sábado, 27 de abril de 2013

DE LO DESACONSEJABLE QUE LA PAZ PUEDE LLEGAR A SER, SOBRE TODO CUANDO NO SE GESTIONA BIEN


O cuando los esfuerzos que se hacen para restablecerla, resultan denodados, dejando en consecuencia unos resultados desaconsejables, por constatar la pérdida de hegemonía, perjudicando las posiciones de las que se partía.

No podemos permitirnos el lujo de dejar que acabe abril, sin dedicarle el tiempo suficiente a los acontecimientos acaecidos en torno al beligerante comienzo del XVIII español, al cual se puso finalmente remedio precisamente con los hechos que hoy traemos a colación, y que se agrupan históricamente en La Paz de Utrecht.

Cuando Carlos II, a la sazón el último de los Habsburgo, muere sin descendencia, desencadena una larga lista de acontecimientos cuyo denominador común las ansias de poder que en torno a la herencia de la Corona de España pueden y sin duda han de manifestarse.

Más allá de las disquisiciones de Francia con Luis XIV, o de los Ingleses, que sin duda ya tienen sus propios problemas, manifestados en las tensiones que la presencia activa de los Jacobinos manifiestan; lo cierto es que las disposiciones estructurales que el Testamento de Carlos II vienen a plantear, no hacen sino reavivar todo un absoluto que en Europa es casi eterno, la necesidad para nada coyuntural de tener contentos, o al menos igual de cabreados, a franceses e ingleses.

Inglaterra tiene, en el caso que nos ocupa, verdaderamente mucho que perder, aunque sin duda, si juega bien sus cartas, también mucho que ganar. Además, se le presenta una ocasión de oro para substanciar definitivamente las consecuencias de las tomas militares de, respectivamente, Gibraltar y Menorca.
Francia, por el contrario, podría ver satisfechas sus demandas poco menos que dejando el tiempo pasar, esto es, ni obstaculizando demasiado, ni por supuesto, tendiendo una alfombra, a sus para nada virtuales enemigos.

Y como si hubiera estado poco menos que preparado. Como si Carlos II no hubiera podido ni querido evitarlo, presenta en Viena un testamento abrumador, en el que designa como heredero al Duque de Anjou, quien efectivamente gobernará como Felipe V. Pero también deja una gran cláusula de distensión que pasa por la manifestación eficiente de que “ (…)nunca ni bajo circunstancia alguna, la Corona de Francia y de España pueda reposar bajo la misma cabeza.”

Y Felipe V es nieto de Luis XIV de Francia, quien rápido corre a exponer su teoría de que si el destino lo determina, bien pudiera ser que su nieto acabe siendo rey de las dos casas.

He ahí la gota que colma el vaso, o que al menos en apariencia viene a hacerlo. Habsburgos a ambos lados de los Pirineos, y además con la posibilidad de terminar heredando antes o después un imperio como el que disfrutó Carlos I. Eso es algo a lo que Inglaterra no puede estar dispuesta.

Y sobre tal proceder es sobre el que se deriva la que se conoce como Guerra de Sucesión. Una guerra que al menos en apariencia se lucha en pos de dirimir quién ha de ostentar la gobernación de España, pero en la que curiosamente España parece ser la que menos tiene que decir.

´
El rechazo que por parte de Francia se ha hecho en Viena a los deseos de Carlos II, levanta una polvareda incontenible en Londres y La Haya. Imperiales, ingleses y holandeses firman la Gran Alianza de la Haya, para oponerse al bloque de los Borbones, que sin duda se establecerá a ambos lados de los Pirineos,

La guerra comienza así en 1701, y pronto se convierte en una conflagración internacional a gran escala, en la que todo el occidente europeo toma partido por diversos motivos.

Contra el ya considerado Bloque Borbónico, se alzan las llamadas Potencias Marítimas, (Inglaterra y Holanda), las cuales propusieron a Carlos I Habsburgo, el más pequeño de los hijos de Leopoldo I emperador, como heredero.
Pero la realidad en este caso pasa por otros derroteros.

Inglaterra como hemos dicho, ve pasar sus intereses por otros lugares, de ahí que hayamos de aprovechar la perspectiva que el tiempo nos proporciona, para desenmascarar de una vez la panoplia, si no la estafa a la que Inglaterra sometió a Europa.

En términos políticos, el ascenso al poder de los Toris, como elementos conservadores manifiestamente contrarios a la guerra, permitió una rápida negociación que tuvo en la aceptación de Felipe V un logro indirecto magnífico cual fue el de asegurarse la imposibilidad de que los reinos aludidos, España y Francia pudieran nunca unirse, toda vez que se puso como ley contractual expresa la salvaguarda de que si Felipe V, en su condición insistimos de nieto de Luis XIV, decidiera algún día ceñirse la corona de Francia, debía previamente renunciara la de España.
Así mismo, y de manera aparentemente derivativa, los ingleses vieron en los tratados de Utrecht, el definitivo reconocimiento de la Dinastía Hannover.

En términos económicos, Inglaterra consigue dejar de suspirar por meter la nariz en el comercio para con las colonias de Ultramar.
Con la implantación respectiva del Navío de Permiso, y del Derecho de Asiento, Inglaterra lograba comenzar a echar abajo el hasta ese momento perfecto monopolio que para el comercio con América había mantenido la Casa de Contratación, a saber única estructura válida hasta ese momento para desarrollar actividad mercantil para con América.
El Navío de Permiso, que documentalmente consistía en el derecho a introducir 500 toneladas de género en América, se convirtió en una brecha comercial por la que entraba toda clase de contrabando.
Por otra parte, el derecho de asiento desencadena un vergonzoso proceso que durante treinta años se traduce en la introducción en América de no menos de cinco mil esclavos negros al año directamente capturados en África, y transportados al Nuevo Mundo en barcos negreros.

Sin embargo, el verdadero éxito de las acciones inglesas hay que buscarlo en lo que denominaremos logro del equilibrio continental, y que se manifiesta en la puesta en práctica de todas las medidas presentes, pero sobre todo futuras, encaminadas a que en Europa no pueda volver a producirse una concentración de poder y territorio semejantes a las que la herencia que recibiera Carlos I, había traído aparejada.

Con todo, y pese a lo enorme de las consideraciones expuestas hasta el momento, se constata fácilmente que lo que más preocupa de la actuación inglesa, en especial en España, es el hecho categóricamente anecdótico, de la apropiación de Gibraltar.

Contenido en el Artículo X del tratado, la cesión a Inglaterra de la plaza de Gibraltar, viene a considerarse la cesión por parte del Rey Católico “la propiedad de la ciudad de Gibraltar, junto con su puerto, las defensas y fortalezas que le perteneciesen, pero sin cesión de jurisdicción territorial, ni comunicación alguna por tierra, permitiendo el comercio para aprovisionamiento, y prohibiendo expresamente la tenencia como vecinos del lugar a judíos ni moros, ni el paso por su puerto de más barcos moros que los que fueran expresamente a comerciar.”

En definitiva, el tratado de Utrecht pone fin a la Guerra de Sucesión causada en España, disputada por todos, para beneficiar activa y pasivamente, el asentamiento internacional de Inglaterra.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.




sábado, 20 de abril de 2013

DE CUANDO UN INSTANTE NOS PERMITE INTUIR QUE EFECTIVAMENTE CAMBIAMOS DE ÉPOCA.


Me dispongo una vez más a someterme al juicio de los que me rodean. Y no lo hago por devoción ni gusto, sino sencillamente porque otra vez más soy presa, fácil todo hay que decirlo, de esa especie de despotismo que hace gala en mí cuando me topo con algo que, instalado generalmente en el pasado, en tanto que forma parte del catálogo de la Historia; intuyo con cierto fervor que ha de ponerse a disposición de aquéllos que, siendo coetáneos míos, lo son también en términos temporales.

Unimos pues ya, actualidad y pasado en una misma realidad, para componer con mimo y recato la delicada trenza que se hace presagio del que sin duda será hermoso peinado. Y comprobamos de nuevo, no sin desazón, cómo la actualidad es, hoy por hoy, presa de un desasosiego el cual, verdaderamente más allá de si ciertamente o no puede verse superado, la verdad es que parece empecinarse en darnos la razón, incluyendo en ella su responsabilidad; a aquéllos que voluntariamente afirmamos que en el pasado pueden hallarse no ya las respuestas a muchas de las preguntas que el hoy nos formula. Sencillamente creemos que, de disponer del tiempo y la paciencia suficiente para buscar, hallaríamos las preguntas propiamente dichas.

Se diferencian el presente y el pasado, ciertamente en pocas cosas. Ciertamente, el gran elemento en común, que no es otro que el propio Hombre, en tanto que tal, convierte ambos escenarios en una fenomenología bastante similar, de la que en realidad no supone menoscabo afirmar que lo que las ambienta es la sutileza y el matiz con el que el propio observador las denota cada vez que accede a ellas.
Y es así que, sin decir obviamente que pasado y presente sean lo mismo; sí que con la misma rotundidad hemos de afirmar que el denominador común que comparten, y que les dota de legitimidad, cuando no de percepción de existencia, el Hombre en sí mismo como protagonista de ambas; es que nos lleva a decir que circunstancias y por ende remedios acaecidos en el pasado, bien podrían ser de atributo en el presente.

Vivimos un momento histórico. El que resulta ser nuestro presente, constituye uno de esos instantes en los que convergen acontecimientos que una vez sean revisados por los que vengan detrás, les llevarán sin duda a reconocernos el valor que se hace necesario para transitar sin desmoronarse por uno de estos, los llamados vórtices de la Historia.
Es el miedo adosado a la duda. La prudencia como atavío de lo desconocido, lo que nos lleva a encarar estos tiempos con la desazón propia de aquél que, en el ejercicio propio de la responsabilidad, ve la irresponsabilidad como el más acongojante de sus enemigos.
Y es entonces cuando, clamando desde precisamente semejante ejercicio de responsabilidad, desde donde acudimos a la Historia, como fuente y guía.

Un veinte de abril, de 1492, partían del puerto de Palos, las tres naves que cambiarían, además de la Historia propiamente dicha, la percepción que de la misma se tenía. Por ello cambiaron el volumen de la época.

Cuando en aquella madrugada las tres naves por todos conocidas, aproaban hacia lo desconocido, muy probablemente estuvieran consolidando ya, con tan solo aquél noble acto, el comienzo de la que probablemente haya sido la última gran epopeya del Ser Humano, al menos si nos atenemos al cumplimiento de los cánones imprescindibles que se requieren para hablar de tal epopeya.

Cuando COLÓN consigue por fin ver amanecer desde el Castillo de su Nave Capitana en la mañana de aquél veinte de abril, ¿qué pensamientos hubieron de rondar por su cabeza? ¿Satisfacción por la labor lograda? ¿Felicidad de ver cumplidos sus anhelos, máxime de las penalidades que hubieron de ser puestas en juego para ello?
Sin duda ninguno de los mencionados podía, ni por asomo, aproximarse ni con mucho a las certezas de las satisfacciones que estaban por llegar. Y con todo y con eso a pesar de que la muerte habría de sorprenderle a él, y a la mayoría de sus contemporáneos, sin el menor viso de aproximación sobre el grado de las acciones conseguidas.

Para percibir el grado de magnificencia de aquello a lo que nos estamos refiriendo hace falta, sin el menor género de dudas, modificar el prisma de aproximación desde el que llevamos a cabo nuestras observaciones.
Así, no tanto el logro en sí mismo, sino el análisis de los protocolos que para su consecución resultaron imprescindibles, condicionan del todo y para siempre la manera mediante la que se concibe, expresa y por supuesto, define el mundo.
El Viaje de Colón a América, revoluciona de manera definitiva no sólo los procederes materiales, e incluso aquí me atrevo a considerar aspectos tales como los procedimientos científicos. El Viaje de Colón revoluciona para siempre no tanto la concepción que del mundo se tiene, sino que vuelca para siempre la manera misma de concebir el propio mundo.

Es por ello que, de manera inexorable, los usos y costumbres vivirán un antes y un después a raíz no tanto de los logros, como sí de las consecuencias, que el viaje tiene para el mundo, y para la época.
Como prueba, el propio hecho de convertirse en el universalmente aceptado punto de inflexión que pone fin para siempre a la Edad Media, inaugurando, si se quiere ver de esta manera, La Edad Moderna.

Así, cuando Colón deja atrás la seguridad que proporciona el Puerto de Palos, en realidad está arriesgando mucho más que todo lo material, incluida la propia vida, que puede evidentemente perder en pos de la hazaña. Está en realidad arriesgando la tranquilidad sobre la que se apoya la aparente estabilidad del mundo al cual pertenece.

Porque efectivamente, el hecho de que Colón no solo sobreviva, sino que tenga además la osadía de volver trayendo consigo multitud de realidades que ejemplifican de manera suficiente el hecho global de que las cosas no son al menos como todos hasta el momento habían pensado; constituye en sí mismo el hecho suficiente a partir del cual discernir la posibilidad de que, otro mundo no solo es posible, sino que realmente, ya existe.

Así, cuando Colón retorna a puerto, lo hace investido de una Natural Autoridad que procede no solo del apoteosis material que pruebas tales como el chocolate, el tabaco o incluso la patata, constituyen.
Cuando Colón pone de nuevo el píe en España, lo hace para convertir definitivamente en irreconciliables aspectos conceptuales intransigentes entre sí.

He ahí el verdadero cambio que promociona Colón. Un cambio para el que, una vez más, el mundo y su tiempo no están preparados.

Por eso, cuando Aristarco de Samos puede definitivamente dejar de removerse en su tumba una vez que se demuestra como cierto aquello que él propuso trescientos años antes de Cristo, la posibilidad de que la Tierra fuera redonda, estando además en movimiento; adquiere desde entonces el viso de realidad perceptiva que le proporciona el hecho de estar comprobado empíricamente. Quedan así, definitivamente dispuestas, las mimbres desde las que empezar a vislumbrar un modelo Heliocéntrico, consolidando con ello las dudas previas a las certezas de la ya inevitable Revolución Copernicana-Kantiana.

He ahí, de manera ahora ya sí que esperamos más claras, las certezas para nosotros inequívocas, en base a las cuales en el pasado podemos encontrar formas y procederes desde los que, sin el menor género de dudas, dar respuesta a cuestiones del presente.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 13 de abril de 2013

DE LA CONVENIENCIA DEL DEBATE MONÁRQUICO, DEL MIEDO EN DEFINITIVA A PENSAR.


Nos disponíamos sencillamente a cumplir con el ritual.
En el rincón derecho, con mucho peso, y con todo el músculo que proporciona la Historia. Vestida con calzón azul…LA MONARQUÍA.
A la izquierda, supliendo la falta de masa muscular con ilusión. Vestida con calzón rojo…LA REPÚBLICA.

Parecía, sencillamente, otro combate más. En principio, todo habría de seguir el protocolo que la tradición no escrita tenía estipulado. Se trataría, una vez más, de dar espectáculo, en el mejor de los sentidos. Para ello, intercambiarían unos pocos golpes, de aproximación, ya se sabe. Pero nada de golpear por debajo de la cinturilla. Vamos, que nada de mentar asuntos tales como las cacerías, las chulerías con hembras “no autóctonas” (se ve que lo de mujeres y bueyes, de tu pueblo los tuvieres, tampoco va con los regios). Y por supuesto, nada de hablar de herencias (para eso El Paladín de Zarzuela se las pinta solo.)
A cambio, porque una negociación no es tal si ambas partes implicadas no ceden en algo, no se hablaría de caballos, fiascos, ni opiniones de Eruditos varios.

El intercambio de golpes empezó presto. República había de explotar sus  armas. Para ello se movía presta por todo el cuadrilátero. Había que cansar al oponente, mucho más entrada en años. Además, el exceso de confianza que presentaba MONARQUÍA se traducía en un abandono desidioso que ofrecía un atisbo de esperanza a su rival.
Fue entonces cuando los entendidos comenzaron a ser conscientes de que aquél no iba a ser un combate como los demás. REPÚBLICA demostró con un par de golpes certeros, no solo que conocía el paño,(sin duda había estudiado a su rival).
Poco a poco, el público también se dio cuenta de lo que los especialistas eran ya sabedores. Las fuerzas estaban equilibradas, tal y como se traducía del hecho de que los asaltos pasaban, y REPÚBLICA no arrojaba la toalla.

Y fue así que, como ocurre en los casos en los que David se enfrenta a Goliat, que el público en general, acució sus simpatías por el contrincante débil. Y es así que los aplausos iniciales, se convirtieron en algunos casos en sonados apoyos al aspirante al cargo.
Incluso la prensa especializada olió pronto la posibilidad del premio a la novedad. Mundo´s y ABC´s se lanzaron a una frenética carrera destinada a dar la noticia más espectacular, en el formato más espectacular.
Tan solo uno mantuvo sus Razones intactas.

Aquello era demasiado. Conscientes del peligro, los organizadores del combate trataron entonces de deslegitimar el combate en sí mismo. Incluso algunas Vices, por los pasillos llegaron a mostrar su absoluta incredulidad a la hora de barajar ni tan siquiera la posibilidad de que MONARQUÍA viera amenazada su autoridad precisamente aquí, en su feudo.

Y fue entonces que, contra todo pronóstico, MONARQUÍA, dio con sus delicados huesos contra la fría lona. El hecho no respondía a ninguna acción brillante de REPÚBLICA. Se dio más bien como resultado de un mal gesto. En realidad, fue un traspié inoportuno.

Uno, Dos, Tres, Cuatro… MONARQUIA NO SE MOVÍA.

¡Levántate! ¡Tú puedes! Gritaba desde su rincón HEREDERO, preso de una excitación hasta entonces para él desconocida.

Siete, Ocho….


Más allá del cinismo, pero sin por ello dejar de estar embarcados en la ironía, lo cierto es que lo expresado hasta el momento, bien podría responder, incluso desde su componente caricaturesco, a la manifestación de otra más de las múltiples paradojas que día a día recorren la estructura central de la ya para nada joven España.
Siguiendo con las superaciones, no daremos la satisfacción a nuestros múltiples detractores, de caer en la tentación de ocupar nuestro reducido espacio, ni mucho menos el valioso tiempo de los que nos leen, perdiéndonos en aunque verosímiles, a nuestro entender todavía incipientes relatos de tendencia cuasi anarquistas, que dirían algunos.

Mas la tentación a la que cederemos gustosos es aquélla en base a la cual volveremos una vez más a cuestionar la legitimidad moral de una estructura de Gobierno, como es la Monarquía.

Constituye la existencia de monarcas, uno de los factores más depravados y aberrantes que, hoy por hoy, podemos encontrar dentro de cualquier género o manera de gobernarse que un Pueblo actual puede llegar a comprender.
Asumir que un determinado individuo, obedeciendo tan solo a su genética puede y sobre todo ha de encontrarse dispuesto a gobernar; constituye de por sí toda una aberración. Y hacer que un pueblo lo asuma, y de buena fe, es, sin lugar a dudas, toda una depravación.

Es la existencia de un Rey, la más vieja de las formas de concebir los protocolos por los que una comunidad, cede sus aspiraciones y deseos, así como los instrumentos que le son propios para conseguirlos; a una sola persona cuya autoridad, procede al menos a priori, de la concesión reguladora que el para entonces común, ha decidido otorgarle.
Estamos con diferencia, ante la forma más arcaica, rudimentaria e incipiente, a partir de la que se puede concebir la cesión de los mencionados poderes, siempre atendiendo a los esquemas que el Siglo XVIII establece.
A protocolos simples, procederes sencillos. Por ello la Monarquía requiere de quehaceres sencillos. Uno manda, el resto obedece. Sencillo, fácil, incipiente. No hay que pensar, por ello no hay lugar para la duda.

De ahí que, por franca evolución, casi en pos de ratificarse, cuando no de sobrevivir, que la Idea de la monarquía necesita acudir a otros menesteres si cabe más arraigados, a saber en la tradición. Es así que, de manera brillante, y de todo menos sorprendente, el dogma, asociado a su estado natural, cual es la religión, acude rauda cual paladín salvador, en pos de los riesgos que la incipiente, aunque no por ello menos autoritaria institución, puede sufrir.
Y aunque tal asociación tiene en la satisfacción de los estipendios, su más duro hándicap; no es menos cierto que de la misma surgirá uno de los binomios más estables a la par que poderosos de cuantos ha conocido la Humanidad desde que la misma tiene constancia.

En definitiva: ¡Dios salve el Rey!

Es con ello que no se trata de renunciar al debate, mucho menos de denostarlo. Se trata en realidad de participar de la convicción de que los principios desde los que el mismo ha sido planteado son perniciosos en sí mismos.
Superada cualquier regla de proporcionalidad, desde la que queramos enfocar el debate, lo cierto es que en cualquier momento, pero si cabe en mayor medida, hoy por hoy, resulta hato complicado creerse no ya los principios, sino sencillamente el que haya en realidad alguien capaz de convencer a otro, empleando para ello medios lícitos; de que una determinada persona tiene derecho en definitiva a imponer su real voluntad a la mayoría, y todo ello sencillamente porque una aparente Ley Filogenética así lo establece.

Estamos pues en condiciones de decir que, sin duda, tal proceder responde a una terminología legalmente intachable.
El debate, hoy por hoy, subyace al hecho de si tal proceder es, en definitiva, legítimo.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 6 de abril de 2013

DE FELIPE IV, EL BARROCO ESPAÑOL Y LA ZARZUELA


«Se han vuelto ahora más entendidos y más aficionados al arte de la pintura que antes, en modo inimaginable. y en esta ciudad en cuanto hay algo que vale la pena se lo apropia el rey pagándolo muy bien; y siguiendo su ejemplo, el Almirante don Luis de Haro y muchos otros también se han lanzado a coleccionar»

De semejante guisa se expresa en una carta de la época, el embajador inglés. Enviada en 1638 a Londres, de la mencionada podemos extractar no ya solo la certeza del innegable y a todas luces selecto gusto del monarca por todas las diversas manifestaciones del Arte, en especial por la Pintura, sino que yendo mucho más allá, aunque sin ser pretenciosos, podemos de igual o parecida manera llegar a conclusiones en relación a los elementos suficientes para confeccionar ideas en relación a una personalidad, en contra de lo que se ha tratado de defender, para nada débil, ni sujeta a las calumnias y manipulaciones procedentes en este caso, de los más cercanos.

Nace Felipe IV un 8 de abril de 1605, en Valladolid. Será Rey de España y de Portugal desde el último día de marzo de 1631, hasta su fallecimiento, acaecido en Madrid el 17 de septiembre de 1665 (de Portugal dejará de serlo en 1640), protagonizando con ello uno de los tres reinados más largos de la Historia de España, al extenderse su periodo de vigencia durante casi 45 años.

Tan largo periodo de tiempo, da sin duda para muchas cosas. Tal razonamiento, suficiente de por si en caso de acudir tan solo a los criterios cronológicos, alcanza un valor mucho mayor cuando lo sometemos al efecto de la perspectiva que proporciona el tratar de estudiarlo en consonancia con el reinado del que será uno de los elementos más influyentes de la Historia, dentro de uno de los periodos sin igual dentro de la Historia, y con acontecimientos cuyas trascendencia superará con mucho la propia de las fronteras espaciales y temporales de la propia Historia.

Aquél que será conocido como el Rey Planeta, compartirá espacio y tiempo con personajes y episodios que como decimos, determinarán para siempre la Historia de la Humanidad. Y lo más importante de todo, lo hará manifestando una humildad y estilo de carácter sorprendentemente recatado (salvo en lo concerniente al gusto por las corridas de toros, y el amor por las mujeres); que lejos de estar delimitado por la excepción religiosa, tendrá en la propia interpretación de la vida, la fuente de su concepción.
Mas como viene siendo habitual en estos casos, semejante comportamiento, tanto por lo desusado, como tal vez por lo poco coherente para con lo que se supone de un monarca como éste, que además tiene bajo su mando la conformación definitiva de un Estado que lleva más de doscientos años elaborándose; acaba dando lugar a malentendidos propios de debilidad. Malentendidos que serán dramáticamente arrastrados por la interpretación histórica, confeccionando a partir de los mismos una leyenda de rey melifluo y apocado, que en realidad no tiene nada que ver con la realidad.

Constituye el periodo de Felipe IV, uno de los más interesantes sin lugar a dudas de los que configuran el incesante trasiego que le es propio al Siglo XVII europeo. Momento histórico sin par, el XVII se convalida en España como un periodo de reorganización marcado sobre todo por la nueva moral. El periodo anterior, el que había sido propio de Felipe III, había dejado a España en una delicada situación en la que la debilidad que en este campo se mostraba en el relajo de las costumbres, alcanzaba a nivel político cotas mucho más preocupantes en tanto que, por ejemplo, la concepción de una Política excesivamente apoyada en los validos, había traído como consecuencia el excesivo pronunciamiento de los mismos, a costa de restar autoridad a la propia Corona, y por ende al Rey.

Por ello, Felipe IV había iniciado una serie de reformas de marcado carácter personal, algunas de las cuales tuvieron como consecuencia la caída en desgracia de elementos como el Duque de Lerma, o el Duque de Osuna, personajes sin cuya participación, los términos en los que se había desarrollado el periodo anterior habrían sido del todo incomprensibles.
Así, Felipe IV desarrolla una Política Interior fundamentada, en contra de lo que la visión tradicional interesadamente ha expuesto, en la sustitución de validos, por ministros auxiliares; quienes desarrollarán su función siempre bajo los auspicios del monarca.

En parecida displicencia, el Rey desarrollará una importantísima campaña de autogestión fundamentada en la aceptación previa de lo inherente a que una vez que el Estado se encuentra absolutamente conformado, resulta absurdo mantener criterios y acepciones propios de una época que poco a poco, es evidente se encuentra completamente agotada.

Ante semejante tesitura, resulta sencillo comprender que el proyecto de España corre el riesgo de agotarse. Así, una vez que los inicios de España con los Reyes Católicos, han pasado a la historia, y toda vez que las displicencias que se le permitieron a un personaje como Felipe II, incluyendo por supuesto su alienación religiosa; no son de aplicación  en éste caso; es por lo que Felipe IV se ve en la complicada tesitura de mantener sin medios, políticos ni económicos, una herencia que si bien le es propia, no lo es por condicionantes más que ajenos.
Y si bien todo lo acuñado hasta el momento puede ser sometido a tela de juicio en tanto que se trata de medidas pertinaces, y por ende subjetivas, la realidad es que la situación de ruina en la que se hallan las arcas regias convierte en si cabe todavía más complicado el otrora bello arte de gobernar España.
No se trata tan solo de que el cese de la entrada de moneda y metales procedentes del nuevo mundo sea a todas luces ya un hecho inexcusable. Se trata más bien de que la imprescindible adopción de medidas internas destinadas a suplir tales carencias, consistentes como no puede ser de otra manera en el reforzamiento de unos impuestos que con la época se bonanza se habían relajado; llegando luego a la creación de impuestos netamente originales, lo cual terminó por ofuscar a una Nobleza ya de por sí levantisca. He ahí por ejemplo el problema de Valencia, y no menos en Cataluña, donde Olivares llegó a suspender Las Cortes.

Sin embargo, y a tenor de todo ello, podemos decir que la aparente pérdida de notoriedad de España, tuvo su contraprestación en una igualmente aparente relajación de la Política Exterior, como siempre referida a nuestra ubicación respecto de Francia e Inglaterra
El Tratado de Westfalia en 1643, lleva aparejadas una serie de condiciones que se traducen en la cesión a Francia de nuestro concepto exterior, hecho que se ve reforzado con las sucesivas derrotas de nuestros Tercios.
Todo ello, unido a la caída en desgracia del Conde-Duque de Olivares, nos lleva a una época de gobierno centrado netamente en la figura del monarca, que es en el caso que nos ocupa, la de mayores aportes.

Es Felipe IV ante todo un Hombre Ilustrado. Amante de las Artes en todas sus acepciones, reserva una parte del interés de sus campañas, en pos de la obtención de un importante botín de guerra en forma de obras de arte. Desde semejante paradigma, controla una enorme colección que desde entonces se atesorará en el Museo del Prado, y que traerá importantes consecuencias indirectas para España, algunas del calado de la que hemos reflejado arriba.

Así, Felipe IV inaugurará en el Rincón de las Zarzas, dentro del espacio destinado a los palacetes, la interesante costumbre de representar mediante la escenificación obras de teatro cantado, en la que con el hilo argumentativo general de la comedia, y alternando partes cantadas, con otras recitativas, se entremezcla una serie argumental razonada que, con la puesta en práctica de un solo acto, entretiene al público, evidentemente perteneciente a la corte, en tanto que acompañan al Rey.

La presencia entre tales, a menudo de personalidades extranjeras, y mediante el análisis que de las mencionadas representaciones efectúan; podemos reducir que no se trata de meras Óperas Bufas, sino de un elemento nuevo, original y completo, que rige de estructura propia.

Tras la plena asunción del hecho, la incorporación neta e irrefutable de personalidades como Sebastián DURÓN, o Juan de NEBRA, terminará por dotar de plena vigencia a la criatura.

Podemos decir que ha nacido La Zarzuela.

En contra de lo que en un principio pudiera parecer, durante el Clasicismo no solo no desaparecerá, sino que incluso llegará a entrar en una especie de guerra con su hermana mayor. Para ello, los temas originales, basados en revisiones de hechos míticos, serán sustituidos por la exposición de elementos comunes, incluso propiciatorios de la clase popular.

Gracias a ello, la Zarzuela asume netamente su personalidad definitiva, una personalidad que la lleva a ser propia todavía hoy.


Luis Jonás VEGAS VELASCO..