sábado, 27 de julio de 2013

AZAÑA 1938. EL DOGMA NO HACE PATRIA.

El 18 de julio de 1938, el Presidente AZAÑA protagoniza, desde Barcelona, el que sería el último de los cuatro discursos principales por medio de los cuales se dio a entender a la Patria en guerra, durante el tiempo que duró la conflagración.

Se trata este discurso, sin duda, no ya de uno de los más logrados, sino más bien de aquél que mejor encierra la capacidad del Presidente de la República para, como dirían los que mejor le conocieron, canalizar sin caer en la neurosis estados de ánimos que iban desde el conocido como Pesimismo del Señor Presidente, hasta momentos no de alegría, más bien de lucidez, encaminados a promover un futuro tras el fin de la guerra en el que unos y otros, vencedores y vencidos, puedan llegar a convivir en paz, arrastrando no obstante, el saco de la pesada carga de las respectivas penurias, las provocadas y las sufridas.

Será pues este cuarto y último discurso de AZAÑA a la nación, no uno más, sino el discurso por excelencia. En el mismo, y sin solución de continuidad convivirán, tal y como lo habían hecho en las anteriores citas de Valencia; el AZAÑA conciliador, “Paz, Piedad y Perdón”, con el AZAÑA inflexible referido tanto a los vínculos con otros líderes, como al hecho inequívoco del imprescindible posicionamiento moral una vez finalizada la contienda.

Se trata también, así mismo, del AZAÑA que tiene claro, y como tal lo expone, que el conflicto que está teniendo lugar en España es, definitivamente el primer episodio de la sin duda Gran Guerra que volverá a asolar Europa. (…) Así que Francia e Inglaterra permitan que tanques y aviones alemanes e italianos surquen por encima y por debajo de los cielos españoles, y no tengan nada que decir, constituye una notoria a la par que evidente falta de responsabilidad.

Tenemos pues, ante nosotros, sin duda al AZAÑA más estadista, precursor, hombre de su época, a la vez que sabedor de que la verdadera batalla que se está jugando en España, si bien parece tener sola y exclusivamente personajes españoles (Francia e Inglaterra han dado la espaldas al menos oficialmente al Gobierno), tendrá sin duda consecuencias europeas.

Constata en realidad AZAÑA la certeza de que, una vez más Europa no puede permanecer impávida ante los acontecimientos que se desencadenan en España, y pensar seriamente que nada de lo que ocurra pasará desapercibido para ella.

Los vínculos entre España y Europa son, a la par que inevitables, inexorables, toda vez que como había quedado demostrado en algunas ocasiones a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, ni Europa ni España pueden ni tan siquiera jugar a ignorarse; el proyecto de la una, y la realidad de la otra suponen en realidad elementos tan importantes, que las dos estructuras están condenadas a entenderse.

Uno de los primeros  movimientos de esta sin duda inacabada sinfonía, comienza a escribirse a principios del Siglo XIX, cuando Fernando VII y la Guerra de la Independencia posiciona a España doblemente en el mapa de la transitoriedad europea. Así por un lado, la manera de resolverse de la contienda mencionada, incluyendo aspectos como el ya analizado de la Batalla de Vitoria, posiciona a Napoleón en una nueva realidad cuya verdadera constatación le lleva a considerar fielmente, puede que por primera vez, el hecho de que probablemente su sueño conquistador ha llegado a su fin. El otro, mucho más lamentable, arrojará a España ante los caballos conceptuales que suponen el comprender que la mala gestión de los propios recursos, ya sean éstos económicos o políticos, arrojan al país a una doble situación de quiebra que nos deja francamente en mala posición frente a una Europa que comienza el salto definitivo.
Ahí bien podríamos identificar el comienzo del periodo de retraso que luego respecto del total de países componentes del continente, iremos consolidando.

De esta manera, bien podemos situar en el siglo XIX, definitivamente el comienzo de los problemas que llevaron a AZAÑA, y por ende a España, a la situación que se encierra verdaderamente detrás del discurso de 1938.

El desigual crecimiento demográfico, unido a la más que  escasa capacidad de consumo de la población, la falta de inversiones localizada fundamentalmente en la manifiesta incapacidad para la inversión por parte de una burguesía mal educada si la ponemos en comparación para con la del resto del continente, dan como resultado un teatro de operaciones cuyo resultado es más que previsible, y al que solo le hace falta el ingrediente que pone en este caso una franca y permanente inestabilidad política que no es más que el reflejo de la disparidad social que a esas alturas resquebraja en silencio a la nación.

Y abajo, en la base, como cuestión capital, la Crisis de la Agricultura, como colofón a la sempiterna cadena de acontecimientos a veces tan indescifrables, como la mayoría de veces incomprensibles, que suponen la históricamente conocida como manifiesta incapacidad española para dar solución a su problema con la cuestión agraria.
Lejos de entrar en análisis profundo del mencionado hecho, sí que hemos de referirnos, aunque sea de manera tangencial al ser éste, uno de los mejores procederes a la hora de comprender el reflejo del verdadero estado en el que se encuentra la sociedad española.
La permanente renuncia a su cita con la revolución, condena a la cultura agrícola española a un periodo de analfabetismo solo comparable al que la misma sufre en lo concerniente a tasas verdaderamente ligadas a la Cultura. Así, la supervivencia de los grandes latifundios, reflejo real y máximo de la también supervivencia del modelo social que le es propio, por definición rancio y retrógrado; sirve para entender el nivel de la sociedad que tiene España. Nivel que alejándonos de los factores subjetivos por interpretativos, tiene en realidad su constatación en el hecho de que su existencia, unido a otros como la ausencia de inversiones, y por supuesto la inexistencia de infraestructuras de comunicación solventes, condenan al país a un modelo de economía perverso en sí mismo, toda vez que está condenado. Cualquier intento de constituir un atisbo de mercado es poco menos que un sueño, haciendo con ello imposible la creación de la más mínima apuesta solvente en materia industrial.
Así, y para colmo, los esfuerzos agrícolas se centran en exclusiva en los cultivos tradicionales, el conocido trío formado por trigo, vid y olivo. Tal conformación, ligada a productos tradicionales, de los que el mercado se encuentra saturado, y cuyas necesidades hacen imprescindible una inversión que, una vez producida ésta desaconseja cualquier cambio al respecto; conforman un plantel totalmente desapegado a la hora de tomar ni siquiera en consideración la posibilidad de entonar la agricultura hacia un proceder no de subsistencia, sino más bien comercial e incluso industrial.

Con ello, el contraste existente entre los modelos de distribución de la propiedad de la tierra, constituyen en realidad el mejor análisis que podemos hacer  de la radiografía social española.
El norte, dado al campesino pobre, se arrastra en la forma del minifundio, sistema que promueve la pequeña posesión, haciendo de su pequeño tamaño el lastre que impide su modernización.
El centro y el sur, dado al feudo y a la economía de Vasallaje, promueve el latifundio, cuyo gran tamaño es soportable gracias a la promisión de mano de obra barata lo cual acaba jugando la paradoja de impedir cualquier tipo de desarrollo al cercenar en el momento clave la voluntad de reforma que otros como Gran Bretaña y Francia sí emprendieron en su momento, dejando de nuevo a España apeada del tren del progreso.

Tenemos así el comienzo de la implantación del modelo social que será una realidad para AZAÑA. Un experimento de Sociedad de Clases formada por una nueva nobleza que ha sustituido el ejercicio del poder político por el caciquismo, entendido como el dominio a partir de la tenencia de las fuentes de producción, las cuales como hemos enumerado en España se reducen a la tenencia de la tierra. Una Iglesia que se nutre haciendo el juego a la nobleza en pos de la creación de la justificación ideológica, sacando con ello beneficios muy materiales. Una alta burguesía que se convirtió en el núcleo de poder, pero que perdió la oportunidad de jugar el papel definitivo en la modernización industrial y financiera de España. Y unas clases medias permanente, y una vez más, engañadas.

Ahí, entonces y así, se forjaron no ya los orígenes de AZAÑA, sino por supuesto de su discurso. Un discurso grande, a la par como lo fue su forma de gobernar, la cual queda plasmada en la afirmación: “Vendrá la paz, y espero que la alegría os colme a todos vosotros; a mí, no (…) porque cuando se siente el dolor español que yo tengo en mi alma, no se triunfa personalmente contra compatriotas.”



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 20 de julio de 2013

SACRIFICANDO AL HOMBRE, EN POS DE SU VALÍA.

Y de nuevo los idus,  nos traen, haciendo converger presente con pasado, y obligándonos si cabe a converger, a modo de variables determinadas, en el vasto escenario en el que a menudo se convierte esta ingente representación, a la que nos empeñamos en reducir (quién sabe si para jugar a comprenderla), que es la vida.

Ya hemos sometido aquí, en un entonces pasado, los considerandos que convierten en explícita la certeza según la cual julio y las revoluciones tienen algo. Desde las remotas explicaciones que para remotas guerras y batallas tiene en mero aunque nunca sencillo argumento de la meteorología, hasta otros motivos de carácter netamente psicológico, y por ende mucho más complicados de entender, cuando no, lo confieso, de explicar, lo cierto es que el verano, y en especial el mes de julio, tienen un vínculo mágico con las rebeliones.

Desde el Golpe de Estado de 1936, hasta la propia Operación Valquiria, (a la que dedicamos hoy nuestro tiempo), pasando por algunos de los más bellos y emotivos pasajes de guerras tan épicas como utópicas, entre las que podemos extractar momentos de las confrontaciones Médicas o Púnicas, lo cierto es que julio, con sus especiales connotaciones, esenciales en todos los términos, e inexorables en el plano de lo humano, ha guardado siempre una especial relación para con el hombre en lo concerniente al desarrollo de episodios como los que hoy, un día más, traemos a colación.

Por ello, llegado el siempre complicado momento de la decisión, hemos de decir que hoy, inmersos como estamos en el “Año Wagner”, resulta tarea casi incondicional referir nuestras reflexiones a la Operación Valkiria. Y más concretamente hacerlo desde el punto de vista de un revisionismo no estoicamente centrado en las motivaciones materiales que pudieron llevar a Stauffernberg hasta El Nido del Águila, y depositar allí bajo la mesa de mapas el maletín con los explosivos. Nos referimos realmente a las otras implicaciones, a las semióticas y psicológicas que resultan imprescindibles a la hora de tratar de encuadrar el escenario a partir del cual resulta meramente comprensible el que un país entero (lo que supone mucho más que una simple suma de individualidades), puedan abrazar a la postre que hacer suyas, ideas y disquisiciones como las que desarrolló el Fürher.

Disquisiciones, locuras para unos. Planteamientos posibles, incluso dignos de tener en cuenta para otros. Lo cierto es que el más bien escueto bagaje moral desde el que se puede preconizar el mensaje de HÍTLER, sobre todo a partir de la publicación de sus misérrimos escritos (calificativo éste que hace solo mención a la valía axiológica de los mismos, toda vez que él mismo osó atribuirse tal capacidad); nos lleva no obstante a acudir paralelamente al estudio del informe que, emitido por el director de la Academia de Bellas Artes de Berlín, impidió el acceso de éste a la mencionadas institución: “Incapacidad manifiesta para reconocer la realidad, más allá de su interpretación (…) cabezas grandes y desproporcionadas respecto del resto del cuerpo.”

Realidad e Interpretación. Dos conceptos complicados, máxime para alguien con las concepciones de un HÍTLER que desde muy pequeño, allí en Austria, cuando todavía recibía con sosiego las consideraciones de su madre y de sus hermanas, ya creía que soñaba con su futuro, y con su obligación de cambiar la realidad. Aunque para ello tuviera que demostrarle a la a veces caprichosa realidad la necesidad imperiosa del mencionado cambio.

Realidad e interpretación, en este caso macabro binomio, cuando sirve para justificar no ya las tropelías de un loco, sino que justifica la necesidad de esas tropelías porque, dejando de lado la realidad, como tantas y tantas veces hará el Movimiento Nacionalsocialista, ¿Qué necesitamos para la interpretación?

Pues precisamente, un artista. Pero no bastará un artista cualquiera. Tiene que tratarse de un artista especial. De alguien que, además de dedicarse al desarrollo de alguna de las formas de arte cuyo resultado emociona, toca la fibra sensible; lo haga además con una sensibilidad que no pueda dejar a nadie indiferente. Porque precisamente de eso se trata. Si el Movimiento Nazi es del todo incapaz de explicar sus principios e incluso su metodología acudiendo a vías racionales, sin duda es porque la vía que ha de ser explorada pasa de forma ineludible por la emotividad.

Y entonces, surgiendo de la nada, como si siempre hubiera estado ahí, surge Richard Wagner.

Parece WAGNER verdaderamente la consumación perfecta de todas las respuestas a las preguntas que al respecto habían quitado el sueño a HÍTLER durante meses. Un verdadero alemán, versado en las cuestiones importantes, alejado de cualquier duda o sospecha calamitosa. ¡Pero si hasta cumple con el lema no escrito de no estar vinculado a alguna de las artes plásticas platónicas del Fürher, evitando con ello peleas innecesarias.

Sin embargo, lo que hará poco menos que inevitable la asociación entre el controvertido músico y el carismático embaucador, pasa precisamente por el elemento común entre ambos, la certeza de pesar que Alemania no ocupa el lugar que se merece.

WAGNER y HÍTLER comulgan en un principio capital, el que procede de saber que  su querida Alemania no hace gala del sitio que merece a la hora de constatar el lugar desde el que la Historia habrá de juzgarla. Y lo que es peor, ambos comparten también la certeza de que semejante hecho se debe a que una entidad secreta, o cuando menos desconocida para la mayoría de las personas, se ha confabulado en pos de que semejante hecho siga siendo así durante el mayor tiempo posible.
Esto es así, y el hecho de que las fuentes de las que proceden semejantes revelaciones difieran radicalmente en uno y en el otro, no es óbice para cuestionar ni la fuerza de las convicciones, ni la predisposición y franca certeza que espoleará las conductas que les sean coherentes.
Nada es por casualidad. Semejante afirmación, rotunda y por ende peligrosa en la mayoría de las ocasiones, adquiere no obstante patente de naturaleza indiscutible a la hora de analizar los principios que regulan la pasión que une a estos dos hombres.
Y es que ni HÍTLER podía soñar con alguien distinto de WAGNER, ni WAGNER podía llegar a imaginar la presencia integral de alguien que no fuera el propio HÍTLER.

Creador del concepto de Obra Total, Richard WAGNER desarrolla de manera previa e intuitiva el catálogo de recursos escénicos al que HÍTLER acudirá presto. Convencido además de que el simple hecho de que el mencionado catálogo exista, lo dota de una especie de valía intrínseca. Es así que la existencia de WAGNER, o más concretamente la existencia de su obra, justifica cuando no hace necesarias tanto la existencia de HÍTLER, como la de la macabra obra que éste se dispone a desarrollar.

Obra total es un concepto tan magno como basto. Desconocido no tanto por original, como sí por lo innovador que supone, desde sus propios principios constitutivos. De ahí que la constatación de la incapacidad de ejercicio del mismo ateniéndonos al uso de los medios existentes, nos conduzca de manera inexorable a la franca superación de los límites que éstos constituyen, creando para ello una nueva realidad.
La anterior afirmación, en desambiguación, resulta del todo eficaz para explicar principios y líneas-marco correspondientes a los dos protagonistas. Y la mencionada desambiguación resulta rápidamente muy difícil.

Surge así, como cuestión de procedimiento expuesta a los parámetros antes aludidos, el concepto de Música Programática. Es un concepto no musical, al menos no en primera instancia. Se trata de una concepción de la música como instrumento sometido a los designios de un fin superior. Un fin desconocido, en tanto que solo intuido, y del que en la mayoría de ocasiones solo podemos intuir, y vagamente, sus resultados. De ahí que la música se mitifique, en sí misma, promoviéndose desde un campo cercano a lo mítico. La Música cerca de la religión, y no solo como medio para expresar ésta.

Es el abrazo profundo con lo mítico. Pero un abrazo integrador, íntimo, revelador y definitivo. Un abrazo que, a título estrictamente procedimental, revela a ambos protagonistas su mutua condición de eruditos, cuando no de profetas. En el tiempo que les ha tocado vivir los términos pueden sufrir constatación de ósmosis: ambos saben que primero serán víctimas del escarnio, quién sabe si de la inmolación  para luego, con el tiempo, ser objeto de franca adoración.

WAGNER y HÍTLER, dos figuras sin las que resulta posible explicar el siglo XX.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 13 de julio de 2013

DE LA EUROPA DE LAS CONSECUENCIAS A, DE NUEVO, LA EUROPA QUE NECESITA REPLANTEARSE SUS CAUSAS.

Sangrante resulta por primera vez en muchísimo tiempo comprobar cómo, a través del efecto que conmemoraciones como la que hoy nos trae aquí nos abocan, no obstante, a la paradoja que desde la duda se cierne en sí misma a colación de la incapacidad de constatar sí, como parece preceptivo, por primera vez en mucho tiempo, insisto en tal extremo, resulta muy complicado poder hablar, sin el menor poso de duda, de verdadero progreso.

Constituye a todas luces el 14 de julio, esto lo afirmo sin el menor género de dudas, una de esas fechas faro, a la que tanto historiadores desde siempre, como ahora también sociólogos, se aferran con fuerza, y sin el menor recato, en pos de la más mínima propuesta de esperanza, toda vez que el presente se constata, día a día, como el mejor germen desde el que obtener las certezas paradójicas de un futuro incierto.

Mas no es menos cierto que en estos tiempos de duda e incertidumbre, de crisis en una palabra, es cuando más apetecible resulta, por otra parte, pormenorizar en los hechos, cuando no en las circunstancias, que provocaron, cuando no al menos hicieron posible, la convergencia de los múltiples valores que posibilitaron si no en última instancia hicieron imprescindible el desarrollo de unos acontecimientos que, a modo de respuesta, acabaron por formalizarse a título poco menos que accidental, por más que aún hoy, sigan siendo observados como uno de los momentos más transcendentales de la Historia de la Humanidad ya que, sin duda alguna, el mundo, Europa y la Historia, serían de otra manera, de no haberse producido La Revolución Francesa.

El catorce de julio de mil setecientos ochenta y nueve estallan, en el más eficaz y objetivo de los términos, toda una serie de conceptos, acepciones, planteamientos y esencialmente, realidades, que a todas luces hacían ya imposible el natural tránsito de ciertas realidades la mayoría de las cuales correspondían, a todas luces, a un tiempo, y a unas concepciones humanas, desfasadas en grado sumo.

Es así pues la Revolución Francesa, más en realidad un consecuente, un corolario, que estrictamente un detonante.

Convergen pues, en torno a la realidad conceptual, e incluso más subjetiva y simbólica que constituye el episodio de la Toma de la Bastilla; todo un largo periplo de acontecimientos que se vertebran de manera aparentemente autónoma en pos de la patente de autoridad que les concede el evidente detrimento al que bajo los designios de Luis XVI, se dirige el País de Francia.

Estructurado desde la ilusión conceptual de los Tres Estados Generales, tenemos una composición en la que un Primer Estado  se halla compuesto por el Alto Clero, un Segundo Estado viene dado en pos de la defensa de los protocolos de la Nobleza, a la cual engloba; quedando finalmente el Tercer Estado destinado a albergar a la plebe.
Todo ello además, considerado no desde la perspectiva, sino desde la todopoderosa óptica de que el monarca, en su condición de regio absolutista, sanciona siempre en última consideración las normas y procederes motivados por los Estados Generales.

Llega pues el momento, de someter a consideración los aspectos estructurales y de contexto, que dieron pie no tanto a la Toma de La Bastilla, como sí a la otra sucesión de realidades, a la sazón mucho más consecuentes, aunque a veces bochornosamente olvidados; que cambiaron la Historia no solo de Francia, sino de Europa y con ello de manera directa del mundo.

Constituye el final del siglo XVIII un momento capital de la Historia, al converger en el mismo, de manera casi confabuladora, una serie de acontecimientos que si bien ya por sí solos podían ser muestra y testigo de grandes cambios; combinados y reforzados entre sí, como en definitiva se dieron, hacían del todo imposible cualquier esfuerzo por contener la masa, la marea, el cambio.

Porque en definitiva se eso se trataba. De contener, de mantener, de estancar el menor conato de cambio, al entender las estructuras dirigentes, englobadas en el Primer y Segundo Estados respectivamente, que cualquier no ya cambio, sino mero presagio o ilusión del mismo, atentaría para siempre y de manera inequívoca, no ya contra sus evidentes privilegios, sino contra su propia existencia, englobada y justificada de manera inexorable en su naturaleza.

Semejante afirmación se entiende solo, o tal vez gracias a, la comprensión de fenomenologías y procederes como los que desencadenaron de verdad, la Revolución Francesa, el 5 de mayo de 1789.

El año de gracia de Nuestro Señor de 1789, venía siendo testigo de una serie de procederes y menesteres los cuales, en la mayoría de ocasiones rompían de plano con los principios que, inexorablemente habían ido poco a poco calando en las estructuras tanto cerebrales, como fundamentalmente conceptuales y sentimentales, de aquéllos que por orden engrosaban las filas del Tercer Estado. Un Tercer Estado que numeraria y cuantitativamente, constituía el 96% del total del tejido demográfico de Francia pero que si bien, y en pos de lo paradójico del sistema de voto y cómputo que regía en las Asambleas y Trabajos Previos  de la Asamblea Nacional, veía siempre subyugados y arruinados sus proyectos al ver permanente e insólitamente repudiadas todas y cada una de sus propuestas al tener que ser estas sometidas al sistema de voto por representación, o sea, se votaba no por persona, sino por Estado.
De esta manera, la sempiterna asociación de voto entre el Primer Estado, y el de la nobleza, permitía siempre anticipar cualquier resultado, convirtiendo en estériles los esfuerzos de la mayoría cuantitativa plebeya.

La reubicación de tales preceptos, dentro de la nueva óptica que sin duda aporta la consolidación ya por aquél entonces de las normas y principios aportados por el Pensamiento Ilustrado, unido a la comprensión, aunque tan solo fuera en términos pragmáticos, de realidades menos existenciales tales como los logros acontecidos en el Nuevo Continente con su revolución, nos lleva a poder justificar, alejados de premisas románticas, el grado de aceptación de los condicionantes que dieron pie y consolidaron la revolución. El primero de ellos, el nacimiento y consolidación, en la individualidad de algunos de sus integrantes, lógicamente adscritos a los estados privilegiados, de la idea de que la natural necesidad de libertad que ha de auspiciar la lucha de cualquier hombre, justifica, cuando no avala, movimientos revolucionarios, aún cuando éstos vayan dirigidos contra la figura del Rey. Aunque sea nada menos que Luis XVI.

Por ello cuando personajes como el propio duque de Orleans, a la sazón primo del monarca; y otros conceptualmente influyentes como el mismísimo Gilberto Lafayette, anunciaron en los trabajos previos a la Asamblea, su buen parecer para con los objetivos propuestos por el Tercer Estado, el cual pretendía llevar a primer orden, antes de consolidar el debate en pos de las cuestiones económicas, como era voluntad de Luis XVI; anteponiendo por el contrario cuestiones tales como la propia naturaleza del proceder a la hora de someter las consideraciones a votación.

El 5 de mayo de 1789 comenzaban oficialmente los trabajos de la Asamblea. El rey presiona para ceñir los trabajos y por ende las consideraciones exclusivamente a las cuestiones de rango económicas. El Estado llano presiona a su vez en pos de la consideración de sus peticiones, argumentando que posee más de 600 votos por encima de las potenciales mayorías de nobleza y clero, sin contar las evidentes anexiones que por simpatía con los principios ilustrados puede arrastrar.
El Rey ordena que los elementos se reúnan por separado, siendo alojados los indignados en el salón denominado Del Juego de Pelota.

Cuando el enviado regio es recibido con la sentencia pronunciada por el conde de Mirabeau: “Id y decid a vuestro señor que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que no nos hará salir sino por la fuerza de las bayonetas.” El monarca se enfrenta seguramente a no su primera encrucijada, pero sí probablemente a una que procede de una fuente para él insospechada.

¿Se atreverá a disolver la Asamblea Nacional?

La constatación de esa mera duda, unida a la forma de desarrollarse los propios acontecimientos secundarios, justifican y promueven la grandeza de la fecha que traemos hoy a colación.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 6 de julio de 2013

DEL FIN DEL SUEÑO DE NAPOLEÓN, DOSCIENTOS AÑOS DE DIALÉCTICA EUROPEA.

Retornamos un día más, gustosos a nuestra cita con la Historia, y lo hacemos en este caso refiriendo uno de los acontecimientos más denostados, peor interpretados, y a la sazón incluso peor contados, de la Historia. Concretamente de la Historia enmarcada dentro de La Guerra de La Independencia. Me estoy refiriendo a los acontecimientos dentro de los que se encuadra La Batalla de Vitoria.

Acontecida en términos léxicos, el 21 de junio de 1813; analizada desde una perspectiva semántica, la Batalla de Vitoria reúne en sí misma la extraña naturaleza a la que son propensos los grandes acontecimientos de la Historia. Así, en cuatro pinceladas, constituye uno de esos extraños sucesos que desmiente la certeza de procedimiento histórico en base a la cual, en Historia no hemos de buscar las causas de los grandes acontecimientos sino difuminadas a lo largo de un periodo de tiempo cuya extensión habrá de ser directamente proporcional a la intensidad de los acontecimientos requeridos.

El advenimiento al trono de Carlos IV como acontecimiento principal enmarcado dentro del último cuarto del XVIII; y sobre todo las predisposiciones defensivas que éste como monarca absoluto se ve obligado a adoptar condicionado de manera inexorable por la Revolución Francesa, y sobre todo por lo mal que le acaba yendo en la misma a su homólogo francés; condicionará una declaración de guerra a Francia por parte de España que nos dejará rápidamente en una posición tan penosa que, sin más demora, resumiremos en la firma de la Paz de Basilea, que el Ministro Godoy habrá de firmar, en 1795.

Lejos de perdernos aquí hoy en análisis escabrosos al respecto ni del episodio bélico, ni de las consecuencias que traerá aparejada la derrota, ahondaremos tan solo en la circunstancia de que la mencionada paz trae consigo la imposición de un alianza para con los franceses en la guerra que enfrenta a éstos con los ingleses.
La derrota en Trafalgar 1805 de la Armada hispano-francesa, nos deja en una patética situación que más que resolverse, empeora, abocándonos a la cruel paz del Tratado de Fontainebleau, que en 1807 nos deja en manos del enemigo francés el cual exige en el mencionado plan, la concesión de permiso expreso para cruzar España, aparentemente en pos de invadir Portugal.

El impacto que supone tal cúmulo de realidades, o para ser más exactos, la tremenda diferencia de interpretación que para el pueblo y sus gobernantes tiene el mismo hecho, el de dejar pasar a los franceses, se convierte en el acto final que desencadena el Motín de Aranjuez, que se lleva por delante de manera expresa al Ministro Godoy, así como de manera más sutil a toda la monarquía española al aprovechar Napoleón la debilidad surgida a raíz de los enfrentamientos entre Carlos IV y su hijo Fernando VII. Enfrentamientos que acaban por suscitar algo parecido a un vacío de poder, que es magistralmente aprovechado por el Bonaparte para colocar en el trono de España a su hermano José Bonaparte, a través de las Abdicaciones de Bayona, en las que padre e hijo reconocen como lícito el hecho anunciado.

La entrada de las tropas francesas será saludada con el levantamiento de Madrid, del 2 de mayo de 1808 que si bien fue duramente reprimido, se convirtió en el valuarte moral desde el que armar una defensa que acaba por prender en la definitiva Guerra de la Independencia.

Hechos como la victoria acontecida en la Batalla de Bailén, reforzará desde el punto de vista militar unas tesis ya abiertamente beligerantes que tienen en la promulgación de la teoría del vacío de poder, esto es, en la no aceptación de “Pepe Botella” como monarca, la esencia del movimiento.
Circunstancias como estas, asociado ahora ya sí a una más mesurada actitud de propuesta política positiva, llevarán a los patriotas sublevados a la conformación de las denominadas juntas de defensa las cuales, coordinadas por la Junta Suprema Central, harán mucho más que coordinar la defensa. Se convertirán en el correlato de administración real que servirá como embrión a las Cortes que acabarán alumbrando el hecho constitucional de 1812.

Este hecho, unido circunstancialmente a la necesidad que Bonaparte tiene de soldados para el frente ruso en 1812, acabará convergiendo en un periplo que junto al apoyo inglés llevará a los españoles a lograr un balance positivo que se mostrará en logros militares como los alcanzados en Arapiles o San Marcial.

Con todo, Napoleón habrá de firmar el Tratado de Valençay en 1813 que devuelve a Fernando VII la corona de El Reino de España.

Centrándonos aunque sin ensañarnos en la franca incompetencia de José I Bonaparte en su condición de monarca, habremos de decir que se halla en su manifiesta imposibilidad para ganarse a ni uno solo de los tan diferentes estamentos en los que se hallaba dividida la sociedad española, la muestra de sus pesares; pesares que por un lado le llevaron a cometer magros errores en materia de estrategia militar, aduciendo para ello su condición de monarca; y otros errores si cabe más terribles en el terreno del ejercicio de la función regia; refugiándose entonces en la supuesta contradicción que existe entre la acción del militar bueno, frente al monarca magnánimo.

Aprovechando literalmente este sin dios, la ya mencionada Junta se traslada a Cádiz, uno de los pocos sitios libres de ocupación, donde se instala y de inmediato convoca una reunión a Cortes, cuyas sesiones comenzarán, a pesar de las más que evidentes dificultades, en 1810.

Dado que el flujo de diputados ha favorecido a los de carácter liberal, éstos lograrán, tras dos años de sesiones, la aprobación definitiva el 19 de marzo de 1812 de un texto de marcado tono renovador que entre otras cosas, proclama la soberanía del pueblo español, el sufragio universal masculino, e incluso la separación de poderes. Aunque la puntilla al poder absoluto del monarca lo pone la declaración legítima de que todos somos iguales ante la ley, unas leyes cuya sobre cuya potestad actúa de manera directa el pueblo.
Es el fin efectivo de Antiguo Régimen, con la paradoja eficaz de que la ocupación extranjera de los territorios de la España impide su puesta en marcha efectiva precisamente allí donde han de ser promulgados.

Y si marzo de 1810 supone con la promulgación de La Pepa el fin de Bonaparte en términos políticos; los acontecimientos militares que se desarrollan a lo largo de la primavera de 1813 lo harán en el terreno de lo militar.

La frase “no confunda ser rey de España, con ser comandante en jefe de mi ejército”, frase que se encuentra explicitada en uno de los despachos que el general Clarke, ministro de la guerra en París, traslada por orden de Bonaparte a su hermano José en España, pone de manifiesto por otra parte la absoluta falta de confianza que el hermano militar pone en el en este caso hermano rey.
Como respuesta, José I llegará a responder airadamente aduciendo que “ es ciertamente mejor declinar el mando militar dejando éste en manos de alguien ciertamente militar que haga vivir a sus soldados como en un país enemigo. Cumplir las órdenes contribuye a todos mis partidarios, dando aliento a cualquier nueva audacia enemiga.”

José I desiste así de mantener estable una corte, abandonando a efectos la acción gubernativa. Abandona Madrid, la capital de su reino el 17 de marzo de 1813, y lo hace para no volver jamás.
Semejante repliegue hacia el norte, no consigue disimular lo que es una clara huída hacia delante. Así lo interpretas sus cortesanos, integrados tanto por franceses como por afrancesados, los cuales reciben despacho para abandonar Madrid a lo largo de la última semana de mayo.

Pero la sensación de retirada y ruina conceptual que suele acompañar tales hechos es solo comprendida por los que la sufren. El Pueblo, más bien al contrario, se echa a la calle como si de una triunfante comitiva se tratara allí por donde pasan.

Llegan así a Burgos el 13 de junio de 1813, habiendo reunido un ejército de 50.000 hombres, 12.000 de ellos a caballo; y una 150 piezas de artillería.

Mientras, el ejército aliado, conformado por unidades españolas en algunas 20.000 unidades, portuguesas en alrededor de 25.000 e ingleses en un número que no baja de los 35.000, cuenta además con la ventaja de la cohesión armada y estructural.

El francés decide avanzar hacia el Ebro, buscando en su espalda la defensa que tamaña barrera natural pueda ofrecerle. Pero Wellington que está atento desbarata la acción, empujando al enemigo hacia la cuña que forman el propio Ebro, y el río Zadorra.

La batalla se plantea el día 21. y lo hace en unas condiciones cualitativas y cuantitativas francamente desagradables para los franceses. Además, una incomprensible decisión táctica tomada por José I, la de mandar retirarse a las unidades centrales a Vitoria antes de dar propiamente dicho batalla, condiciona del todo el desarrollo de la misma.
En resumen, la mayoría de los soldados franceses no llegaron ni a combatir aquél día.

En un paradójico símil con otros acontecimientos paralelos, como pueden ser la Batalla de Zhama entre Escipión y Anibal, o Las Navas de Tolosa; aquí también un aldeano de la zona dio a los aliados importante información estratégica, en este caso en forma de parte según el cual un pasaje llamado de los tres puentes, no solo no había sido volado, sino que ni siquiera contaba con guarnición francesa.
De ahí que el ejército tal vez llegara antes de lo que José I hubiera deseado.

Constituye así, sin el menor género de dudas la Batalla de Vitoria, el fin del sueño europeo de Napoleón.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.