sábado, 7 de diciembre de 2013

TREINTA Y CINCO AÑOS,. TIEMPO MÁS QUE SUFICIENTE PARA ALBERGAR LA “GENERACIÓN PERDIDA.”

 “No tengo ninguna pasión por la igualdad, que se me antoja la mera idealización de la envidia.” Oliver WENDEL HOLMES.

Encontramos en WENDEL HOLMES, a uno de ésos elementos sociales tan preeminentes en la Historia, como verdaderamente escasos toda vez que hemos de referirnos a ellos precisamente en los tiempos en los que su clarividencia, cuando no abiertamente su genialidad, nos llevan a enfrentarnos imperiosamente a una cruel realidad, la que subyace a la de comprobar que vivimos tiempos mediocres.

Constituye la mediocridad la más cruel de las muestras en las que puede dibujarse la manipulación. Fuente de permanente discusión, recurso permanente de cobardes; es la mediocridad la eterna excusa de los decrépitos, de los amnésicos, que hacen “del término medio” su máxima vocación.

Vivimos tiempos difíciles, de eso parece que no le cabe a nadie la menor duda pero ¿podemos encontrar el mismo o parecido grado de aquiescencia a la hora de identificar los motivos, cuando no las causas, que nos han traído hasta aquí?
Vivimos tiempos históricos, de ahí que busquemos en la Historia si no los motivos, quién sabe si algún consejo de cara a arbitrar un procedimiento competente en pos de desglosar las posibles soluciones. Pero es entonces cuando comprobamos lo dramático del hecho, pues es la Historia, constituida al efecto que hoy nos trae aquí, mucho más que un catálogo ordenado de hechos, causas y situaciones. Constituye la Historia la constatación perfecta de que, si ponemos en ella nuestra esperanza de solución para el actual estado de las cosas, no estaremos sino festejando junto a los que se están dando el festín a nuestra costa, la certeza de que efectivamente nos merecemos, por mendrugos, ser el plato principal de esa mesa toda vez que las soluciones que la Historia pueda presentar, se enmarcan bajo el denominador común de conformar el catálogo de viejas recetas conformado en pos de la sempiterna receta promovida para sustentar a las grandes estructuras allí donde, presuntamente, siempre estuvo su lugar.

Afortunadamente, no somos iguales. La realidad, tozuda siempre, y a menudo incluso blasfema en el empeño de mostrar sus causas, se regala ante nosotros con multitud de ejemplos de lo que no hace sino constituir la muestra de la que supone la mayor grandeza de la Humanidad, la que supone constatar la diversidad. Porque la igualdad es, ante todo, la mayor muestra de mediocridad a la que se puede aspirar.
Surgen entonces los depravados, aquéllos que se creen no solo en posesión de La Razón, sino que se empeñan en haceros creer que necesitamos conocerla, sazonada además en sus razones. Y cuando la sinfonía de memeces y mamarrachadas finaliza, a menudo lo único que deja tras de sí es el mismo rastro, pestilente y desarrapado que en líneas generales acompaña en su tránsito a las ratas, cuando no a los perros mojados. Un rastro ni siquiera comparable al de los enterradores, toda vez que éstos desempeñan una labor la cual, además de conferirles un grado de respetabilidad, les dota a todas luces de un condicionante, el de haberse convertido, hoy por hoy, en una categoría realmente imprescindible para la sociedad.

Arranco con WENDEL HOLMES, precisamente por ser uno de esos extraños hombres capaces de poder justificar su grandeza sin necesitar salirse una sola vez de los límites que consigna su propia obra. Es además WENDEL HOLMES uno de esos que puede servir para el argumentarlo tanto de un Liberal que persigue a la Izquierda acusándola de tratar de anular la diversidad; como a un Comunista que por el contrario, navega por las tumultuosas aguas que preceden a la certeza de que la Justicia Distributiva no está destinada a alimentar a sepulcros encalados, máxime cuando éstos no deberían de albergar cadáver alguno que persiguiera un atisbo de decencia.
Si alguien se pregunta sobre los motivos para citar a HOLMES en mis divagaciones, basta con decir que la grandeza de su argumentario es tal, que igual sirvió para sustentar moralmente la necesidad de la Bomba Atómica, figurando parte de sus anotaciones en el Diario del Ingeniero Jefe que dirigió el Proyecto Manhattan, (Robert Oppenheimer); como entre las notas manuscritas del Defensor Principal de los líderes Nacional-Socialistas juzgados en Nuremberg.

Pero en cualquier caso, si alguien se siente indebidamente representado toda vez que el presente pretende hablar de algo tan actual como sin duda puede ser el traer a colación la al menos en apariencia franca necesidad de proceder con la renovación de la Constitución de 1978; puedo no obstante, por comodidad, y quién sabe si no en realidad con mayor acierto, citar a otros, españoles por supuesto, como puede ser El Diputado IGUANZO, quien en las Cortes de Cádiz de 1811 dijo que “ Los gobiernos y los tribunales tienen sobre sí otro tribunal más alto, que es el de la opinión pública.”

De semejante afirmación, bien por su contundencia, o quién sabe si por sus connotaciones españolas, muchos alcanzarán no obstante a encontrar más parecido, a la par que aciertan a verse, mejor representados. Pero al final del análisis, y sea cual sea la dirección que éste tome, lo único que tendrán será la funesta constatación de que unos y otros se empeñan en vivir, o peor aún dictar la forma mediante la que otros tienen que vivir, en base a una serie de empeños que siguen doctrinas del pasado.

Treinta y cinco son ya los años que nos separan ya de aquél 6 de diciembre de 1978. Otros eran los tiempos, sin duda, como también otras eran las formas. Tiempo y formas, en España dos conceptos complicados toda vez que de la unión de los mismos, o peor aún del análisis de los acontecimientos de los que éstos solían formar parte, acostumbraban a deslizarse certezas poco halagüeñas.
Sin embargo, al menos en lo concerniente a las formas, esta ocasión vino a mostrarse como la excepción que confirma la regla.

Lejos en mi ánimo de mostrarme condescendiente, y estando más cerca de aquello que el refranero concita en torno a la frase “dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”, lo cierto es que al instante siguiente de acabar los formalismo, hemos de constatar la perversión conceptual que ampara la generación de un principio perverso basado en la constatación de la idea de que en este país hicimos las cosas bien, simplemente porque al día siguiente de morirse Franco, las tropas no estaban en la calle.

Constituye La Constitución, y con ella el modelo de Estado que en la misma se santifica para España, una de las realidades  más desconocidas, a la par que una de las más sangrantes, de cuantas conforman el catálogo de paradojas naturalistas que, colocadas en fila, una tras otra, a lo largo de todos estos años, dan respuesta a la pregunta relativa a la cuestión sobre cómo es posible que España haya sobrevivido.

Alejado, al menos hoy, de cualquier rezume de crítica específica, lo cierto es que La Constitución, o más concretamente la interpretación que de lo que la misma dice se hace cada españolito, bien pudieran extraerse la media docena de conceptos que conforman el ideario desde el que cualquier españolito de a pie se hace su idea específica una vez que encuentra motivos para preguntarse ¿verdaderamente, qué es España?

Porque una vez formulada la cuestión, la cual por otra parte ha surgido con la máxima naturalidad, lo cierto es que hemos de enfrentarnos a una cuestión mucho más compleja, la que procede de revisar si, verdaderamente, seremos capaces de responder a la misma sin caer en la por otro lado tan traída y llevada falacia naturalista, y que bien podría resumirse en la aparente constatación que pasa por creer que siempre se vive en el mejor sitio posible, en el mejor de los momentos posibles, sencillamente porque son los que denotan la realidad que nos es propia.

Mas resulta curioso comprobar cómo, de entrada, ni tan siquiera semejante consideración se sustenta en tanto que comprobamos que los principios, normas y valores que se sustraen a la redacción de la Carta Magna lo hacen partiendo de los requisitos, consideraciones y valías de hace ¡treinta y cinco años nada menos!

Son precisamente treinta y cinco los años que la sociología usa para denotar el tránsito generacional. A saber, y a grandes rasgos, se sabe que las consideraciones generales que sirven para identificar a los integrantes de un determinado gremio generacional se hacen irrecuperables en bloques que vienen a redundar en esos treinta y cinco años.

En otro orden de cosas, unos y otros nos empeñamos en aducir siempre que tenemos ocasión, el amplio coeficiente de dinamismo que en apariencia redunda del análisis de nuestra sociedad.

En consecuencia, ¿no resulta obvia la franca contradicción que supone seguir defendiendo las bondades del estatismo en lo que se refiere al análisis de los planteamientos que rigen La Constitución Española de 1978?



Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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