sábado, 21 de diciembre de 2013

BEETHOVEN, EL MEJOR INTÉRPRETE DE LOS SILENCIOS.

Acudimos un día más, a nuestra cita no ya con la Historia, sino en pos de ser dignos de convertirnos en dignos catalizadores de ésta, y lo hacemos hoy accediendo a uno de esos rincones ocultos, a los que tan solo mediante el más estricto de los rigores, y siempre previa presentación de credenciales, se puede acceder, por atesorarse en los mismos no tanto las substancias que conforman el mundo tal y como lo comprendemos, sino más bien las esencias éticas, estéticas y morales, desde las que, una vez destruido el mundo, bien podríamos osar reconstruirlo.

Tamaña disposición habría de ponernos ya en tesitura, de no ser así puede haber llegado ya el momento de dejar de leer, y quién sabe si dedicar el tiempo a condiciones más satisfactorias; en cualquier caso de hacer recalar hoy nuestro barco en las negras, turbulentas y atormentadas aguas que se prodigan por la siempre inquietante mente de uno de los más grandes músicos de cuantos ha albergado la Música.

Consagrado junto a otros genios como son BACH y MOZART, y condenado quién sabe si con ello a formar parte de conversaciones algunas de ellas destinadas a desentrañar disquisiciones insensatas como sin duda aquéllas destinadas a concebir un orden lógico en lo concerniente a distribución de la genialidad dentro del triunvirato referenciado; lo único cierto es que este alemán desterrado en Viena, posee una serie de condiciones que si bien no son exclusivas, sí que es cierto que se dan en él en una proporción desmesurada.

Porque puestos a buscar no tanto un mero adjetivo, como sí más bien un absoluto calificativo, que pueda al menos en parte describir a Beethoven, sin duda que desmesurado es cuando no el más acertado. Si en BACH se constata el origen, y en MOZART lo hace la genialidad, es en BEETHOVEN donde se suscitan, sin la menor controversia a tenor de la sublime muestra de orden que su vida nos depara, toda la larga lista de connotaciones destinadas a cifrar en el grado sumo ésas, y cualesquiera consideraciones que en los mismos pudieran plantearse.

Es así que, una vez más, nos vemos obligados a traer a consideración una de esas cuestiones matriciales a partir de las cuales desarrollamos el ejercicio destinado no tanto a comprender el presente del autor, como sí a dilucidar el futuro que para la Música puede depararse. Y así, que a la pregunta de si es el contexto el que depara el escenario del autor, o es más bien la genialidad del músico la que supedita incluso al momento que le es propio; procederemos a contestar mediante la expresión de una de las frases del autor: “Es así que Dios me ha dejado sordo, para poder llenar mi mente con su Música.”

Dios, un Hombre, el Mundo, y como siempre, de manera imperturbable, la imprescindible presencia de un vínculo que materialice de manera comprensible para todos los factores aparentemente incompatibles que de una manera u otra pueda crear la vana ilusión de que unos y otros pueden estar unidos.
Será así pues otro alemán genial, nada menos que NIETZSCHE, el que venga a poner fin a semejante discusión afirmando que es así que cuando existe algo capaz de sobrevivir en soledad, es porque se trata de una bestia, o quién sabe si de un Dios. Cabe una tercera posibilidad, que se trate de un Filósofo.
Beethoven viene a ampliar con generosidad el espectro de posibilidades. Un músico sordo también se muestra capaz de sobrevivir airoso a semejante tesitura.

Música y Filosofía, dos percepciones en apariencia inusitadas, pero que una vez más proceden a su fusión para nada forzada a través del aprovechamiento de la variable que comparten, el Hombre, una vez más, el cual, a modo de catalizador se muestra proclive a posibilitar no solo el encuentro, sino a garantizar por medio de las modificaciones que en el mismo se llevan a cabo; el éxito garantizado para semejante simbiosis.

Por ello, una vez tendido el sólido puente, podemos estar seguros de que la relación será duradera, solvente, y ante todo prolífica. Desde semejante convicción, no constituye ninguna sorpresa que enmarquemos los preceptos desarrollados por Beethoven, la mayoría de los cuales no solo innovaron, sino que cambiaron para siempre la Historia de la Música, dentro de los que así mismo desde otro genio alemán, filósofo para más seña; vinieron a cambiar para siempre no solo la Historia de la Filosofía, sino por ende la Historia de la Humanidad, conformando ambos y casi al unísono un nuevo escenario destinado a remover para siempre y de manera definitiva los escalones desde los que se interpreta al Hombre.

Es así que las vinculaciones entre Kant y Beethoven son de tal trascendencia, que evidentemente no estamos dispuestos a pasarlas desapercibidas.

El origen de la filosofía ilustrada que se preconiza en la obra de Kant, pronostica de manera indefectible la concitación de un nuevo escenario en el que la Humanidad tendrá que, a partir de ese momento, esforzarse por representarse las que son tragedias unas veces, y sátiras otras. En definitiva, y si bien el espectáculo habrá de continuar, lo cierto es que lo hará partiendo de unos ingredientes los cuales, en forma de consignas, sueños, o ideales de grandeza; comparten la constatación del revolucionario ejercicio de superación de la idea de lo imprescindible de Dios.

Es así que, desde la superación no tanto de Dios, como sí de su necesidad imprescindible, que Kant y Beethoven conforman, por supuesto sin saberlo, un binomio imprescindible para la Humanidad, a partir del cual el mundo no solo se entiende de otra manera, sino que presentando la grandeza que comparten todos los grandes momentos, llevan al individuo una vez más  a no comprender cómo han podido sobrevivir si ellos.

Es así que al sin número de cuestiones con el que El Nuevo Hombre propiciatorio de la Ilustración creado por Kant no tanto por medio de la exposición de respuestas, sino a través del refuerzo de ese otro Hombre que choca con la realidad propiciatoria de saber que con lo único que cuenta, a mayores, es con una larga, casi interminable lista de cuestiones, la mayoría de las cuales conllevan la renovación del mundo, toda vez que participan del exasperante denominador común de la responsabilidad; sobre esos asustados niños-hombres, será sobre los que Beethoven extenderá la maravillosa manta de sosiego que su música transmite.

Es así que aceptar apaciguar el genio renovador de Beethoven cediendo a la tentación de describir éste como la puesta en práctica de las acciones destinadas a llevar a cabo la superación del Clasicismo, constituye en sí mismo un ejercicio de tal reduccionismo, que por supuesto no estaremos en disposición de aceptar.

No se trata de discutir si nos encontramos ante el último clasicista, o ante el primer romántico. A fin de cuentas qué importancia puede tener eso. Lo único cierto y absoluto, en tanto que hace de la constatación expresa su mejor arma, es el comprobar que nos hallamos ante la obra de un hombre que, al igual que el Nietzsche que vendrá, se hallará en disposición de partir en dos la Historia de la Humanidad, reduciendo a pasado y obsoleto lo escrito antes de su nacimiento, y abriendo hacia un luminoso futuro cuanto en este caso sea compuesto después de su muerte.

Adquiere así pues plena constatación de sentido el dilema desde el que hemos comenzado esta disertación, en la medida en que decir que los excesos sentimentales del Romanticismo proceden del aburrimiento que el exceso racional promueve en la Ilustración; nos deslizaría hacia un camino sin retorno cuyas consecuencias podrían ser, a todas luces, imprevisibles.
Si bien es cierto que los excesos racionales propios de la apuesta racionalista debilitaron, con mucho, los componentes melancólicos del ser humano, impidiendo una vez más, como en tanta otra ocasiones la satisfacción del que siempre debería de haber sido máximo anhelo del hombre, a saber el logro de su desarrollo coherente; no es por ello menos cierto que el resurgir de la tonalidad emotiva del Hombre, hecho este que aparentemente subyace y fecunda todo el devenir del Romanticismo; no constituye en realidad sino una parte no ya minoritaria, pero sí ampliamente reduccionista si exclusivamente desde la misma pretendemos describir no solo las aportaciones de Beethoven al Romanticismo, sino por supuesto al Romanticismo en su más amplia acepción.

Se erige así pues el Romanticismo como un momento propio en el que cualquier ejercicio de encuadre a partir de los protocolos, normas o con mucho valores procedentes de otras consideraciones previas, está condenado de antemano al fracaso toda vez que choca de manera inmisericorde con el muro infranqueable del fracaso, un fracaso que se sustenta en la constatación de que es desde la perspectiva procedente de un valor hasta ese momento casi olvidado, el de la introspección, desde donde mejor se concita el escenario destinado a comprender, y por ello a disfrutar, el Romanticismo en su más amplia consideración.

Introspección, un ejercicio no solo complicado, sino casi del todo contraproducente en el seno de una sociedad que ha hecho de lo público, su punto de salida y de fin, pero que precisamente parece estar diseñado a medida para Beethoven, y su sordera.
Y es desde la constatación de esta en apariencia enajenante certeza, desde la que podemos desentrañar el cúmulo de certezas que llevan a Beethoven no solo a ser el precursor del Romanticismo, sino que serán además las que lo eleven a una consideración de romántico genial.
Así, su gusto por la naturaleza, por la abstracción, y en definitiva por lo propenso a unir factores individuales, con otros marcadamente grupales, nos llevan a estimar todos y cada uno de los valores enunciados.

Y siempre desde la comprensión de una máxima genial. “El arte de la Música no reside en la ordenación de las notas, sino en el bello colocar de los silencios.”



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 14 de diciembre de 2013

DEL CONCILIO DE TRENTO, A LA CONSTATACIÓN DE QUE, EFECTIVAMENTE, QUEDA MUCHO POR HACER.

Converge entre los historiadores, y lo hace hasta convertirse en auténtica obsesión, la necesidad de hallar, cuando no de identificar en el flagrante pero nunca casuístico devenir de los tiempos, uno aunque solo sea uno de esos instantes dentro del cual ubicar sin la menor sombra de resentimiento o rechazo, la separación clara, transparente y en la medida de lo posible, incontestable; que sirva para decir que, efectivamente, hemos pasado de tiempo, hemos efectivamente transitado de época.

Mas este hecho, semejante dificultad, queda en un absoluto segundo plano en tanto que pocos, por no decir nadie se atreverá a decir que El Concilio de Trento no posee, tanto en sí mismo, como fundamentalmente en grado a la interpretación que para el futuro dejarán las conclusiones que en el transcurso del mismo se extrajeron, notoriedad suficiente como para erigirse, por sí solo, en uno de esos tan deseados faros de la Historia.

Enclavado en un instante de privilegio, justo en el ecuador del glorioso siglo XVI, el Concilio de Trento viene a nosotros, si atendemos para su definición exclusivamente a las prerrogativas ecuménicas, como el ejercicio de medidas urgentes que La Cristiandad se ve obligada a tomar una vez visto que aquello que había sido en un primer momento tomado por una pequeña herida fruto de la insaciable curiosidad, amenazaba ahora ya por convertirse en un terrorífico cáncer que hacía de la manifestación de las grandes lacras que formaban parte intrínseca de la Santa Madre Iglesia, una más que probable causa de desangramiento para la que un torniquete ya no era suficiente ni por supuesto aconsejable.

Es así pues que si insistiendo en su cronología ecuménica el de Trento queda enclavado entre los que fueron el V Concilio de Letrán y el Concilio Vaticano I, lo absolutamente cierto es que ninguno, pero especialmente en cuya importancia ha de redundar lo concerniente al de Letrán en tanto que previo, hubo de enfrentarse a condiciones tan trascendentales a todos los efectos, como sí por supuesto habrá de hacerlo el de Trento.

Salvados al menos de momento los condicionantes ecuménicos, si es que tal hecho resulta probable toda vez que nos referimos a acontecimientos europeos del siglo XVI; lo cierto es que La Dieta de WORMS, o para ser justos, el fracaso de los considerandos y previos desde los que la  misma había sido ofertada, son quienes confieren verdadera importancia a los atinentes y considerandos que pueden servir para describir los hechos que hoy traemos a colación.

Es la Europa del XVI un continente que, al menos en lo estrictamente sometible a los análisis políticos, si bien esto suponga reconocer a la larga la necesidad de ampliar el prisma toda vez que lo político habrá de tener constatación en todo lo demás; padece como decimos una inestabilidad que a lo largo de todo el siglo se manifestará dentro de los más diversos y flagrantes órdenes.

Enmarcada toda acción dentro de los cánones y disposiciones que procedan de la brillante, aunque quién sabe si por ello brutal cabeza de un CARLOS I de España, que no lo olvidemos lo es V del Sacro Imperio Romano Germánico; asistimos a un proceso de presunta unicidad de pensamiento y procedimiento consecuente tan solo proclive a una mente auspiciada a partir de la exacerbación de los más profundos valores que en el terreno de lo religioso tendrán su constatación en el creciente dogmatismo, para fluir de manera en apariencia lógica hacia el absolutismo, algo por otra parte nada digno de complejo dado el momento histórico en el que nos encontramos, y que sirve sino para dotar de plena vigencia a las consideraciones expresadas.

Tal y como el filósofo italiano Taghliary escenificara mediante la exposición del conocido silogismo cornuto, “viene a ser así que el poseedor de los cuernos es, en realidad, el último en conocerlo.” De tal guisa se comporta el Imperio, al menos en lo concerniente a la vena religiosa, por otro lado aspecto fundamental a la vista de los procederes, o más concretamente de la justificación de los mismos, que desde la mentalidad del Emperador Carlos se procede a dar.

Con el coeficiente unificador que siempre significó conocer la existencia de un enemigo común, que en el caso que nos ocupa se identifica plenamente con el turco, lo cierto es que la herida abierta para con los protestantes, que en Alemania se muestran denodadamente activos hasta el punto de llevar desde 1528 reclamando un concilio cuando menos en la propia Alemania, resulta ser ya de difícil sutura. Convencidos tanto unos y otros no ya de su franca razón, sino de que obviamente el otro se equivoca (no olvidemos que hablamos de religión en su más puro estado), lo cierto es que la maniobra argüida en base a la creciente presión que los protestantes llevan a cabo en todas las líneas, y que en principio se refiere a la declaración de los considerandos que definen la denominada Dieta de WORMS, no solo no agrada a nadie, sino que como suele ocurrir en estos casos, molesta a todo el mundo. Es lo que pasa cuando te enfrentas con recursos terrenales, a dilucidar sobre preceptos que son propios de Dios.

Es así que no ya una vez superada cualquier vicisitud de acercamiento, sino más bien una vez rota la última y mínima posibilidad de que tal acercamiento pudiera volver a producirse al menos en un periodo cortoplacista; lo cierto es que el Concilio de Treno ve así definitivamente superadas sus presuntamente exclusivos considerandos ecuménicos, para convertirse en la traducción eficaz del verdadero cisma que vive Europa. Un cisma que si bien puede enmarcarse como de hecho se hace a partir de certezas de rango meramente religioso, no es menos cierto que hunde sus más profundas raíces en condicionantes cuya vertiente económica, política y por ende social acabará por adoptar la preeminencia que acaba por serle finalmente reconocida, haciendo saltar por los aires la ilusión de que el Cónclave contiene argumentos destinados a promover conclusiones de carácter estrictamente religioso, para pasar a enfrentarnos con la tremenda realidad de comprender que el destino del mundo se juega en aquella partida.

Pero de la lectura atenta de las 96 tesis que son clavadas en la Iglesia del Palacio de Wittenberg, lo cierto es que se extraen una serie de conclusiones las cuales, además de no dejar indigente a nadie, nos obligan más bien a considerar seriamente, y sin duda desde una perspectiva si cabe más amplia, las motivaciones que realmente pudieron inducir a los hechos de los que son copartícipes.

No se trata que el protestantismo resulte irreconciliable para con la Cristiandad. Se trata más bien de que las ideas de Sociedad Europea, y a la sazón los proyectos desde los que unos y otros pretenden capitanear abiertamente la manera de encarar el futuro de Europa, chocan abiertamente, y además lo hacen con una violencia inusitada.

Hemos así pues de constatar, y efectivamente constatamos, que las diferencias existentes entre católicos y protestantes no son y con mucho, tan solo de carácter procedimental, estando pues sujetas a interpretación en su grado sumo.
Si nos tomamos el tiempo suficiente de cara a la realización de un análisis que supere cuando menos lo somero, y que por supuesto no caiga en el error de partir desde consideraciones ya tomadas, podremos si no llegar a consideraciones en forma de conocer cuál era el estado de la Europa del XVI, sí al menos disponernos a la hora de comprender cómo las dos cosmovisiones, en esencia enfrentadas, no hacen en realidad sino enfrentar algo mucho más grande, dos visiones completamente contrapuestas del Hombre.

Constituye así pues la adopción de las conclusiones de Trento, hecho del que acontecen precisamente ahora cuatrocientos cincuenta años, la representación plausible a la par que pragmática del definitivo cisma que para la posteridad se identificará no tanto como el que procede de la lucha entre católicos y protestantes, sino más bien como la lucha entre el hombre que apuesta abiertamente por el futuro, frente al que se arraiga en la tradición, abandonando sus responsabilidades para con el futuro.

Será así pues, el Concilio de Trento, el escenario donde tendrá lugar la escenificación definitiva de la ruptura no tanto de Europa, como sí del Hombre Europeo. Dentro de un esperpéntico a la vez que diabólico juego, tendremos la constatación definitiva de que lo que se dirime pasa en realidad por saber si existe un Dios conservador, que se bate una y otra vez, y en múltiples escenarios, no tanto contra el Demonio, sino contra una especie de Dios liberal. Tendrán así que pasar siglos para que semejante paradoja pueda ni tan siquiera ejemplificarse, y como no podía ser de otra manera habrá de ser el  genial a la par que ejeplo donde los haya de Hombre Libre, el genial y sin parangón Nietzsche, quien contextualice lo dicho bajo la forma del terrible por dramático aforismo No se trata el Demonio sino de la forma que adopta Dios, cuando se viste con el traje de los domingos.

Se pone así pues fecha de defunción, y será ésta la que se corresponde con el 4 de diciembre de 1563 a cualquier por remota posibilidad que hubiera de reconciliación no tanto entre los hombres, como sí a dos maneras enfrentadas a la hora de concebir la manera de pensar del Hombre. Por un lado, el Hombre Ilustrado. Sometido a nada que no fueran las limitaciones de su propia inteligencia, habrá de tratarse de un Hombre que hace de la búsqueda y conservación de la Libertad la constatación del único de sus deberes sagrados. Enfrente, El Hombre para Dios. Feliz de renunciar a toda responsabilidad, pone en manos de lo divino el derecho y el deber de optar a una buena vida, ya sea en este, o en el otro mundo.

Que cada cual decida quién y dónde ha ganado.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


sábado, 7 de diciembre de 2013

TREINTA Y CINCO AÑOS,. TIEMPO MÁS QUE SUFICIENTE PARA ALBERGAR LA “GENERACIÓN PERDIDA.”

 “No tengo ninguna pasión por la igualdad, que se me antoja la mera idealización de la envidia.” Oliver WENDEL HOLMES.

Encontramos en WENDEL HOLMES, a uno de ésos elementos sociales tan preeminentes en la Historia, como verdaderamente escasos toda vez que hemos de referirnos a ellos precisamente en los tiempos en los que su clarividencia, cuando no abiertamente su genialidad, nos llevan a enfrentarnos imperiosamente a una cruel realidad, la que subyace a la de comprobar que vivimos tiempos mediocres.

Constituye la mediocridad la más cruel de las muestras en las que puede dibujarse la manipulación. Fuente de permanente discusión, recurso permanente de cobardes; es la mediocridad la eterna excusa de los decrépitos, de los amnésicos, que hacen “del término medio” su máxima vocación.

Vivimos tiempos difíciles, de eso parece que no le cabe a nadie la menor duda pero ¿podemos encontrar el mismo o parecido grado de aquiescencia a la hora de identificar los motivos, cuando no las causas, que nos han traído hasta aquí?
Vivimos tiempos históricos, de ahí que busquemos en la Historia si no los motivos, quién sabe si algún consejo de cara a arbitrar un procedimiento competente en pos de desglosar las posibles soluciones. Pero es entonces cuando comprobamos lo dramático del hecho, pues es la Historia, constituida al efecto que hoy nos trae aquí, mucho más que un catálogo ordenado de hechos, causas y situaciones. Constituye la Historia la constatación perfecta de que, si ponemos en ella nuestra esperanza de solución para el actual estado de las cosas, no estaremos sino festejando junto a los que se están dando el festín a nuestra costa, la certeza de que efectivamente nos merecemos, por mendrugos, ser el plato principal de esa mesa toda vez que las soluciones que la Historia pueda presentar, se enmarcan bajo el denominador común de conformar el catálogo de viejas recetas conformado en pos de la sempiterna receta promovida para sustentar a las grandes estructuras allí donde, presuntamente, siempre estuvo su lugar.

Afortunadamente, no somos iguales. La realidad, tozuda siempre, y a menudo incluso blasfema en el empeño de mostrar sus causas, se regala ante nosotros con multitud de ejemplos de lo que no hace sino constituir la muestra de la que supone la mayor grandeza de la Humanidad, la que supone constatar la diversidad. Porque la igualdad es, ante todo, la mayor muestra de mediocridad a la que se puede aspirar.
Surgen entonces los depravados, aquéllos que se creen no solo en posesión de La Razón, sino que se empeñan en haceros creer que necesitamos conocerla, sazonada además en sus razones. Y cuando la sinfonía de memeces y mamarrachadas finaliza, a menudo lo único que deja tras de sí es el mismo rastro, pestilente y desarrapado que en líneas generales acompaña en su tránsito a las ratas, cuando no a los perros mojados. Un rastro ni siquiera comparable al de los enterradores, toda vez que éstos desempeñan una labor la cual, además de conferirles un grado de respetabilidad, les dota a todas luces de un condicionante, el de haberse convertido, hoy por hoy, en una categoría realmente imprescindible para la sociedad.

Arranco con WENDEL HOLMES, precisamente por ser uno de esos extraños hombres capaces de poder justificar su grandeza sin necesitar salirse una sola vez de los límites que consigna su propia obra. Es además WENDEL HOLMES uno de esos que puede servir para el argumentarlo tanto de un Liberal que persigue a la Izquierda acusándola de tratar de anular la diversidad; como a un Comunista que por el contrario, navega por las tumultuosas aguas que preceden a la certeza de que la Justicia Distributiva no está destinada a alimentar a sepulcros encalados, máxime cuando éstos no deberían de albergar cadáver alguno que persiguiera un atisbo de decencia.
Si alguien se pregunta sobre los motivos para citar a HOLMES en mis divagaciones, basta con decir que la grandeza de su argumentario es tal, que igual sirvió para sustentar moralmente la necesidad de la Bomba Atómica, figurando parte de sus anotaciones en el Diario del Ingeniero Jefe que dirigió el Proyecto Manhattan, (Robert Oppenheimer); como entre las notas manuscritas del Defensor Principal de los líderes Nacional-Socialistas juzgados en Nuremberg.

Pero en cualquier caso, si alguien se siente indebidamente representado toda vez que el presente pretende hablar de algo tan actual como sin duda puede ser el traer a colación la al menos en apariencia franca necesidad de proceder con la renovación de la Constitución de 1978; puedo no obstante, por comodidad, y quién sabe si no en realidad con mayor acierto, citar a otros, españoles por supuesto, como puede ser El Diputado IGUANZO, quien en las Cortes de Cádiz de 1811 dijo que “ Los gobiernos y los tribunales tienen sobre sí otro tribunal más alto, que es el de la opinión pública.”

De semejante afirmación, bien por su contundencia, o quién sabe si por sus connotaciones españolas, muchos alcanzarán no obstante a encontrar más parecido, a la par que aciertan a verse, mejor representados. Pero al final del análisis, y sea cual sea la dirección que éste tome, lo único que tendrán será la funesta constatación de que unos y otros se empeñan en vivir, o peor aún dictar la forma mediante la que otros tienen que vivir, en base a una serie de empeños que siguen doctrinas del pasado.

Treinta y cinco son ya los años que nos separan ya de aquél 6 de diciembre de 1978. Otros eran los tiempos, sin duda, como también otras eran las formas. Tiempo y formas, en España dos conceptos complicados toda vez que de la unión de los mismos, o peor aún del análisis de los acontecimientos de los que éstos solían formar parte, acostumbraban a deslizarse certezas poco halagüeñas.
Sin embargo, al menos en lo concerniente a las formas, esta ocasión vino a mostrarse como la excepción que confirma la regla.

Lejos en mi ánimo de mostrarme condescendiente, y estando más cerca de aquello que el refranero concita en torno a la frase “dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”, lo cierto es que al instante siguiente de acabar los formalismo, hemos de constatar la perversión conceptual que ampara la generación de un principio perverso basado en la constatación de la idea de que en este país hicimos las cosas bien, simplemente porque al día siguiente de morirse Franco, las tropas no estaban en la calle.

Constituye La Constitución, y con ella el modelo de Estado que en la misma se santifica para España, una de las realidades  más desconocidas, a la par que una de las más sangrantes, de cuantas conforman el catálogo de paradojas naturalistas que, colocadas en fila, una tras otra, a lo largo de todos estos años, dan respuesta a la pregunta relativa a la cuestión sobre cómo es posible que España haya sobrevivido.

Alejado, al menos hoy, de cualquier rezume de crítica específica, lo cierto es que La Constitución, o más concretamente la interpretación que de lo que la misma dice se hace cada españolito, bien pudieran extraerse la media docena de conceptos que conforman el ideario desde el que cualquier españolito de a pie se hace su idea específica una vez que encuentra motivos para preguntarse ¿verdaderamente, qué es España?

Porque una vez formulada la cuestión, la cual por otra parte ha surgido con la máxima naturalidad, lo cierto es que hemos de enfrentarnos a una cuestión mucho más compleja, la que procede de revisar si, verdaderamente, seremos capaces de responder a la misma sin caer en la por otro lado tan traída y llevada falacia naturalista, y que bien podría resumirse en la aparente constatación que pasa por creer que siempre se vive en el mejor sitio posible, en el mejor de los momentos posibles, sencillamente porque son los que denotan la realidad que nos es propia.

Mas resulta curioso comprobar cómo, de entrada, ni tan siquiera semejante consideración se sustenta en tanto que comprobamos que los principios, normas y valores que se sustraen a la redacción de la Carta Magna lo hacen partiendo de los requisitos, consideraciones y valías de hace ¡treinta y cinco años nada menos!

Son precisamente treinta y cinco los años que la sociología usa para denotar el tránsito generacional. A saber, y a grandes rasgos, se sabe que las consideraciones generales que sirven para identificar a los integrantes de un determinado gremio generacional se hacen irrecuperables en bloques que vienen a redundar en esos treinta y cinco años.

En otro orden de cosas, unos y otros nos empeñamos en aducir siempre que tenemos ocasión, el amplio coeficiente de dinamismo que en apariencia redunda del análisis de nuestra sociedad.

En consecuencia, ¿no resulta obvia la franca contradicción que supone seguir defendiendo las bondades del estatismo en lo que se refiere al análisis de los planteamientos que rigen La Constitución Española de 1978?



Luis Jonás VEGAS VELASCO.