sábado, 20 de febrero de 2016

DEL ROMANTICISMO EN ESPAÑA. UN TIEMPO PERDIDO EN EL INFINITO, UN LUGAR SIN REFERENCIA EN EL ESPACIO.

Habituados como estamos a la permanente desinencia en lo que respecta a la valoración del contexto que en lo concerniente a España y su posición en Europa se refiere; no constituirá en absoluto motivo de sorpresa acudir un día más a nuestra cita con el sinfín de acontecimientos que ya sea de manera aparentemente aleatoria, o lo que es peor, de manera absolutamente científica, vienen a refrendar la tesis cuando no la manifiesta certeza de que efectivamente este país es, cuando menos, un prodigio en lo que se refiere a vivir al otro lado, o lo que podría ser lo mismo, siguiendo siempre sus propios principios.
Es así que ya sea por cuestiones objetivas, entre las que sin demasiado esfuerzo podríamos incluir el conocido desarraigo cuando no desprecio que España ha experimentado hacia la Ciencia en general, lo cual ha redundado inexorable en un paulatino atraso fundamentado en la imposibilidad para mantener el imprescindible tren del progreso, que corre paralelo al de la Tecnología; o por otras de índole más conceptual, entre las que sin duda no haría falta mucho esfuerzo para ubicar por ejemplo el aparatoso desvarío hacia el que este país ha tendido siempre que ha necesitado explicar de manera comprensible para los extraños aspectos tan aparentemente simples como los que por ejemplo se encuentran vinculados a nuestra especial forma de entender las cuestiones políticas, así como el efecto de éstas sobre el resto cuando se erigen en causa capital, habrían de ser por sí mismas suficientes para determinar el origen, y con ello la causa, de muchos de los traumas que en principio parecen asolar el desarrollo de nuestra sociedad, en la medida en que la imposibilidad para comprenderlos no denota sino una incapacidad evidente para definir cuando no para comprender los cánones que regulan la evolución digamos natural de esa sociedad, erigiendo con ello un evidente obstáculo de cara a promover su progreso.

Asumiendo una vez más como una mención impía la que cabria devengarse en el infausto caso de que verdaderamente la demencia hubiera hecho presa en nosotros hasta el punto de creernos capaces de encontrar hoy y aquí el o los principios destinados a definir las causas que se devengan en la base de las digamos peculiaridades que denotan lo específico del asunto español; es por lo que en un ejercicio no ya de humildad, a lo sumo de realismo, es por lo que hemos decido acortar el brío de nuestro corcel, centrando así pues nuestra labor llevando a cabo nuestra revisión en aquel periodo histórico en el que primero y tal vez por ello con mayor intensidad, se observaron las mencionadas desinencias en lo referente al comportamiento respecto de nuestros afines, de Europa.
Será pues que sin duda no hace falta mucho pensar, y una vez elegido el momento no suscitará mucho debate, si centramos precisamente en el Siglo XIX, y más concretamente en lo elevado de los conceptos que el mencionado trajo consigo, el momento a partir del cual comenzar a ubicar no solo las causas, sino fundamentalmente las consecuencias que ayudan a delimitar primero, y a comprender después, el contexto en el que se cifra este especial devenir.

Constituye el paso del Siglo XVIII al Siglo XIX, el primero que verdaderamente posee identidad propia. Se erige asé en torno a la entrada de la centuria del 1800 una suerte de relevancia basada en la responsabilidad que el cambio lleva implícito la cual se construye a partir de las expectativas que por primera vez resultan evidentes no solo para el observador externo (o posterior como puede ser nuestro caso), sino para los propios agentes en tanto que directamente implicados en el propio momento.
La causa hay que buscarla como es de esperar en el acontecimiento capital que más que cerrar el Siglo XVIII, lo que vino a hacer fue poner de manifiesto lo imprescindible de un cambio.

La Revolución Francesa, más como consecuencia que como causa, vino a refrendar en casi toda Europa, si bien en unos sitios con más fuerza que en otros, lo inevitable de un cambio que al contrario de todos los que hasta el momento habían ocurrido, no debería limitarse a cuestionar la perspectiva desde la que se concebían los acontecimientos; por primera vez se cuestionaban las estructuras de consideración  a partir de las cuales se construía la realidad, cuestionando con ello la naturaleza misma de los conceptos.
Se trata pues de un cambio estructural, de un cambio de paradigma. Un cambio llamado a cambiar el mundo, debiendo plantearse pues y para ello cambiar primero al Hombre.

Redundan no tanto en la Revolución Francesa entendida como consecuencia; como sí más bien en los principios de cuya comprensión depende la posibilidad de captar verdaderamente el espíritu de la propia Revolución; una suerte de referentes cuya identidad, lejos de poder ser considerada como un cúmulo toda vez que los mismos son dueños por separado de naturaleza propia, no es menos cierto que combinados logran dar lugar a una combinación cuya fuerza, además de ser desconocida hasta el momento, es capaz de llegar a profundidades hasta el momento ni siquiera soñadas.

Es así como la Revolución Francesa, o más concretamente los principios que primero la alimentaron, luego la explicaron, y finalmente la justificaron; hicieron de su capacidad para cambiar al Hombre en toda su dimensión el alimento cuya comprensión hoy en muchos casos nos está todavía vedado.

La drástica superación del Antiguo Régimen, llevada a cabo no por modificación no tanto por modificación evolutiva de los viejos cánones como sí más bien por radical sustitución de éstos, debería convertirse en un buen elemento a la hora de entender el porqué los vientos de renovación no calaron en España, redundando con ello la causa fundamental si no en el meollo de lo que hoy justifica la presente reflexión.
La imprescindible revocación no tanto de la Sociedad Estamental en sí misma (modelo imprescindible sin el que la concepción del Antiguo Régimen resultaría imposible) como sí más bien de la superación de los valores a partir de los cuales se lleva a cabo la definición y posterior comprensión del Hombre en sí mismo (entendiendo que de las distintas definiciones que al respecto se hagan en cada uno de los periodos históricos dependerán las distintas épocas); darán lugar a una serie de invocaciones de cuya cita se erigirán la suerte de consideraciones distintas que el Hombre tenga para el propio Hombre.
Dicho de otro modo, la sustitución del mencionado modelo estamental por uno de clases, en el que la burguesía, entendida no tanto como un nuevo modelo, sino más bien como una mera sustitución del ya existente (prueba de ello es que se consideren como una nueva nobleza cuya esencia de poder se encuentra en este caso amparada en el uso y tenencia del dinero), pondrá de manifiesto hasta qué punto se necesitan propuestas más profundas a la hora de considerar plenamente alcanzados ciertos objetivos, si es que alguna vez cupo hablar de tales, antes de dar por lanzadas las campanas al vuelo a la hora de festejar el triunfo de una cuando no de la, Revolución.

Es precisamente al verificarse los vacíos que inexorablemente envuelven al Hombre contemporáneo de estas refriegas, cuando tomamos conciencia del grado de sufrimiento que somos capaces de infligirnos a nosotros mismos en tanto que especie consciente, con tal no ya de alcanzar objetivos decorosos, lo cual sería intrínsecamente loable; sino que a menudo, y tras un proceso no necesariamente liviano, no podemos sino constatar que lo único que se buscaba era no perder lo poco que se tenía.
De la concreción que de tamaña lucha podamos hacernos, y que podría corresponderse con la que se da entre concepciones conservadoras y corrientes liberales, reside en gran medida la dialéctica de cuya comprensión puede en gran medida depender que podamos o no comprender las causas que imposibilitaron la llegada a nuestro país de las luces de libertad que rodeaban al Espíritu Revolucionario, como especialmente de la cohorte de nuevas concepciones que lejos de actuar como convidados de piedra, venían a refrendar en realidad una por una todas y cada una de las innovaciones que ahora ya de manera inexorable habían de consolidar la ya de por sí inevitable realidad.

Pero España no estaba preparada para esa realidad. Una patológica dependencia de la estructura de poder vigente, amparada cuando no auspiciada en datos como el que se desprende de constatar que cerca del 78% de la población era analfabeta, han de constituir lealtad suficiente para comprender, y casi para justificar que en España el Romanticismo, expresión lógica de todo lo expuesto hasta el momento, pasara de puntillas, de hecho lo hiciera sin llamar, por el rellano de este nuestro edificio, el que estaba por consolidarse toda vez que las hazañas y las acciones de personajes como Fernando VII, empecinaban toda su labor en expoliar a los españoles su derecho a disfrutar de unas libertades que incluso a través de las Artes les estaban en este caso vedadas.

Mas esto no habría de ser óbice, y de hacerlo se convertiría en auténtica injusticia, si justificásemos tales maledicencias dejando pasar la ocasión de abordar el deber de presentar nuestros respetos a la figura que tal vez supusiera la única aportación de España al Romanticismo.

Gustavo Adolfo Bécquer, autor romántico donde los haya, supone por sí solo el más claro refrendo a todo lo que hasta el momento hemos aducido.
Autor genial, hace de toda su creación, más allá de la valía que sin duda ésta merece, continuo homenaje a la par que consideración denodada a todas las consideraciones que al Romanticismo le son propias.
No contento con ello, hará de su vida leyenda. Una vida que como la de todo buen romántico que se precie, ha de ser sufrida, intensa, poniendo en la brevedad el mayor corolario.

Y Bécquer lo cumplirá, llevando todos y cada uno de los enunciados hasta sus ultimas consecuencias.
Su obra contiene, y además de manera ordenada, casi como si de una suerte de catálogo se tratara, todas y cada una de las especificidades que se le exigen a todo buen creador romántico.
Lugares tétricos, siniestros más que sombríos, se convierten en perfectos generadores de un escenario proclive a poner al protagonista en la disyuntiva de ser un héroe o un villano, dependiendo de cómo se enfrente a la situación capital de la que siempre pende todo; reforzando con ello la imprescindible consideración de exaltación de la Libertad refrendada en el Libre Albedrío del que el Hombre puede ser presa, o caudillo.

Cuando se cumplen 180 años del nacimiento del creador, Bécquer lo revoluciona todo explicando a partir del ejercicio que requiere la comprensión de su corta vida; por qué el quid de la cuestión no pasa por entender las causas que en su momento mantuvieron a España alejada del resto de naciones; sino de por qué a día de hoy nada garantiza que ese supuestamente deseado acercamiento vaya a tener lugar, al menos a corto plazo.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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