sábado, 24 de mayo de 2014

DE LA RELIGIÓN EN ESPAÑA. 1931 CUANDO LA PASIÓN SE MATERIALIZA EN FORMA DE PAVESA.

Constituyen a menudo las pasiones, el último reducto en el que encuentran alojamiento aquellas partes menos humanas, y a la sazón tal vez por ello menos reticentes a mostrarnos ante los demás como los verdaderos animales que realmente nunca hemos dejado de ser.
Mas justo cuando pensamos que el cúmulo de sorpresas está ya superado, que nada ni nadie, ni tan siquiera nuestra imaginación puede superar el límite de lo moralmente correcto, es cuando nuestras pasiones, acuden raudas si no prestas a su cita para con la historia, pudiéndonos hacer partícipes, cuando no abiertos protagonistas, de algunos de esos grandes momentos de la historia.

Nadie queda, en cualquier caso exento, ni por supuesto al margen, del azote de las mismas. Ya sea de manera brusca, en conductas francamente animales; o por medio de conductas más o menos socializadas, las pasiones forman parte ineludible de nuestra condición, protagonizando con ello de manera magistral, algunos de los que bien podríamos decir han pasado a ser grandes momentos de la historia.

Pero si todo esto resulta obvio, no menos ha de resultar el hecho de comprender que a la hora de encontrarles una ubicación en el complejo mundo, cuando no en la difícil sociedad hacia la que el Hombre tiende, es necesario hacerlo en pos de algo que reúna una serie de condiciones previas tan claras y definidas, como imprescindibles.

Es entonces cuando precisamente ahí, en la delgada línea que separa lo racional de lo estrictamente físico; en ese ubicuo lugar en el que conviven con parecida destreza aspectos del inframundo con los ángeles del cielo, viene a ser donde con mayor presteza se desarrollan los grandes acontecimientos que han sorprendido al mundo.
Es entonces cuando, en otra magnífica muestra de sutileza, quién sabe si la misma que lleva a algunos a preconizar lo cerca que el Hombre puede estar del cumplimiento de todos sus deseos (prometiendo en algunos casos incluso el logro de deseos que el sujeto en cuestión ni tan siquiera era consciente de ser capaz de albergar) que surge ante nosotros de manera brillante, facultada y excelsa, la que bien podría ser la creación más retorcida de cuantas la perversión humana ha sido capaz de crear. La Religión se persona ante nosotros como manifestación ordenada de la pasión.

Ocupa así la Religión, un escenario tan específico como restringido dentro de los que vienen a configurar el universo de cuyo compendio podemos albergar la posibilidad de entender éste complicado logro en el que el Hombre ha terminado convirtiéndose.
Fuente a menudo de las máximas satisfacciones, reducto en otros donde llorar con o sin fortuna aquellas miserias cuya comprensión queda definitivamente alejada de los métodos humanos; la Religión viene como digo a impulsar en unos casos, cuando no a limitar en otros, los materiales de los que se compone la ligazón que ha de hacer comprensible al Hombre para el propio Hombre.
Tal y como puede entonces comprenderse de manera bastante sencilla, podemos incluso decir sin miedo a la prepotencia que jugando una relación de mutua interdependencia; que la Religión adopta un papel imprescindible dentro de los esquemas de desarrollo del Ser Humano, papel que lejos de quedar limitado a los aspectos estrictamente antropológicos, termina pronto por superarlos, instalándose definitivamente en campos tan importantes como el ideológico, el de gestión, o incluso el propio de la gestación de recursos encaminados a crear y discernir de manera adecuada procederes encaminados a conformar la manera mediante la que los hombres han de conducirse respecto de sí mismos.

Es así pues que no ha de resultar nada difícil comprender los fuertes y casi instantáneos vínculos que se fraguan entre la Religión, y los modos de gobierno a través de los cuales, unas veces con mayor fortuna que otra; los hombres se conducen respecto de sí mismos, y de sus relaciones.

Podemos así ir proyectando poco a poco un escenario en el que, de manera aparentemente sencilla, las relaciones entre formas de gobierno y pensamiento religioso, guardan un vínculo tan estrecho, que puede incluso dar lugar a curiosos casos de precisión predecible. Así, sociedades sometidas al absolutismo, bien por su juventud antropológica, o por su ambigüedad a la hora de asumir la imprescindible responsabilidad para con el resultado de sus acciones, apuestan descaradamente por teorías religiosas manifiestamente dogmáticas, propensas por definición al monoteísmo, con presencia de naturalezas castigadoras.

Llegados a este punto, parece casi imprescindible rescatar del hastío el argumento pasional con el que hemos abierto nuestra disertación de hoy, para ir poco a poco conformando una suerte de realidad en la que el reconocimiento de las múltiples conexiones entre formas de gobernarse, y formas de “creer” desde las que se conducen los hombres, forman un todo, en tanto que están conectados por una especie de pasarela dotada de una puerta giratoria, que permite el flujo tanto de medios, como de conceptos, de un lado a otro.

Pero de parecida manera a como ocurre entre el agua y la luz, esto es, como comprobamos al observar el comportamiento de un rayo de luz al pasar del aire al agua, éste se desvía, se refracta, para ser más precisos. El rayo cambia de dirección y, aunque no se aprecia cambio alguno en su naturaleza, lo cierto es que la manera mediante la que este nuevo rayo ilumina la realidad ha cambiado, no es la misma; y por ello cabe pensar en una posibilidad de interpretación errónea a la hora de valorar cómo apreciamos la nueva realidad que ante nosotros se presenta a la luz de este rayo.

Identificando en este fenómeno de la refracción una metáfora destinada a legitimar la consideración al respecto del más que posible valor pernicioso de la Religión al que antes hacíamos mención, lo cierto es que nos sirve igualmente para ilustrar la otra parte del proceso físico, ésta es, la que se observa estrictamente cuando hablamos de manera aislada del cambio de medio.
Así, cuando la Religión trasciende a los escenarios para los que supuestamente su naturaleza tiende a suponerla restringida, entiéndase aquéllos configurados en pos de hacer preguntas metafísicas, buscando pues con ellas respuestas de la misma concepción; es cuando nos encontramos frente a otra de esas paradojas a las que el Hombre, dada sus especiales concepciones ha tenido que acostumbrarse.

Cuando la Religión trasciende sus campos, invade de manera violenta campos y competencias propias del ejercicio de gestión humana. Y cuando esto ocurre lo hace de manera inexorablemente violenta, ya que se trata de una acción intrusiva, en la que de la franca contraposición de conceptos, recursos y procedimientos; solo puede anticipar el desastre.
Ateniéndonos pues a la mera consideración procedimental, y siguiendo para ello los métodos de desarrollo aristotélicos, consolidaremos de manera tan directa como eficaz la certeza de que de la lectura de protocolos metafísicos, orientados sobre consideraciones tan terrenales como habrán de ser las destinadas a albergar formas de dirección o gobierno, solo podremos obtener cuando menos respuestas y soluciones erróneas. En términos genuinos, es así que en el caso de intensificar la acción encaminada a relacionar medios observables a través de nuestros sentidos, haciendo luego necesario su retracto acudiendo a elementos propensos al a priori, (…) que solo hallaremos el error como medio.

Con todo, cuando a principios del pasado siglo XX el españolito de a píe se encuentra, en consonancia con los procederes desde los que este país se ha venido moviendo desde el fin del reinado de los Reyes Católicos, enfrentado a la tesitura de verse obligado a vivir una realidad que no es la suya, ya que de ésta le separan varios lustros; configurándose entonces en torno de sí ese ambiente por otro lado tan reconocible en la Historia de España. El de el olor a azufre.

Es España un país trágico, conformado a partir de un maremágnum de individuos, muchas veces poco merecedoras de ubicarse bajo el título que les aporta su única ilusión de coherencia, a saber, la de ser españoles.
Por ello es España un país acostumbrado a convivir con la tragedia, la que casi siempre procede de saber que el origen de los problemas que acucian a su realidad, se halla netamente implícito en la esencia de la realidad misma.

Es así que, atendiendo a circunstancias netamente históricas, y extraídas además de fuentes netamente históricas, y por ello inexcusablemente objetivas; que podemos decir que el Periodo de La Restauración, el que abarca desde la vuelta al poder de Alfonso XII con el Golpe de Estado de 1874, hasta 1923, con los movimientos de Primo de Rivera, bien puede conceptualizarse como el último de una larga serie de atenciones destinadas, en la mayoría de ocasiones a hacer más llevadero, en la medida de lo posible, tales dramas.

A partir de semejantes conceptualizaciones, y del drama que inexorablemente va unido a las mismas, tenemos que los diferentes gobiernos que al periodo le son propios comparten, dentro de su característica anodina e insulsa, la certeza de que nada es viable, en tanto que en esta España cualquier cosa es posible.
Desde los ejercicios de aparente mesura basados en el aparente ejercicio de prudencia que constituía la alternancia en el poder, hasta las imposiciones meramente ilusorias de radicales conservadores, (y no necesito citar a Lerroux, me basta con los momentos iluminados de Sagasta), podemos entre todos ir componiendo un escenario destinado no tanto a comprender los protocolos que regía y definían las acciones correspondientes, sino sencillamente ubicado en pos de tratar de pintar de manera comprensible los escenarios en los que la misma había de desarrollarse.

Es sin lugar a dudas un periodo oscuro, tanto por los procedimientos, como sin lugar a dudas por las consecuencias de inexorable calado histórico que las mismas traerán aparejadas.
Un periodo en el que la política, en todas sus acepciones, se retira, unos, los menos críticos dirán que a descansar. Otros, que somos menos considerados, decimos sin lugar a dudas que a llorar sus penas por los rincones.
Se trata en términos formales del periodo de los trienios. Estructura diseñada por Cánovas, desde una aparente buena fe, constituye un ejercicio experimental fruto de la certeza que da el saber que España, bien podría ser ingobernable.
Se trata en términos prácticos, de la exposición real de la posibilidad de desarrollar para Alfonso XII un esquema de gobierno en el que desde una Constitución como la de 1976, en la que el Rey es de verdad soberano, se genere una ilusión de democracia que sirva sobre todo de puertas hacia fuera.
Se trata, en definitiva también, y atendiendo a marcos estrictamente internos en este caso, de consolidar la posibilidad de que de la alternancia de las dos formas no de poder, sino de concebir el mismo, representadas a saber por Conservadores por un lado, y Liberales por otro; se construya una ficción de estabilidad desde la que plantar cara a las amenazas residuales, a saber los rescoldos carlistas, y la sempiterna cuestión de la Reforma Agraria, verdadero Talón de Aquiles de la España del momento.

La realidad se impone. Tasas de analfabetismo que se sitúan en el caso de las mujeres por encima del 70%. Una nobleza restaurada ahora en forma de terratenientes que, gracias a la incapacidad de todos los gobiernos para aprobar la a todas luces imprescindible Reforma Agraria. Un sistema productivo basado eminentemente en la producción primaria, que hace de España un país agrario, terminarán por hacer que primero el pueblo, y después el gobierno, despierten de un sueño que se torna ya en pesadilla.

Es así que la ficción de España se aprecia, como suele pasar con la mayoría de las grandes cosas, mejor desde fuera que desde dentro.
Ficción política, toda vez que el aparente modelo de gobierno Liberal de España, se torna en una mera dictadura regia cuando se observa con más detalle.
Ficción social, en tanto que la brecha existente en todos los planos, convierte en poco menos que en un ejercicio onírico el hablar de unidad.
Ficción económica, ya que siendo España un país de campo, lleva más de 30 años enfrascada en una polémica que hace imposible la aprobación de la ley que más imprescindible resulta.

Es una España la de principios del pasado siglo XX, que se halla a su vez obligada a entenderse con un contexto sociopolítico integrado por países que conforman una unidad solo apreciable en términos geográficos.
Los hasta ahora incipientes problemas que han dificultado el correcto desarrollo de los asuntos desde la segunda mitad del XIX, amenazan ahora con volverse del todo intratables, constituyendo con todo la certeza de que la Europa de Bismarck es en realidad una ilusión interesada, cuyo mero cuestionamiento puede hacer saltar por los aires toda Europa.

Porque la certeza de que ni los Liberales ni los Progresistas, constituían de manera alguna, verdaderas fuerzas políticas, se comprende claramente en 1930.
Cuando la ficción se acaba, resulta imprescindible afrontar la realidad. Y ésta se hace patente con la Reforma Azaña para la Secularización del Estado. El objetivo parecía claro, y hasta justo. La omnipotente Iglesia Católica se apoya en un Clero formado por nada menos que 140.000 miembros, lo que supone un religioso por cada 493 españoles. Además, se quedan con más del 2% del Presupuesto Nacional, que a cambio se hace cargo de la Enseñanza Primaria, y sobre todo Secundaria.
Es así que el gobierno afronta medidas destinadas a secularizar el Estado, medidas que van desde la promoción de la Libertad de Culto, hasta la retirada del presupuesto, pasando por una Ley de Matrimonios Civiles.

¡Hasta se secularizaron los cementerios!

Con la IIª República hemos topado. El sector católico ve en la reforma un ataque sin paliativos, y lleva a la jerarquía católica, en voz del primado Cardenal Segura, a enfrentarse activamente con el gobierno republicano.
A la salida de una reunión, pronuncia la histórica frase: El español siempre va detrás de sus curas, con un cirio, o con una estaca.”

Esa noche, recibe la respuesta que el momento propicia, y lo hace mediante un mensaje claro, y muy contundente. La noche madrileña se ve sobrecogida por la quema de los conventos de múltiples órdenes, sobre todo Jesuitas.

Y en medio, o quién sabe si como verdadero telón de fondo, la constatación de otra de esas realidades a las que somos propensos en España, la que pasa por saber y demostrar que no somos dados ni a los ejercicios de prudencia, ni por supuesto a las medias tintas.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 17 de mayo de 2014

DE LAS CULTURA COMO ÚNICO EMBAJADOR LEGITIMADO DE LOS NACIONALIMOS.

Inmersos como estamos en un proceso cancerígeno, en el que la mera mención de sus condicionantes ya genera difteria, lo cierto es que obrando como de buena manera resulta recomendable en estos casos, es decir o curando el miembro afectado, o en su caso, recomendando la amputación; que hoy, en el contexto que nos ofrece el todavía día, propenso a la conmemoración del denominado Día de las Letras Gallegas, que habremos de proponer un paseo por éstas, y por supuesto por los significados que las mismas traen aparejados.

Acudiendo de nuevo al presente, pero empecinados no obstante en que el contexto generalizado del mismo no nos lleve a degenerar los esfuerzos referidos a tal o cual considerando; lo cierto es que decididos ya de todas a abrir la Caja de Pandora, que habremos de hacer frente al riesgo manifiesto, cuando no abierta acusación, que de manera pagana estarán dispuestos a esgrimir aquéllos que de soslayo vengan a dar por hecho que el motivo de la presente no es otro que el de inflamar los ánimos en pos de despertar quién sabe qué flamígeros espíritus.

Mas por ir aclarando conceptos desde el primer momento, habremos de decir que si bien no somos partícipes de conductas nacionalistas, y sin necesidad de entrar en más profundidades habrá de bastar a tal efecto con la explicación en base a la cual los nacionalismos, una vez desbordada la vertiente racional han de pedir auxilio al fervor pasional, y algunos no atribuimos a las conductas pasionales verdadero valor conceptual, habrá de resultar esta explicación como suficiente de cara a entender que nuestra predisposición no se halla inmersa en ninguna necesidad de enmendar la plana a nadie.

Sin embargo, y una vez que el debate no solo se plantea por sí solo, cuando más en realidad no hay necesidad de evitarlo; que puestos a entrar en materia habremos de conciliar el sumatorio de certezas en base al cual, si existe una y solo una base para considerar como seria la apuesta por la condición nacionalista en tanto que alejada de los burdos debates tribales a los que se nos tiene acostumbrados, ésta pasa inexorablemente por entender que la tenencia, refuerzo y substanciación de un Lenguaje propio, que se desarrolla en una Literatura propia, y se ejercita y enriquece a diario con el uso de una Lengua propia; consolida un escenario en el que bien podríamos decir que redundan todos los requisitos previos para considerar como no contraproducente a un nacionalismo.

Porque si algo caracteriza al fenómeno que bien podríamos identificar a partir de este momento bajo el concepto general de nacionalismo gallego, es precisamente la ausencia de esos preceptos pasionales, descontextualizados y por ende carentes de correlatos, que por otro lado abundan en el resto de nacionalismos tradicionales, entre los que evidentemente habremos de considerar los ejemplos que condicionan el nacionalismo catalán y el vasco respectivamente.

Es por el contrario el nacionalismo gallego un movimiento calmado. Un movimiento que resulta no por la necesaria contraposición a relativismos y considerandos obvios, la mayoría de los cuales hace imprescindible la construcción de edificios cuyo exceso de altura es a menudo directamente proporcional a su ausencia de cimientos.

Resulta así que, si nos detenemos unos instantes en pos de visualizar los considerandos desde los que se desarrolla el nacionalismo gallego, comprobaremos de manera rápida y eficaz cómo el fenómeno hunde sus densas y por otro lado bien desarrolladas raíces en el fértil a tales lides suelo que para el fenómeno nacionalista resulta el siglo XIX.
Sin embargo, la manera de producirse del nacionalismo gallego para con su época, así como para la época que contempla su surgimiento es, como en el resto de afecciones que le son propias al resto, muy propias, y por ende características.

Es por ello que si bien el XIX es el siglo que verá el auge de los grandes nacionalismos, no es menos cierto que la manera mediante la que semejante consideración no solo afecta, sino que más bien condiciona el desarrollo de la línea de pensamiento que hoy nos trae a colación, pasa por redundar en su potencial más culto, esto es, aquél que pasa por la consolidación de fenómenos casi exclusivamente ligados a las letras.

Y si son los parámetros culturales del XIX los que habrán de dar o quitar razón al prestigio de un nacionalismo, resulta imprescindible empezar ya a desarrollar de manera categórica y a ser posible ordenada, la lista de principales características que se erigen como competentes para definir no tanto a los nacionalismos, como sí más bien a las corrientes culturales a partir de las cuales, tal y como defendemos, surgirán después los mencionados.

Consolidando al Romanticismo como el modelo característico que redunda en la descripción general del siglo, y asumiendo de entrada que si bien en términos estrictamente cronológicos éste solo ocupa la mitad de la centuria, no es menos cierto que sus implicaciones serán legítimamente consideradas a lo largo de todo el siglo, generalizando así que el siglo XIX es, sin duda, un siglo romántico; nos hallaremos en cualquier caso en condiciones de decir que entre las características que secundan al siglo, encontraremos sin duda muchos de los condicionantes de los nacionalismos, incluyendo con ello al gallego.

Podremos así decir de entrada que es el Romanticismo un fenómeno que más que surgir, acude en auxilio de la parte más metafísica del Hombre. En auxilio de aquella parte que ha quedado herida de muerte tras la inanición a la que ha sido sometida por obra y gracia de una Ilustración que, al menos en lo concerniente al uso de la Razón, ha inhabilitado la parte de producción metafísica del Hombre al condenar al ostracismo tanto a los que indagan en aspectos para los que la Razón no resulta viable, como por supuesto a la producción más o menos fecunda de éstos.
Sin embargo, lejos de renegar de ésta, el Romanticismo toma prestados de la Ilustración entre otros el afán de lanzarse en pos de la modernidad mediante el uso y disfrute del progreso; coincidiendo así con el Barroco en el gusto por la Literatura Nacional, consolidada a partir de una apuesta que pasa por la mezcla de géneros, y el rechazo hacia las normas.
Por otro lado, en un ejercicio de madurez muy digno en lo tocante a ser tenido en cuenta, el Romanticismo no duda en tomar prestado de movimientos como el Renacimiento la apuesta por tendencias tales como las que pasan por hacer del paisaje mucho más que un escenario, hasta el punto de dotarle de una trascendencia fundamental que le lleva hasta casi dialogar con los personajes, dentro siempre de unos considerandos propios de la tradición, inmersos en contextos de leyenda medieval.

A partir de tales consideraciones, no resulta difícil ubicar de manera definitiva aspectos tales como el individualismo, consideración básica del Romanticismo a partir de la cual el egocentrismo del artista queda legitimado en pos de hacer una exposición exacerbada de la que él considera su realidad; el culto a la libertad, mediante la que el individuo hará gala de su ansia en pos de ubicarse a título exclusivo, huyendo de la masificación social.
Pero habrán de ser sin duda el marcado talante en pos de la rebeldía, y la paulatina superación de las contradicciones que en pos de la misma se ponen de manifiesto, lo que de manera más sincera hace imprescindible la huida de una realidad que no solo no satisface al Hombre, sino que se empeña a cada instante en poner de manifiesto sus limitaciones, ya procedan éstas de su concepción ética, o moral.

Será así que Rosalía DE CASTRO y Emilia PARDO BAZÁN configuren en ese mismo siglo XIX una Literatura Conceptual que configure, a partir de sus coincidencias y de sus desinencias, una clara apuesta por la escenificación de una realidad gallega que sintoniza como pocas con los factores mencionados.

Y después, CELA. Individuo único, genial por necesidad, que acude él solo a llenar todo el hueco que pueda quedar.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.




sábado, 10 de mayo de 2014

DE NAPOLEÓN. ELBA, Y DE SANCHO EN SU ÍNSULA.

Porque resulta más que probable que muy cercano a las psicologías que Sancho hubiera de hacerse una vez que encajara la promesa que el Ingenioso Hidalgo le hiciera, ubicadas todas en pos de “…y venir a hacerte así gobernador y mando de una ínsula…” que el mismísimo Napoleón hubiera de hacerse, una vez en este caso que viniera a cumplirse el acuerdo que en lo concerniente al Tratado de Fontainebleau requería no tanto el exilio, como sí más bien la entrega del gobierno y la dirección de la Isla de Elba, al que desde ese instante y durante un periodo de diez meses se convertiría en su dueño y señor.

Emplazada entre Córcega y la Península Itálica, la Isla de Elba es un pequeño reducto que en su momento gozó de cierta preponderancia devengada ésta de sus posibles como elemento a tener en cuenta en lo concerniente a estrategia de cara a la acción de las armadas en una guerra en el Mediterráneo.
Es posible que haya que sondear a partir de tales consideraciones en pos de entender por ejemplo que la isla fue territorio de España.
En la guerra que sostuvieron Carlos V y Francisco I, la isla fue literalmente arrasada por el Pirata BARBARROJA, el cual permanecía a las órdenes de SOLIMÁN, por aquél entonces aliado de Francia.
La devastación fue tan sangrienta, que la isla permaneció deshabitada, siendo imprescindible para su recuperación un trabajo de colonización que acabó con la anexión de la misma a Francia, tal y como queda reflejado en los textos del Tratado de Amiens, en 1804.

De ahí que la isla que la isla que Fontainebleau entrega para su gobierno a Napoleón hace ahora justos doscientos años, contiene y alimenta a una población cercana a las 12.000 almas, la mayoría de las cuales viven de la pesca de cabotaje.

Mas en cualquier caso, creemos justo traer hoy aquí a colación la evolución (hablar de desarrollo nos resulta escaso) de unos acontecimientos cuya perspectiva original bien podría haber de contenerse en pos de aquel 18 de mayo de 1804, día en el que París, y por su medio el mundo, contempla desde el ensimismamiento cercano al éxtasis, la proclamación de Napoleón como emperador.

Pero la excusa de la enajenación transitoria deja de ser válida en este caso, cuando el mundo no solo no se retracta de sus actos, sino que más bien redunda en sus errores cuando meses después, en este caso en diciembre; y con la presencia de excepción del Papa Pío VII, la proclamación resulta definitiva.

Napoleón Bonaparte es nombrado Emperador de todos los franceses. Dos de diciembre de 1804.

Es así que un hombre de personalidad tan compleja que le permite pasar de militar a gobernante sin padecer muestras de la inusitada esquizofrenia moral de la que tantos ejemplos ha dado la historia en procederes semejantes, y que por otro lado logra evolucionar desde General Republicano durante La Revolución, hasta Primer Cónsul de la República en 1799, cuando se erige en principal artífice del Golpe de Estado del 18 de Brumario.

El Eterno Revolucionario, tal y como le guste o no habrá de ser reconocido, constituye por sí mismo, esto es, por motivos propios y fama absolutamente ganada, uno de esos extraños ejemplos que guarda la Historia, de personaje en el que convergen toda una suerte no sabemos si de virtudes, aunque lo que está claro es que sí de maravillosas aptitudes, que acaban por conciliar por un lado la certeza de su genio, con la condena de un maldito.

Y sumido en la certeza de una dialéctica delimitada por factores tan distantes, será donde Napoleón habrá de jugar sus verdaderas batallas. Aquéllas que se desarrollarán de manera insostenible en su propio e insondable interior.

Cuando aquel 4 de mayo de 1814 un bote procedente del navío inglés Undauneted lo lleva hasta tierra; la mezcla de algarabías y silencios obrantes en el pequeño puerto en el momento del arrío, no hacen sino poner de manifiesto la mezcla de desazón, extrañeza y cierto aire de resentimiento que preside las almas de todos los hombres, mujeres y niños que se encuentran presentes en el momento en el que el emperador, acompañado de su corte, (y por qué negarlo, de los 100 soldados ingleses que por petición expresa del corso han procedido a escoltarlo, según él, porque se siente amenazado) viene a poner su pie en tierra.

Una tierra que no lo quiere, y que pronto, al menos en un principio, no dudará en manifestarle el escaso agrado que produce su presencia.
Desagrado, es el término que mejor describe el estado de ánimo de una población que, con su gobernador, el general DALESME al frente, solo puede envolver en sorpresa el ataque de ácido que la presencia del ilustre invitado provoca en su ser.

Cierto es que hasta la isla habían llegado hacía días los rumores del hundimiento del poder del emperador. De hecho, la guarnición de Porto Longone, maltrecha y mantenida a duras penas gracias a la participación de innumerables italianos, desertores y malhechores, enviados hasta la misma en aplicación de castigos disciplinarios, se había sublevado contra el gobernador francés.
Fruto de tal acción, el mismo Emperador fue quemado en efigie a la par que el gobernador se veía obligado a prometer el licenciamiento de todo soldado no francés.

Por ello que en los días siguientes, cuando llegaron noticias de la abdicación del Emperador, noticias que se completaban con los rumores que ubicaban en la propia Elba su destino, nadie creyó tales nuevas. Al contrario, casi todo el mundo dio por sentado que debía de tratarse de alguna clase de añagaza inglesa destinada a facilitar de alguna manera la ocupación de la isla por los ingleses, que sometían a la isla junto con sus habitantes a un penoso asedio que venía prolongándose desde hace más de cinco meses, y había traído ya un estado cercano a la hambruna.

Por eso que hasta que el general DROUNOT no hizo entrega al gobernador DALESME, el cual actuaba en función de general, carta que obrada de puño y letra del propio Napoleón venía entre otros, a poner en antecedentes de que “obligado por los acontecimientos a abdicar de la corona imperial, acudía a Elba a tomar posesión de la misma, de sus designios y de los de sus habitantes, a partir de ese momento sus súbditos.”

A partir de ese momento tanto la isla como sus súbditos, pasaron no tanto a estar bajo los designios del Emperador, como si más bien a verse sometidos a sus  permanentes afanes de gestión, la mayoría de los cuales se basaban en el desarrollo, experimentación y posterior puesta en práctica de los múltiples proyectos sociales, políticos y por supuesto militares que hacían bullir la mente del Emperador.

Muestra de ello eran sus costumbres las cuales han llegado hasta nosotros de la mano del corones escocés CAMPBELL el cual, en el cumplimiento de la doble misión que le había sido encomendada, y a la que había de acudir unas veces en función de escolta, y otras en función de agente; acababa en cualquier caso por pertrecharnos con una ingente cantidad de información.

“Se levantaba no después de las tres de la mañana. Pasaba gran parte de su tiempo leyendo en el gabinete que se le ha dispuesto contiguo a su dormitorio. Desayuna después, generalmente de manera frugal, aunque no por ello haya de disimular su especial encanto para con las judías y las lentejas; para pasar luego largo tiempo enfrascados en paseos que, unas veces a pie, otras en coche, le sirven para reconocer tanto el terreno, como el impacto que sus diseños y ejecuciones han ido creando.”

Porque nada escapaba al exigente análisis del ojo del Emperador. Desde la red de caminos, hasta el comercio, o la mejora de la hacienda; la práctica totalidad de las encomiendas sobre las que se regía la isla fueron objeto del análisis, inspección y posterior inducción de alguna clase de reforma por parte de su gobernador accidental el cual, poco a poco, fue ganándose el corazón y las mentes de unos habitantes que, una vez vencido el primer sonrojo, del que es prueba una carta que conservarían los familiares del comisario austriaco KOLLER, y que bajo el epígrafe de Protesta de los albenses, viene a decir que han de lamentar que bajo el pretexto de aliviar al mundo, se les enviara a ellos al que había supuesto “el azote del género humano, a un ser que había derramado más sangre que la necesaria para anegar la isla.”
Contrastan estos manifiestos, con los gritos proferidos por la misma población cuando el 26 de febrero de 1815, justo antes de oír misa, se verán sorprendidos por la noticia que el mismo Napoleón anuncia, y que se resume en su firme determinación de abandonar la isla esa misma tarde.

Si hubiésemos sido más cautelosos, menos confiados, nos habría sido fácil descubrir que se avecinaba una catástrofe. De tal volumen se refería el que se declaraba por entonces como acérrimo enemigo, el corso Pozzo di BORGIO.

Las causas de tal decisión han de ser no obstante buscadas en la evolución de unos acontecimientos cuyo resumen queda expresado en la certeza de sus seguidores que no dudaban en decirle que si no apresuraba su vuelta, pronto sus enemigos encontrarían alguien dispuesto a ocupar su lugar en las Tullerías. Por ejemplo, el duque de Orleans.

Sin embargo, el 17 de abril de 1816, ya en Santa Elena, y a propósito de desmentir una nota publicada por el periódico Le Journal des Débats en base a la cual se ponía como cierto que Napoleón iba a ser deportado de nuevo, el por siempre Emperador afirmó que su vuelta desde Elba siempre estuvo prevista, desde el propio Fontainebleau.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 3 de mayo de 2014

DE NAPOLEÓN, MADRID, Y MUCHO MÁS QUE UN DOS DE MAYO.

Son múltiples las circunstancias que convergen en pos de los acontecimientos que acabarán por desatarse aquél 2 de mayo de 1808. Serán pues muchos los estadios emocionales que en justicia habrán de ser citados en pos de lograr un análisis lo más exacto posible, en busca no tanto de una explicación, como sí tal vez del logro de una serie de consideraciones a partir de las cuales, suplidas ya las carencias propias de la ausencia de perspectiva, y por supuesto una vez que hemos superado las necesidades patrias; nos lleven a dibujar un escenario cuando menos someramente plausible.

Distas ya las propuestas, y una vez ya aunque sea someramente encomendadas las certezas, es cuando podemos dar por iniciadas las labores de ubicación de cuanto menos, percibir desde la libertad que proporciona la libertad cronológica, un listado de emociones, sinsabores y a veces hasta conductas patrias realmente fallidas, algunas de las cuales tienen su respuesta, cuando no manifiestamente su explicación, en el alboroto conceptual que supone el empeñaros en mantener de manera artificiosa componendas y rigores que, una vez ausentes del imprescindible contexto, amenazan con verse reducidas a meras soflamas.

Aclarados cuando menos los conceptos previos, es cuando podemos comenzar sin riesgo una exposición que, ciertamente, puede estar no exenta de sus riesgos. Porque de entrada hay que ser serio al implementar la certeza de saber que los rigores que impulsaron los acontecimientos de aquél dos de mayo no fueron patrios; o no al menos si por tal percepción referimos lo que realmente por entonces se refería a los ardores patrios.

Es España, como tantas veces hemos dicho, una mala componenda si de la misma hemos de extraer consideraciones proclives a ser consideradas en pos de albergar una mera esperanza de generalización. A lo sumo, siguiendo una vez más los preceptos apostillados en la obra de Julián MARÍAS “Ser Español”; nos daremos por satisfechos en el caso de ser capaces de generalizar un concepto, o en el colmo de la osadía, un precepto, a partir del cual y en todo caso, hilvanar una línea cuando menos meramente somera desde la que cultivar un futuro categórico.
De ahí, que cuando BLAS DE MOLINA lanzó aquél tremendo, impactante y fundamental ¡Que nos lo llevan!, escenificó, seguramente sin saberlo uno de los múltiples ejemplos a los que se refiere una y otra vez MARÍAS cuando dice que dos españoles pueden no haberse visto nunca, mas en cualquier caso ambos se identifican como tales a la hora no ya de defender a su país, cuando sí, y sin dudarlo, en batirse en pos del honor de una Dama a la que bien pueden ni tan siquiera conocer.
¿Qué decir entonces, de un caso como éste, en el que convergen los dos aspectos? Quiero decir, la Dama, y el tan denostado patriotismo.

Desde la pantomima de Fontainebleau, firmado en octubre del año previo, hasta las Capitulaciones de Bayona, pasando por supuesto por El Motín de Aranjuez y los diversos beneficios que MURAT acaba obteniendo por su desmantelamiento; lo cierto es que muchas son las circunstancias, la mayoría incomprensibles para los propios, qué decir entonces de los extraños, que nos llevan a poder decir dejando escaso margen para el error, que todo lo que acontecerá desde no solo la entrada en Madrid de las tropas de MURAT, a finales de marzo del año en curso, cuando sí más bien desde las propias capitulaciones, tiene su origen en el hecho subjetivo vinculado de manera expresa a la declaración de NAPOLEÓN como Emperador, por lo que habremos de retrotraernos a mayo de 1804.

Es así que, el exceso de confianza con el que se movía el eterno revolucionario, habría en el caso que nos ocupa de jugarle una mala pasada. La misma que ya en su momento jugó en contra de SCIPIÓN, la misma que acabó por facultar los acontecimientos del dos de enero de 1492. Una circunstancia que pasa inexorablemente por entender lo en apariencia incomprensible de ciertas pautas que rigen el proceder de la personalidad española. Pautas que en este caso van ligadas y determinan lo específico e inabordable de la cuestión patria, y por supuesto de las peculiaridades del espíritu español a la hora de afrontar el inusitado fervor patrio.

Por eso que cuando BLAS DE MOLINA gritó el conocido ¡Que nos lo llevan!, vertió en pos del amago de frustración que el grito llevaba, una multitud de emociones, traumas y miserias, la mayoría de las cuales viene a ser por sí sola suficiente para comprender no ya la necesidad de conmemorar una festividad autonómica, cuando sí más bien el proclamar una vinculante necesidad de proclamar otra Fiesta Nacional.

Porque lo que estaba en juego en la madrugada del dos de mayo de 1808 era mucho más que el comienzo de la que acabaría siendo encarnizada lucha contra los franceses. Lo que estaba en juego era la supervivencia de un vínculo artificialmente creado en pos de la figura regia, el cual obligaba inexorablemente al Pueblo en pos de cumplir con una serie de obligaciones de cuya existencia ni el propio monarca, el recién nombrado Fernando VII, era consciente.

Es así pues que, bien por ignorancia, bien por manifiesta incompetencia; la cesión que aquél dos de mayo había llevado a cabo el mencionado Fernando VII, y que se traducía en la permisividad de cara a que el Infante de Paula fuera trasladado a Francia, en lo que suponía el definitivo alejamiento de la Familia Real, de España era, virtualmente, imposible de asumir por los españoles.

De ahí que no solo lo que tenía que suceder sucediera, sino que más bien lo propio, sencillamente por serlo, acabase traduciéndose de manera inevitable a lo largo y ancho de todo el plano nacional, elevando el tono del conflicto local, pasando éste de local, a nacional.

Estalla así no tanto la Guerra de Independencia, como sí más bien que una suerte de irrenunciables circunstancias en tanto que legítimas necesidades del bien llamado espíritu español son francamente puestas en tela de juicio.
Es así que tal grito, vinculado a las circunstancias imprescindibles, las propias de literalmente no poder más, abocan no tanto a un conflicto, como si a una verdadera guerra, en muchos casos sin cuartel, en la que están en juego consideraciones de cuya importancia no son conscientes en la mayoría de ocasiones, ni los mismos protagonistas.

Desde tal perspectiva, la que resumiendo nos lleva a considerar de todas todas no solo el asalto a palacio, sino la concatenación de haberes en que se traduce el motín generalizado que se extendió como años antes por las calles del Madrid de Esquilache, compartiendo ambos episodios la certeza de que para el madrileño hay ciertas cosas que no se tocan; podemos extraer sin demasiado esfuerzo la certeza de que detrás de los acontecimientos reseñados se esconden aptitudes que en la mayoría de ocasiones redundaron en conductas de indudable valor y sacrificio la gran mayoría de las cuales no puede verse desde la óptica local, pues tal hecho supondría minimizarlo; obligándonos en consecuencia a abordarlo desde una perspectiva más amplia, la que nos eleva a la consideración nacional.

Por ello que, de manera parecida a como aconteciera en la segunda mitad del XVI, cuando en torno a 1561 Felipe II decreta el fin del concepto de Monarquía Itinerante, fijando en Madrid la sede de la Corte, elevando con ello al rango de patrio todo lo que aconteciera lo que hasta ese momento había sido poco más que un villorrio: de parecida manera una vez más los en apariencia caprichos de la historia, llevan en este caso a Madrid a ser el desencadenante no solo de una Guerra de Independencia cuyas consecuencias bien superarán incluso el rango nacional, toda vez que pocos son hoy quienes dudan de que Napoleón comenzó a despertar de su mitomanía en España. Si no por la valía de los enfrentamientos, sí tal vez por el daño que a todos los efectos le causó el luchar en España contra unos Manolos que, si bien eran capaces de matarse entre sí por una discusión de taberna, minutos después no dudaban un instante en desenfundar sus facas para iluminar con el brillo de la luna unos aceros que simbolizaban el odio común contra el Gabacho.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.