sábado, 27 de febrero de 2016

MÚSICA EN EL CINE. DE BINOMIO A SIMBIOSIS.

En un instante en el que el aquí y el ahora destinados a conformar no solo nuestra actualidad, sino que amenazan con convertirse en algo más duradero, en tanto que se creen competentes para dar formar a lo que dentro de unos años será identificado como nuestro presente; es cuando hemos de hacer frente a condicionantes exhaustivos cuya legitimidad en algunos de los casos no permite esperar ni un minuto más.

Una vez asumida la esencia de ese presente, una vez condicionada nuestra desazón para con el mismo en tanto que lo único que parece unificar nuestro ánimo es la absoluta desafección para con la que hacia el mismo nos conducimos, que hemos de asumir con prestancia las opciones que la realidad nos ofrece. Opciones que por otro lado son pocas, en tanto que claras y concisas.

Así, una vez conciliados con la realidad, la cual se vuelve absolutamente insoportable en tanto que la imagen que de nosotros mismos nos retorna es del todo insoportable, pues más que no sentirnos reconocidos en lo que vemos, lo que nos azora es la imposibilidad para reconocer en el resultado final ni una sola de las consideraciones que en su momento impulsaron, cuando no justificaron tanto y tanto esfuerzo; es por lo que el Hombre Moderno, no tanto en su excelso conocimiento, cabría decir más que en su excelsa capacidad, ha decidido finalmente inventarse otro mundo, en lo que no es sino la renuncia expresa, la manifestación absoluta de la vergüenza en forma de aceptación de su imposibilidad para modificar lo que en este, todavía su mundo, no funciona.

Estamos ante la enésima recreación de la certeza de que a veces, es más eficaz extirpar que suturar.

Sin poder afirmar con plena certeza la procedencia no tanto material como sí más bien conceptual del sueño que acabó por materializarse en el logro del Cine como tal, de lo que sí estoy seguro es de que una gran parte del sin una enorme conjunto de variables que en torno del mismo se coordinaron, pasan de manera inexorable por una suerte de renuncia leal al mundo real. Renuncia leal, sí, sin duda, porque si bien el cine no supone sino una más de las formas que Wagner enunció cuando dijo que la realidad se compone de entes que previamente fueron imaginados; no es menos cierto que de soñar no puede derivarse traición alguna en tanto que a menudo los materiales que componen nuestra realidad de hoy, no fueron sino retales de sueños concebidos por alguien que una vez fue un loco, aunque hoy rememoremos el valor de sus cenizas llamándole genio, o tal vez todavía iluminado.

Es así pues que me niego a pensar que obedece a una mera casualidad la conformada en torno al instante el que tiene lugar la aparición del cinematógrafo. Londres, finales del XIX. ¿Acaso cabe otro lugar, aún más, otro momento? El final del XIX es sin duda un momento mágico en sí mismo. Diluida la grandeza del XIX, sublimadas si no todas, sí la mayoría de las que fueron sus grandes aportaciones, no es que estemos ante la agonía de un periodo, es que por primera vez nos encontramos ante una consideración del todo original: la que pasa por ser plenamente conscientes de que el momento histórico hacia el que tendemos, ha nacido muerto.

Convergen así pues en el alumbramiento del Siglo XX  la práctica totalidad de las consideraciones que de haber tenido alguna opción, hubiesen necesariamente desembocado en la renuncia plena y consciente del Hombre de su época a lo que podríamos denominar la inercia de seguir hacia delante.
Por primera vez en la Historia, el Hombre disponía por entonces no solo de los medios materiales, sino fundamentalmente de lo logros conceptuales, necesarios para poder anticipar de una manera seria y rigurosa, científica en una palabra, el cúmulo de desafecciones humanas que en forma de desconsideraciones históricas permitían sin el menor género de dudas describir con precisión quirúrgica no solo los conceptos sino incluso las formas mediante las que el mundo conocido, empezando por el resquebrajamiento de su sociedad, quebraría de manera inexorable; pudiendo incluso fijar de manera muy certera incluso el plazo que para ello resultaría necesario.

Asumimos pues que el Siglo XX empezó cuando todavía no había sido finiquitado el Siglo XIX, o por ser más precisos, cuando el humo consolidado a partir del efecto que los respectivos movimientos culturales que habían ayudado a darlo forma, a comprenderlo en una palabra; se habían extinguido totalmente.
Así, no se trata de que el Naturalismo fuera en sí mismo o no una superación de los límites del propio Realismo. No se trata en realidad de que en realidad todos ellos converjan a la vez a la eterna renuncia que la dialéctica que preside el devenir del Hombre se mueva en parámetros definibles en la permanente insatisfacción que le lleva a deambular por su presente, a base de generar corrientes irreconciliables entre sí. Más bien al contrario, de lo que se trata es de comprender que solo en un universo como el generado a partir de la confluencia de la forma y los fondos de los descritos, puede en realidad tener cabida una creación como es la del Cine, fuerza en si misma destinada a crear si no mundos y realidades, sí escenarios con frecuencia capaces de indicarnos el camino que han de seguir nuestros esfuerzos cuando éstos tienden a promover cambios en el mundo real.

Aclarada así pues no solo la connivencia del Cine para con el Hombre, sino que desarrollados los previos que pronto nos permitirán identificar entre ellos una suerte de relación casi necesaria, que pronto podremos poner en marcha la maquinaria destinada a identificar las relaciones que se establecerán entre esa nueva realidad, y muchas de las otras realidades que a lo largo de la Historia se han consolidado en pos de hacer más sencilla, o quizá más llevadera la propia vida del Hombre.
Entonces, así visto… ¿Alguien podría verdaderamente asumir que Cine y Música iban a poder mantenerse alejados el uno del otro durante mucho tiempo?

Una vez conducidos hasta los términos de la certeza las variables que compendian el umbral desde el que hay que considerar la inapelable relación que existe entre la Música y el Cine, de los cuales hemos de ser conscientes no solo una vez superadas las carencias técnicas que a priori parecían condenar esta fructífera relación, estamos diciendo una vez superada la etapa del Cine Mudo, lo cierto es que ya entonces la necesidad del pronto establecimiento de tal relación se hacía evidente en tanto que la carencia de sonido que tan evidente se hacía en aquellos metrajes, no hacía sino poner de relevancia lo fructífera que sería la relación entre ambos componentes.

Hoy por hoy, esta relación no solo es evidente, sino que ha alcanzado cotas de inevitable. Así, hoy por hoy nadie concibe una película sin música. La relación es tan obvia, y a la vez tan gratificante, que lo que antaño era sonorizar una película, se ha convertido hoy en día en uno de los aspectos que sin duda más se cuida a la hora de lograr un buen producto final. De hecho, y más allá de aseveraciones comerciales que sin duda las hay, el concepto de Banda Sonora Original ha alcanzado tal desarrollo que incluso ha logrado granjearse un espacio independiente, autónomo de la propia película si se prefiere, llegándose a producir lo que denominaríamos suerte de paradoja que se da en el momento en el que una determinada película ha pasado desapercibida para el gran público, si bien su banda sonora logra congregar a su alrededor un número de seguidores que supera con mucho a los que alguna vez alumbraron alguna suerte de interés hacia la película de la que supuestamente dependía.

De esta manera, la lógica evolución de las cosas ha llevado a que cada vez la elección de la música que ha de formar parte de una película se lleve a cabo de forma más cuidada. Unas veces el contexto previo a la ejecución de la propia película, y en otros casos la previsión del efecto sentimental que el director quería llegar a provocar en los espectadores, conduce inexorablemente a que lo que comenzó siendo algo residual, y llevado a cabo en el último momento, acabe por consolidarse como uno de los aspectos más a tener en cuenta a la hora de garantizar el éxito del producto final.

Pero el vínculo entre Música y emociones es tan evidente, que rápidamente los propios directores se dieron cuenta de que la selección de los pasajes destinados a componer la Banda Sonora de una película no podían seguir siendo aleatorios, ni mucho menos responder a emociones pasadas cuando no remotas, como sucedía cuando la mencionada selección se nutría de discotecas de autores clásicos, hecho que por múltiples causas, sobre todo económicas, ocurría con relativa frecuencia.

De esta manera, el paso era inevitable. Rápidamente, directores visionarios entendieron que al igual que la elección de la luz, del encuadre, y de otras múltiples variables eran imprescindibles para lograr si no el éxito sí al menos la satisfacción de que de verdad mostraban lo que él había perseguido. Y además se daba la consideración de que si bien ellos no podían influir en la luz del sol, o en las sombras, ¡sí podían hacerlo en la música! Bastaba para ello transmitirle a un profesional qué era exactamente lo que perseguían, cuál era exactamente la emoción que querían despertar en los espectadores a los que iba dirigido su trabajo.
Queda así pues del todo especificado el auge de los compositores de Bandas Sonoras. Un auge que si bien no es para contingente, obedece como en muchos de los parámetros observados hasta el momento a una contingencia, la que inexorablemente está ligada al declive generalizado en el que se encuentra sumida nuestra sociedad. Un declive que más allá de consideraciones relativas, y a la sazón, baldías, puede refrendar su certeza en el hecho cualitativo que en este caso emerge cuando constatamos que el nicho que en épocas anteriores estaba destinado a ser ocupado por los grandes compositores, no alberga hoy esperanza alguna de ser pródigo en consideraciones ni logros.
Es más, hoy por hoy, el logro que otrora estaría considerado a ellos en forma de sinfonías, o de cualquier otra estructura llamada a ser identificada en el futuro como de gran obra, aparece hoy destinado a ser concebido a lo sumo, como el resultado conjunto o analítico de alguna gran Banda Sonora.

En resumen, los que hoy estarían destinados a ser considerados como entes del Universo de la Música Clásica, redundan sus esfuerzos de una u otra manera en la composición de Bandas Sonoras Originales.

Se cierra así el círculo. Lo que en su momento aportó la Música al Cine, justificando en parte su éxito; es hoy devuelto en forma de protección a la espera de tiempos mejores.

Disfrutemos pues de tan maravilloso compendio.


Luis Jonás VEGAS VELASCO. 

sábado, 20 de febrero de 2016

DEL ROMANTICISMO EN ESPAÑA. UN TIEMPO PERDIDO EN EL INFINITO, UN LUGAR SIN REFERENCIA EN EL ESPACIO.

Habituados como estamos a la permanente desinencia en lo que respecta a la valoración del contexto que en lo concerniente a España y su posición en Europa se refiere; no constituirá en absoluto motivo de sorpresa acudir un día más a nuestra cita con el sinfín de acontecimientos que ya sea de manera aparentemente aleatoria, o lo que es peor, de manera absolutamente científica, vienen a refrendar la tesis cuando no la manifiesta certeza de que efectivamente este país es, cuando menos, un prodigio en lo que se refiere a vivir al otro lado, o lo que podría ser lo mismo, siguiendo siempre sus propios principios.
Es así que ya sea por cuestiones objetivas, entre las que sin demasiado esfuerzo podríamos incluir el conocido desarraigo cuando no desprecio que España ha experimentado hacia la Ciencia en general, lo cual ha redundado inexorable en un paulatino atraso fundamentado en la imposibilidad para mantener el imprescindible tren del progreso, que corre paralelo al de la Tecnología; o por otras de índole más conceptual, entre las que sin duda no haría falta mucho esfuerzo para ubicar por ejemplo el aparatoso desvarío hacia el que este país ha tendido siempre que ha necesitado explicar de manera comprensible para los extraños aspectos tan aparentemente simples como los que por ejemplo se encuentran vinculados a nuestra especial forma de entender las cuestiones políticas, así como el efecto de éstas sobre el resto cuando se erigen en causa capital, habrían de ser por sí mismas suficientes para determinar el origen, y con ello la causa, de muchos de los traumas que en principio parecen asolar el desarrollo de nuestra sociedad, en la medida en que la imposibilidad para comprenderlos no denota sino una incapacidad evidente para definir cuando no para comprender los cánones que regulan la evolución digamos natural de esa sociedad, erigiendo con ello un evidente obstáculo de cara a promover su progreso.

Asumiendo una vez más como una mención impía la que cabria devengarse en el infausto caso de que verdaderamente la demencia hubiera hecho presa en nosotros hasta el punto de creernos capaces de encontrar hoy y aquí el o los principios destinados a definir las causas que se devengan en la base de las digamos peculiaridades que denotan lo específico del asunto español; es por lo que en un ejercicio no ya de humildad, a lo sumo de realismo, es por lo que hemos decido acortar el brío de nuestro corcel, centrando así pues nuestra labor llevando a cabo nuestra revisión en aquel periodo histórico en el que primero y tal vez por ello con mayor intensidad, se observaron las mencionadas desinencias en lo referente al comportamiento respecto de nuestros afines, de Europa.
Será pues que sin duda no hace falta mucho pensar, y una vez elegido el momento no suscitará mucho debate, si centramos precisamente en el Siglo XIX, y más concretamente en lo elevado de los conceptos que el mencionado trajo consigo, el momento a partir del cual comenzar a ubicar no solo las causas, sino fundamentalmente las consecuencias que ayudan a delimitar primero, y a comprender después, el contexto en el que se cifra este especial devenir.

Constituye el paso del Siglo XVIII al Siglo XIX, el primero que verdaderamente posee identidad propia. Se erige asé en torno a la entrada de la centuria del 1800 una suerte de relevancia basada en la responsabilidad que el cambio lleva implícito la cual se construye a partir de las expectativas que por primera vez resultan evidentes no solo para el observador externo (o posterior como puede ser nuestro caso), sino para los propios agentes en tanto que directamente implicados en el propio momento.
La causa hay que buscarla como es de esperar en el acontecimiento capital que más que cerrar el Siglo XVIII, lo que vino a hacer fue poner de manifiesto lo imprescindible de un cambio.

La Revolución Francesa, más como consecuencia que como causa, vino a refrendar en casi toda Europa, si bien en unos sitios con más fuerza que en otros, lo inevitable de un cambio que al contrario de todos los que hasta el momento habían ocurrido, no debería limitarse a cuestionar la perspectiva desde la que se concebían los acontecimientos; por primera vez se cuestionaban las estructuras de consideración  a partir de las cuales se construía la realidad, cuestionando con ello la naturaleza misma de los conceptos.
Se trata pues de un cambio estructural, de un cambio de paradigma. Un cambio llamado a cambiar el mundo, debiendo plantearse pues y para ello cambiar primero al Hombre.

Redundan no tanto en la Revolución Francesa entendida como consecuencia; como sí más bien en los principios de cuya comprensión depende la posibilidad de captar verdaderamente el espíritu de la propia Revolución; una suerte de referentes cuya identidad, lejos de poder ser considerada como un cúmulo toda vez que los mismos son dueños por separado de naturaleza propia, no es menos cierto que combinados logran dar lugar a una combinación cuya fuerza, además de ser desconocida hasta el momento, es capaz de llegar a profundidades hasta el momento ni siquiera soñadas.

Es así como la Revolución Francesa, o más concretamente los principios que primero la alimentaron, luego la explicaron, y finalmente la justificaron; hicieron de su capacidad para cambiar al Hombre en toda su dimensión el alimento cuya comprensión hoy en muchos casos nos está todavía vedado.

La drástica superación del Antiguo Régimen, llevada a cabo no por modificación no tanto por modificación evolutiva de los viejos cánones como sí más bien por radical sustitución de éstos, debería convertirse en un buen elemento a la hora de entender el porqué los vientos de renovación no calaron en España, redundando con ello la causa fundamental si no en el meollo de lo que hoy justifica la presente reflexión.
La imprescindible revocación no tanto de la Sociedad Estamental en sí misma (modelo imprescindible sin el que la concepción del Antiguo Régimen resultaría imposible) como sí más bien de la superación de los valores a partir de los cuales se lleva a cabo la definición y posterior comprensión del Hombre en sí mismo (entendiendo que de las distintas definiciones que al respecto se hagan en cada uno de los periodos históricos dependerán las distintas épocas); darán lugar a una serie de invocaciones de cuya cita se erigirán la suerte de consideraciones distintas que el Hombre tenga para el propio Hombre.
Dicho de otro modo, la sustitución del mencionado modelo estamental por uno de clases, en el que la burguesía, entendida no tanto como un nuevo modelo, sino más bien como una mera sustitución del ya existente (prueba de ello es que se consideren como una nueva nobleza cuya esencia de poder se encuentra en este caso amparada en el uso y tenencia del dinero), pondrá de manifiesto hasta qué punto se necesitan propuestas más profundas a la hora de considerar plenamente alcanzados ciertos objetivos, si es que alguna vez cupo hablar de tales, antes de dar por lanzadas las campanas al vuelo a la hora de festejar el triunfo de una cuando no de la, Revolución.

Es precisamente al verificarse los vacíos que inexorablemente envuelven al Hombre contemporáneo de estas refriegas, cuando tomamos conciencia del grado de sufrimiento que somos capaces de infligirnos a nosotros mismos en tanto que especie consciente, con tal no ya de alcanzar objetivos decorosos, lo cual sería intrínsecamente loable; sino que a menudo, y tras un proceso no necesariamente liviano, no podemos sino constatar que lo único que se buscaba era no perder lo poco que se tenía.
De la concreción que de tamaña lucha podamos hacernos, y que podría corresponderse con la que se da entre concepciones conservadoras y corrientes liberales, reside en gran medida la dialéctica de cuya comprensión puede en gran medida depender que podamos o no comprender las causas que imposibilitaron la llegada a nuestro país de las luces de libertad que rodeaban al Espíritu Revolucionario, como especialmente de la cohorte de nuevas concepciones que lejos de actuar como convidados de piedra, venían a refrendar en realidad una por una todas y cada una de las innovaciones que ahora ya de manera inexorable habían de consolidar la ya de por sí inevitable realidad.

Pero España no estaba preparada para esa realidad. Una patológica dependencia de la estructura de poder vigente, amparada cuando no auspiciada en datos como el que se desprende de constatar que cerca del 78% de la población era analfabeta, han de constituir lealtad suficiente para comprender, y casi para justificar que en España el Romanticismo, expresión lógica de todo lo expuesto hasta el momento, pasara de puntillas, de hecho lo hiciera sin llamar, por el rellano de este nuestro edificio, el que estaba por consolidarse toda vez que las hazañas y las acciones de personajes como Fernando VII, empecinaban toda su labor en expoliar a los españoles su derecho a disfrutar de unas libertades que incluso a través de las Artes les estaban en este caso vedadas.

Mas esto no habría de ser óbice, y de hacerlo se convertiría en auténtica injusticia, si justificásemos tales maledicencias dejando pasar la ocasión de abordar el deber de presentar nuestros respetos a la figura que tal vez supusiera la única aportación de España al Romanticismo.

Gustavo Adolfo Bécquer, autor romántico donde los haya, supone por sí solo el más claro refrendo a todo lo que hasta el momento hemos aducido.
Autor genial, hace de toda su creación, más allá de la valía que sin duda ésta merece, continuo homenaje a la par que consideración denodada a todas las consideraciones que al Romanticismo le son propias.
No contento con ello, hará de su vida leyenda. Una vida que como la de todo buen romántico que se precie, ha de ser sufrida, intensa, poniendo en la brevedad el mayor corolario.

Y Bécquer lo cumplirá, llevando todos y cada uno de los enunciados hasta sus ultimas consecuencias.
Su obra contiene, y además de manera ordenada, casi como si de una suerte de catálogo se tratara, todas y cada una de las especificidades que se le exigen a todo buen creador romántico.
Lugares tétricos, siniestros más que sombríos, se convierten en perfectos generadores de un escenario proclive a poner al protagonista en la disyuntiva de ser un héroe o un villano, dependiendo de cómo se enfrente a la situación capital de la que siempre pende todo; reforzando con ello la imprescindible consideración de exaltación de la Libertad refrendada en el Libre Albedrío del que el Hombre puede ser presa, o caudillo.

Cuando se cumplen 180 años del nacimiento del creador, Bécquer lo revoluciona todo explicando a partir del ejercicio que requiere la comprensión de su corta vida; por qué el quid de la cuestión no pasa por entender las causas que en su momento mantuvieron a España alejada del resto de naciones; sino de por qué a día de hoy nada garantiza que ese supuestamente deseado acercamiento vaya a tener lugar, al menos a corto plazo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 6 de febrero de 2016

DE LA LIBERTAD COMO EFECTO COLATERAL.

Embarcados una vez más en la compleja aunque tal vez por ello hermosa misión en la que se convierte el hallar los considerandos que hacen Hombre al Hombre en la medida en que si bien lo determinan, lejos de condicionarle no hacen sino engrandecer la leyenda de la que tal vez con el tiempo pueda ser merecedor; lo cierto es que mientras en tal proceder perseveramos, comprobamos primero con sorpresa, y luego con resignación, que la mayoría de los arquetipos cuando no de procedimientos que dignos de formar parte de tal catálogo hallamos, no responden en realidad a un proceder sólido, a una disposición ordenada, de cuya comprensión cabría esperarse desvelar una suerte de ley de la que aspirar a operar con un protocolo científico, cuya presencia nos garantizara no solo el éxito en la empresa, sino que además nos pusiera en disposición de hacer de la generalización un hábito, cuando no una magnífica esperanza.

Pero a menudo que el tiempo pasa, o por ser más justos, que lo vemos pasar en la medida en la que observamos sus efectos sobre nosotros, así como sobre la percepción de la realidad que nos rodea, la cual por otro lado creemos conocer, es cuando lo que creíamos anecdótico se revela como común, poniéndonos en la tesitura que se resume en el hecho de asumir, cuando no de tener que aceptar, que probablemente tal o cual episodio, considerado en un momento como residual, si no como meramente casual, empieza a erigirse ante nosotros como sólida construcción. De hecho como una construcción tan sólida, que nos obliga a tener que reconsiderar todos y cada uno de los elementos que hasta ese momento habían constituido el “sólido edificio” sobre el que de una manera u otra han descansado siempre las firmes creencias de la Humanidad.

Descritas así en apariencia de manera accidental las circunstancias cuando no las características sobre las que redunda cualquier situación previa a la declaración de una crisis, entendida ésta en cualquiera de sus múltiples rangos; es cuando podemos decir que tenemos firmemente asentados no tanto los menesteres propios de un momento estable, cuando sí más bien los de un instante previo al desencadenamiento de la tormenta.

De tal manera, que retornando en la manera que resulte posible a la disposición desde la que dábamos origen a la presente reflexión, habremos así pues de decir que el Hombre se define a sí mismo en la medida en que es capaz primero de identificar con precisión, y luego de conducirse con soltura y grandeza, de cara a tener unas veces que enfrentarse, y otras que aprender, de circunstancias como las que de manera precisa o general, hemos acertado a describir.

De la toma en consideración no ya de todo, basta con gran parte, de las disposiciones y juicios emitidos hasta el momento, podríamos llegar a suponer que el avance de la Humanidad está de una u otra manera vinculado a la resolución que de determinadas situaciones se lleve a cabo. Tal reflexión, si bien resulta legítima, puede no obstante ser tachada de superficial toda vez que como es de suponer, la visión reduccionista que lleva implícita puede acabar por ubicar en el campo de los hechos remotos y aislados la esencia del proceder que estamos tratando de describir. Hechos aislados que, unidos a la consideración propia de autoridad que necesariamente ha de atribuírseles a tales considerandos, pueden acabar por conformar en nosotros la errónea certeza de constriñir al terreno de las grandes proezas, ya sean éstas de carácter civil o en el peor de los casos militares, los momentos propios a los que se circunscribe el desarrollo de la tendencia natural del Hombre hacia el Progreso.

Lejos de restar condición de calidad a la grandeza que a menudo se hace si cabe más grande al constatar la calidad del héroe precisamente en el ingrediente de soledad que se atisba tras su acto, lo cierto es que soy de la convicción de que un acto gana en mesura y disposición en la medida en que es capaz de mostrar un carácter integrador, en la medida en que los que estén por venir, encuentren si cabe más despejado de obstáculos el camino que han de seguir transitando en la búsqueda del conocimiento del Concepto Último.

Y es desde el mérito que aporta la comprensión de la valía de tamaño proceder, toda vez que la comprensión del concepto nos queda afortunadamente demasiado lejos, desde donde podemos erigir nuestro privilegiado observatorio, encaminado hoy a entender, que no a vislumbrar. Destinado a comprender, que no a descubrir.
Porque ocurre a menudo que el Hombre, empecinado en la suerte de condena que conlleva el verse abocado a ir siempre hacia delante, olvida la conveniencia que a menudo se esconde tras el prudente paso que supone el detener durante un instante el inagotable camino del devenir, para volver a aprender, cuando no incluso osar disfrutar con lo que no por olvidado forma parte ya de nuestro acervo, de nuestra esencia como Humanidad.

Detenido pues nuestro particular Pegaso, con el cual hemos sobrevolado una y cien veces, y sin duda convencidos de que lo haremos mil más; que ponemos nuestra mirada en esa gran época que reúne de manera brillante por eficaz los dos grandes principios que hemos erigido como principales: que  por un lado resulten integradores a la par que pese a estar inmersos en un proceso de crisis, no hagan sino redundar en unos cambios que tal y como se ha constatado posteriormente han demostrado sobradamente su solvencia a la hora de encomiar la labor del Hombre.

De tales, que definidos los parámetros resulta difícil escapar a la tentación de retrotraerse a la centuria del 1400 en busca de los que sin duda son los correlatos todavía sensibles sobre los que ha tenido lugar la construcción de todo un proyecto que hoy por hoy solo puede ser considerarse Magnífico.

Siglo XV. El Hombre, en tanto que tal, se enfrenta a la más dura de las pruebas que conforman el escenario al que hasta el momento se ha enfrentado. La prueba que contiene el comprender su propia esencia.
Si bien es cierto que hasta ese momento el Hombre creía disponer sinceramente de los rudimentos necesarios si no para comprenderse, sí para hacer frente de manera solvente a la labor de explicarse a si mismo; no es menos cierto que resulta suficiente una mera retracción sobre los componentes que vienen a componer tal menester hasta el momento, para comprender la trampa sobre la que tamaña consideración estaba erigida: Una trampa cuya magnitud solo podría ser comprendida en tanto que asumiéramos la certeza que daba el constatar que hasta ese momento, las descripciones que se hacían del Hombre y sus funciones venían hechas en relación a la disposición de éste respecto de otras cosas tales como la propia Naturaleza, o por supuesto respecto de su relación con Dios.

Sea como fuere, lo cierto es que toda la Edad Media se había asentado a partir de la exigencia de no considerar jamás al Hombre como una realidad en sí mismo. El Hombre era, sí; pero era siempre en relación a, y esa relación, en tanto que estaba siempre dirigida hacia fuera, alienaba al Hombre, en la medida en que le privaba de la libertad para considerarse a sí mismo como una realidad valiosa en tanto que tal.
Había pues que iniciar todo un nuevo proceso encaminado a dotar al Hombre no solo de los instrumentos destinados a lograr el descubrimiento de los conceptos; en esta ocasión había además que concebir esos conceptos.
La labor es ardua, por ello se antoja magnífica. Tanto que me atrevo a decir que la misma se muestra como digna de ser nombrada como la propia de un incipiente movimiento que acabará no tanto por hacer retumbar los cimientos de una época llamada a su fin por el colapso de las que se creían sus bases. Con todo a mí me gusta más decir que el Humanismo Renacentista nació por sí mismo, por sus propias bondades. Que tiene por ello carta de preeminencia propia.

Y dentro de este fenómeno, personajes como el que hoy justifica cuando no promueve nuestra reflexión.

Se erige así pues Johannes Gensfleisch, (por Gutenberg resultará sin duda más conocido), como uno de los grandes responsables de esta revolución.
Clasificados estos grandes revolucionarios en dos grandes grupos, a un lado los que por medio de sus capacidades hicieron posible o alcanzaron las grandes reflexiones y pensamientos que justifican el ruido que el XV provocó; y al otro los que por medio de sus procederes de carácter digamos más…pragmáticos, promovieron el desarrollo e implementación de tales; podemos ir consolidando el largo etcétera que como digo justifica la excelsa consideración que el XV merece.

Gutenberg y su Imprenta de Tipos Móviles revolucionaron la Historia como en pocas otras ocasiones el mundo ha visto. De una manera casi inconsciente, algunos dicen incluso que motivado por una sencilla apuesta, la máquina de Gutenberg hacía del mundo un lugar más grande y mejor, de parecida manera a como siglos después vendrían a hacerlo los grandes descubrimientos geográficos. De hecho, tales descubrimientos sin duda no hubiesen sido posibles de no haber contado entre su erario con las disposiciones a cuyo acceso facultó la imprenta.

Gutenberg cambió la Historia, sencillamente porque un 3 de febrero dotó al Hombre de una máquina capaz de erigirse en fabricante de sueños. Y cuando el Hombre es capaz de soñar, es capaz de cualquier cosa, incluso de creerse libre.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.