sábado, 21 de diciembre de 2013

BEETHOVEN, EL MEJOR INTÉRPRETE DE LOS SILENCIOS.

Acudimos un día más, a nuestra cita no ya con la Historia, sino en pos de ser dignos de convertirnos en dignos catalizadores de ésta, y lo hacemos hoy accediendo a uno de esos rincones ocultos, a los que tan solo mediante el más estricto de los rigores, y siempre previa presentación de credenciales, se puede acceder, por atesorarse en los mismos no tanto las substancias que conforman el mundo tal y como lo comprendemos, sino más bien las esencias éticas, estéticas y morales, desde las que, una vez destruido el mundo, bien podríamos osar reconstruirlo.

Tamaña disposición habría de ponernos ya en tesitura, de no ser así puede haber llegado ya el momento de dejar de leer, y quién sabe si dedicar el tiempo a condiciones más satisfactorias; en cualquier caso de hacer recalar hoy nuestro barco en las negras, turbulentas y atormentadas aguas que se prodigan por la siempre inquietante mente de uno de los más grandes músicos de cuantos ha albergado la Música.

Consagrado junto a otros genios como son BACH y MOZART, y condenado quién sabe si con ello a formar parte de conversaciones algunas de ellas destinadas a desentrañar disquisiciones insensatas como sin duda aquéllas destinadas a concebir un orden lógico en lo concerniente a distribución de la genialidad dentro del triunvirato referenciado; lo único cierto es que este alemán desterrado en Viena, posee una serie de condiciones que si bien no son exclusivas, sí que es cierto que se dan en él en una proporción desmesurada.

Porque puestos a buscar no tanto un mero adjetivo, como sí más bien un absoluto calificativo, que pueda al menos en parte describir a Beethoven, sin duda que desmesurado es cuando no el más acertado. Si en BACH se constata el origen, y en MOZART lo hace la genialidad, es en BEETHOVEN donde se suscitan, sin la menor controversia a tenor de la sublime muestra de orden que su vida nos depara, toda la larga lista de connotaciones destinadas a cifrar en el grado sumo ésas, y cualesquiera consideraciones que en los mismos pudieran plantearse.

Es así que, una vez más, nos vemos obligados a traer a consideración una de esas cuestiones matriciales a partir de las cuales desarrollamos el ejercicio destinado no tanto a comprender el presente del autor, como sí a dilucidar el futuro que para la Música puede depararse. Y así, que a la pregunta de si es el contexto el que depara el escenario del autor, o es más bien la genialidad del músico la que supedita incluso al momento que le es propio; procederemos a contestar mediante la expresión de una de las frases del autor: “Es así que Dios me ha dejado sordo, para poder llenar mi mente con su Música.”

Dios, un Hombre, el Mundo, y como siempre, de manera imperturbable, la imprescindible presencia de un vínculo que materialice de manera comprensible para todos los factores aparentemente incompatibles que de una manera u otra pueda crear la vana ilusión de que unos y otros pueden estar unidos.
Será así pues otro alemán genial, nada menos que NIETZSCHE, el que venga a poner fin a semejante discusión afirmando que es así que cuando existe algo capaz de sobrevivir en soledad, es porque se trata de una bestia, o quién sabe si de un Dios. Cabe una tercera posibilidad, que se trate de un Filósofo.
Beethoven viene a ampliar con generosidad el espectro de posibilidades. Un músico sordo también se muestra capaz de sobrevivir airoso a semejante tesitura.

Música y Filosofía, dos percepciones en apariencia inusitadas, pero que una vez más proceden a su fusión para nada forzada a través del aprovechamiento de la variable que comparten, el Hombre, una vez más, el cual, a modo de catalizador se muestra proclive a posibilitar no solo el encuentro, sino a garantizar por medio de las modificaciones que en el mismo se llevan a cabo; el éxito garantizado para semejante simbiosis.

Por ello, una vez tendido el sólido puente, podemos estar seguros de que la relación será duradera, solvente, y ante todo prolífica. Desde semejante convicción, no constituye ninguna sorpresa que enmarquemos los preceptos desarrollados por Beethoven, la mayoría de los cuales no solo innovaron, sino que cambiaron para siempre la Historia de la Música, dentro de los que así mismo desde otro genio alemán, filósofo para más seña; vinieron a cambiar para siempre no solo la Historia de la Filosofía, sino por ende la Historia de la Humanidad, conformando ambos y casi al unísono un nuevo escenario destinado a remover para siempre y de manera definitiva los escalones desde los que se interpreta al Hombre.

Es así que las vinculaciones entre Kant y Beethoven son de tal trascendencia, que evidentemente no estamos dispuestos a pasarlas desapercibidas.

El origen de la filosofía ilustrada que se preconiza en la obra de Kant, pronostica de manera indefectible la concitación de un nuevo escenario en el que la Humanidad tendrá que, a partir de ese momento, esforzarse por representarse las que son tragedias unas veces, y sátiras otras. En definitiva, y si bien el espectáculo habrá de continuar, lo cierto es que lo hará partiendo de unos ingredientes los cuales, en forma de consignas, sueños, o ideales de grandeza; comparten la constatación del revolucionario ejercicio de superación de la idea de lo imprescindible de Dios.

Es así que, desde la superación no tanto de Dios, como sí de su necesidad imprescindible, que Kant y Beethoven conforman, por supuesto sin saberlo, un binomio imprescindible para la Humanidad, a partir del cual el mundo no solo se entiende de otra manera, sino que presentando la grandeza que comparten todos los grandes momentos, llevan al individuo una vez más  a no comprender cómo han podido sobrevivir si ellos.

Es así que al sin número de cuestiones con el que El Nuevo Hombre propiciatorio de la Ilustración creado por Kant no tanto por medio de la exposición de respuestas, sino a través del refuerzo de ese otro Hombre que choca con la realidad propiciatoria de saber que con lo único que cuenta, a mayores, es con una larga, casi interminable lista de cuestiones, la mayoría de las cuales conllevan la renovación del mundo, toda vez que participan del exasperante denominador común de la responsabilidad; sobre esos asustados niños-hombres, será sobre los que Beethoven extenderá la maravillosa manta de sosiego que su música transmite.

Es así que aceptar apaciguar el genio renovador de Beethoven cediendo a la tentación de describir éste como la puesta en práctica de las acciones destinadas a llevar a cabo la superación del Clasicismo, constituye en sí mismo un ejercicio de tal reduccionismo, que por supuesto no estaremos en disposición de aceptar.

No se trata de discutir si nos encontramos ante el último clasicista, o ante el primer romántico. A fin de cuentas qué importancia puede tener eso. Lo único cierto y absoluto, en tanto que hace de la constatación expresa su mejor arma, es el comprobar que nos hallamos ante la obra de un hombre que, al igual que el Nietzsche que vendrá, se hallará en disposición de partir en dos la Historia de la Humanidad, reduciendo a pasado y obsoleto lo escrito antes de su nacimiento, y abriendo hacia un luminoso futuro cuanto en este caso sea compuesto después de su muerte.

Adquiere así pues plena constatación de sentido el dilema desde el que hemos comenzado esta disertación, en la medida en que decir que los excesos sentimentales del Romanticismo proceden del aburrimiento que el exceso racional promueve en la Ilustración; nos deslizaría hacia un camino sin retorno cuyas consecuencias podrían ser, a todas luces, imprevisibles.
Si bien es cierto que los excesos racionales propios de la apuesta racionalista debilitaron, con mucho, los componentes melancólicos del ser humano, impidiendo una vez más, como en tanta otra ocasiones la satisfacción del que siempre debería de haber sido máximo anhelo del hombre, a saber el logro de su desarrollo coherente; no es por ello menos cierto que el resurgir de la tonalidad emotiva del Hombre, hecho este que aparentemente subyace y fecunda todo el devenir del Romanticismo; no constituye en realidad sino una parte no ya minoritaria, pero sí ampliamente reduccionista si exclusivamente desde la misma pretendemos describir no solo las aportaciones de Beethoven al Romanticismo, sino por supuesto al Romanticismo en su más amplia acepción.

Se erige así pues el Romanticismo como un momento propio en el que cualquier ejercicio de encuadre a partir de los protocolos, normas o con mucho valores procedentes de otras consideraciones previas, está condenado de antemano al fracaso toda vez que choca de manera inmisericorde con el muro infranqueable del fracaso, un fracaso que se sustenta en la constatación de que es desde la perspectiva procedente de un valor hasta ese momento casi olvidado, el de la introspección, desde donde mejor se concita el escenario destinado a comprender, y por ello a disfrutar, el Romanticismo en su más amplia consideración.

Introspección, un ejercicio no solo complicado, sino casi del todo contraproducente en el seno de una sociedad que ha hecho de lo público, su punto de salida y de fin, pero que precisamente parece estar diseñado a medida para Beethoven, y su sordera.
Y es desde la constatación de esta en apariencia enajenante certeza, desde la que podemos desentrañar el cúmulo de certezas que llevan a Beethoven no solo a ser el precursor del Romanticismo, sino que serán además las que lo eleven a una consideración de romántico genial.
Así, su gusto por la naturaleza, por la abstracción, y en definitiva por lo propenso a unir factores individuales, con otros marcadamente grupales, nos llevan a estimar todos y cada uno de los valores enunciados.

Y siempre desde la comprensión de una máxima genial. “El arte de la Música no reside en la ordenación de las notas, sino en el bello colocar de los silencios.”



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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