sábado, 14 de diciembre de 2013

DEL CONCILIO DE TRENTO, A LA CONSTATACIÓN DE QUE, EFECTIVAMENTE, QUEDA MUCHO POR HACER.

Converge entre los historiadores, y lo hace hasta convertirse en auténtica obsesión, la necesidad de hallar, cuando no de identificar en el flagrante pero nunca casuístico devenir de los tiempos, uno aunque solo sea uno de esos instantes dentro del cual ubicar sin la menor sombra de resentimiento o rechazo, la separación clara, transparente y en la medida de lo posible, incontestable; que sirva para decir que, efectivamente, hemos pasado de tiempo, hemos efectivamente transitado de época.

Mas este hecho, semejante dificultad, queda en un absoluto segundo plano en tanto que pocos, por no decir nadie se atreverá a decir que El Concilio de Trento no posee, tanto en sí mismo, como fundamentalmente en grado a la interpretación que para el futuro dejarán las conclusiones que en el transcurso del mismo se extrajeron, notoriedad suficiente como para erigirse, por sí solo, en uno de esos tan deseados faros de la Historia.

Enclavado en un instante de privilegio, justo en el ecuador del glorioso siglo XVI, el Concilio de Trento viene a nosotros, si atendemos para su definición exclusivamente a las prerrogativas ecuménicas, como el ejercicio de medidas urgentes que La Cristiandad se ve obligada a tomar una vez visto que aquello que había sido en un primer momento tomado por una pequeña herida fruto de la insaciable curiosidad, amenazaba ahora ya por convertirse en un terrorífico cáncer que hacía de la manifestación de las grandes lacras que formaban parte intrínseca de la Santa Madre Iglesia, una más que probable causa de desangramiento para la que un torniquete ya no era suficiente ni por supuesto aconsejable.

Es así pues que si insistiendo en su cronología ecuménica el de Trento queda enclavado entre los que fueron el V Concilio de Letrán y el Concilio Vaticano I, lo absolutamente cierto es que ninguno, pero especialmente en cuya importancia ha de redundar lo concerniente al de Letrán en tanto que previo, hubo de enfrentarse a condiciones tan trascendentales a todos los efectos, como sí por supuesto habrá de hacerlo el de Trento.

Salvados al menos de momento los condicionantes ecuménicos, si es que tal hecho resulta probable toda vez que nos referimos a acontecimientos europeos del siglo XVI; lo cierto es que La Dieta de WORMS, o para ser justos, el fracaso de los considerandos y previos desde los que la  misma había sido ofertada, son quienes confieren verdadera importancia a los atinentes y considerandos que pueden servir para describir los hechos que hoy traemos a colación.

Es la Europa del XVI un continente que, al menos en lo estrictamente sometible a los análisis políticos, si bien esto suponga reconocer a la larga la necesidad de ampliar el prisma toda vez que lo político habrá de tener constatación en todo lo demás; padece como decimos una inestabilidad que a lo largo de todo el siglo se manifestará dentro de los más diversos y flagrantes órdenes.

Enmarcada toda acción dentro de los cánones y disposiciones que procedan de la brillante, aunque quién sabe si por ello brutal cabeza de un CARLOS I de España, que no lo olvidemos lo es V del Sacro Imperio Romano Germánico; asistimos a un proceso de presunta unicidad de pensamiento y procedimiento consecuente tan solo proclive a una mente auspiciada a partir de la exacerbación de los más profundos valores que en el terreno de lo religioso tendrán su constatación en el creciente dogmatismo, para fluir de manera en apariencia lógica hacia el absolutismo, algo por otra parte nada digno de complejo dado el momento histórico en el que nos encontramos, y que sirve sino para dotar de plena vigencia a las consideraciones expresadas.

Tal y como el filósofo italiano Taghliary escenificara mediante la exposición del conocido silogismo cornuto, “viene a ser así que el poseedor de los cuernos es, en realidad, el último en conocerlo.” De tal guisa se comporta el Imperio, al menos en lo concerniente a la vena religiosa, por otro lado aspecto fundamental a la vista de los procederes, o más concretamente de la justificación de los mismos, que desde la mentalidad del Emperador Carlos se procede a dar.

Con el coeficiente unificador que siempre significó conocer la existencia de un enemigo común, que en el caso que nos ocupa se identifica plenamente con el turco, lo cierto es que la herida abierta para con los protestantes, que en Alemania se muestran denodadamente activos hasta el punto de llevar desde 1528 reclamando un concilio cuando menos en la propia Alemania, resulta ser ya de difícil sutura. Convencidos tanto unos y otros no ya de su franca razón, sino de que obviamente el otro se equivoca (no olvidemos que hablamos de religión en su más puro estado), lo cierto es que la maniobra argüida en base a la creciente presión que los protestantes llevan a cabo en todas las líneas, y que en principio se refiere a la declaración de los considerandos que definen la denominada Dieta de WORMS, no solo no agrada a nadie, sino que como suele ocurrir en estos casos, molesta a todo el mundo. Es lo que pasa cuando te enfrentas con recursos terrenales, a dilucidar sobre preceptos que son propios de Dios.

Es así que no ya una vez superada cualquier vicisitud de acercamiento, sino más bien una vez rota la última y mínima posibilidad de que tal acercamiento pudiera volver a producirse al menos en un periodo cortoplacista; lo cierto es que el Concilio de Treno ve así definitivamente superadas sus presuntamente exclusivos considerandos ecuménicos, para convertirse en la traducción eficaz del verdadero cisma que vive Europa. Un cisma que si bien puede enmarcarse como de hecho se hace a partir de certezas de rango meramente religioso, no es menos cierto que hunde sus más profundas raíces en condicionantes cuya vertiente económica, política y por ende social acabará por adoptar la preeminencia que acaba por serle finalmente reconocida, haciendo saltar por los aires la ilusión de que el Cónclave contiene argumentos destinados a promover conclusiones de carácter estrictamente religioso, para pasar a enfrentarnos con la tremenda realidad de comprender que el destino del mundo se juega en aquella partida.

Pero de la lectura atenta de las 96 tesis que son clavadas en la Iglesia del Palacio de Wittenberg, lo cierto es que se extraen una serie de conclusiones las cuales, además de no dejar indigente a nadie, nos obligan más bien a considerar seriamente, y sin duda desde una perspectiva si cabe más amplia, las motivaciones que realmente pudieron inducir a los hechos de los que son copartícipes.

No se trata que el protestantismo resulte irreconciliable para con la Cristiandad. Se trata más bien de que las ideas de Sociedad Europea, y a la sazón los proyectos desde los que unos y otros pretenden capitanear abiertamente la manera de encarar el futuro de Europa, chocan abiertamente, y además lo hacen con una violencia inusitada.

Hemos así pues de constatar, y efectivamente constatamos, que las diferencias existentes entre católicos y protestantes no son y con mucho, tan solo de carácter procedimental, estando pues sujetas a interpretación en su grado sumo.
Si nos tomamos el tiempo suficiente de cara a la realización de un análisis que supere cuando menos lo somero, y que por supuesto no caiga en el error de partir desde consideraciones ya tomadas, podremos si no llegar a consideraciones en forma de conocer cuál era el estado de la Europa del XVI, sí al menos disponernos a la hora de comprender cómo las dos cosmovisiones, en esencia enfrentadas, no hacen en realidad sino enfrentar algo mucho más grande, dos visiones completamente contrapuestas del Hombre.

Constituye así pues la adopción de las conclusiones de Trento, hecho del que acontecen precisamente ahora cuatrocientos cincuenta años, la representación plausible a la par que pragmática del definitivo cisma que para la posteridad se identificará no tanto como el que procede de la lucha entre católicos y protestantes, sino más bien como la lucha entre el hombre que apuesta abiertamente por el futuro, frente al que se arraiga en la tradición, abandonando sus responsabilidades para con el futuro.

Será así pues, el Concilio de Trento, el escenario donde tendrá lugar la escenificación definitiva de la ruptura no tanto de Europa, como sí del Hombre Europeo. Dentro de un esperpéntico a la vez que diabólico juego, tendremos la constatación definitiva de que lo que se dirime pasa en realidad por saber si existe un Dios conservador, que se bate una y otra vez, y en múltiples escenarios, no tanto contra el Demonio, sino contra una especie de Dios liberal. Tendrán así que pasar siglos para que semejante paradoja pueda ni tan siquiera ejemplificarse, y como no podía ser de otra manera habrá de ser el  genial a la par que ejeplo donde los haya de Hombre Libre, el genial y sin parangón Nietzsche, quien contextualice lo dicho bajo la forma del terrible por dramático aforismo No se trata el Demonio sino de la forma que adopta Dios, cuando se viste con el traje de los domingos.

Se pone así pues fecha de defunción, y será ésta la que se corresponde con el 4 de diciembre de 1563 a cualquier por remota posibilidad que hubiera de reconciliación no tanto entre los hombres, como sí a dos maneras enfrentadas a la hora de concebir la manera de pensar del Hombre. Por un lado, el Hombre Ilustrado. Sometido a nada que no fueran las limitaciones de su propia inteligencia, habrá de tratarse de un Hombre que hace de la búsqueda y conservación de la Libertad la constatación del único de sus deberes sagrados. Enfrente, El Hombre para Dios. Feliz de renunciar a toda responsabilidad, pone en manos de lo divino el derecho y el deber de optar a una buena vida, ya sea en este, o en el otro mundo.

Que cada cual decida quién y dónde ha ganado.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.


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