sábado, 21 de mayo de 2016

DE FREUD Y LA INCERTIDUMBRE DEL XIX. ¿ARGUMENTO PARA EL DRAMA DEL XX?

Demasiado acostumbrados a la renuncia, vivimos en una sociedad que incapaz de satisfacer sus demandas, convierte el regodeo en sus traumas en una verdadera especialidad moral, de la cual acaban por extraerse múltiples consecuencias, algunas más prácticas que teóricas, pero por desgracia todas destinadas a mostrar sus verdaderas consecuencias no en el presente que les es propio, sino que prefieren hacerlo en el futuro, laminando con ello cualquier esperanza de futuro, o al menos de futuro sano.

Se erigen así pues el miedo al fracaso, y la frustración inherente, como los elementos destinados a configurar el paradigma dentro del cual no digo ya haya de desarrollarse los usos útiles en los cuales reconocer la forma de vida; sino que más bien, y conformando un escenario no menos malo, de los mismos se extraen los condicionantes destinados a confeccionar las escalas de valores ubicadas ex profeso en pro de determinar qué habrá de ser considerado como correcto o incorrecto, como propicio o inadecuado; o si se prefiere, como bueno frente a malo.

Miedo, frustración, y en definitiva, toda la corte de elemento destinados no tanto a conformar una suerte de campo semántico, como sí más bien destinados a inferir un espacio propio del que sin grandes esfuerzos y por supuesto alejados de cualquier dramatismo, podremos no obstante inferir un denominador común de propensión al fracaso muy propio, adecuado diría yo a la hora de determinar el surgimiento de la estela conceptual válida de cara a aportar la protección armónica en forma de tesis ya sea filosófica o científica destinada a convertir en paradigma la hasta ahora solo tesis en base a la cual lo defendido hasta el momento en base a lo cual los fantasmas del XIX eran tantos y tan poderosos que la tesis según la cual éste se prolongó mucho más allá de 1900 logra ahora el impacto propio de merecer un escenario propio.

Un escenario propio. ¿Significa la existencia del mismo, necesidad de remover otros previamente vigentes? Obviamente no. Por tratarse de una interpretación, tanto procedimental como semánticamente, escenarios o incluso procederes ambivalentes, o incluso contradictorios, pueden y de hecho deben sobrevivir en escenarios comunes toda vez que del refrendo o siquiera de la discusión que de la existencia dialéctica puedan llegar a darse, se derivarán seguro construcciones que ya sea desde un proceder científico, y mucho más desde uno estrictamente filosófico, acabarán por consolidar un nuevo edificio en cuya interpretación acabaremos por reconocer netamente al hombre netamente integrado en el siglo XX.

Arbitramos así pues lo que si bien aparenta ser una discusión más descrita dentro de los parámetros destinados a considerar la solidez del XIX a partir de su capacidad para superar los dramas que al menos en apariencia le son propios. Sin embargo, de proceder con una lectura más profunda, destinada sobre todo a profundizar en lo dicho a partir del análisis íntegro de los conceptos que hemos elegido para decirlo, extraeremos sin demasiado esfuerzo una serie de condicionantes los cuales arrojarán luz sobre las diferencias que hoy convergen en nuestras tesis, diferencias que si bien al menos de momento no se refrendan en la esencia de lo dicho, se manifiestan de forma evidente al analizar los medios empleados para decirlo.

Es así que la aparición de términos tales como frustración, y sobre todo la consideración de la derivada que desde el miedo se consolida como apunte máximo; tienden a refrendar hoy sobre nosotros la atención que debemos prestar a lo que desde una nueva corriente de interpretación, acabó por consolidarse como una de las mayores fuentes de controversia no ya en el XIX, de la que es propia, sino que ésta se extiende a lo largo de todo el XX. Y no resulta exagerado pensar que aún hoy sigue motivando a muchos, a estas alturas del XXI.

Constituye pues el Psicoanálisis, y por supuesto su fundador y tenedor máximo, pues como en pocas otras ocasiones la relación entre una doctrina y su creador no es ya de justificación, como si de manifiesta supervivencia; una de las realidades manifiestas destinadas a describir como ninguna otra cosa los matices, precisiones y substancias llamadas a declarar como reales lo que hasta ahora apuntaban a meras, e incluso controvertidas, tesis por las que declarar como impropio al siglo XIX.
Partiendo de un debate básico, el que apunta a la existencia argumentada del debate en base al cual no podemos estar seguros de si el Psicoanálisis es una ciencia, o de si se trata más bien de un ejercicio filosófico; la cuestión, baladí en primer término, se erige en un condicionante extremo a la hora de resarcir el valor no ya de los postulados, como sí más bien de las conclusiones que por medio de las mismas hayan de extraerse toda vez que en función del rumbo que prevalezca, será el Psicoanálisis un mero catálogo de procederes, algo así como un prospecto destinado a describir cómo emplear un fármaco; o pasará a ser digno de considerarse como algo merecedor de enfrentarse a las causas esto es, algo llamado a sumergirse en la enfermedad en sí mismo.

Enfermedad, porque en definitiva de eso es de lo que se trata. El siglo XIX está enfermo, y los síntomas que durante mucho tiempo han permanecido latentes, se muestran ahora de forma intensa condenando con ello no ya solo al epílogo del siglo, sino que parecen estar dispuestos a condicionar lo que han de ser las primeras hojas del siglo XX.

Es por ello que en deuda con los que comprendieron la importancia de estas tesis a la vista de la repercusión que las mismas tuvieron, que nos vemos hoy en la obligación de conmemorar la importancia de los visionarios que in situ, supieron si no proceder con soluciones, sí al menos demostrar la pericia de identificar la presencia de una enfermedad, la humildad de reconocer su incapacidad para afrontarla con los medios del momento, y la esperanza para poner en manos del futuro la solución a un o a unos problemas la mayoría de los cuales por aquel entonces no resultaban fáciles ni siquiera de describir, mucho menos de afrontar.

Serán no ya solo Freud y sus teorías pues fueron muchas y vagamente agrupadas en lo que con el tiempo acabó llamándose Psicoanálisis, lo que una suerte de implementación del ensayo-error terminará por erigirse en una de las fuentes llamadas a aportar referentes imprescindibles de cara a entender al hombre, y lo que es más importante a su refrendo natural a saber, la sociedad.
No estamos con ello posicionándonos de parte del Psicoanálisis, pues no nos importan ahora ni su validez como proceder científico, en lo propio de la rama científica, está o no contrastado. Nos importa mucho más la importancia que pueden devengarse de asumir la existencia de una Lógica que eleve a viable la posibilidad de estudiar la existencia de conductas que acaben por inferir sociedades.
Tales conclusiones, de cuyo desarrollo pronto acabaría por inferirse la certeza de que el Psicoanálisis tendía bien merecida la dignidad de ser implementada como filosofía; traería consecuencias revolucionarias, la primera de las cuales se escenificaría en la conveniencia de elevar al propio Freud al altar de los filósofos, circunstancia ésta que al contrario de lo que en un primer momento pueda llegar a pensarse, nada bueno tiene toda vez que en los altares solo suelen representarse mártires, ya hayan sido estos sacrificados de manera justa o injusta, si es que algún sacrificio es justificable.

Sea como fuere, lo único que parece claro es que de considerar a Freud como un filósofo, bien podríamos ir cerrando ese círculo que Nietzsche y Marx abrieron.
De refrendar a Freud como filósofo, elevaríamos al rango de tesis exposiciones que más allá de acertadas o equivocadas estarían sobre todo llamadas a implementar un escenario, el del pensamiento, que carecía de rigor toda vez que no tenía ejemplos que a título de significante dieran forma a significados que por su condición de naturales siempre estuvieron presentes de forma innata.

Aporta así pues Freud los últimos elementos llamados a completar verdaderamente la comprensión que del Hombre Moderno podemos optar a hacer.
Allí donde Nietzsche explica los condicionantes morales y a la sazón políticos del Hombre. Allí donde Marx revela las tesis a partir de las cuales el Hombre puede aspirar a desarrollarse como tal, a partir de la consecución de la lucha; Freud habla por primera vez del individuo destinado a conocer sus propias miserias. Unas miserias para cuya comprensión solo el individuo resulta competente, toda vez que el origen de las mismas no se encuentra en la sociedad, sino más bien en la interpretación que de la misma cada uno de nosotros hacemos.

Surge así pues como ave Fénix no ya un Hombre Nuevo, sino más bien un Hombre con Nueva Percepción, la que resulta propia de saber que existe una segunda oportunidad destinada a hacer de la vida mucho más que un ejercicio de perfección, un ejercicio de experimentación, en el que la ¿virtud? No pasa por no equivocarse, sino por ser capaces de rectificar, para lo cual la vuelta sobre nuestros pasos es imprescindible.

Freud. El primer filósofo capaz de darse la satisfacción de superar el dicho en base  al cual un filósofo es aquél llamado a ganarse el pan pensando. Él “veía”· el resultado de sus pensamientos.

Luis Jonás VEGAS VELASCO

sábado, 14 de mayo de 2016

CENTENARIO DE CJC. DEL SILENCIO COMO ÚNICA MUESTRA DE SINCERIDAD.

Cuando acaban de cumplirse cien años del nacimiento de D. Camilo José Cela, basta un vistazo a lo que nos rodea, o para ser más precisos habría que decir que a lo que nos envuelve, y podríamos entonces proceder con la confección no tanto de un retrato, pues de obrar en justicia sería más obvio proceder con un paisaje, en el que tal y como en consonancia con su obra se recomienda, el uso y abuso de la presencia casi caótica de personajes (digo casi no porque no sean caóticos, sino porque el proceder de Cela les proporciona siquiera la ilusión de orden) ayude a indagar no tanto en pos de encontrar respuesta, como si más bien de hacer preguntas, pues tal y como nuestro protagonista anunciara en un discurso allá por 1996: “No es mi papel dar respuestas a las preguntas que queden enunciadas e invito a los políticos a que trabajen con acendrado ahínco en pro de la solución de estos problemas pendientes. Debe ser el escritor guía del político, nunca su estela.”

Retorno al presente, pues a diferencia de lo que ocurre con otros, sumergirse, no ya en el pasado de Cela, como sí más bien  en el pasado de Cela, tiene profundas contraindicaciones; la primera de ellas, el claro riesgo que corres de perderte. La segunda, que no cabe “volver”, pues volver significa seguir siendo lo que una vez fuiste, y saber de Cela convierte en imposible limitar la vivencia a un pútrido seguir siendo.
Con Cela te pierdes. Pero no te pierdes en él (sesenta años de Letras),  ni en su obra (“poco más” de catorce obras). Te pierdes en ti mismo, o para ser más exacto habría que decir que hasta que lees a Cela no puedes perderte. La razón de tamaña sinrazón, resulta evidente cuando sometemos la consideración a un silogismo: “Para perderse resulta inexcusable, a la postre una mera cuestión de orden saber quién es uno en realidad”. Y a menudo uno no sabe quién es, o incluso quién ha sido, hasta que ha leído a Cela.
En cuanto a la segunda,  resulta de mayor complejidad, siendo ésta de carácter procedimental, que no de fondo; pues de otro modo sería mentira, tal y como demuestra el hecho de que a menudo no es sino en lo simple, donde encuentra el rigor su explicación más sincera. Es a partir de ahí, o por ser más preciso a partir de entonces, cuando topamos con la ¿necesidad? de aceptar o siquiera asumir que vivir es transitar. Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. Dicho lo cual, podemos entender el arte de vivir como un transitar, quién sabe si hacia parte alguna; o podemos aspirar a un devenir, haciendo bueno el discurso del propio autor cuando afirma: “Las aguas vuelven siempre a sus cauces y los hombres, salvo en casos de muy amargos tropiezos, retornan siempre a la querencia del paisaje que los vio nacer.”

Puestas nuestras esperanzas en no perdernos, si bien no apostando en la afrenta  ni uno de esos duros con los que Cela iba a pagar a un marinero renco para que cumpliera su última voluntad en caso de que su hijo tuviera por muy doloroso hacerlo; Lo cierto es que el silencio con el que se ha despachado no solo España sino el mundo en relación a la conmemoración de los cien años del nacimiento de Camilo José Cela, ha de ser en sí mismo motivo no ya para dulcificar la gracia, como sí más bien para darnos una idea de la magnitud del evento a la persona referido.
 Dice Séneca que el primer acuerdo entre el amor y la razón pasa por sentir la ausencia y no manifestarla…Pero tranquilos, de poder hallar en éstas las reflexiones causante o a lo sumo destinadas a justificar el silencio, lo cierto es que me daría por satisfecho. Satisfecho de no tener que buscar en otros espacios, o incluso en otros tiempos, la causa de estos silencios. Me ahorraría así la desazón de toparme con miserias como la representada por el libro que Umbral publicó estando todavía el cuerpo de Cela caliente “Cela: Un cadáver exquisito”, pudiendo  entonces aspirar a ocultar, pues ignorarla seria poco sincero, una de las grandes verdades que circunda pues no rodea (rodea es perimetral, y en este caso “se mete” dentro de España y los españoles). Una verdad que más que definir cuantifica a los españoles; tiene que ver con la envidia y con el sacrosanto odio. En fin, para qué continuar…

Dice VERLAIN que no es el infierno sino la ausencia. Y es Teófilo GAUTIER el encargado de llamarnos al orden cuando prestos de melancolía tendemos  a obviar la certeza en base a la cual: “todo parece más hermoso cuando se ve a distancia, así las cosas cobran un relieve especial si se observan en la cámara del recuerdo”.
Alejémonos pues de estos compromisos, que en tanto que catalizadores de la pasión, amenazan con arrojar sobre nosotros la escoria de la insatisfacción en forma de torticeras consideraciones enjugadas de los restos del llanto famélico de la melancolía. Pongamos entonces pies en pared, y entendamos para ello la doble grandeza del genio, la que procede del sumatorio de los elementos concurrentes a saber el primero, ser en realidad un genio; el segundo, serlo en España.
Porque si bien es cierto que tal y como el propio Cela manifestara: “Si se cae una piedra corred a levantarla, pues en más sencillo crear una genialidad que resucitarla”, a pulso se ganó Cela lo de ser olvidado, pues parece que vino a desentrañar el misterio a cuya contemplación nos invita Sándor MÁRAI en sus memorias cuando iluminando caminos afirma que: “los que avanzan juntos en el tiempo en una misma dirección, de alguna manera nunca se conocen; un contemporáneo no tiene rostro histórico.”

Dicho lo cual, pues de obligada aceptación resulta; seguir escribiendo podría ser tomado por un insulto, cuando no por un desden toda vez que la sinceridad viene siendo la espina dorsal en la que redunda el viso de coherencia que al menos se le supone al presente relato. Será Rafael GUMUCIO quien nos aporte la clave no ya cuando nos dice que “Escapa así la prosa de Cela del gran vicio español de señalarte cada dos párrafos quiénes son los buenos, y quiénes son los malos de la historia. (…) Cela se comportó como el último gran señor del siglo XIX, quizás porque era de los pocos escritores españoles que descubrió que vivir en el siglo XX no era una decisión ni una propuesta sino una realidad  con la que había que contar, que había simplemente que contar.

Va así pues poco a poco pero como la marea, imparable; conformándose una suerte de descripción que a título de paradoja, merece en sí misma ser descrita. Pues es Camilo José Cela un escritor sobre el que merece, o algún día merecerá; volver a escribir. Un escritor de cuyos escritos se puede ser feliz sin entender, pues se entiende entonces de su prosa, de su novela, que la función de un novelista es esconder lo que cuenta, para poder así mostrar mejor a quien lo cuenta.

Aparece así pues una vez “superada” no tanto su obra, como sí más bien la función de ésta, el hombre. Un hombre que en realidad siempre fue y nunca dejó de ser, escritor. Lo fue tanto ejerciendo del censor censurado del Régimen, como cuando en entrevistas propias de la tele del corazón le desveló a “La Milá” “que era capaz de succionar por el culo casi un litro y medio de agua”. (Eso sí, tenía el agua que estar templada).
Dicho lo cual, si para entender el odio que despertaba necesitamos de alguna justificación, de algún añadido, será debido simplemente a que habremos dejado de ser españoles. Porque de cualquier otro modo, entenderemos en la termita bajo cuya apariencia a menudo se refrenda la envidia, al ente destinado a echar abajo el monumento a Cela.

Y todo porque si fue Cervantes el llamado a destacar “porque escribió como se escribía”, será Cela el llamado a ser pronto olvidado, y todo por su afán de “escribir como se habla”. Porque se eso en el fondo se trató siempre, de hablar. De hablar para contar. Y contar era lo que hacen las obras destinadas a formar una visión de la realidad cuyo correlato plástico se encontraría en las abarrotadas escenas populares de BRUEGHEL el Viejo, minuciosas y sensuales, en las cuales, distrayendo la anécdota principal, los personajes reclaman para sí toda la atención”.

Retornamos pues a Cela, porque como él mismo afirma, hallamos en nuestro devenir, al final la certeza única en el deseo de volver. No creo que se refiera al Eterno Retorno, para los que eso crean les lega un “acelerado premio Nobel”, aunque para acelerado, el Planeta.
Prefiero yo quedarme con Alfaguara. No tanto por lo publicado, como por lo que está por publicar porque, qué duda cabe, lo mejor está por llegar.

La Yubarta, como todo el mundo sabe, querido Camilo, no es el rorcual, sino la ballena jorobada. El último de siete hermanos es lucumón y se vuelve lobo en ocasiones. La cantárida reducida a polvo endurece la Pirola y se sumerge en las aguas del infierno, y tú, querido Camilo, ¿crees en el infierno?
-Qué cosas preguntas Ansón. Claro que creo, para los enemigos, sí.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 7 de mayo de 2016

PUEDE QUE YA NADIE HABLE ASÍ.

A pesar de lo cual, de lo único de lo que podemos estar seguros es de que todos seguimos pensando así. Que por qué estoy tan seguro, pues porque el corazón, a estas alturas lo único que al menos en apariencia sigue uniéndonos a todos, se mantiene firme, aunque solo en eso, en seguir marcando el rumbo, en cuyo caso actuará como una brújula, o quién sabe si contando el tiempo (el que nos queda), en cuyo caso actuará como un reloj; o en el peor de los casos como un cronómetro (en cuyo caso la lectura será en retroceso, y la cuenta atrás que registra no será sino el tiempo que nos queda, como especie).

Constituye el Hombre en sí mismo, así como especie, sin aditamentos, una estructura realmente curiosa, yo diría que útil, en tanto que tal. Ya sin añadidos, sin modificaciones ni matices, su mera presencia concebida dentro del inmenso vacío que paradójicamente viene a constituir el Cosmos, o en el mejor de los casos la parte de éste que creemos conocer, se manifiesta ante nosotros erigiendo su grandeza como denominador común a la vez que como exigencia de la más dura de las pruebas: la que surge como resultado de la incipiente responsabilidad que el Hombre asume no ya cuando se atreve a imbuirse en la búsqueda de las claves destinadas quién sabe si a descifrar en tiempo y forma los múltiples enigmas que el Universo nos regala. La verdadera clave, el verdadero éxito, pasa por entender el brutal ejercicio de responsabilidad que el Hombre asume cuando presenta como aval para conocer el mundo todo el compendio de acepciones que parten de un solo hecho aparentemente banal, y por ello grandioso: El asumir que puede conocerlo todo una vez ha ganado su particular duelo con el Universo precisamente porque ha alcanzado con éxito la más difícil de las metas, la que pasa por comprender lo que significa “tener noción de uno mismo”.

Conocerse uno mismo, mirarse al espejo y sonreír. Acciones aparentemente inocuas, y que tal y como ocurre con la mayoría de las cosas que hoy en día sacuden, cuando no conforman nuestra rutina diaria, y que en realidad parecen estar destinadas a alejarnos de nosotros mismos, para alejarnos de los demás. Porque en el fondo de eso se trata, de lo que se oculta tras el experimento de:
 El gato que se  mira al espejo:
Cuando un gato “se mira” a ante un espejo, obviamente no puede saber que la imagen proyectada responde a su reflejo. Es precisamente tras esa obviedad, o por ser más preciso, tras el sentido que se esconde en lo convencional del uso del concepto “obviedad”, donde se esconde la “clave” de todo el razonamiento; pues el desarrollo del mismo no hace sino amparar la certeza que todos compartimos de que efectivamente, el gato no puede saber que la imagen es una proyección porque de saberlo, el gato tendría conciencia de sí mismo, de su esencia; de ello se trasladaría un correlato en forma de noción del contexto, y de ahí al establecimiento de relaciones con el contexto externo bien distintas a las que son habituales, habría solo un paso…

Si bien el Hombre no tiene nada que temer, quiero decir, aún falta mucho tiempo para que los gatos se erijan en un potencial peligro descrito a partir de la potencialidad que pueda derivarse del hecho de que puedan llegar a organizarse en una Comunidad Consciente; de lo que por otra parte no estaría nada mal que el Hombre empezara a preocuparse es de cuestiones tales como la que pasa por considerar en su elevada forma el motivo por el que para adentrarse en el cuestionamiento de consideraciones cuya observación habría de resultar vital para la supervivencia del Hombre, hay que llevar a cabo un ejercicio de hermetismo a base de subterfugios, como si el interés del Hombre por el propio Hombre hubiera decrecido. Como si en esta nueva etapa, una etapa al menos en apariencia tan importante como la que en su momento se consolidó bajo la forma de El Humanismo, no sea sino el escapismo, la habilidad del Hombre para escapar de sí mismo, de negar su existencia; lo que marque el nuevo designio.

Muchas y muy intensas han sido las ocasiones en las que hemos descrito la importancia del Siglo XIX para el Hombre. De las mismas muchas han sido las lecciones no me atrevo a decir que aprendidas, bastará con que hayan sido escenificadas, representadas. La mayoría de ellas con un marcado carácter histórico, bastarían para hacer enmudecer a cualquiera. Así, muchos de los que ya sois amigos, aunque solo sea porque tenéis a bien emplear vuestro tiempo vital leyendo estas sencillas notas, escritas a menudo como mapa (destinado no a mostrar rumbo alguno, su mayor virtud pasa sencillamente la manera de no perderme); sabréis de la satisfacción que me causa poder redundar sobre el periplo que en sí mismo constituye el propio siglo. Ateniéndonos simplemente a la consideración de las consecuencias que para el devenir de los tiempos se devengará del usufructo que cuestiones tácitas al propio siglo tendrán a la hora de trazar el futuro; lo cierto es que entrando sin más en consideraciones de uso político, la centuria del 1800 conforma dentro de sí, o subyace en su derredor, una suerte de consideraciones implícitas de las que en multitud de ocasiones hemos hablado, y cuyo mejor resumen bien puede figurar en esa afirmación varias veces sostenida, incluso en ocasiones redundada, en base a la cual, el propio Siglo XX, ese que tan orgullosos nos hace sentir a los que al menos en parte hemos visto discurrir nuestros pasos por la invisible senda que lo discurre; bien puede quedar reducido a la consideración de mero apéndice del Siglo XIX, no haciendo méritos para desprenderse de tan vulgar consideración hasta prácticamente bien cumplida su primera mitad.

Pero la verdad es que el XIX, como tal, no es más que tiempo. Una mera acumulación de horas, minutos y segundos, carentes del menor valor de no darse las condiciones mínimas necesarias para contrarrestar el frío que generalmente resulta patente ligado a tales consideraciones a saber, las que proceden de la vivencia, del aporte de vida, en una palabra.
Es así que serán las personas y su discurrir, los éxitos y los fracasos, o cuando menos las crónicas que de las mismas se lleven a cabo, relegando con ello a la posteridad la existencia de muchas de ellas, las que acaben no ya por rellenar los huecos, sino más bien por conformar una por una las losas llamadas a constituir el sólido suelo llamado a sustentar una sólida generación.
Es entonces cuando una vez más, y sublevándonos otra vez contra la rutina, que obviaremos los sobreentendidos y, no dando nada por sentado consolidaremos una por una las tesis de ese gran enunciado llamado a consolidar la que bien podría ser conclusión fundamental, la que pasa por asumir que son las personas, por medio de su vida, las llamadas a consolidar como digna a una época.
El siglo XIX es grande, y lo es precisamente por la talla y la valía de las personas que contribuyeron por medio de la más importante de las aportaciones, la que procede de la propia vivencia, a que así fuera.

Personas que han alcanzado por sí mismos y por el mérito de sus acciones, el rango de inmortales, la mayoría de las cuales coinciden en hacer de este mes de mayo la excusa perfecta para ser recordados, ya sea por el peso que su propia vivencia trae aparejado, o por la trascendencia alcanzada por las acciones que desarrollaron.
Personas como Napoleón, muerto el 5 de mayo de 1821; Karl MARX, nacido el mismo día, apenas tres años antes. Freud, nacido el 6 de mayo de 1856. En definitiva, elementos que ya sean tomados por separado, o como consecuencia o parte de esa suerte de reacción a la que tan brillantemente colaborarán hasta dar como producto final lo que más allá de la cronología denominaremos Siglo XIX, merecerán por sí solos ocupar todo el espacio de nuestras reflexiones…

Sin embargo, volvamos al gato, al que dejamos dudando de cómo debía reaccionar ante los aparentes aunque poco eficaces ataques promulgados desde la extraña figura que no le quita ojo.
Tras un rato observando sus maniobras, es más que probable que decidamos tomar partido, máxime si necesitamos usar el espejo. Es entonces cuando extendemos nuestros brazos y, sin el menor titubeo, cogemos a nuestra mascota para poner así fin al dilema. Sin embargo, una vez más la rutina, el mejor escondite al que aspiran los sobreentendidos, nos juega una mala pasada al permitir que pase inadvertido un hecho por otro lado fundamental. El que subyace al hecho de que si hemos podido coger al gato es porque tenemos una consideración clara de su existencia, una noción que procede no tanto de considerarlo como elemento propio, sino como algo que es ajeno a nosotros, toda vez que la noción de todo lo que nos rodea es de carácter extrínseco es decir, las cosas existen en la medida en que no son nosotros mismos.

Será así pues la dimensión destinada a desarrollar el concepto del Hombre, ya sea como Ego (Freud), o como Superhombre (Nietzsche), lo que nos lleve hoy a destacar nuestros pasos por el Siglo XIX. Un siglo XIX destinado a albergar una nueva suerte de Humanismo, o por ser más precisos, la más importante de las categorías del Humanismo, la que lleva a erigirse al Hombre en noción consciente de sí mismo.

Es por ello que algunos vemos en el XIX, más concretamente en su representación conceptual propicia, la que responde al movimiento de “El Romanticismo”, la más firme y pródiga de las acciones, toda vez que la misma contiene todas y cada una de las circunstancias que llevaron a hacer grande al Humanismo; y algunas de ellas elevadas a una potencia mayor.
Por ello, preferimos hoy traer a colación, como marco de referencia, las onomásticas de hombres como TCHAIKOVSKY o BRAHMS, hombres no ya del XIX, sino pioneros del Romanticismo. Hombres imprescindibles no tanto para entender una época, como sí más bien para poder seguir traduciendo el devenir de los hombres.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.