sábado, 29 de junio de 2013

QUINIENTOS AÑOS DE MAQUIAVELO, Y DE LA REVOLUCION CONCEPTUAL QUE ESCONDE “EL PRÍNCIPE”.

Escasas, muy escasas son las ocasiones que se han presentado con anterioridad, en las que de manera tan sutil, a la par que evidente, ha sido posible constatar sin el menor género de dudas la correlación entre un hombre, su obra y su época.
Sin que quede ocasión alguna para volver a rememorar una vez más el silogismo en base al cual hemos constatado una vez tras otra la relación que existe entre contexto situacional o político en el que se mueve el autor, y grado de referencias al mismo en el seno de su obra, ya sea mediante corolario conceptual, o velada crítica; lo cierto es que muy pocos, habríamos de remontarnos probablemente al Decamerón y por ende a Bocaccio, para encontrarnos más o menos de frente con otra obra tan bien trazada, a la par que tan revolucionaria e innovadora.

¿Cómo puede ser entonces que Maquiavelo y su El Príncipe puedan ser a la vez obra y hombre revolucionarios, a la par que por ende participan de su tiempo? Pues precisamente porque la época de Maquiavelo es, constituye de forma explícita, la vida imagen de los periodos de cambio, que no transitorios.

Tiene lugar así la cita con la vida de Maquiavelo, precisamente en el periodo que va de la segunda mitad del siglo XV, al primer cuarto del XVI.
Periodo interesante, enorme y magnífico, reúne en cualquier caso y por sí mismo, substancia suficiente como para no verse reducido al sufrir los efectos propios de haber de arrastrar calificativos propensos a lo desdeñoso, como pueden ser el de periodo transitorio.
Constituye en sí mismo, y a poco que se le dedique la ínfima parte del tiempo que en realidad se merece este periodo; un momento álgido de la Historia no ya solo del puzzle italiano, sino por supuesto de la Historia de Europa.
Momento de marcadas renovaciones en Política, de magníficas condiciones en Arte, de radicales innovaciones en Economía, podemos afirmar sin el menor género de dudas que nos hallamos implícitamente sumergidos en las mimbres del Humanismo Italiano.

La gravedad de lo afirmado, nos obliga, más por responsabilidad que por necesidad, a apoyar en el la lectura contextualizada la veracidad de lo apremiado.
Italia se ve inmersa, no ya como toda Europa sino que tal vez más acuciada por su propia idiosincrasia, en un instante de franca revolución que hunde la raíz de su existencia en la esencia de los factores que han motivado la crisis bajo-medieval, que parte fundamentalmente, de la imprescindible renovación que necesita tanto el ideal de la  monarquía, como el de los vínculos que ésta guarda para con sus súbditos.

Podemos pues, ubicar nuestro discurso definitivamente en el de los parámetros propios a la constatación del colapso definitiva del Modelo Medieval. La magnificencia del comentario merece como es lógico, un paseo que a título de constatación nos describa el estado en el que están, o en cualquier caso han quedado, los parámetros estructurales del extinto modelo, sobre los cuales habrán de ser colocados, indefectiblemente los del nuevo modelo.
Es así que en términos económicos, los viejos protocolos de presura, que proveían de tierra como elemento material en el que desarrollar la labor agropecuaria; se han hundido del todo. Las certezas, convicciones y por supuesto también los problemas, que han constituido la savia que regaba el modelo medieval, son ahora papel mojado.
No queda así ni un reducto, ni un vestigio donde poder celebrar con mayor o menor pasión las discusiones que por ejemplo protagonizaron en otros lugares los leales miembros del Honrado Consejo de la Mesta; lugar en el que se ofrecía oído a los múltiples y consuetudinarios conflictos que se ofrecían entre los propietarios de los ingentes rebaños de oveja trashumante los cuales, en su continuo ir y venir, destruían a su paso campos y cuando no cosechas.
Tampoco hay un segundo, ni mucho menos se concede, al sempiterno debate que se abre a raíz de los múltiples problemas que se descubren en forma de continuados periodos de malas cosechas, las cuales son elemento de difusión inequívoca de dramas en forma de hambrunas y enfermedades; y las cuales tienen su origen unas veces en causas excusadas, como pueden ser los periodos climáticos adversos; aunque en otros casos obedecen a causas mucho más terrenales, como la ausencia de innovación tecnológica, o la nula inversión.

Tenemos más bien al contrario, un modelo económico incipiente en cual hunde inexorablemente su esencia en el modelo social que le es propio, modelo al que determina, define y a la par consolida,  escondiendo en realidad un interés de sometimiento mediante la continua manipulación, destinado como no puede ser de otra manera, a promover su propia mejora, cuando no la mera supervivencia lograda en aquéllos donde otros sucumbieron.
Es un modelo neta y abiertamente comercial. Pero no, por el contrario, un modelo amparado en el excedente. Es éste como se sabe, el resultado cuantitativo de la existencia de una sobra respecto de lo producido para con lo necesitado, cuya existencia en lo más básico nos sirve para dar por superada la economía de subsistencia, para dar la bienvenida con ilusión al nuevo periodo de mercado, preludio, cómo no considerarlo, del Capitalismo.
Pero tal y como se puede constatar, no se trata de un excedente accidental. Ni siquiera de un excedente producido de manera secundaria. Se trata por el contrario de un excedente primario, que viola las normas de rectitud conceptual en tanto que el mismo no constituye una sobra, sino que más bien responde desde el primero hasta el último de sus gramos (constatándose en tal hecho la novedad) a una toma de medidas productivas destinadas a lograr su existencia, manifestando su constatación.
Se trata pues, de un excedente artificial, absoluta y totalmente manufacturado. Semejante hecho, o más concretamente la comprensión de las implicaciones que tiene, sirve de manera ejemplar para comprender la magnitud de los cambios a los que hacemos alusión.

Se trata de un proceso tan revolucionario, que inexorablemente lleva a saltar por los aires las estructuras sociales propias del medievo.
Por un lado, el campo, como unidad básica de control y dominio, se ve súbitamente superado por el auge y la recuperación de las ciudades las cuales, presas de la desazón que sobre ellas se cernía desde la Peste Negra de 1348, que las había hundido en el ostracismo, llevándolas simbólicamente a la desaparición.
Sin embargo son las propias ciudades, y en especial las estructuras sociales que les son propias; las que se convierten en el lugar idóneo en el que llevar a cabo el si se quiere experimento social del que será el Renacimiento Italiano, experimento que luego se verá reflotado y modificado por toda Europa, en forma del conocido Humanismo Italiano. Un Humanismo que por definición esencial abandona como por otro lado no podía ser de otra manera, las eternas cadenas que al desarrollo colocan las pasiones religiosas. Por el contrario, o quién sabe si como catalizador interesado, tiene lugar en esta época la acuñación del florín, primera moneda totalmente acuñada en oro, y que prontamente se convierte en la referencia a la que volverá sus miras cualquier germen de actividad económica.

Emergen pues las ciudades, y con ellas sus marcos, incluyendo los gremios. Son estos en realidad, y una vez superados sus condicionamientos estructurales y de gestión, núcleos de desarrollo y mando perfectamente organizados que funcionan por otro lado como realidades perfectamente engrasadas.
La constatación de tales hechos, unido a su predisposición para llevar a cabo cuantas maniobras sean necesarias para garantizar, por ejemplo, la estabilidad de las estructuras de la ciudad en el caso de que éstas corrieran alguna clase de peligro; pronto sitúan a los gremios en una posición de partida netamente envidiable de cara a promover o concitarse como las estructuras destinadas a mantener el orden frente a cualquier situación que lo cuestione.
Y tanto es así que, cuando las envejecidas estructuras del bajo medievo se ven incapaces para seguir abordando de manera coherente la supervivencia de un modelo que hace tiempo que colapsó; los gremios, en principio destinados a ser la salvaguarda efectiva de éstos mismos modelos, se muestran por el contrario como los verdaderos agentes activos propensos a desarrollar de forma tremendamente eficaz toda una serie de medidas que se muestran tan exitosas que acabaron por superar la mejor de las expectativas que al respecto se podían albergar, convirtiéndose de facto en los que pasaron a empuñar el simbólico cetro del poder, amparando en el práctico control de todas las estructuras reales en las que puede traducirse el ejercicio del mencionado poder.

Surge así toda una suerte de ciudades estado, término que en Historia no obstante no participa de demasiada aceptación, que en todo caso se convierten en la antesala de la confabulación que por otra parte dará forma a los nuevos modelos no solo de sociedad, sino especialmente de las especiales connotaciones que a partir de ahora habrán de regular las relaciones entre súbdito y monarca.
Porque será precisamente desde la amenaza que supone la aparición de pequeñas repúblicas que es de facto hacia lo que transitan las mal llamadas ciudades estado, lo que obliga a las monarquías a comprender que los tiempos de relación feudal acuñada desde la alargada sombra del término vasallo, tocan a su fin.
Se tiende ahora a una nueva realidad, en la que el monarca no solo ha de aspirar a mantener el poder, sino que éste se verá o no consolidado en la medida en que la tenencia y demostración de toda una serie de cualidades y habilidades, pondrán de manifiesto la valía del monarca para ser merecedor de la confianza del súbdito.

He ahí, a los ojos de cualquier observador atento, la esencia que nos permite constatar en su época, la esencia del nacimiento del Estado Moderno, y en Maquiavelo a uno de sus testigos y cronistas sin duda más destacados.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 22 de junio de 2013

OPERACIÓN BARBARROJA, EL VERDADERO PRINCIPIO DEL FIN.

Son las tres horas y quince minutos de la madrugada del 22 de junio de 1941. El tren que una Moscú con Berlín, acaba de traspasar la frontera. A una orden, ciento setenta divisiones alemanas se lanzan a la carrera hacia la que sin duda constituye una de las acciones militares más increíbles de la historia bélica de la humanidad.
La Operación Barbarroja ha comenzado. Objetivo, la conquista y definitiva aniquilación del que constituye el enemigo por antonomasia. La URRS ha de desaparecer para siempre.

Mucho hay que profundizar sin duda, en la tantas veces tortuosa marea en la que se convierte a menudo la historia, para encontrarnos con otro acontecimiento tan controvertido en términos estratégicos, como sin duda inevitable en otros términos, por ejemplo en los propiamente históricos puesto que ¿existe algo tan incondicional, algo que se manifieste de manera tan evidente a lo largo de los dos últimos siglos, como puede ser el enfrentamiento real y sin recato, que se da entre Alemania y Rusia, sea cual sea la diferencia de las acepciones desde las que el mismo se da?

Es así que, un ligero paseo por las estribaciones más sensibles de por ejemplo finales del siglo XIX, extensibles de manera natural a principios del XX; resultan suficientes para comprender lo enraizado que en la impronta de ambas naciones, se halla el mencionado sentimiento de recelo.

Como en toda relación de este tipo, que se precie de serlo, las mutuas manifestaciones de lo que podríamos definir desde la dialéctica del amor-odio; un observador imparcial podría sin gran esfuerzo encontrar múltiples evidencias de este tipo. Así, en el colmo de la evidencia, y eso sí, sin rechazar en el esfuerzo ni por un instante la posibilidad de ser malos, podríamos llegar a decir que ambas naciones llevan en la impronta de su mismísima existencia, la consecuencia cuando no abiertamente la causa, de la acción del otro, del enemigo, del adversario.
Así, cuando la Dinastía BISMARCK pone en marcha los procederes destinados a lograr en Prusia, lo que PERICLES lograra casi dos milenios antes en Grecia ( agrupar a las desmandadas naciones que en este caso conformaban Prusia, para lograr lo que llamaremos a partir de entonces el moderno estado alemán), lo cierto es que una de las esencias fundamentales que se encuentra permanentemente presente, y que a la sazón se refiere de manera maravillosa de cara a salvar cuantas dificultades sin duda se dieron antes de lograr el maravilloso resultado final; pasa sin duda por la constatación efectiva de la existencia del gran perro con uñas y colmillos afilados, que espera en la frontera oriental.

Y si para la Alemania de Bismarck Rusia es un excelente aliado conceptual, ¿qué decir para la Rusia de los Zares?
Si en ningún momento semejante cuestión es discutible, ésta sin duda adquiere mayor relevancia en el perímetro cronológico y conceptual que antecede a la Gran Guerra de 1914.
Así, en términos congénitos, y como resulta fácilmente constatable, la estructura de gradiente político, social e incluso cultural que sustenta a las naciones, que todavía ni con mucho a los estados; está definitivamente agotada.
Los modelos económicos que rigen, cuando no desencadenan, las acciones sociales; son marcadamente arcaicos, e inexorablemente insuficientes.
Se trata, sin ambages, de un colapso estructural de modelos.

Sobreviviendo de manera incomprensible para cualquiera que no participe del mismo desde dentro, el modelo cuasi feudal que rige el la todavía Rusia, se retroalimente a sí mismo mediante la constatación de dos certezas aparentemente tan precisas, como imposibles de comprender para cualquiera que vida al oeste del mismo Moscú. Por un lado, la perfección de la concepción y existencia de la inexorable figura del Zar. Por el otro, el ancestral miedo a Alemania. El eterno enemigo justifica la existencia de su rival.

Pero mientras Europa, mal que bien, más mal que bien como demuestra la mera existencia de la Guerra del 14, capea el temporal, otros como la Rusia se niegan a considerar ni tan siquiera la necesidad del cambio.
Así el zarismo, como muestra indolente de recesión conceptual, pervive de manera aparentemente inviolable, sometiendo a consideración los más básicos principios de la teoría conceptual evolutiva la cual, aplicada en base a las concepciones sociales, hace años que ha recomendado la superación del sistema, mediante la imprescindible revolución.
Y es aquí donde la insigne paradoja ya manifestada, alcanza el grado de constatación ya que, no es otra cosa que el miedo infundido por el Zar a toda muestra externa, miedo que se materializa de forma concisa en “el perro alemán”, por otro lado siempre dispuesto  a morder, será precisamente lo que permita cuando no incluso lleve a considerar imprescindible, la existencia del propio Zar, y de su teoría.

Como no puede ser de otra manera, ambas estructuras comparten así destino, de manera que el abandono por parte de la Rusia de la I Guerra Mundial, traerá aparejados resultados insoportables para la estructura que como decimos se ampara tanto en el miedo existencial, como en el inducido.
La inevitable revolución, asociada a los desplazamientos conceptuales que tendrán en la desaparición incluso física de la Familia Imperial su máximo exponente, sirven como constatación eficaz de lo necesariamente radical que habían de ser no ya los cambios, sino incluso sus protocolos, con el ánimo de resultar eficaces.

Pero si el fin de la guerra resulta insatisfactorio para ambos, basta con echar un vistazo a las consecuencias prácticas del Tratado de Versalles, en el caso concreto de Alemania; lo cierto es que al igual no solo no detiene, sino que a lo sumo prorroga, la inevitable cita en pos de la destrucción del otro, que la historia tiene reservada para ambos.
Por eso, cuando en 1939 HÍTLER y STALIN firman el tratado de no agresión que pone definitivamente a Europa en el disparadero, y que en realidad supondrá una declaración de guerra en sí misma casi de la misma intensidad que la propia invasión de Polonia el uno de septiembre, lo cierto es que la misma incredulidad que recorre Europa en relación al mencionado tratado, y que lleva a Reino Unido a declarar la guerra a Alemania, será la misma que en realidad une a los dos firmantes.

En términos estratégicos la situación es la misma que en 1913. Alemania no puede dedicarse a Francia, si tiene que dedicar parte de su atención, y lo que es peor, de su ejército, a protegerse de la sempiterna amenaza que supone la excepcional capacidad de movilización Rusa, capaz de poner en danza a seis millones de soldados antes del anochecer.

Si en la guerra del catorce la propia idiosincrasia de la persona del Zar había sido el yugo que había sujetado al ejército ruso, con los resultados que de nuevo la historia nos permite identificar; lo cierto es que ahora nada puede hacer presagiar que ni de lejos alguien como Stalin se halle en predisposición de tomar una decisión parecida.
Por ello que la diplomacia ha de vestirse de estrategia, y ponerse de manera desconocida en un primer plano, convirtiendo aquél pacto de no agresión que se firma en 1939, en una de las mentiras más festejadas de la Historia, a la par que en una de las que peores consecuencias tendrá entre elementos extraordinarios a los directamente implicados (véase por ejemplo los efectos que tendrá en el propio Reino Unido, donde la pasividad del por entonces presidente, traerá aparejada la dilapidación de su prestigio político, constatando los primeros éxitos como estadista de Churchill.

Pero lejos de necesitar aditamentos externos, lo cierto es que por sí mismo el tratado constituía por sí solo, material con el suficiente interés como para preocupar, como luego quedó patente, al mundo entero.

Así, las columnas acorazadas de la Panzer.División asolaron Europa, demostrando de paso la valía de las teorías que al respecto de la guerra acorazada habían sido enunciadas de manera brillante por Heinz GUDERIAN.
A la par, las columnas y divisiones de los IV, V y VI ejércitos, redefinían los parámetros desde los que había sido definido el concepto de paseo militar.
Dos cosas quedaban a esas alturas claras. Primero, que aquéllos que habían sido vencedores de la I Guerra Mundial, habían puesto demasiadas esperanzas en el Tratado de Versalles. Segundo, la proporción en la que Alemania había bordeado, si no burlado, los parámetros del mencionado Tratado.

Pero lo cierto es que nada de todo esto tiene demasiada relevancia una vez constatamos los respectivos estados en los que se hallan los países involucrados en la guerra, a principios de 1941.
En términos generales, el fulgurante avance de la Werhmacht que durante los primeros meses de la guerra ha impresionado a los países que lo han sufrido, casi con la misma intensidad con la que ha ultrajado a sus ejércitos; se ha detenido, hasta el punto de que la conflagración amenaza con asentarse en una guerra de trincheras con los frentes estabilizados a la que nadie, cada uno por sus motivos, quiere llegar.
Es entonces cuando un problema de intendencia, el mismo que GUDERIAN expuso como el único proclive a desmontar tan hermosa teoría, amenaza no ya con tumbar la teoría, sino más bien con arruinar los deseos de expansión arios. Efectivamente, la guerra relámpago necesita de los Panzer, y estos a su vez necesitan de combustible.

Es entonces cuando los campos de trigo de las llanuras rusas, así como especialmente sus campos y reservas petrolíferas, se convierten en el objeto de deseo de Hítler.

Justo un mes antes del comienzo de la “Operación Barbarroja”; SORGE, un magnífico espía checo que actúa como doble agente destacado en Tokio, informa al propio Stalin de las condiciones exactas, incluso con el número de divisiones, que efectuarán el ataque. Pero Stalin no le cree,  más bien no está en condiciones de creerle. Las circunstancias que le llevaron a firmar el pacto de 1939, concretamente la evidente constatación de la ruina técnica en la que se halla su ejercito; no solo no ha sido resuelta, sino que en una especie de infantilismo, se ha creído los parámetros del propio pacto, lo que se traduce en que no ha hecho nada para solventar esas carencias técnicas.

Una vez más la máquina de guerra soviética habrá de solventar con hombres lo que su carencia en materia de tecnología no pueda salvar. De nuevo la impía señal de los seis millones de hombres adquiere su máxima relevancia.

En la madrugada del 22 de junio de 1941 comienza la invasión. Como ocurriera con Napoleón, ni una sola ciudad importante será efectivamente tomada.

El episodio del VI ejército en Stalingrado merece trato aparte.

Lo cierto es que, una vez más, el principio del fin resultará después, al amparo de la perspectiva histórica, perfectamente identificable.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 8 de junio de 2013

DEL TRATADO DE TORDESILLAS, INCOMPARABLE MUESTRA DE ESTRATEGIA.

El siete de junio de 1494, tenía lugar la firma oficial del que seria conocido, por razones obvias de definido carácter geográfico, como “El Tratado de Tordesillas”.

Obvio en lo concerniente a las circunstancias etimológicas, ahí acabarán no obstante el resto de menciones obvias ya que, en lo concerniente al resto de consideraciones, el Tratado constituye, en sí mismo, una de las muestras de estrategia y predisposición que tanto en materia conceptual, como en ejecución empírica, la Historia ha visto nunca, ya sea analizado desde el punto de vista pasado o futuro, siempre no sometiendo a tal consideración, por razones de interpretación que resultan obvias, cualquier resultado de negociaciones de carácter estrictamente religioso.

En términos positivamente técnicos, el Tratado de Tordesillas viene a constatar el reconocimiento expreso de aquéllas que serán las dos grandes potencias marineras del mundo, a saber los reinos de España y Portugal; así como, de manera evidente, la constatación del mutuo respeto. Con ello, podemos decir que el Tratado consiste, sin el menor atisbo de duda, en una acción estratégica destinada sin el menor género de duda a reforzar y a reconocer explícitamente la mutua condición de fuerza, constatando en algo más que en la mera amenaza de la fuerza, el punto que garantice el sostenimiento de la paz entre ambos países.

Podemos decir, ahora ya sí, sin el menor género de dudas, que El Tratado de Tordesillas puede considerarse como la mejor muestra de estrategia activa. Solo comparable, como la Historia demostrará, con el pacto           que la Alemania Nazi firmará con la URSS, siglos después.

Ateniéndonos de manera específica a la realidad, el Tratado recibirá el visto bueno de manos de la firma estampada respectivamente por Enrique Enríquez de Guzmán, por parte de España. Encomendado por Portugal procede a dar validez al acto la grafía procedente de puño de Ruy de Sousa.
En los mismos criterios de certeza y objetividad, el Tratado consiste, fundamental y gráficamente, el la fijación de unas zonas destinadas a marcar las zonas de navegación y conquista dentro del Océano Atlántico, y por ende del Nuevo Mundo.

Resulta del todo evidente que, la disponibilidad del Tratado, o más concretamente la justificación de los esfuerzos que hubieron de imprimirse en pos de su consecución definitiva, han de ser enmarcados dentro de las nuevas consideraciones que resultaron obvias a partir de la comprensión de la nueva distribución del mundo que evidentemente quedaba referida una vez hechas las consideraciones necesarias al ingente torrente de realidades que escaparon tras la validación de los territorios descubiertos por Colón; pero sobre todo tras la valoración de las potencialidades que los mismos encerraban.
Y todo ello por supuesto, sin entrar siquiera en consideración sobre la cuestión primera a saber, si los territorios eran verdaderamente las Indias, o tal y como luego se constataría, fuese en realidad un nuevo mundo.
Más allá de consideraciones posteriores, y alejándonos como no puede ser de otra manera del principio básico según el cual no debemos juzgar el pasado con la ventaja evidente que nos ofrece el presente; lo cierto es que no hace ni tan siquiera falta entrar en consideración sobre la mencionada materia toda vez que, a raíz de las presentaciones que el propio Colón había llevado a cabo con el fin de mostrar ante los mecenas de su primer viaje, la lista de consecuciones y logros; lo cierto es que si bien logró su objetivo, como prueba el hecho de poder regresar a los territorios descubiertos, lo cierto es que su logro trajo aparejado otros de consecuencias menos halagüeñas, tales como despertar la avidez de riquezas y poder, especialmente en la corte inglesa, así como en la portuguesa y francesa.

Visto desde la perspectiva que aducimos a partir de semejante razonamiento, lo cierto es que se hace imprescindible constatar la certeza a partir de la cual revisar las causas que promovieron el hecho en base al cual el único con potestad para forzar la firma del Tratado fuera, precisamente, Portugal; dejando fuera de la apuesta, a los demás mencionados.
Comenzando por la constatación de causas de carácter estrictamente empíricas, lo cierto es que la tenencia de una Armada lo suficientemente potente no solo para hacer frente a la empresa, sino más bien para asumir las posibles consecuencias bélicas a las que sin duda se estaría abocado, de desarrollar las acciones de manera independiente y sin tratado; bien podría figurar a la cabeza de las menciones a tener en consideración.
Mas un vistazo a los catálogos de los países en liza, sirve para comprobar no solo la plena disposición de tales medios, sino para traer a colación la circunstancia del sincero empate técnico en el que los tres países se encuentran. Sobre todo resaltando a título de consideración históricamente obvia, la realidad en base a la cual la designación de armadas regias se hacia, todavía en esta época, mediante el nombramiento de levas.
Se da así la circunstancia paradójica en este caso de que, curiosamente, será la presencia de elementos parecidos en calidad y cantidad, lo que promueve el  triunfo de la moderación.

Pero no sería jugar justo, o peor aún, sería todo un gesto de ingenuidad, el apoyar tan solo en la prudencia el hecho básico de la toma de decisiones atinentes a un asunto de marcado carácter capital como el que planteamos hoy.

Siendo así pues ¿dónde se halla el motivo crucial?

El 4 de septiembre de 1479, Fernando de Castilla y Alfonso V de Portugal, habían rubricado el Tratado de Alcaçovas. A saber, en términos estrictamente prácticos, el mencionado tratado ponía fin a la Guerra de Sucesión Castellana.
Sin embargo, en un alarde de complementariedad y visión de futuro que ahora mostraba una importancia desmesurada en relación a la aplicación del contexto en el que fue concebido, Castilla había recibido los territorios de Las Islas Canarias a condición de ceder a Portugal cuantos territorios fueran objeto de consideración al sur de las mencionadas.

Cierto es que, tal y como hemos mencionado, el Tratado hallaba vigencia y justificación dentro de un contexto perfectamente visado, cual es el de poner calma entre las dos potencias, sobre todo en lo concerniente a la finalización de las tensiones surgidas con motivo de la decidida apuesta que Portugal había efectuado en materia de consolidación de la política destinada a los territorios que en África acababa de descubrir por aquel entonces.

Cuando Colón pone rumbo a Castilla, hecho que acontece el 16 de enero de 1493, habiendo perdido la Santa María, que había encallado en las costas de la Española; lo hace con la Pinta y la Niña.
Pinzón llegará con La Niña a Bayona, a finales de febrero, poniendo a la monarquía en antecedentes de sus al menos en apariencia, brillantes logros.
Colón, por el contrario, recala en Lisboa el 4 de marzo.

Será allí interrogado por el rey de Portugal el cual, advertido de los logros, citará y exigirá el cumplimiento de lo pactado en Alcaçovas. Alegando para ello que la navegación se ha desarrollado meridionalmente a la línea demarcada por el rumbo de las mencionadas Islas Canarias, cuando el Tratado dice, expresamente que :” todo lo que es hallado o hallare, conquistado o conquistado en los dichos términos, hallende de que es hallado ocupado o descubriese” recaerá expresamente bajo dominio de Portugal.

Será así que, pese a la reticencia con la que los monarcas españoles nieguen tal hecho, lo cierto es que todo parece indicar que, al menos en lo concerniente a las numerosas incursiones colombinas a lo que luego resultará ser el Mar Caribe, lo cierto es que todo parece indicar qué, a pesar de que la cita de los contextos de Alcaçovas constituye una manifestación cuando menos rebuscada, si no abiertamente  torticera; lo cierto es que, Portugal ganará la partida, a menos que acontezca un milagro.

¿Cómo es pues que, con todo tan aparentemente a su favor, Portugal termine cediendo con la rúbrica de un documento en el que aparentemente pierde potestad?

Pues de manera precisa y efectiva, por la acción interesada, cómo no, de aquéllos que poseen la última palabra en estos casos.

A título de contextualización, la Iglesia Católica se halla, desde los tiempos de las diversas confabulaciones en lo concerniente a las diferencias en lo concerniente a la disposición de quién ha de ceñirse la corona de Castilla, si la heredera de Enrique, lo la propia Isabel; muy unidos a la Corona de Castilla. O para ser más exactos se encuentran unidos a los protagonistas que se las ciñen.
A tal efecto, será fundamental para que la Iglesia interceda respecto de Portugal, para el mantenimiento de los poderes por parte de Castilla, la firma de las denominadas Bulas Alejandrinas: Conjunto notable de cuatro cartas con disposición de Bula, dos inter caetera, la tercera Eximiae Devotionis, y una cuarta, Dedum lsiquiden, con las cuales Alejandro VI, quien no es otro que Rodrigo Borgia, que tiene una larga lista de favores para con los monarcas castellanos; pone fin a la cuestión, otorgando a los monarcas castellanos, potestades que incluyen la posibilidad de excomulgar por su mediación a cualquiera que cruzara un meridiano sito a cien leguas al oeste de Azores, sin permiso de los reyes de Castilla.

En consecuencia, si bien el acuerdo parece traer aparejado una merma considerable en sus potenciales, lo cierto es que Juan II, en una acción de estrategia propia de un hombre de estado, asume la condición de quedar prácticamente fuera de la aventura americana, en pos de mantener la estabilidad interior.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



domingo, 2 de junio de 2013

ALFONSO X EL SABIO. UN MONARCA INTEGRAL.

Convergen en torno a la tarea de analizar con cuidado y respeto, sobre todo por no caer en la tentación que imprime el revisionismo; la ingente labor que desarrolló a lo largo de su reinado una figura de la talla, prestigio histórico, y calado estructural como la que supuso Alfonso X, “El Sabio”; una de las más complicadas, y puede por ello que más interesantes, de cuantas hoy por hoy se nos pueden plantear.

Lejos de perdernos en asuntos objetivos atinentes a cronologías, filiaciones o datos, todos los cuales son fácilmente accesibles a través de cuantos elaborados medios se ponen hoy a disposición de cualquiera; nos tomaremos de plantear el ejercicio desde el paradigma subjetivo que nos proporciona el lugar y la procedencia.

Así, la aproximación al personaje ha de hacerse, en pos de mostrar toda la excepcionalidad del hecho inherente, a través del paradigma que refleja la pertenencia del mismo a periodo que le es propio, a saber la segunda mitad del siglo XIII, pero sobre todo esbozando cualquier tipo de realidad en el marco de un proceso de Reconquista que se hallaba francamente truncado, a pesar de los esfuerzos que en pos de tornarlo definitivamente al contrario había venido haciendo su padre Fernando III “El Santo”, a lo largo de todo su reinado.

Aún a riesgo de ser reiterativo, si bien convencidos de que no resultarán inútiles, habremos de matizar una vez más una serie de cuestiones cuyo acceso y comprensión resultan imprescindibles de cara sobre todo a concebir la verdadera valía en el marco de lo matizable sobre todo, de muchos de los aspectos que hoy traeremos a colación.

Constituye el periodo medieval, en si mismo, uno de los que sin duda ha sido en mayor medida objeto de descripciones, análisis, o sencillamente, apologías. Sin embargo, no está de más recordar que, aspectos tales como su gran duración, unido a otros tales como la diversidad de las funcionalidades de los aspectos sobre los que tiene colación, nos lleva obligatoriamente a desarrollar la aproximación al mismo teniendo en cuenta, una vez más, las inexorables muestras de prudencia que sin duda son siempre, y en este caso más si cabe, exigibles.

Y si todo lo anterior se cumple para, probablemente, todo el territorio europeo, qué decir del hecho, exclusivamente atinente a la Península Ibérica.
Las especiales connotaciones que les son atinentes, redundan severamente en unas características por definición exclusivas, que tienen en el hecho sincrético de la Reconquista, en la más amplia acepción del término, su mayor fuente de presagios.

Constituye la Reconquista, más allá de un mero acto reflejo, desarrollado en pos de lograr la expulsión del que es enemigo en tanto que es diferente, un acto cuyas consecuencias son tan solo apreciables a posteriori, esto es, una vez que el ejercicio de la perspectiva trae como consecuencia el aporte de una lucidez basada no tanto en la objetividad, sino más bien en la liberación de connotaciones subjetivas que el tiempo permite.

Se convierte así la Reconquista, en el proceso integrador que logra, de manera no del todo evidente, en tanto que en absoluto voluntaria, integrar a los diversos reinos y por ende a sus habitantes, dentro de un proceso común de consecuencias estructurales, cuya primera consecuencia tendrá, curiosamente, consecuencias marcadamente endógenas.
El rival de mi enemigo se convierte en mi amigo. Desde la aceptación del prisma que semejante afirmación confiere, podemos comenzar a dilucidar el espectro desde el que se conforma a priori si la acción de recuperación territorial, conceptual e ideológica al Moro. Pero sobre todo la aplicación de esa misma óptica traerá como corolario la adopción de toda una batería de medidas por parte de los protagonistas, que sin la participación del enemigo común, hubieran sido francamente impensable.

Los reinos, de Castilla, de Aragón, de León; realidades en si mismas autónomas, e independientes a ultranza, llegan a formalizar periodos de franca alianza en pos de la lucha que se suscita contra el enemigo común, lo cual revierte entre otras muchas cosas en la capacidad para convalidar una nueva a la par que remodelada idea de unidad, en torno de la cual poder decir que Alfonso X bien pudo ser el primer monarca que se encontró en posición verdaderamente adecuada en base a la cual poder comenzar a soñar con la unificación de los reinos en pos de un bien común.

En esta tesitura, la aportación de la Iglesia resultará tan inexorable como fundamental.
La evidente condición de infieles con la que cuenta el enemigo sarraceno, no solo justifica, sino que más bien hace poco menos que inevitable, la declaración de la guerra en pos de recuperar tierra al moro, poco menos que en una cuestión santa. Se declara así varias veces la concepción de Cruzada, lo que dotará de bagaje internacional al hecho como tal, haciendo subir sin duda las consecuencias de todos los actos que bajo sus designios acontezcan.

La brecha que a tal efecto abrirá el Papa León X, proyectará los acontecimientos en una dirección desconocida los cuales, más allá de las connotaciones externas por todos sobradamente conocidas, tendrán unas connotaciones internas de consecuencias difícilmente eludibles.
Así, la aparición del fenómeno exterior, provocará el surgimiento de un espíritu patriótico imposible de constatar hasta ese momento, y que inexorablemente pasa por definirse en la comparación que para con el diferente se hace. Para entendernos, ¿quién es más extranjero, el franco que viene a portar armas en pos de la orden papal, o el valenciano que lucha como los demás por el arraigo de su tierra?
Se va conformando con ello una génesis de la acepción de pertenencia patria que, asociada a la incipiente idea de España, da como resultado un fenómeno de consecuencias ya inalterables, y que no parará hasta las Capitulaciones de Santa Fe
Adquiere así potencialidad de necesidad, el diseño, desarrollo e implantación de un espíritu que, con función de argamasa, nazca con clara y notoria función de unidad constructiva, desterrando con ello de una vez para siempre los diferentes restos de las fricciones que entre reinos y reyes se han dado a lo largo de la historia en la Península.
Semejante labor, de lograrse, habrá de ser llevada a cabo desde una óptica absolutamente integradora, para lo cual sus referencias habrán de ser de todo menos excluyentes.

Es desde ese prisma desde el que la Idea de una Unidad Cultural adquiere pleno dominio de sí misma. El elemento catalizador que integre la unidad del futuro proyecto ha de ser, inexorablemente una abstracción cultural.

Es entonces cuando alguien como Alfonso X “El Sabio”, adquiere especial relevancia. Monarca integrador por excelencia, a lo largo de su reinado, que se prolonga desde el 1 de junio de 1242, ha dado sobradas muestras de su voluntad unificadora, ahí están sus anexiones de Murcia o Jerez; ha demostrado no obstante su gran valía de cara al uso en pos de la tarea común de otros aditamentos igualmente válidos, y marcadamente suficientes.

Sus marcadas y excelentes aportaciones al mundo de la Cultura, entre las que traemos hoy a colación aquí las Cantigas; conforman en sí mismas todo un Vademecum de obligado conocimiento para todo aquel que desee hacer una aproximación racional al mundo al que hacemos referencia, sobre todo desde el plano de lo estructural.

Elaboradas en torno a 1260, el libro que compone la obra en tanto que tal, constituye todo un marco de aproximación a la estructura de Cultura que podemos enarbolar a la hora de inferir lo que poco a poco podrá, o no podrá, entenderse como Cultura Española en tanto que concite o no rasgos lo suficientemente conciliadores de una mayoría de los integrantes de las comunidades españolas incipientes, y siempre cuidando el no caer en errores excluyentes.

Es así que Alfonso, en su facete de artista más que de monarca, elige dos elementos taxativos e irrenunciables a tal efecto, cuales son la unificación de la virtud religiosa en pos de la figura mariana, de una parte, y la concitación de la figura del amor cortes, como sistemática caballeresca por el otro.

Tenemos así definidos, ya de manera unívoca, los condicionantes expresos de las dos grandes formas culturales que desarrollan los contenidos de la que se llamará Biblia Estética. Las Cantigas de Alfonso X, vienen a estar integradas en torno a dos grandes aspectos aglutinantes, los marcadamente religiosos, que como hemos dicho giran en torno a las acciones de la Virgen María, integrándose como tal en las Cantigas de Santa María, y aquéllas destinadas a ensalzar valores más terrenales, como puede ser el amor terrenal y cortés a una dama, o el afecto del trovador hacia sus considerandos.

Con todo, las Cantigas bien pueden inferirse como el fenómeno integrador por excelencia, que se anticipa con mucho al establecimiento de los vestigios imprescindibles para poder comenzar a hablar de España.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.