sábado, 5 de mayo de 2012

DE LA SUPREMA CUESTIÓN, DEL ORIGEN DE LA AUTORIDAD O DEL PODER.


Si a cualquiera de nosotros, así, de repente, se nos interrogara en relación a términos tales como poder y autoridad, y se nos instara después, en función de nuestras respuestas, a establecer un catálogo de diferencias existentes entre ambos, es muy posible qué, una vez más, nos diéramos cuenta de la gran verdad según la cual existe una gran diferencia entre la lengua que hablamos, y el lenguaje que lo sustenta.
Pero, más allá de connotaciones semánticas, propias más bien de la bella sutileza de la que es virtud el lenguaje, y que se desarrolla y manifiesta en la belleza de los Sofistas, la realidad pasa inexorablemente por comprender cómo, efectivamente, la única diferencia exhaustiva que existe entre las dos acepciones pasa por el efecto distinto que el mismo hecho, el ligado a las implicaciones de dominio, causa en los dominados.

Así, bien podríamos decir que la autoridad es una aptitud, esto es, una predisposición o capacidad de la cual gozan determinadas personas, y que les lleva a estar especialmente capacitados en consecuencia para asumir responsabilidades, dar órdenes y, efectivamente, dar por hecho que las mismas serán cumplidas. Es en consecuencia la autoridad magnífico recurso de los líderes, en especial de aquéllos que lo son de manera aparentemente innata. Llega a  convertirse incluso en virtud, para los que ejercen en mando de manera no otorgada, sino aparentemente natural, o sea, carácter propio de revolucionarios, o de líderes que gozan de la autoridad en la medida en que luchan contra injusticias.

Por el contrario, la dedicación al término poder es, ante todo, mucho menos romántica, si no auténticamente contraproducente a tal efecto. El poder es algo de lo que no se goza, de lo que no se predispone, sino que es algo encomendado. De esta manera, al ser algo atribuido, resulta a menudo que su concesión es errónea, e incluso ajena en el individuo a las condiciones requeridas.
Confeccionamos con ello un cóctel imposible de dirimir, en base al cual, a menudo líderes que justamente hubieron gozado de autoridad, se vieron no obstante privados del poder imprescindible para aplicar ésta de manera adecuada; en tanto que verdaderos villanos que accedieron al ejercicio del poder por adjudicación externa, se vieron carentes de toda aptitud para con la autoridad,

Y si el debate es prolífico en materia de individuos o personas, imagínense por un momento hasta dónde podemos trascender en el caso de aplicarlo a instituciones, o a las fuentes mismas del propio poder porque, ¿Qué nos ha llevado a lo largo de la Historia a obedecer?
Evidentemente, la resolución de éste corolario, no es en realidad más sencillo que el de la cuestión primaria. Aplicado a términos originales, la cuestión nos lleva a plantearnos por el origen de la autoridad, del poder, y de la relación existente entre el mando, y el que lo sufre.

Reubicando la escala de nuestra propensión, es los anaqueles de la Historia que nos son más propios, podríamos ir llevando la estructura a de nuestra duda hasta la cuestión máxima. Esto nos llevará a reformular la cuestión más o menos en los siguientes términos: ¿En qué puede apoyarse en última instancia la justificación del poder de una determinada estructura, como puede ser el propio Estado, cuando en realidad no está sino compuesto por iguales a aquéllos sobre los que ejerce su control?
La cuestión acaba siendo peliaguda, ya que su origen parece estar inmerso en lo más profundo de las consideraciones anarquistas. Mas una vez superado el primer instante de duda, o abiertamente de miedo, nos damos cuenta de que, efectivamente, uno de los ingredientes primordiales del ejercicio del poder, pasa inexorablemente por la constatación de una diferenciación expresa entre los que ejercen el poder, y los que lo sufren. Diferenciación que puede ser de origen natural, para aquéllos que acepten la existencia de diferencias estructurales entre los hombres; o de origen artificial, propias de los que, de cualquier manera, detestamos la conformación de tales diferencias; eso sí, ajenos a la necesidad de parodiar al Hombre a partir de la imposición de que todos somos iguales.

Continuando con esta progresión, y aceptando como en el caso de las vías tomistas, la imposibilidad de retrotraernos “ad infinitum”; habremos de aceptar la existencia de una fuente, en apariencia superior, sobre la que descanse la capacidad de ejercer el poder de manera absoluta.
El mero uso de términos como absoluto, nos lleva de manera natural a territorios metafísicos, esto es, territorios en los que el dogma, y la propensión a aceptar términos como el de necesario, esto es, la existencia de realidades que poseen en sí mismas la causa de su propia existencia, apropiándose con ello de las implicaciones de la Teoría del Motor inmóvil de Platón, no parecen más que alejarnos de nuestra ya a priori remota pregunta inicial.
Pero una vez superada la aversión inicial, comprobamos con agrado que el aparente distanciamiento responde a la cuestión, tantas veces comprobada, de que a menudo conviene modificar la perspectiva, para llegar a la respuesta por otros caminos.

Con todos los ingredientes hasta el momento relacionados, tenemos que el poder o ejercicio del mismo es algo que surge de la diferencia. Que ésta diferencia en el caso de ser cimentada entre hombres, es fruto de una diferenciación interesada, fraguada en acciones artificiales, y por ende, extensas al Hombre en tanto que tal. Procedentes entonces de Dios.

Similares a estos son los razonamientos que expondrá, de manera brillante El Papa Inocencio III una vez que tras su coronación como Sumo Pontífice, convertirá en eje procedimental básico de su hegemonía el demostrar los orígenes divinos de las relaciones de poder entre la Iglesia y los Hombres por supuesto, pero que luego extenderá al ejercicio de poder que los Hombres hacen respecto de si mismos.

Inocencio III llega al cargo en medio de la que será definitiva crisis del Sistema Feudal. Una nueva categoría social, la Burguesía, amenaza no sólo con modificar las relaciones de poder hasta el momento perfectamente establecidas en la pirámide social; sino que la procedencia y la forma de obtener sus riquezas, a través del comercio, en lo que bien podríamos considerar origen de la especulación, precursora de la Revolución Económica y Social que se avecina; queda en cualquier caso fuera del control magno de la Iglesia, en la medida en que el mismo se ejerce en función de la relación que respecto de la posesión de tierra como tal, se posee.
Dudar del poder, significa dudar de la fuente de procedencia del mismo. Y de ahí, a su cuestionamiento, hay un paso demasiado corto. Por eso, Inocencio III, amparándose en el texto bíblico de Mateo en el que Jesucristo provee a Pedro de las llaves del Reino, afirma que el poder de la Iglesia es eterno y absoluto, en tanto que emana directamente de Dios. Es por ello superior a toda cuestión terrenal conocida, incluso por supuesto del Emperador. Y de esta manera, las funciones a desarrollar por La Iglesia le son confiadas al Imperio, en este caso el Sacro Imperio Romano Germánico en la medida en que es su instrumento, porque el Imperio procede de la Iglesia, no sólo en su origen, sino por supuesto en sus fines.

Queda cimentada de esta manera la relación más sólida sobre la que jamás ha podido soñar apoyarse cualquier mando. El ejercicio de poder regio es siempre el adecuado, a pesar de que a veces puede estar en manos de cretinos, “bobos” o eunucos, en tanto que está bendecida por Dios. El acto de mandar, de ejercer el poder, queda así liberado de la necesidad de autoridad por parte del que lo ejerce, ya que esta es propia de Dios. Incluso la estupidez que a menudo se esconde tras la excesiva humildad, es, para el caso, motivo de felicitación.

Quedan así fusionados, poder terrenal y poder divino. No sólo comparten fines, sino medios. La Administración queda así, definitivamente separada de los Administrados. La primera no puede equivocarse, en tanto que sus decisiones emanan de lo alto. A los segundos no les queda más que obedecer, porque de lo contrario no se les aplicarán sanciones terrenales, sino que estas tendrán sin duda, consecuencias en el más allá. ¿Existe verdaderamente motivación para la obediencia más eficaz?

Y si para con la chusma propia del ejercicio autoritario son estos medios innegables, la verdad es que no lo son menos para con estructuras, en principio superiores. La Iglesia Católica, Apostólica y Romana, observa no sin recelo las más que sospechosas maniobras de poder que se están llevando a cabo, principalmente en Inglaterra y en Francia, en pos de consolidar estructuras de poder no sólo propias, sino que amenazan con alcanzar el poder suficiente como para llegar a hacer sombra al Sacro Imperio Romano Germánico. La adopción de las medidas de concatenación relatadas en torno a la abierta justificación de la intromisión de la Iglesia en las decisiones de poder, incluyendo en ello las designaciones regias, proporciona a la Iglesia el arma definitiva de cara a influir de manera decisiva en tales nombramientos. De ésta manera, la Iglesia puede proponer candidatos a ceñirse la corona que le sean abiertamente afines, en casos por ejemplo  de ausencia de heredero, o de escasa legitimación de éste. Y estos hechos acaecerán varias veces en Europa, a lo largo de los siglos XIII al XVII.

Sin embargo, como igualmente nos enseña la Historia, es la avaricia causa extempórea de ruina entre aquéllos que la practican sin límite.

En el primer tercio del Siglo XVI, conocido era el esfuerzo que Carlos I de España desarrollaba en pos de conseguir la designación como Emperador del Sacro Imperio. Las continuas manipulaciones desarrolladas conforme a los ardides referidos por parte de la Iglesia Católica para interferir de manera más o menos evidente en los designios de los gobernantes en los territorios de Alemania, Inglaterra y Francia fundamentalmente; llevan a estos a consolidar una Liga con la que defenderse de la Iglesia, y en este  caso de su brazo armado, que no es sino el ejército del Emperador Carlos.
La Guerra se desarrolla, en principio favorable a los intereses de los La Liga de Cgnac. Esto lleva al Papa Clemente VII a aliarse con ellos, en un doble juego que no persigue sino limitar el creciente a la par que sospechoso exceso de poder de Carlos, como Emperador del Sacro Imperio. Pero La Liga se va debilitando, engrosando con ello el coeficiente de moral de los propios del Emperador. Las tornas han cambiado, es como si Dios no tuviera claro de qué lado está.

Sin embargo, una variable completamente terrenal, entra en juego. La burocracia es incapaz de garantizar que la soldada esté en los bolsillos de los militares a tiempo. Así, los 34.000 soldados que componen la tropa imperial obligan a Carlos III Duque de Borbón y Condestable de Francia a liderarles en el Saqueo de Roma. El objetivo, cobrarse sus sueldos.
El seis de mayo de 1527. furibundas y sin control las tropas,  carecen de mando que proporcione raciocinio una vez muerto Carlos III en la muralla; las tropas entran en Roma. El 80 por ciento de la Guardia Suiza da su vida para que Clemente VII pase un rato junto a las ratas en el passetto, corredor secreto que comunica El Vaticano con el Palacio de SantÂngelo.

Las consecuencias del hecho son incalculables. De entrada, Todo el proyecto de Inocencio se va al traste, al deponer algo tan terrenal como los arcabuces españoles, las señales divinas del supuesto control de Dios.
En otra índole, el Renacimiento Italiano verá cortados sus suministros, pudiéndose fechar aquí su fin.

En definitiva, el 6 de mayo de 1527, cambió la forma de relación entre los hombres, Dios, y sus respectivos dirigentes.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.



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