sábado, 19 de mayo de 2012

GUSTAV MAHLER, DE LA CERTEZA DE SABERTE ETERNAMENTE CONTEMPORÁNEO.


En algunas extrañas ocasiones, se produce el curioso fenómeno de que ante determinados sucesos o circunstancias, nos da verdaderamente la sincera sensación de que algo ya ha sido vivido, de que algunas sensaciones, por más que nos convenzamos a nosotros mismos de que constituyen nuestro presente inmediato, nuestro aquí y nuestro ahora, en realidad ya las hemos experimentado.
En el caso de Gustav MAHLER la sensación es completamente inversa. Él tenía plena convicción de que fuera cual fuera el tiempo en el que se le recordase, él se encontraría ciertamente envuelto en uno más de los eternos presentes que recreó de forma perpetua desde su eterno pasado, con la Música como intermediación.

“Mi tiempo llegará.”  Además de constituirse como su frase más famosa, consagra en un presente imperfecto, inacabado, en este caso por la vocación de futuro que encierra; una de las características más importantes de la forma de hacer de MAHLER. No se trata tan sólo de una manera de vivir. Se trata más bien de tener clara una “forma de posicionarse ante la vida.”

Nacido en KALISTE Imperio Austrohúngaro, el día de San Fermín de 1860, el joven Gustav transcurre sus primeros años sumido en una infancia especialmente complicada. Las causas son varias, y a las complicaciones que podía compartir con cualquier otra familia de su entorno, y que podrían resumirse en las que derivan de tener inmerso su presente en una época sinceramente convulsa, en la que toda una manera de comprender la vida se desmoronaba; hay que sumar en este caso las específicas de habitar en un entorno familiar presidido por las continuas muestras de desamor que la madre dedicaba continuamente a su marido, un hombre dedicado a la destilación de licores con el que su madre se había casado sin haberle querido nunca, sino concibiendo su matrimonio como un mero intercambio comercial.

En semejante ambiente, Gustav asiste a la muerte de ocho de sus trece hermanos antes tan siquiera de que abandonen la infancia. Todo ello, unido a las especiales circunstancias que por ese tiempo hacen concurrir el hecho de ser judío, llevan a la familia a mudarse, primero a la cercana localidad de Iglau, pequeña ciudad en la que Gustav asistirá al instituto, donde por otro lado no mejorarán sus malos resultados académicos. En principio solo parece ser bueno para pensamiento religioso.

Como no podía ser de otra manera, el contexto situacional en el que transcurren sus primeros años de vida, unido de manera inexcusable a las especiales características que imprime el percibir el mundo desde la perspectiva de la religión semita, inducen en Mahler una condición moral, ética, y en definitiva humana, que no sólo será impactante en tanto que le conferirá una personalidad especial; acabará conformando una serie de criterios sociales, de manual de instrucciones al cual acudir cuando el comportamiento humano te desarma, que configurará aquello que MAHLER catalogará muchos años después como “la más preciosa de sus posesiones, después de su amada esposa, su manera de estar ante la vida.”

El tiempo pasa, y como no podía ser de otra manera, lleva a cabo su efecto balsámico. MAHLER ha evolucionado, sobre todo como persona, terminando por consolidarse como uno de los Directores de Orquestación más celebrados de su época, todo ello sin tener que dilapidar uno sólo de los valores que le han permitido tanto llegar a ser lo que es, como mantenerse en permanente proyección, dentro de la senda de triunfo dentro la que parece hallarse inmerso.
Sin embargo esto no es del todo cierto. Una vez llegado a Viena, para aceptar el cargo de Director del Teatro de la Ópera, se ha encontrado con que una de las condiciones insalvables para asumir semejante cargo, pasa por convertirse al Cristianismo. Decir que el hecho causa algún efecto catastrófico en la estabilidad del personaje sería absurdo. Mahler jamás dotó de gran importancia al hecho religioso. Sin embargo, su condición de judío si representó por otro lado un terrible hándicap para el Director y Compositor, al ser utilizado como continua punta de lanza por sus cada vez más numerosos críticos los cuales son en su mayoría incapaz de entender la elaborada técnica que se halla presente en los arreglos orquestales que Gustav lleva a cabo, amparado en sus monumentales conocimientos en materia específica de orquestación, procedentes del estudio y ejercicio de su verdadera actividad, la dirección de orquesta.

Porque efectivamente, y ésta puede que se trate de la única crítica con fundamento que se puede extractar de las múltiples acusaciones que la prensa le dedica en su tiempo, MAHLER es en realidad un músico ocasional. En principio disfruta enormemente con su actividad al frente de las mejores orquestas del Imperio Austrohúngaro, lo que viene a ser lo mismo que decir, de las mejores del mundo. Sin embargo, será precisamente al observar las carencias que éstas tienen en materia de orquestación, lo que le impulse definitivamente a escribir música, en un claro intento de poner fin a esas carencias.

Será entonces cuando, acudiendo al segmento popular de la música, aquél que descansa no en el folklore objeto de estudio, sino en aquél que hace expandir el espíritu de los hombres, recordando seguramente la música que emanaba libremente de aquélla banda de música militar que había enfrente de su instituto, donde MAHLER descubre que se encuentra a sus anchas.
Interpretar que MAHLER hiciera un uso oficial del folklore, como lo harían BARTOK o el mismísimo FALLA, sería distorsionar la realidad. Lo que MAHLER lleva a cabo realmente es redescubrirse en esos pensamientos, redefiniéndose a sí mismo a partir del Lied, forma que adopta la canción tradicional alemana, terminando por constituirse en uno de los más geniales responsables del MOVIMIENTO MUSICAL ROMÁNTICO.

En un tiempo proporcionalmente breve, y con un catálogo relativamente escaso, MAHLER hace bueno el dicho de que lo importante en Música Romántica no es la cantidad, sino la profundidad que con la misma se alcanza. La calidad acalla las críticas, sobre todo las que habían aflorado en relación a su aparente falta de humildad, tal y como supuestamente se derivaba de la osadía de haber orquestado un Cuarteto de Beethoven. A pesar de todo sus rivales no le perdonaron, y le esperaron a su vuelta de su aventura americana, retándole a que musicara a su correligionario semita (se referían a Mendelsson.)

Pero llegado ese momento, ya nada puede importar ni importa al músico. La pasión que siempre se mostró como guía a la hora de relacionarle con la vida, y que siempre se mostró como traductor en la relación entre su vida y su música, se ha desmoronado. Tal y como desvelará a Sigmund FREUD en la conversación que se deriva de un corto paseo que ambos darán, todavía en Nueva York, “Es sobre el héroe sobre el que se abaten los tres golpes del destino, hasta que el último lo derriba, como se derriba un árbol.”
Los golpes afloran, como todo acaba por aflorar. El descubrimiento casual en 1908 de una malformación coronaria congénita, y la inevitable etapa de permanente espera de la muerte que a partir de ese momento se abre, convierten a MAHLER  en un hombre que camina lenta e inexorablemente hacia la propia ruina. En medio, la convicción de que ha dejado escapar lo único que de verdad ha amado, a su esposa Alma, la única persona a la que, según creía él, jamás había necesitado decir cuánto quería. Desgraciadamente, poco antes de morir, y tal vez adelantando el desenlace, descubrirá que no es así.

Morirá sólo, ingresado en un sanatorio, el 18 de mayo de 1911. Será enterrado en el cementerio de Sciringlizt, donde descansa en una tumba que, siguiendo sus instrucciones, sólo tiene inscrito en su lápida su propio nombre.
A estas alturas, sólo una cuestión queda en el aire. De haber vivido más años, ¿Hasta qué punto la obra de MAHLER hubiera revolucionado la Ópera?

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 12 de mayo de 2012

DE LOS QUE, APARENTEMENTE, SIEMPRE ESTUVIERON AQUÍ.


Resulta maravilloso comprobar cómo, a menudo, las especiales circunstancias que redundan en lo característico de la especie humana, convergen de manera extraordinaria, y a menudo lo hacen para ofrecernos, mediante la inmersión en la llamada Historia Remota, respuestas a nuestra actualidad más incendiaria.
Así, uno comprueba con incipiente satisfacción cómo la crisis, ese gran cajón de sastre en el que todo cabe, está trayendo, realmente, consecuencias impredecibles. Como argumento más que suficiente para agudizar el ingenio, podemos no ya ni  tan siquiera sorprendernos cuando por fin empezamos a ver rastros de vida inteligente, sin que para ello resulte imprescindible abandonar La Tierra; y así comprobamos que por fin algunos han desistido en la búsqueda de soluciones peregrinas, para pasar definitivamente a la acción, y  buscar en el pasado, si no la solución a los males que acechan al mundo, sí al menos un camino elegante y más prometedor para llegar a los mismos. No en vano, “La utilidad de la Historia pasa no ya porque se repita, sino porque se matiza a sí misma.”

Inmerso en tales reflexiones llevaba ya varios días, cuando en mitad de un debate en principio destinado a analizar, una vez más las consecuencias de nuestra situación económica; los contertulios, por otro lado sorprendentemente eruditos en sus respectivos temas, terminaron introduciendo en el dilema, nada menos que a la todopoderosa por definición Iglesia Católica, Apostólica y Romana.
Tocado el sensible tema, ya casi por morbo hube de permanecer atento al resultado del duelo que, evidentemente, estaba por producirse. Y entonces llegó el hecho que justifica todo lo expuesto hasta el momento. Uno de los contertulios, fiel defensor del dogma, a pesar de verse repetidamente contras las cuerdas, mantuvo el tipo mientras pudo. Y cuando ni la defensa numantina era suficiente, dejó caer una máxima que personalmente me dejó helado: “El Estado Español no se halla en condiciones de presionar a una institución como La Iglesia, que está aquí antes incluso que ellos.” Como es evidente, no podía permanecer impávido ante semejante declaración de intenciones. Por ello, rápidamente me puse manos a la obra, y reformulé la cuestión.

¿Desde cuándo y por qué es España Católica?

Coincidiendo con el abandono definitivo del Muro de Adriano, año 386, y aceptando como tal el momento que marca el comienzo del colapso definitivo del Dominio de Roma, al menos en lo que concierne al Extinto Imperio Romano de Occidente; podemos establecer en esa época el principio de la llegada masiva de Suevos, Bándalos e incluso Sajones, al territorio de la por entonces calmada Hispania. Un territorio en el que aún perduraban a todos los efectos los acuerdos que durante la IIª pero sobre todo IIIª Guerra Púnica, sirvieron para el establecimiento de importantísimos acuerdos no sólo entre los pueblos que poblaban el territorio antes de la llegada de los romanos, fundamentalmente Celtas e Íberos, sino luego, y con resultados mucho más importantes, los que se firmaron entre éstos y los propios romanos, una vez finalizado, al menos en parte, el conocido proceso de romanización.
Para hacernos una idea de la importancia y el rigor de esos acuerdos, basta citar por ejemplo que, por el lado de Roma, los acuerdos que Publio Cornelio SCIPIÓN alcanzó con los pueblos por ese entonces ubicados por encima del Ebro, tuvieron vigencia conceptual hasta mucho después no ya de la muerte de éste, sino incluso décadas después, una vez que su nombre hubo sido olvidado (si semejante hecho realmente alguna vez acaeció,) y fueron pilar central de la constitución del Derecho Visigodo, plasmado en el “Liber Ludiciorum”. Supusieron, en cualquier caso, el límite conceptual primario en el que se apoyaron los muchos que alzaron sus voces en pos de impedir que la tradición germana constituyera, tal y como de hecho parecía, la única fuente de la que bebiera la legislación que regiría los designios del pueblo resultante de un proceso en el cual, a pesar de la derrota, Roma se había impuesto.
A pesar de haber pasado por encima de Las Legiones de Roma, habiendo alcanzado una victoria que en lo concerniente al lado oriental era absoluta, los pueblos vencedores se encontraron con una serie de hándicaps que, en caso no sólo de no ser resueltos, sino de no serlo rápidamente, bien podían convertir aquéllas victorias en un mal capaz de arrastrar en la sed de la victoria, todas las incipientes estructuras que traían consigo.
Porque, al contrario de lo que ocurría en el caso de las Victorias Romanas, que venían acompañadas por una rápida incorporación de población que tomaban posesión de los territorios vencidos, que pasaban de manera eficaz a la condición de, conquistados, imponiéndose con ello las normas, costumbres, y metodologías romanas, en lo que se ha denominado acertadamente romanización, y que es de justicia decir se constituye en un elemento si cabe más fuerte de cara a garantizar la Pax Romana, que el que por otro lado podía significar el miedo a las propias legiones. En el caso de los pueblos germanos no sólo no se daba, sino que en la mayoría de ocasiones, habían de comprobar cómo los métodos, formas de vida y avances que manifestaban éstos, superaban incluso con mucho, a los que traían tras de sí los supuestos conquistadores.

Tal y como es hecho reconocido, y repetido en la Historia, el sentido común adopta generalmente la forma no de las decisiones que los gobernantes toman, y pretenden imponer al Pueblo. Más bien lo que ocurre es al revés. Adoptando principalmente la forma de mujer, en su condición de madres, esposas, y dueñas de sus hogares, las mujeres germanas dieron el paso que una vez más el orgullo tal vez impedía dar a los hombres, y decidieron adoptar las consignas, métodos, tradiciones y tecnologías, que los en este caso bárbaros del sur, poseían.

Y entre ellos, lógicamente estaban sus creencias, y con ello, la Religión Cristiana.

En ese tiempo, lo que procedía de Roma era la corriente cristiana del arrianismo. Había sido Arrio un presbítero en Alejandría, que había alcanzado respeto como predicador en torno al final del Siglo III de nuestra era. Su importancia reside en ser el portavoz, y a la par redactor más capacitado de las tesis que supusieron uno de los debates más encendidos antes de la adopción del Cristianismo como Religión Oficial del Imperio. Arrio sostenía, entre otras tesis polémicas, que Cristo no había sido siempre Dios, en tanto que no había sido siempre Hijo del Padre, ya que éste, no fue siempre Padre, sino que lo fue después de haber sido Creador.”
El encendido debate sirvió, por otro lado, para promover una interesada limpieza que allanó el camino para que el Concilio de Nicea (año 325) lo declarase herejía. Todo estaba así en condiciones para que Constantino pudiera terminar el trabajo iniciado por Teodosio; declarando al Cristianismo, Religión Oficial del Estado.

Esto, como todo lo que ocurría en Roma, tenía consecuencias abrumadoras, tanto por el número de personas a las que afectaba, como por la magnitud del grado de esas afecciones. La estabilidad religiosa era una cuestión que afectaba no sólo al terreno de lo individual, de la creencia. Se convertía por el contrario en una cuestión de máxima condición pública, que en el caso de los estados podía provocar tanto el establecimiento de alianzas y pactos nuevos, como la ruptura de otros de vigencia en el tiempo. Y todo ello, claro está, salpicado de las consecuencias sociales, políticas y principalmente económicas, que podamos imaginarnos.

Y en esa estamos, cuando la rotura con el arrianismo coge al territorio de Hispania, a pie cambiado. Hispania se alineaba, fundamentalmente, con la mencionada corriente. Pero la llegada desde la Metrópoli de preocupantes noticias, ponen de manifiesto que en el caso de perseverar en semejante hechos, las relaciones con la misma peligran.

Por ello, el 8 de mayo del año 589, dentro del a tal efecto convocado III CONCILIO DE TOLEDO, El Monarca Godo de Toledo, Recaredo, decreta el fin del arrianismo, y abraza definitivamente el Cristianismo Católico como religión oficial.
Las consecuencias no se hacen esperar, y son proporcionales a la magnitud del hecho. Como muestra, la fuerza de los insumisos que permanecieron fieles al arrianismo, constituye uno de los argumentos que sirven para interpretar la llegada y fugaz conquista del territorio Cristiano por el Islam, un siglo después.

Por ello, queda así contestada la pregunta relativa a ¿Desde cuándo y por qué somos Cristianos Católicos en España?

Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 5 de mayo de 2012

DE LA SUPREMA CUESTIÓN, DEL ORIGEN DE LA AUTORIDAD O DEL PODER.


Si a cualquiera de nosotros, así, de repente, se nos interrogara en relación a términos tales como poder y autoridad, y se nos instara después, en función de nuestras respuestas, a establecer un catálogo de diferencias existentes entre ambos, es muy posible qué, una vez más, nos diéramos cuenta de la gran verdad según la cual existe una gran diferencia entre la lengua que hablamos, y el lenguaje que lo sustenta.
Pero, más allá de connotaciones semánticas, propias más bien de la bella sutileza de la que es virtud el lenguaje, y que se desarrolla y manifiesta en la belleza de los Sofistas, la realidad pasa inexorablemente por comprender cómo, efectivamente, la única diferencia exhaustiva que existe entre las dos acepciones pasa por el efecto distinto que el mismo hecho, el ligado a las implicaciones de dominio, causa en los dominados.

Así, bien podríamos decir que la autoridad es una aptitud, esto es, una predisposición o capacidad de la cual gozan determinadas personas, y que les lleva a estar especialmente capacitados en consecuencia para asumir responsabilidades, dar órdenes y, efectivamente, dar por hecho que las mismas serán cumplidas. Es en consecuencia la autoridad magnífico recurso de los líderes, en especial de aquéllos que lo son de manera aparentemente innata. Llega a  convertirse incluso en virtud, para los que ejercen en mando de manera no otorgada, sino aparentemente natural, o sea, carácter propio de revolucionarios, o de líderes que gozan de la autoridad en la medida en que luchan contra injusticias.

Por el contrario, la dedicación al término poder es, ante todo, mucho menos romántica, si no auténticamente contraproducente a tal efecto. El poder es algo de lo que no se goza, de lo que no se predispone, sino que es algo encomendado. De esta manera, al ser algo atribuido, resulta a menudo que su concesión es errónea, e incluso ajena en el individuo a las condiciones requeridas.
Confeccionamos con ello un cóctel imposible de dirimir, en base al cual, a menudo líderes que justamente hubieron gozado de autoridad, se vieron no obstante privados del poder imprescindible para aplicar ésta de manera adecuada; en tanto que verdaderos villanos que accedieron al ejercicio del poder por adjudicación externa, se vieron carentes de toda aptitud para con la autoridad,

Y si el debate es prolífico en materia de individuos o personas, imagínense por un momento hasta dónde podemos trascender en el caso de aplicarlo a instituciones, o a las fuentes mismas del propio poder porque, ¿Qué nos ha llevado a lo largo de la Historia a obedecer?
Evidentemente, la resolución de éste corolario, no es en realidad más sencillo que el de la cuestión primaria. Aplicado a términos originales, la cuestión nos lleva a plantearnos por el origen de la autoridad, del poder, y de la relación existente entre el mando, y el que lo sufre.

Reubicando la escala de nuestra propensión, es los anaqueles de la Historia que nos son más propios, podríamos ir llevando la estructura a de nuestra duda hasta la cuestión máxima. Esto nos llevará a reformular la cuestión más o menos en los siguientes términos: ¿En qué puede apoyarse en última instancia la justificación del poder de una determinada estructura, como puede ser el propio Estado, cuando en realidad no está sino compuesto por iguales a aquéllos sobre los que ejerce su control?
La cuestión acaba siendo peliaguda, ya que su origen parece estar inmerso en lo más profundo de las consideraciones anarquistas. Mas una vez superado el primer instante de duda, o abiertamente de miedo, nos damos cuenta de que, efectivamente, uno de los ingredientes primordiales del ejercicio del poder, pasa inexorablemente por la constatación de una diferenciación expresa entre los que ejercen el poder, y los que lo sufren. Diferenciación que puede ser de origen natural, para aquéllos que acepten la existencia de diferencias estructurales entre los hombres; o de origen artificial, propias de los que, de cualquier manera, detestamos la conformación de tales diferencias; eso sí, ajenos a la necesidad de parodiar al Hombre a partir de la imposición de que todos somos iguales.

Continuando con esta progresión, y aceptando como en el caso de las vías tomistas, la imposibilidad de retrotraernos “ad infinitum”; habremos de aceptar la existencia de una fuente, en apariencia superior, sobre la que descanse la capacidad de ejercer el poder de manera absoluta.
El mero uso de términos como absoluto, nos lleva de manera natural a territorios metafísicos, esto es, territorios en los que el dogma, y la propensión a aceptar términos como el de necesario, esto es, la existencia de realidades que poseen en sí mismas la causa de su propia existencia, apropiándose con ello de las implicaciones de la Teoría del Motor inmóvil de Platón, no parecen más que alejarnos de nuestra ya a priori remota pregunta inicial.
Pero una vez superada la aversión inicial, comprobamos con agrado que el aparente distanciamiento responde a la cuestión, tantas veces comprobada, de que a menudo conviene modificar la perspectiva, para llegar a la respuesta por otros caminos.

Con todos los ingredientes hasta el momento relacionados, tenemos que el poder o ejercicio del mismo es algo que surge de la diferencia. Que ésta diferencia en el caso de ser cimentada entre hombres, es fruto de una diferenciación interesada, fraguada en acciones artificiales, y por ende, extensas al Hombre en tanto que tal. Procedentes entonces de Dios.

Similares a estos son los razonamientos que expondrá, de manera brillante El Papa Inocencio III una vez que tras su coronación como Sumo Pontífice, convertirá en eje procedimental básico de su hegemonía el demostrar los orígenes divinos de las relaciones de poder entre la Iglesia y los Hombres por supuesto, pero que luego extenderá al ejercicio de poder que los Hombres hacen respecto de si mismos.

Inocencio III llega al cargo en medio de la que será definitiva crisis del Sistema Feudal. Una nueva categoría social, la Burguesía, amenaza no sólo con modificar las relaciones de poder hasta el momento perfectamente establecidas en la pirámide social; sino que la procedencia y la forma de obtener sus riquezas, a través del comercio, en lo que bien podríamos considerar origen de la especulación, precursora de la Revolución Económica y Social que se avecina; queda en cualquier caso fuera del control magno de la Iglesia, en la medida en que el mismo se ejerce en función de la relación que respecto de la posesión de tierra como tal, se posee.
Dudar del poder, significa dudar de la fuente de procedencia del mismo. Y de ahí, a su cuestionamiento, hay un paso demasiado corto. Por eso, Inocencio III, amparándose en el texto bíblico de Mateo en el que Jesucristo provee a Pedro de las llaves del Reino, afirma que el poder de la Iglesia es eterno y absoluto, en tanto que emana directamente de Dios. Es por ello superior a toda cuestión terrenal conocida, incluso por supuesto del Emperador. Y de esta manera, las funciones a desarrollar por La Iglesia le son confiadas al Imperio, en este caso el Sacro Imperio Romano Germánico en la medida en que es su instrumento, porque el Imperio procede de la Iglesia, no sólo en su origen, sino por supuesto en sus fines.

Queda cimentada de esta manera la relación más sólida sobre la que jamás ha podido soñar apoyarse cualquier mando. El ejercicio de poder regio es siempre el adecuado, a pesar de que a veces puede estar en manos de cretinos, “bobos” o eunucos, en tanto que está bendecida por Dios. El acto de mandar, de ejercer el poder, queda así liberado de la necesidad de autoridad por parte del que lo ejerce, ya que esta es propia de Dios. Incluso la estupidez que a menudo se esconde tras la excesiva humildad, es, para el caso, motivo de felicitación.

Quedan así fusionados, poder terrenal y poder divino. No sólo comparten fines, sino medios. La Administración queda así, definitivamente separada de los Administrados. La primera no puede equivocarse, en tanto que sus decisiones emanan de lo alto. A los segundos no les queda más que obedecer, porque de lo contrario no se les aplicarán sanciones terrenales, sino que estas tendrán sin duda, consecuencias en el más allá. ¿Existe verdaderamente motivación para la obediencia más eficaz?

Y si para con la chusma propia del ejercicio autoritario son estos medios innegables, la verdad es que no lo son menos para con estructuras, en principio superiores. La Iglesia Católica, Apostólica y Romana, observa no sin recelo las más que sospechosas maniobras de poder que se están llevando a cabo, principalmente en Inglaterra y en Francia, en pos de consolidar estructuras de poder no sólo propias, sino que amenazan con alcanzar el poder suficiente como para llegar a hacer sombra al Sacro Imperio Romano Germánico. La adopción de las medidas de concatenación relatadas en torno a la abierta justificación de la intromisión de la Iglesia en las decisiones de poder, incluyendo en ello las designaciones regias, proporciona a la Iglesia el arma definitiva de cara a influir de manera decisiva en tales nombramientos. De ésta manera, la Iglesia puede proponer candidatos a ceñirse la corona que le sean abiertamente afines, en casos por ejemplo  de ausencia de heredero, o de escasa legitimación de éste. Y estos hechos acaecerán varias veces en Europa, a lo largo de los siglos XIII al XVII.

Sin embargo, como igualmente nos enseña la Historia, es la avaricia causa extempórea de ruina entre aquéllos que la practican sin límite.

En el primer tercio del Siglo XVI, conocido era el esfuerzo que Carlos I de España desarrollaba en pos de conseguir la designación como Emperador del Sacro Imperio. Las continuas manipulaciones desarrolladas conforme a los ardides referidos por parte de la Iglesia Católica para interferir de manera más o menos evidente en los designios de los gobernantes en los territorios de Alemania, Inglaterra y Francia fundamentalmente; llevan a estos a consolidar una Liga con la que defenderse de la Iglesia, y en este  caso de su brazo armado, que no es sino el ejército del Emperador Carlos.
La Guerra se desarrolla, en principio favorable a los intereses de los La Liga de Cgnac. Esto lleva al Papa Clemente VII a aliarse con ellos, en un doble juego que no persigue sino limitar el creciente a la par que sospechoso exceso de poder de Carlos, como Emperador del Sacro Imperio. Pero La Liga se va debilitando, engrosando con ello el coeficiente de moral de los propios del Emperador. Las tornas han cambiado, es como si Dios no tuviera claro de qué lado está.

Sin embargo, una variable completamente terrenal, entra en juego. La burocracia es incapaz de garantizar que la soldada esté en los bolsillos de los militares a tiempo. Así, los 34.000 soldados que componen la tropa imperial obligan a Carlos III Duque de Borbón y Condestable de Francia a liderarles en el Saqueo de Roma. El objetivo, cobrarse sus sueldos.
El seis de mayo de 1527. furibundas y sin control las tropas,  carecen de mando que proporcione raciocinio una vez muerto Carlos III en la muralla; las tropas entran en Roma. El 80 por ciento de la Guardia Suiza da su vida para que Clemente VII pase un rato junto a las ratas en el passetto, corredor secreto que comunica El Vaticano con el Palacio de SantÂngelo.

Las consecuencias del hecho son incalculables. De entrada, Todo el proyecto de Inocencio se va al traste, al deponer algo tan terrenal como los arcabuces españoles, las señales divinas del supuesto control de Dios.
En otra índole, el Renacimiento Italiano verá cortados sus suministros, pudiéndose fechar aquí su fin.

En definitiva, el 6 de mayo de 1527, cambió la forma de relación entre los hombres, Dios, y sus respectivos dirigentes.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.