Hombre, y el propio Tiempo.
Afrontar las múltiples consideraciones que afecta al Tiempo, y más concretamente  a las que se generan una vez que lo vinculamos inexorablemente al Hombre, abren ante nosotros una gama de situaciones, cuando no de circunstancias, e incluso de sensaciones, cuyo enorme capital nos sirve para hacernos una idea bastante aproximada de las más que notorias acepciones que el tema tiene.
¿Existe el Tiempo? De ser así, ¿qué es? ¿Puede ser concebido, o incluso experimentado, de manera ajena al Hombre?
Constituyen todas estas preguntas cuya respuesta no será buscada hoy, ni por supuesto a través de esta sencilla aproximación. Más bien al contrario, el objetivo de la misma quedará sobradamente cumplido si logramos, no obstante, poner de manifiesto una vía más desde la que seguir sometiendo a cuestión una más de esas múltiples cuestiones cuya permanencia se debe tan solo muchas veces a la falta de motivos para preguntarse al respecto de la misma.
Ateniéndonos al Tiempo, quién sabe si como realidad, lo cierto es que poco podemos decir al respecto.
Acudiendo a la Filosofía como único elemento competente a la hora de analizar consideraciones tan etimológicamente abstractas, lo cierto es que lo único que podemos decir del mismo, es que más allá de que posea o no naturaleza, lo cierto es que solo parece tener sentido, cuando no abierta explicación, en virtud o en base al cúmulo de sensaciones que trae, vinculados siempre y en exclusiva al propio Hombre. Podríamos así concluir que el Tiempo solo existe en la medida en que su paso causa emociones en el Hombre, emociones que, ahora sí objetivamente, se traducen en cambios.
Porque sin el menor género de dudas, he ahí la verdadera conceptualización del Tiempo, la que procede de la experimentación directa de los cambios que en toda realidad se observan, y que parecen estar inherentemente ligados al mismo, o más concretamente a su inexorable transcurrir.
Y es ahí donde hemos de redundar, en el hecho de que muy probablemente, no sea el Tiempo per sé lo que se digno de consideración, sino más bien su inexorable transitar, y las consecuencias que el mismo traen para el Hombre.
Acudiendo finalmente a la Filosofía, redundaremos manifiestamente en el hecho fácilmente constatable en base al cual el Tiempo y su transitar (el devenir), se convierten en el centro de las consideraciones al respecto desde los Presocráticos, habiendo de ser Nietzsche quien a priori cierre la disquisición; poniendo por supuesto por en medio todas las consideraciones que al respecto La Escolástica, y sus “Filósofos Cristianos” tuvieron a bien llevar a cabo.
Será así el Tiempo, y más concretamente su traducción física, el ya mencionado devenir, lo que constituya la gran aportación que determine el triunfo del Logos respecto del Mito, desde el Siglo VI a.C. hasta la definitiva constatación del dilema consagrado en la lucha sostenida entre Platón y Aristóteles.
Se traduce la mencionada lucha en la ingente lista de aseveraciones que surgen en torno a la disquisición capital entendida como la cuestión de si es el estatismo, o por el contrario el movimiento, lo que concita el estado natural del Universo, y por ende de los entes que le son propios.
Esta lucha, que en esencia redunda en todo lo que vendrá a separar para siempre y a la sazón de manera irreconciliable a las dos grandes escuelas filosóficas, se resume de manera simple en el sometimiento de la cuestión evidente planteada en forma sencilla en base a la cual la realidad de todas las cosas puede ser fija, en cuyo caso conceptos como el de eternidad, permanencia, infinito etc no solo tendrán sentido, sino que se revelarían como los acertados; enfrentados por oposición franca en materia dialéctica a otros tales como cambio, devenir, fin…los cuales como es obvio, se oponen de manera absoluta, resultando pues imposible, cualquier atisbo o intento de reconciliación.
Acabamos de poner sobre la mesa, de manera casi casual, elementos que por sí mismos se bastan y se sobran para relatar la que sin duda constituye una de las más impresionantes, brillantes y a la sazón imposibles, de todas las confrontaciones conceptuales sobre las que es posible teorizar. Constituye, a grandes rasgos, el campo de batalla en el que se enfrentan las dos grandes escuelas sobre cuya materia resulta casi imposible no tener opinión. Hablamos del enfrentamiento entre Escuela Racionalista, y Escuela Empirista.
Convergen en la Escuela Racionalista todos y cada uno de los conceptos elevados a su grado sumo. Y es ahí ya donde podemos comenzar a intuir los visos por los que ésta se  mueve ya que, la perfección, en tanto que tal solo puede obedecer a una teorización. De ahí que la escuela en cuestión maneje y se mueva exclusivamente en términos de Ideas “El Pensamiento piensa Ideas.”
Por el contrario, la Escuela Empirista juega al otro lado, al lado expreso de la Realidad, entendida como la que responde a la constatación directa a través del juicio crítico que de la misma hacen en cada instante los sentidos. Se trata así pues del análisis eminentemente práctico de realidades en tanto que tal esto es, que responde de forma específica y rigurosa a las consideraciones que desde la constatación de su naturaleza podemos hacer desde la vinculación que nuestros sentidos proporcionan.
Como podemos constatar de manera sencilla, una más de las múltiples batallas que ambas consideraciones por contrapuestas mantienen, se basa en la distinta consideración que el Tiempo así como las distintas fenomenologías que le están asociadas, merecen de cara a cómo afecta a los principios de una y otra consideración.
Así, en términos propios tan solo a los protocolos de la formulación teórica (la singular naturaleza del ente nos lleva a aceptar el proceder) los racionalistas hablarán del Tiempo en forma de realidad estática. Una realidad asociada al infinito, a la eternidad, como elemento paralelamente surgido a la hora de interpretar la preconización que a tal respecto la perfección como permanente búsqueda tiene para el racionalista.
Puestos ahora del lado de los empiristas, recogemos una consideración en la que lejos de discutir la consideración teórica anteriormente reflejada, lo que hacemos es más bien preconizar su valor en otra dirección. En este caso, no es el concepto de Tiempo lo que ha de entretener nuestra disposición sino que ésta ha de centrarse en las consecuencias que el transitar del mismo tiene para todas las realidades, y a cuya manifestación asistimos por medio de la observación de los cambios que en apariencia asociados al mismo, se observan en todas las realidades.
Observamos así en definitiva que no es al respecto de la existencia o no del tiempo, lo que suscita en este caso el enfrentamiento. El mencionado viene más bien vinculado a la valoración de las consecuencias que para el contexto trae su aceptación o no.
Resumimos así pues en la posible condición de relativo, de un concepto por otro lado tan vinculante como es el del Tiempo, donde apoyamos la presente disquisición en base a la constatación dialéctica que al respecto tal eficazmente han descrito los postulados que a tenor manifiestan Racionalistas y Empiristas.
Mas sin abandonar del todo el marcado atractivo que la mencionada confrontación merece, lo cierto es que sí nos llevaría una eternidad dilucidar un vencedor, a la vista de lo equilibrado de los argumentos de ambos contendientes.
Aceptando así el arbitraje de un tercer elemento destinado si no a desempatar, si cuando menos a añadir más luz a la consideración; promoveremos activamente la integración de un tercero en discordia que nos ayude cuando menos a aportar luz a lo expuesto.
Habrá de ser ese tercero, sin duda una realidad de marcada talla a la vista del grado de los contendientes ante los que se libran espadas. Es así que, no tras poco dilucidar, se nos antoja la Religión como único elemento con verdadero nivel para hablar al respecto.
Bastará paradójicamente con un instante, para comprobar la manifiesta vinculación que no obstante ha existido siempre entre La Iglesia, y el Tiempo. En términos Cristianos viene siendo la Iglesia, desde el Concilio de Nicea, la que viene fijando el modus, así como las causas que rigen la manera de ordenar el Tiempo, así como las maneras mediante las que nos comportamos respecto del mencionado Tiempo. En otras palabras es a la Iglesia a la que le corresponde manifestarse respecto del calendario, y de las modificaciones que al respecto serán propias.
En términos históricos data el actual calendario gregoriano para más seña, de finales del Siglo XV. Vino éste a sustituir a su predecesor, el calendario juliano, que viene de la época pre-cristiana, concretamente del 46 a.C.
Formulada la cuestión en relación a los motivos que pueden justificar su cambio, y más concretamente los desórdenes que la misma sin duda hubieron de causar; nos encontramos con la explicación oficial en base a la cual era la formulación del juliano propenso a los desfases, toda vez que se regía de manera franca por el aparente movimiento del Sol, lo que demuestra su vinculación directa con culturas eminentemente solares como la egipcia.
Estos desfases, computados desde el mencionado II Concilio de Nicea, acontecido en el 325, acumulaban un total de 20 días objetivos allá para 1582, momento de su implantación, a saber como una de las constataciones del Concilio de Trento.
Sin embargo, cabe otra explicación.

Acudimos en pos de la misma a Nicolás COPÉRNICO. Uno de los más grandes entre los grandes. Astrónomo, científico ante todo, Copérnico se enmarca dentro de esa gran categoría de Hombres que impulsados por el genio que impulsó el Renacimiento, vinieron a revolucionar el mundo. Y lo revolucionó, vaya si lo hizo. No en vano una de sus obras más influyentes, De revolutionibus orbium coelestiun revoluciona para siempre la manera de concebir el Universo, y por ende los posicionamientos del Hombre frente a éste, y por ende frente al propio Hombre, consolidando con ello la base de la revolución conceptual que más tarde los ilustrados impulsarán dando paso al Giro Copernicano-Kantiano.
Será así que en uno de los capítulos finales, COPÉRNICO habla de la posibilidad de que un astro pueda chocar contra la Tierra, provocando con ello una sucesión de cataclismos terribles a los que el planeta no podría imponerse. Se trataría pues del Apocalipsis. Y no contento con ello, el autor pone fecha a tal evento: trece de octubre de 1582.
Conocedor de las terribles consecuencias que tales afirmaciones traerían para su persona, que difícilmente se salvaría de la hoguera al ser fácilmente declinables como  constitutivas de herejía, no en vano niegan la posibilidad del anunciado Juicio Final ya que tal y como se comprende, la absoluta destrucción mataría por igual a justos y a pecadores; lo cierto es que COPÉRNICO entrega su obra a un amigo impresor polaco, al que ordena que proceda con la impresión de la misma inmediatamente después de su muerte, que acontece en 1543.
Cien serán los ejemplares que se publiquen y que constituirán la pesadilla de la Iglesia, que se servirá de todos los medios posibles para perseguirla por toda Europa, en sus diversos centros de conocimiento.
El último ejemplar se dice estuvo en Salamanca, en manos de un joven y ambicioso alumno de Teología quien después de un viaje a Roma volvió convertido en Obispo, si bien no vivió mucho para disfrutar tal hecho.
Pero el peligro era terrible. Todo el Edificio de la Iglesia se fundamentaba en el Santo Temor a Dios, el cual se vincula a la posibilidad de erigir al mismo como fuente de la Justicia Suprema y…¿dónde queda ésta si Dios destruye a todos por igual?
Es entonces cuando surge la idea genial: “Si no podemos evitar que el hecho acontezca, hagamos desaparecer el día en el que, supuestamente éste ha de acontecer.”
El calendario juliano, acumula desde el año 325, año del Concilio de Nicea, más de 12 días de desfase. La causa, en el mismo se fija como fundamental el equilibrio de las fechas con vinculación litúrgica, usando el plenilunio y la Pascua como referencia. Aquél año tales hechos coinciden el 21 de marzo pero, para 1582 ¡nos vamos al 11 de marzo! Para ello los romanos elaboran un calendario paralelo, de marcado carácter civil, llamado calendario romano como tal.
En consecuencia, la situación parece difícil de aprovechar. Hay que hacer desaparecer el fatídico trece, ¿os suena? Lo cierto es que para reducir el margen de error, fueron veinte y no diez los días que desaparecieron. Así, el mundo se acostó el jueves juliano 4 de octubre, y amaneció en el viernes gregoriano a 16 de octubre.
Y esa es la historia de los once días de octubre.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

martes, 22 de octubre de 2013

DE LA EUROPA DE NAPOLEÓN, DOSCIENTOS AÑOS DE LA DERROTA EN LA BATALLA DE LAS NACIONES, PASANDO POR TRAFALGAR, EN POS DE DIALÉCTICA EUROPEA.

Muchas son las ocasiones, especialmente en Historia, en las que por diversas circunstancias, bien pudiendo ser éstas de mero carácter formal, o incluso por estar  dotadas de un grado de voluntad mayor, que acudimos a los tópicos en pos de encontrar, quién sabe, si reforzamiento sobre el que apuntalar un argumento a priori susceptible de ser cuestionado, o incluso constatar por medio del mismo el grado de consenso que sobre una determinada opinión o mensaje pueden tener aquéllos que nos rodean, o de cualquier otra manera permanecen de nuestro mensaje.
Todo es así que de producirse de semejante manera, en la Historia casi mejor que en ninguna otra disciplina, se es propenso a las aseveraciones en base a la pormenorizada lógica. Así, no resulta para nada complicado referirnos en este precioso instante a aseveraciones del calibre de “…así todos eran necesarios, mas nadie resultó en sí mismo imprescindible.”

Una vez expuesta la tesitura de arranque, sometemos a tal la consideración de semejante hecho, aplicado a la figura, por ejemplo, de aquél que constituye en el día de hoy, el carácter fundamental de nuestras reflexiones.
Así, a título meramente expositivo, bien podríamos decir que, sin el menor género de dudas, una excepción a la  máxima defendida hasta el momento, bien podría pasar por las que afectan a personas o hechos sin los cuales, por ejemplo, resulta poco menos que imposible explicarse, o llegar tan siquiera a considerar tanto las formas como los fondos en base a los cuales se han producido, digamos que determinados periodos históricos.

Es así que, a estas alturas, es más que probable que muchos estarán de acuerdo conmigo en lo complicado, por no decir imposible que resulta explicar, cuando no comprender el siglo XIX sin la aportación de NAPOLEÓN.

A título de mera reflexión, convergen en NAPOLEÓN muchos, por no decir manifiestamente todos de los requerimientos que se pueden por ende exigir a toda figura cuando no incluso periodo, propenso de ser conceptualizado como de histórico. Es la de Napoleón una figura absolutamente definible, que posee por ello concepto propio, y sobre la que procede en consecuencia la escenificación de una serie de preceptos previsibles toda vez que el coeficiente de realidad que alberga el personaje le llevan a permitir todo un ejercicio de previsión basado en la gran cantidad de datos que del mismo se disponen.
Será precisamente esta riqueza en referencias biográficas constatables además en multitud de fuentes propias y ajenas, la que dota al personaje de una condición de la que otras leyendas carecen, cual es la de la credibilidad; y todo ello sin deteriorar un ápice tal condición de Héroe Legendario. Más bien, me atrevería yo a decir que incrementándola ya que, de cualquier otra manera, ¿alguien se ve de verdad con el ánimo suficiente como para someter a la figura al juicio de los tiempos?

Resulta así pues absolutamente coherente que sea en su biografía, donde precisamente naveguemos en pos precisamente de esos datos, dotados todos ellos de un marcado carácter vital, donde hallemos sin resquemor los preceptos y las bases que nos permitan concebir con presteza los aspectos a partir de los cuales juzgar, terminando por consolidar en una la tesis procedente de la dialéctica que se resume en la confrontación de sendas posibilidades manifiestas: ¿Héroe o villano?

Escenificamos pues las excelencias de semejante pretensión, y  nos encontramos así pues con la necesidad de delimitar rápido, y de manera inequívoca los principios desde los cuales juzgar con imparcialidad el grado de pertenencia a los caracteres anteriores. Acudimos así pues, en buena lid, a buscar en los griegos y en las genealogías que éstos promovieron las premisas que nos lleven a albergar la esperanza de poder constatar con una mínima solvencia los parámetros desde los que emitir cuando menos un principio de constatación.
Resulta así pues el héroe, toda una suerte de figura esencialmente romántica, que lleva por ende sus motivaciones a la esencia de sus actos, preconizando con ello abiertamente los vínculos que se establecen entre aquello que es deseable, y aquello que por otro lado es justo. Es así pues el héroe una figura esencialmente virtuosa, unida por relación esencial a la permanencia, y que en definitiva se halla ligada, yo diría que abiertamente desde su génesis, al dogmatismo propio de la eternidad.
Nos queda así por toda la suerte del villano. Escapando de la condescendencia premonitoria de constatar sus atributos mediante un mero ejercicio de oposición; lo cierto es que el villano presenta una riqueza semántica que rápidamente nos hace agradecer encarecidamente el haber huido voluntariamente del mero reduccionismo que se nos proponía para no obstante, hacernos fuertes en una de las virtudes más importantes de cuantas podemos hoy conciliar en esta breve aportación, cual es la de la prestancia al cambio, al dinamismo y en última instancia a la permanente sensación de revolución necesaria, que siempre albergó Napoleón.

Cambio y revolución, preceptos en tanto que superan por composición la mera consideración de conceptos y que por medio de extraños escorzos, se consolidan en el en apariencia paradigmático escenario que proporciona la siempre presente idea de imperio que en el caso de Napoleón, siempre constituirá el último y por ende el mayor de sus anhelos.

¿Cómo lograr, así pues, consolidar de manera solvente y en la misma descripción términos tan opuestos como los mencionados? Pues inexorablemente, buscando donde los haya preceptos que nos permitan albergar esperanza de tender puentes que efectivamente unan, más que separen.

Es ahí pues, precisamente, donde habemos de acudir necesariamente al Romanticismo. El Romanticismo como fuente y precursor no solo de un contexto ideológico cuando no político dentro del cual convertir aunque no sea más que en meramente viables la amalgama de realidades que estamos delimitando; sino del Romanticismo como verdadero agente que supera por ende la mera función de observador, para participar de manera abierta en la elaboración, ejecución y consolidación de los planes del genio al que hoy sometemos a consideración, esperamos que desde una perspectiva diferente y por qué no, innovadora.

Resulta así pues Napoleón la eterna figura en la que constatar tanto los vicios como las virtudes, y todo ello en el grado sumo, desde las que tan solo puede conciliarse la observancia a ultranza de un resultado del Siglo XIX Romántico.
Una permanente dualidad, capaz de desarrollar las mayores batallas, desde la constatación expresa de que la más truculenta de todas se libra dentro de él mismo.
Un Héroe Romántico que responde con ello a nuestra cuestión inicial, albergando en su seno cualidades, vicios y certezas; propensas en cualquier caso a consolidar todas las dudas, a la par que ninguna certeza, dejando con ello y una vez más abierto, el denso espacio de las especulaciones.
Una figura categóricamente contradictoria, fruto como todos de su tiempo, no en vano se trata directamente de un producto de la Revolución Francesa, que logra no obstante reinventarse, acudiendo precisamente a su esencia romántica en pos de las composiciones que le permitan consolidar a partir de las contradicciones propias, un escenario desde el que hace creíble, cuando no incluso viable, su sueño.

Un sueño del que como ocurre en todos los casos, resulta imprescindible despertar. Y despertar en este caso no solo a la realidad, sino a una realidad especialmente cruel, cual es la que se escenifica en la derrota.
Una derrota, la acontecida en la Batalla de Las Naciones, de la que se acaban de cumplir doscientos años precisamente esta pasada semana y que, de manera congruente, nos lleva a consolidar el carácter de mitológico de todo lo que hasta el momento hemos dicho en tanto que resulta curioso el comprobar la manera mediante la que incluso la conmemoración de lo que de facto fue una derrota, puede en realidad convertirse en el mejor de los testigos de cara a conceptualizar una grandeza.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 12 de octubre de 2013

DE VERDI, SU CONCEPTUALIZACIÓN, Y DE LA ÓPERA COMO ACICATE.

Acudimos raudos, prestos y por qué no decirlo, conformes con ello, a una de las pocas citas ineludibles que todos aquéllos que amamos la Música, en sus más múltiples facetas, tenemos para con la misma.

Acudimos así, al homenaje de Giuseppe VERDI, en el bicentenario de su nacimiento.

Doscientos años. ¿Ya doscientos años? ¿Tan solo doscientos años? En VERDI y en especial en su obra, las dos expresiones de sorpresa, pese ser normalmente enfrentadas, adquieren en el maestro, y en especial en el valor de su obra; pleno sentido de vigencia.

Es VERDI el autor eterno. Complicado en pos de ser ubicado, máxime pues difícil de catalogar, ni etimológica, ni preceptivamente.
Y resulta a época, al contrario de lo que viene pasando con la mayoría de los hechos o de las personas a cuya revisión acudimos de forma periódica; la que en el caso que hoy nos ocupa no solo no ayuda, sino que más bien parece conspirar en nuestra contra.
Tan solo, aunque por ello haya que decir, afortunadamente; una sola cosa parece mostrarse firme, a la hora de ayudar a conciliar nuestra presencia para con el personaje, Giuseppe VERDI, y para con la época, el XIX en todavía puzzle más que estado, Italia.
Hablamos, como no puede ser de otra manera, de la ÓPERA, en todas sus acepciones.

Hablar de ópera supone, ineludiblemente, hablar de Italia. Y lo será, curiosamente, más que cualquier otra cosa hasta que el puzzle de estados gestionados por otros para otros, acaba allá por 1861 consolidando su unificación.
Es así que Italia es ópera. Y dado que VERDI es la ópera, resulta ya indefectible establecer el vínculo entre Italia y VERDI. Vínculo que bien podrá ser denominado por cuantos así lo deseen, como mero nacionalismo. Pero la verdad es que VERDI fue y será siempre por ende, mucho más que un sencillo nacionalista.

Detenernos en nuestro virulento camino, ése que está fraguado por los continuos obstáculos que deposita en torno de nosotros la mundana actualidad; y ponernos en disposición de entender a VERDI requiere, como ocurre con la mayoría de las cosas importantes, proceder con un salto que viene más categorizado por condicionantes cuantitativos que cualitativos porque, tal y como el lector podrá rápidamente satisfacer, parece mentira, una vez consolidado el bagaje tanto profesional como personal de aquél sobre el que hoy fijamos nuestra vista, empezar tan solo a intuir que los aspectos, las grandezas y sobre todo los niveles de transcendencia a los que VERDI no solo hizo frente con su obra, sino que con la misma ayudó a encumbrar proceden, tan solo, del siglo XIX.

Es así pues tan grande el esfuerzo que se requiere, que tan solo la certeza de una gran recompensa, y la propuesta artística de la composición de VERDI lo es, pueden justificar tal hecho.
Una música transcendente, compleja, redundante pero armoniosa. Una música como pocas, encargada de preconizar el momento que le es propio. Un momento remoto, si bien de total actualidad. Un momento precursor de reformas absolutas, toda vez que definitivas.

Porque así como en el plano etimológico resulta complicado ubicar de primeras  la obra de VERDI en el XIX, es en realidad semejante hecho uno de los pocos que nos ayuda a contextualizar, tanto a la obra en cuestión, como a la época dentro de la que la misma se desarrolla.
Porque así como ocurre con su obra, es ésta reflejo de los sinsabores a los que resulta proclive una Italia que, en contra también de cuanto pueda parecer, antes de 1861 no será sino un enajenante puzzle compuesto de polis, cuando no de territorios independientes eso sí, gobernados en el mejor de los casos, manipulados en el caso de la mayoría, por gobernantes ubicados en territorios alejados los cuales dispondrán así mismo las piezas nunca en pos de la consecución de los italianos, sino más bien al contrario buscando siempre el beneficio de aquéllos que, como decimos. Se hallan ubicados a miles de kilómetros.

Es ahí pues, donde muy probablemente se fragua uno de los detonantes más pétreos de cuantos componen la supuesta tradición nacionalista de VERDI. La que se esculpe a partir de comprender  neta y por ende absolutamente la simbiosis que tanto en el terreno de lo conceptual, como en el epistemológico, se promueve entre la época de VERDI, y la producción operística de VERDI. Una producción que si bien se halla en consecuencia total y absolutamente ligada a Italia, no es menos cierto que los parámetros que ligan semejante ligazón son conceptuales más que procedimentales, en tanto que los mismos se encuentran sin duda presentes en la obra con una anterioridad tan grande respecto de la época de consolidación de la independencia, que el mero proceder cronológico encontramos pues recursos más que suficientes para atrevernos a indicar que el autor no era netamente nacionalista, no al menos en base a los cánones que parecen regir tal aseveración hoy en día.

¿Cómo advertir entonces semejante consideración, para con el al menos en apariencia grito de libertad que parece esconder el coro de Nabucco “Va, pensiero”?

Acudiremos una vez más, en consideración a la resolución de semejante dilema, a la constatación imprescindible en este caso de un hecho cuya relevancia presente y pasada hace ya imprescindible su consideración, cual es el carácter, estrictamente Romántico, de VERDI.

Lector apasionado de textos y poesía lírica, es VERDI un hombre en el que han hecho mella factores y conceptos que preconizan en él la suma de valores que, vistos desde fuera, y con el efecto de caleidoscopio en el que a menudo el tiempo sumerge a los acontecimiento, bien pudiera llevar a pensar a los lectores que el afán de VERDI pasa inexorablemente por la consagración de Italia. Pero la realidad no es esa. La realidad pasa inexorablemente por redefinir el tono, el concepto, mucho más en la línea, romántica, de un hombre convencido de que la lucha, en sus más diversas versiones, adquiere su legitimidad en la medida en que fuentes externas tales como el ser ésta catalizador imprescindible de las libertades del individuo, la dotan de tal condicionamiento, aunque sea éste meramente instrumental.
Ese será el espíritu que lleve a VERDI a apoyar manifiestamente a los sublevados que echaron al General RADETZKY de Venecia como resultado de la sublevación de 1848, y será el mismo que le lleve a renunciar al populacho representado en los campesinos que en todos los pueblos y ciudades del Piamonte recibirían a partir del 22 de agosto de 1849 de nuevo al invasor austriaco al grito de ¡Viva Radetzky!

¡Viva Radetzky! Un grito que se opone de manera dramática, al que constituye el eje central del que se supone manifiesto nacionalista de VERDI,  a saber, el que se refiere al coro de los esclavos hebreos del Acto III de Nabucco en su más que famoso “Va, pensiero sull´ali dorate” (Ve, vuela, pensamiento, sobre las alas doradas), estrenado en La Scala un 9 de marzo de 1842, irrumpiendo después como himno imprescindible del movimiento.
Un grito que se opone como en este caso lo hará el otro, de carácter silencioso que el autor pronunciará en repetidas ocasiones, todas ellas en paralelo al dramático proceso que supone el comprender, o más bien el no hacerlo, que los tiempos políticos, poco tienen que ver con los tiempos de la pasión que emergen en este caso del corazón de un hombre que de verdad cree fervorosamente en una Italia territorio en el que desarrollar de manera activa los deseos y pensamientos de un pueblo que lleva siglos, curiosamente, participando de manera activa de la Historia de Europa, una Europa que de manera tanto activa como pasiva se empeña en impedir que cumpla para con su propio deber.

Habrá de ser en ese y no en otro concepto personal e histórico en el que habremos de enmarcar acontecimientos como el que conciernen al hecho de que nuestro protagonista acepte presentarse, como candidato a diputado, en las primeras elecciones a Parlamento nacional tras la unificación italiana bajo la monarquía de Vittorio EMMANUELLE, haciendo por fin bueno el acróstico que salpicaba Italia por muchas de sus paredes, en las que figuraba V.E.R.D.I (en alusión en este caso a “Vittorio Emmanuelle Re Di Italia”.)

Una vez más, como en tantas otras, habrá de ser el tiempo quien, como morador de todas cuando no de la última justicia, nos ayude a centrar de nuevo una realidad que pasa inexorable y en este caso unívocamente por la satisfacción de reconocer en VERDI, al más grande de los compositores de ópera de la Historia, sean cuales sean sus motivos, y procedan éstos de donde procedan.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 5 de octubre de 2013

DE LA INQUISICIÓN COMO ELEMENTO CONTEXTUALIZADOR.

Constituye el mero hecho de mentar a La Inquisición, resucitar probablemente uno de los episodios más largos, a la par que oscuros de cuantos han venido a contextualizar la ya de por sí larga a la par que sin duda compleja Historia de este, nuestro país.
Sin embargo no es por ello menos seguro el suponer que probablemente  nos encontremos ante uno de esos casos tan repetidos en la Historia de un territorio tan prolijo como el nuestro, en el que o bien se hable de oído, o tal vez y sin duda peor, lo dicho no se corresponda sino con la reproducción, en la mayoría de ocasiones desacertada, de rumores o dicciones que otros de parecida manera con anterioridad también se habían limitado a reproducir.

Es en definitiva hablar del también denominado desde principios del pasado Siglo XX Tribunal de El Santo Oficio, tal y como dictaminó en 1908 Pío X; entrar en uno a colación de uno de los elementos más dados a debate de cuantos pueden componer el tejido conceptual de la Historia de España, sobre todo por la controversia que se suscita a tenor tanto de su implantación, como sobre todo por las consecuciones y en especial los medios de los que hace gala para conseguir tales fines.

Se constituye así una estructura cuya indudable complejidad, solo puede ser comprendida cuando el paso del tiempo aporta la perspectiva suficiente como para poder inducir la inexcusable objetividad de cara a emitir valoraciones satisfactorias en relación a un hecho de tan impactante repercusión tanto para la vida de los que sufrieron su acción, como por supuesto para la acción histórica que recae sobre la historia del país que acogió esas mismas acciones.
Y si su complejidad resulta evidente a nivel estructural, qué decir de la resultante a nivel de desarrollo.

Surgida a priori como un organismo destinado a velar por la integridad de los principios que regían los designios religiosos de aquéllos que componían Los Territorios Originales, en Acta Fundacional de uno de octubre de 1478, lo cierto es que tal menester se vio rápidamente superado al ver en el mismo sus inductores, un elemento magnífico a la hora de servirse de semejante y suprema autoridad para imponer por el valor de lo divino, tanto elementos como desarrollos conceptuales que de cualquier otra manera hubiera resultado poco menos que imposible inducir con presteza, así como con una mínima garantía de éxito, en las mentes arduamente cerradas de una población eminentemente analfabeta, que solo podía en consecuencia otorgar designio de ley a cuanto procedía del sermón aportado por el párroco de turno, cuya autoridad constituía una de las pocas que no eran sometidas a discusión.

Así que si bien fue en la Castilla del XVI donde mayor menester desarrolló La Inquisición, lo cierto es que sus orígenes procedimentales y conceptuales hemos de buscarlos en Aragón, concretamente en el del Siglo XII.
Será por medio de la Bula Ad Abolendam, emitida por Lucio III hacia 1193que La Inquisición haga su aparición como tal en Aragón. Emitida en principio en pos de promover la desaparición de la Herejía Albigense tan extendida en el sur de Francia, los efectos tanto de la bula, como de sus acciones, terminarán impregnando sin remisión a Aragón,
Si bien resultaría peligroso garantizar el éxito de los objetivos que al menos en principio La Iglesia perseguía con tal bula, lo cierto es que no resulta para nada complicado asegurar el éxito de tal movimiento al menos en lo comprensible a otros parangones, los cuales en cualquier caso tal vez no formaran parte de la génesis del movimiento. Pero lo cierto es que lo proclive del momento, y la aceptación generalizada que por parte del común se hizo para con una manifestación de autoridad tan clara como indigne, llevaron a las autoridades, tanto laicas como religiosas, a sopesar sobradamente no solo el mantenimiento de tal institución, como su posterior fortalecimiento y extensión por todos los territorios en los que la misma fuera justificable o vinculante.

Será así pues que antes de acabe la segunda mitad del XIII, el papa Gregorio IX hace pública la bula Excommunicamus, por la que queda instaurada en Aragón la Inquisición Pontificia, de la que Raimundo de PEÑAFORT será el mayor velador.

Se da así la paradoja de que mientras que Aragón prácticamente olvidará tal institución para mediados del XV, será Castilla, que por otro lado jamás tuvo Inquisición Pontificia al recaer tal misión directamente en manos de los obispos, la que no solo resucite tal organismo, sino que además lo haga para redefinirlo, transformarlo y dotarlo de plena vigencia. Hasta convertirlo en el sinónimo del terror bajo el que hasta nuestros días ha perdurado.

Redundando brevemente en su origen, lo cual hay que hacer por justicia, lo cierto es que La Inquisición se crea para luchar contra las herejías, para velar por la pureza de culto y pensamiento al que éste ha de ir inexorablemente ligado. En consecuencia, y de manera evidente, se concluye que sus decisiones y juicios resultan tan solo vinculantes a los denominados cristianos viejos. Tal precisión, que en el momento no significaba mucho toda vez que la mayoría de la población estaba obligada a profesar la fe de Cristo; adquiere una consideración especial a partir de acontecimientos tales como la caída de Granada, y en especial la cadena de acontecimientos que desencadenarán el creciente odio contra los judíos, y que desembocarán de manera inexorable en la farsa del Proceso del Santo Niño de la Guardia, motivo práctico final desde el que se dictaminará la expulsión de los judíos, la cual se desarrollará apenas en los seis primeros meses de 1492.

De las pesquisas de tales procedimientos, pero sobre todo de la lectura a posteriori de las consecuencias que los mismos tuvieron, podemos no obstante ahora hacernos una idea de la importancia que la institución logró atesorar, una importancia que a nadie por otro lado le pasó inadvertida. Así, desde su consolidación en Castilla, a partir del reflote que de la institución aragonesa se hizo, lo cierto es que los Reyes Católicos, y en especial Isabel, sobre la que para bien o para mal ha de recaer el peso de las consecuencias de la implantación de la Inquisición en Castilla; siempre tuvieron muy claro que no deberían nunca perder el poder y la autoridad sobre la misma. Así, consideraciones fundamentales de carácter estructural, entre las que bien puede destacar el nombramiento del tremendo cargo de Inquisidor General, jamás dejaron de estar en manos exclusivamente regias, si bien algunos usaron tal potestad con mejor ventura que otros. Así, los dos primeros inquisidores no fueron nombrados hasta bien entrado 1480, recayendo el honor del cargo en las personas de Miguel DE MORILLO, y Juan de SAN MARTÍN.

Se pone con ello fin al proceso que se había iniciado en 1477 cuando el dominico Juan de HOJEDA inicia la carga conceptual en pos de convencer a la Reina Isabel de la imperiosa necesidad de poner fin a las múltiples prácticas judaizantes que según éste se dan en Sevilla.
Preocupados ante la posibilidad de que aquélla que fuera cuna de San Isidoro estuviera siendo mancillada, los monarcas piden informes, petición que es rápidamente contestada por Pedro GONZÁLEZ DE MENDOZA, así como por el dominico Tomás DE TORQUEMADA.
Los informes emitidos no solo vienen a corroborar punto por punto los considerando expuestos por HOJEDA, sino que incluso vienen a aumentar la intensidad de las afirmaciones por éste vertidas, aumentando con ello en mucho el grado de preocupación esgrimida por los monarcas.

Resulta así no ya evidente, sino casi de obligado cumplimiento que los Reyes Católicos promovieran activamente la puesta en marcha de manera inmediata del Tribunal del Santo Oficio. Si bien éste tuvo en principio limitado su radio de acción a Sevilla, no lo es  menos que rápidamente éste se implementó a Córdoba y zona de influencia, revelándose como la pieza más eficaz a la hora de luchar contra la en apariencia voraz labor judaizante que se estaban llevando a cabo.
Como no podía ser de otro modo, el primer Auto de Fe tiene lugar en Sevilla, donde seis personas son quemadas vivas a principios del mes de febrero de 1481.

A partir de ahí la implementación es tan fulgurante como por otro lado imparable. Para 1492 tenían tribunales ocho ciudades de la Corona de Castilla a saber: Ávila, Córdoba, Jaén, Medina del Campo, Segovia, Sigüenza, Toledo y Valladolid; los cuales desarrollaron una labor impresionante hasta cuando menos la primera mitad del  Siglo XVI.

En lo concerniente a la incógnita de las causas que llevaron tanto a su rápida implantación, como al éxito de sus acciones, muchas son las variables que se manejan.
Así, en un primer análisis, su absoluta autoridad constituye una realidad muy agradecida en un periodo y en un territorio en el que el pueblo está deseoso de alinearse con una idea, poder o fuente de autoridad, que le aporte la tan necesaria ilusión de estabilidad. En un territorio tan inestable, en el que a pesar de todo lo dicho el poder regio se halla en cuestión, sobre todo por la existencia de una nobleza levantisca deseosa de interpretar como procedente de la debilidad cualquier movimiento, cuando no la ausencia del mismo; lo cierto es que un organismo  con semejante génesis se pone rápidamente de manifiesto como un instrumento del que no se puede despreciar ningún ingrediente.
Además, o quién sabe si directamente a consideración de tal, lo cierto es que las potencialidades que la estructuración del Estado a partir de la Unidad Religiosa, pone en manos de los monarcas una herramienta cuya potencialidad, que raya en lo absoluto, se revelará enseguida como el mejor si no el único elemento capaz de situar a un territorio como el de Castilla, a la sazón uno de los más anticuados en lo que concierne a estabilidad y concepto estructural, al frente en lo propio a estabilidad, siendo uno de los más firmes integrantes a la hora de definir los parámetros que habrán de componer lo que a partir de entonces constituirá la idea de lo que luego llamaremos Estados Modernos.

En definitiva, y como única gran conclusión, lo cierto es que la magnificencia que constituyó La Inquisición, sirve tan solo para poner una vez más de manifiesto que jamás debemos cometer la injusticia de juzgar con ojos del presente, acontecimientos y hechos sumidos en el pasado.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.