“No tengo ninguna
pasión por la igualdad, que se me antoja la mera idealización de la envidia.” Oliver
WENDEL HOLMES.
Encontramos en WENDEL HOLMES, a uno de ésos elementos
sociales tan preeminentes en la Historia, como verdaderamente escasos toda vez
que hemos de referirnos a ellos precisamente en los tiempos en los que su
clarividencia, cuando no abiertamente su genialidad, nos llevan a enfrentarnos
imperiosamente a una cruel realidad, la que subyace a la de comprobar que
vivimos tiempos mediocres.
Constituye la mediocridad la más cruel de las muestras en
las que puede dibujarse la manipulación. Fuente de permanente discusión,
recurso permanente de cobardes; es la mediocridad la eterna excusa de los
decrépitos, de los amnésicos, que hacen “del término medio” su máxima vocación.
Vivimos tiempos difíciles, de eso parece que no le cabe a
nadie la menor duda pero ¿podemos encontrar el mismo o parecido grado de
aquiescencia a la hora de identificar los motivos, cuando no las causas, que
nos han traído hasta aquí?
Vivimos tiempos históricos, de ahí que busquemos en la
Historia si no los motivos, quién sabe si algún consejo de cara a arbitrar un
procedimiento competente en pos de desglosar las posibles soluciones. Pero es
entonces cuando comprobamos lo dramático del hecho, pues es la Historia,
constituida al efecto que hoy nos trae aquí, mucho más que un catálogo ordenado
de hechos, causas y situaciones. Constituye la Historia la constatación
perfecta de que, si ponemos en ella nuestra esperanza de solución para el
actual estado de las cosas, no estaremos sino festejando junto a los que se
están dando el festín a nuestra costa, la certeza de que efectivamente nos
merecemos, por mendrugos, ser el plato principal de esa mesa toda vez que las
soluciones que la Historia pueda presentar, se enmarcan bajo el denominador común de conformar el catálogo de viejas recetas conformado en
pos de la sempiterna receta promovida para sustentar a las grandes estructuras
allí donde, presuntamente, siempre estuvo su lugar.
Afortunadamente, no somos iguales. La realidad, tozuda
siempre, y a menudo incluso blasfema en el empeño de mostrar sus causas, se
regala ante nosotros con multitud de ejemplos de lo que no hace sino constituir
la muestra de la que supone la mayor grandeza de la Humanidad, la que supone
constatar la diversidad. Porque
la igualdad es, ante todo, la mayor muestra de mediocridad a la que se puede
aspirar.
Surgen entonces los depravados, aquéllos que se creen no
solo en posesión de La Razón, sino
que se empeñan en haceros creer que necesitamos conocerla, sazonada además en sus razones. Y cuando la sinfonía de memeces y mamarrachadas finaliza, a
menudo lo único que deja tras de sí es el mismo rastro, pestilente y
desarrapado que en líneas generales acompaña en su tránsito a las ratas, cuando
no a los perros mojados. Un rastro ni
siquiera comparable al de los enterradores, toda vez que éstos desempeñan una
labor la cual, además de conferirles un grado de respetabilidad, les dota a
todas luces de un condicionante, el de haberse convertido, hoy por hoy, en una
categoría realmente imprescindible para la sociedad.
Arranco con WENDEL HOLMES, precisamente por ser uno de esos
extraños hombres capaces de poder justificar su grandeza sin necesitar salirse
una sola vez de los límites que consigna su propia obra. Es además WENDEL
HOLMES uno de esos que puede servir para el argumentarlo tanto de un Liberal que persigue a la Izquierda
acusándola de tratar de anular la diversidad; como a un Comunista que por el contrario, navega por las tumultuosas aguas
que preceden a la certeza de que la Justicia Distributiva no está destinada a alimentar a sepulcros encalados, máxime cuando éstos no deberían de albergar
cadáver alguno que persiguiera un atisbo de decencia.
Si alguien se pregunta sobre los motivos para citar a HOLMES
en mis divagaciones, basta con decir que la grandeza de su argumentario es tal, que igual sirvió para sustentar moralmente la
necesidad de la Bomba
Atómica , figurando parte de sus anotaciones en el Diario del Ingeniero Jefe que dirigió el
Proyecto Manhattan, (Robert Oppenheimer);
como entre las notas manuscritas del Defensor Principal de los líderes
Nacional-Socialistas juzgados en Nuremberg.
Pero en cualquier caso, si alguien se siente indebidamente representado toda vez que
el presente pretende hablar de algo tan actual como sin duda puede ser el traer
a colación la al menos en apariencia franca necesidad de proceder con la
renovación de la Constitución de 1978; puedo no obstante, por comodidad, y
quién sabe si no en realidad con mayor acierto, citar a otros, españoles por
supuesto, como puede ser El Diputado IGUANZO, quien en las Cortes de Cádiz de
1811 dijo que “ Los gobiernos y los tribunales
tienen sobre sí otro tribunal más alto, que es el de la opinión pública.”
De semejante afirmación, bien por su contundencia, o quién
sabe si por sus connotaciones españolas, muchos
alcanzarán no obstante a encontrar más parecido, a la par que aciertan a verse,
mejor representados. Pero al final del análisis, y sea cual sea la dirección
que éste tome, lo único que tendrán será la funesta constatación de que unos y
otros se empeñan en vivir, o peor aún dictar la forma mediante la que otros
tienen que vivir, en base a una serie de empeños que siguen doctrinas del
pasado.
Treinta y cinco son ya los años que nos separan ya de aquél
6 de diciembre de 1978. Otros eran los tiempos, sin duda, como también otras
eran las formas. Tiempo y formas, en España dos conceptos complicados toda vez
que de la unión de los mismos, o peor aún del análisis de los acontecimientos
de los que éstos solían formar parte, acostumbraban a deslizarse certezas poco
halagüeñas.
Sin embargo, al menos en lo concerniente a las formas, esta
ocasión vino a mostrarse como la
excepción que confirma la regla.
Lejos en mi ánimo de mostrarme condescendiente, y estando
más cerca de aquello que el refranero concita en torno a la frase “dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo
que es del César”, lo cierto es que al instante siguiente de acabar los
formalismo, hemos de constatar la perversión conceptual que ampara la
generación de un principio perverso basado en la constatación de la idea de que
en este país hicimos las cosas bien,
simplemente porque al día siguiente de morirse Franco, las tropas no estaban en
la calle.
Constituye La Constitución, y con ella el modelo de Estado
que en la misma se santifica para España, una de las realidades más desconocidas, a la par que una de las más
sangrantes, de cuantas conforman el catálogo de paradojas naturalistas que, colocadas en fila, una tras otra, a lo
largo de todos estos años, dan respuesta a la pregunta relativa a la cuestión
sobre cómo es posible que España haya sobrevivido.
Alejado, al menos hoy, de cualquier rezume de crítica
específica, lo cierto es que La Constitución, o más concretamente la
interpretación que de lo que la misma dice se hace cada españolito, bien
pudieran extraerse la media docena de
conceptos que conforman el ideario desde
el que cualquier españolito de a pie se
hace su idea específica una vez que encuentra motivos para preguntarse
¿verdaderamente, qué es España?
Porque una vez formulada la cuestión, la cual por otra parte
ha surgido con la máxima naturalidad, lo cierto es que hemos de enfrentarnos a
una cuestión mucho más compleja, la que procede de revisar si, verdaderamente,
seremos capaces de responder a la misma sin caer en la por otro lado tan traída
y llevada falacia naturalista, y que
bien podría resumirse en la aparente constatación que pasa por creer que
siempre se vive en el mejor sitio posible, en el mejor de los momentos
posibles, sencillamente porque son los que denotan la realidad que nos es
propia.
Mas resulta curioso comprobar cómo, de entrada, ni tan siquiera
semejante consideración se sustenta en tanto que comprobamos que los
principios, normas y valores que se sustraen a la redacción de la Carta Magna lo hacen
partiendo de los requisitos, consideraciones y valías de hace ¡treinta y cinco
años nada menos!
Son precisamente treinta y cinco los años que la sociología
usa para denotar el tránsito generacional. A saber, y a grandes rasgos, se sabe
que las consideraciones generales que sirven para identificar a los integrantes
de un determinado gremio generacional se
hacen irrecuperables en bloques que vienen a redundar en esos treinta y cinco
años.
En otro orden de cosas, unos y otros nos empeñamos en aducir
siempre que tenemos ocasión, el amplio coeficiente de dinamismo que en
apariencia redunda del análisis de nuestra sociedad.
En consecuencia, ¿no resulta obvia la franca contradicción
que supone seguir defendiendo las bondades del estatismo en lo que se refiere
al análisis de los planteamientos que rigen La Constitución Española
de 1978?
Luis Jonás VEGAS VELASCO.
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