domingo, 30 de noviembre de 2014

DE JOVELLANOS, HACIA LA PEDAGOGÍA COMO COMPONENTE INTRÍSECO DEL PATRIOTISMO.

Porque aunque puedan parecer términos encontrados, o en principio de difícil encaje, lo cierto es que ahí es donde sin lugar a dudas ha de brillar, cuando no de materializarse, el ingenio. Definitivamente, en aquellos lugares propensos al triunfo donde la mayoría, inepta, servil, o en una tórrida mezcla de ambos caracteres (o sea, caciquil) sencillamente fracasaron.

A estas alturas, lo único que parece estar claro es la sin duda necesaria genialidad de la que habrá de hacerse depositario aquél que sinceramente se considere digno de optar a la propuesta que hemos esbozado, Propuesta compleja donde las haya, en tanto que en su esencia ha de albergar precedentes, cuando no ingredientes, ciertamente contrapuestos. Se trata, en definitiva, de toda una declaración de intenciones la cual, dado además lo sensible de los previos sojuzgados, presenta elementos no disfuncionales, cuando sí directamente, contrapuestos.

Nos encontramos pues, sin el menor género de dudas, antes los previos excepcionales que bien podrían albergar una clara apuesta destinada a que la Dialéctica brille en todo su esplendor.
La Dialéctica, elemento creador, a la sazón distancia máxima con al que el Hombre puede soñar la hora de de jugar a ser Dios y que, al menos en lo teórico, entendido esto como lo absoluta y diametralmente opuesto a lo empírico, hace a los hombres dibujara acuarelas sin márgenes de lo que bien podría significar sentirse como Dios.

Pero como todo, esto tiene sus consecuencias. Y en el caso que nos ocupa se trata de unas consecuencias vinculadas al dolor casi etéreo, en tanto que es casi divino, de intuir sin llegar a saber, de recordar, sin llegar a concretar. No en vano se trata de desmentir una sensación solo comparable al recuerdo que en nuestra memoria queda del primer dulce que antaño saboreamos. Y como en todo recuerdo, las emociones no hacen sino edulcorarlo, alejándonos con ello de cualquier posibilidad de certeza.

Nos encontramos pues, y en cualquier caso, definiendo los sutiles retazos que ayudan a hacer comprensible lo que de todas, todas, no puede sino ser conformado en ingredientes exclusivamente manipulables por y para la Razón. Queda así pues claro, que lo único claro es que nos aproximamos de manera inexorable hacia los terrenos del Racionalismo.

Buscamos pues, un patriota razonable. Expresado de otra manera, nos creemos con opciones mínimamente adecuadas de encontrar a un hombre que por medio de la Razón, lo que supone obviamente descartar lo apasionado como argumento; se muestre capaz de convencernos de la idiosincrasia de España, y a la sazón, de la que les es propia a los españoles.

Puede parecer complicado, mas en este caso lo específico de los componentes del compuesto, hacen que tal y como ocurre con un compuesto químico, la combinación solo pueda dar lugar a un determinado resultado.

Nace Baltasar Melchor Gaspar María de JOVE LLANOS y RAMÍREZ en Gijón, la Noche de Reyes de 1744. Lo hace en el seno de una familia si bien no adinerada, cuando menos, desahogada, lo que se traducirá en la disposición que ésta tendrá para que el niño, desde muy pronto, tenga un permanente a la sazón que interesante contacto con los libros, catalizadores del Saber. Y la relación es de franca satisfacción, lo que convertirá en no solo nada traumático, cuando sí más bien incluso francamente benigno el que resulte imperativo vincular al joven hacia las disposiciones canónicas toda vez que el dispendio necesario para que el niño estudie (él hace el número once en la genealogía familiar), requiere de la particular concesión hacia los hábitos, al menos como medida de distensión a la hora de justificar la inversión.

Pero la realidad pronto dará frutos, y éstos certificarán hasta qué punto la inversión habrá pronto de resultar positiva esto es, dará claros a la par que evidentes frutos.
Aunque para ello, o tal vez como requisito imprescindible, habremos de consignar la clara y sin duda definitiva que nuestro protagonista llevará a cabo para con cualquier vestigio canónico. Ruptura que no estará para nada vinculada a proceder de carácter accidental, cuando sí más bien, como certificarán los propios escritos de JOVELLANOS, vendrá determinada por la sin duda convicción de que La Iglesia, y por ende todos y cada uno de sus componentes, han de permanecer alejados de todo contacto para con cualquier acción didáctica, en aras de impedir la contaminación que de tal relación sin duda habría de surgir.

Y será no obstante JOVELLANOS un hombre religioso. Y lo será en el más amplio sentido de la palabra. Cree no en vano nuestro protagonista que la Religión es en sí mismo un auténtico componente de los que son dignos de componer la enumeración de lo que habría de albergarse en toda definición de España, y por ende de los españoles. Así, en una misiva remitida, aunque nunca entregada al Delegado Francés que trae la encomienda de ofrecerle un puesto en el Gobierno Josefino; afirma que la Religión no es sino uno de los componentes que con mayor prestancia sirven para definir la posición que todo español ha de mostrar hacia determinadas consideraciones (como en este caso aquéllas que servirán para despreciar, cómo no con gran maestría la tal encomienda, rechazando en consecuencia la propuesta formal de un Ministerio en el Gobierno del invasor napoleónico.)

Todo ello ¿simplemente? para ayudarnos, cuando no para determinar, la intensidad de la aproximación a la figura de un español patriota, que no necesariamente nacionalista. Porque quizá en tal matiz se encuentre la incógnita que hoy nos sirve para ubicar tal vez a muchos, aunque hoy nos resulte suficiente con nuestro protagonista.
El ingrediente propenso a la hora de hacer plausible tamaño discernimiento, la contradicción. La contradicción como elemento perenne que se vuelve constante generatriz tanto de la personalidad como por supuesto de la obra de JOVELLANOS, y que se convertirá en combustible indispensable de esta máquina de pensar en la que sin duda llegó a convertirse.
Una máquina cuya precisión solo puede llegar a intuirse a partir del análisis de variables que se requiere para comprender el positivo efecto que en este caso llevaron a cabo como entes reguladores, el paso de JOVELLANOS por distintos lugares, y por supuesto con distintas funciones.
Resultará así de especial interés el paso por Sevilla. A raíz del mismo, además de afianzar si cabe sus recelos hacia los estipendios canónicos, nuestro protagonista comenzará de manera oficial sus relaciones para con la Administración Pública. Lo hará vinculado al mundo del Derecho con el cual, si bien la aproximación ha sido corta, y muy reciente, no será menos cierto afirmar que ha sido especialmente provechosa.
Así, y como prueba del bienestar que la mencionada causa en el todavía joven, tendremos a bien observar las dos aproximaciones que hacia el Teatro primero, y hacia la Ópera después, nuestro protagonista desarrollará en torno a finales de la década de 1760.

Y aunque ciertamente sería injusto decir que de las mencionadas experiencias se extrajo algo satisfactorio más allá del propio gusto egocéntrico, o sea, el que se satisface por el mero hacho de demostrar una aptitud, cuando no una mera disposición; lo cierto es que con la perspectiva que el tiempo proporciona nos sirve, qué duda cabe, que nos hallamos ante un hombre excepcional, no solo por lo polifacético, sino más bien por el grado de precisión que era capaz de imprimir en todo lo que hacía.

Puede por ello que por esa senda encontremos la explicación sobre los motivos que justificaron su presencia en sendos Consejos Supremos nada menos que de tres Monarcas. Así, podemos decir que Ilustró al Ilustrado por excelencia ( Carlos III). Soportó a Carlos IV, y mandó varias veces a paseo nada menos que a Fernando VII. Y en todos los casos sin perder por supuesto las formas, ni por supuesto el respeto de los interesados.

Y todo ello sin perder ni una sola vez su esencia. Una esencia que él mismo no definía, cuando sí más bien determinaba, como una suerte de propensión a sentirse asturiano, a la vez que disfrutaba de la Gracia de haber nacido en España.
De haber nacido en una España que, una vez más mostrará para con uno de sus hijos más insignes esa cara tan indolente, cuando no abiertamente desagradable, con la que esta patria premia a aquéllos de sus hijos que tienen la desgracia de ser unos adelantados. Porque una vez más, y por supuesto y por desgracia no será la última, JOVELLANOS será otro de los que engrosan esa inefable lista conformada a partir de los cuales la esencia de España no podría ser objeto de comprensión, si  bien como precio es la propia esencia la que ha de ser entregada en prenda.

En definitiva, un ejemplo más de las peculiaridades con las que hay que contar a la hora de esperar enjuiciamiento a la hora de decir sin tacha que se es español.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 22 de noviembre de 2014

TAMBIÉN EL SILENCIO ES NECESARIO…

Aunque solo sea, tal y como ocurre con la mayoría de las cosas importante, cuando éstas son accesibles para la razón cuando han sido tamizadas por el bello surco de la dialéctica a saber, el resultado de mucho más que la mera disputa propia de lucha entre contrario.
La disputa, el duelo, la controversia. Elementos a priori beligerantes, y a la sazón y por ende exclusivamente vinculados a la enajenación propia de lo destructivo; que alcanzan tras la metamorfosis a la que el Hombre los somete, una suerte de condición productiva, cercana a la creatividad. La capacidad de gestar, de promover un Génesis, allí donde lo propio bien podría ser en exclusiva el Apocalipsis.
Lucha de contrarios, principio y fin. En todo caso la implementación definitiva de la que es una de las constantes del Ser Humano, tal vez la más difícil de comprender, si no de aceptar. La que redunda en sabernos capaces literalmente de lo mejor y de lo peor, avergonzándonos a cada instante no solo de no ser capaces de elegir siempre lo mejor, sino que con demasiada alevosía somos capaces de llevar a cabo lo peor, condicionando con ello como de ninguna otra manera nuestra evolución, en tanto que somos incapaces de mejorar en nuestro propio autoconcepto.
Surgen entonces, tras sucederse tales conductas, tras postergarnos el tiempo en el análisis de las mismas, cuando tal vez fluye la razón por derroteros diferentes, permitiéndonos presenciar un atisbo de nuestra propia esencia, aquélla que por otro lado permanece oculta en la mayoría de ocasiones. La verdad no sé hasta que punto lo que vemos nos resulta o no atractivo. En cualquier caso, hermoso o no, bello o grotesco, de lo que no cabe duda es de que lo percibido, quién sabe si en realidad mas bien intuido, posee una fuerza arrebatadora, única y a la sazón casi mística. Una fuerza solo comparable a la atribuible a todo lo procedente de lo esotérico, de lo vinculado con los sueños.
Sueños contra realidad, de nuevo otra forma de Dialéctica. O en este caso, tal vez no tanto. La vinculación entre los sueños y la realidad es en realidad mucho más cercana y directa de lo que podríamos llegar a imaginar. De no ser así, cómo entender la mera existencia de muchas de las realidades que conforman, hoy por hoy, nuestra evidente Realidad. No se trataría de aceptar que todo aquello propenso a ser imaginado es realizable. Me atrevería a reconducir la frase, y por ende sus efectos, declarando desde su nueva consideración que nada de lo que hoy por hoy forma parte de nuestra Realidad, lo es si haber pasado antes por nuestra imaginación.
Me bato ya por ello en retirada, sin que de tal actitud se derive presunción de cobardía, cuando sí más bien aprovecho la cinética estructurada en los atisbos de la esencia del movimiento para dar un salto dimensional, pasando por ello al terreno de las propias esencias, campo propiciatorio a realidades no menos reales que las anteriores, cuando sí más bien a realidades más cercanas si cabe a los aspectos más integradores del Ser Humano. Aquellos aspectos que le ayudan a definirse, toda vez que definen todos y cada uno de los elementos que conforman su realidad, ayudándole como ningún otro a conferir crédito a esta misma realidad, que se va poco a poco volviendo más real a medida que va siendo aprensible por el propio Hombre, que a su vez se hace más hombre cuanto más competente se muestra para llevar a cabo tamaña labor.
Y es entonces cuando el Hombre empieza a tener consciencia de sí mismo. Una vez que dominado el proceso de sistematización de la Realidad, ha de enfrentarse irreversiblemente no ya con la fuente de las respuestas, sino más bien con el principio del que surgen las respuestas.
De nuevo, reflexiva e irreverente, la Dialéctica. Porque si bien las respuestas son difíciles, resultan comprensibles en la medida en que de su propia esencia se deriva la comprensión del medio, en la medida en que subyace el dominio de la naturaleza que la compone pero, ¿cómo enfrentarse con la ardua labor de hacer frente a la cuestión de las preguntas, sabiendo por definición que la naturaleza de éstas difiere estructuralmente de la de las respuestas, en tanto que tal?
Lejos aquí y ahora de explorar tan siquiera el procedimiento, lo cual sin duda como el Kraken, nos devoraría, lo cierto es que de la mera proliferación de los elementos que componen el razonamiento, hemos de extraer y así lo hacemos la consideración de que bien podemos haber llegado a ese instante tan habitual en los procederes en los que es el propio Hombre el objeto del estudio; en los que hemos de aceptar en principio sin más la ubicuidad de la esencia, o en términos más asépticos si cabe, la constatación de que la magnitud del objeto estudiado es tan enorme, que requiere de la aceptación de premisas envolventes y justificativas, entre otras de las maniobras, a menudo antinaturales, que resulta imprescindible desarrollar en pos de hacer creíble lo que en principio no lo es.
Es entonces, una vez comenzamos a intuir la dificultad que expresamente se esconde tras la tarea que hemos emprendido, cuando el olor de algo no desconocido, aunque sí olvidado, comienza a envolvernos. Como el recuerdo de un mal sueño, con el énfasis de un sueño de infancia; el atisbo de la posibilidad del fracaso entumece nuestros miembros, vuelve mortecina nuestra mejilla, y ensombrece el brillo de nuestras otrora palpitantes miradas. La posibilidad del fracaso se hace patente, emergiendo rauda como presunción de tormenta en el horizonte.
“Un milagro es la planta que crece, aunque no dé flores extrañas.” Desde la constatación de las posibles certezas que de tamaña afirmación puedan extraerse, lo cierto es que la mera posibilidad de que no haga falta llegar a la consecución del objetivo, esto es concebir que el disfrute del camino puede resultar en sí mismo lo suficientemente atractivo, o al menos lo suficiente como para animarnos a emprenderlo, constituye en sí mismo la comprensión de  un logro de tal magnitud que bien podría suponer asumir a título casi de corolario que, la mera existencia de la pretensión, hace albergar suerte de credibilidad a la posibilidad de que la mera consideración, haga proclive su aceptación como acertada.
Nos acercamos con ello una vez más, de manera otra vez inevitable, a la enésima constatación de la certeza en base a la cual lo único que queda meridianamente claro es la tremenda complejidad del Hombre, no tanto en este caso en lo atinente a su configuración, como sí más bien por las consecuencias propensas al estudio metafísico que tales configuraciones albergan.
Vislumbrando de nuevo en la lontananza, y cambiando sin duda a causa de ello el rumbo de nuestras consideraciones; la condición binomial del Hombre nos lleva una vez más a renunciar tan siquiera a la presunción de enumerar un escenario tan rico como controvertido, propenso en cualquier caso a perder en un mar de consideraciones a cualquiera que se atreva, como Ulises, a acercarse a sus costas.
Es la complejidad de lo humano lo que subyace a la paradoja de ser el único ente propenso por un lado a necesitar comprenderse, haciendo de la imposibilidad para ello motivo de grandeza. Del análisis tanto de éste, como de semejantes razonamientos, extraemos una vez más la esencia inacabada del Hombre, la que pasa por no solo asumir su fracaso, sino más bien por hacer una suerte de chanza del mismo.
“Cuando nadie me ve, como ahora, gusto de imaginar a veces si no será la música la única respuesta posible para algunas preguntas.”
La frase, de BUERO VALLEJO, encierra a mi entender como ninguna otra no tanto la esencia de las respuestas que en apariencia estábamos buscando, como sí más bien la esencia de las preguntas que en realidad habrían de resultar imprescindibles. Es a través de la comprensión de tamaña afirmación, como nos erigimos poco a poco en entes válidos para comprender lo que nos rodea, paso éste previo para ser digno de entendernos a nosotros mismos.
Y lo digo, porque la frase encierra como nadie la integración no solo de las esencias que vienen a componer la naturaleza del Hombre, sino que de la misma se concibe la integración en tamaña naturaleza de las variables de contexto, las destinadas a conformar el escenario espacial y temporal, que nos acompañan de manera manifiestamente inexorable a la hora de confeccionar tal realidad.
Porque ensimismados ya en el proceso, llevamos a gala el empleo de otra máxima del autor, integradora como pocas de lo hasta ahora expresado: El tiempo somos nosotros, siendo por ello imposible detenerlo.”
Comenzamos así pues de manera sencilla, paralela a como empezamos. Tal y como resulta preceptivo para cualquier ejercicio dialéctico que se precie. Porque la dialéctica se diferencia de la mera lucha entre contrarios, en que de la misma se espera conciliar la energía suficiente para ser generadores de algo.
Aunque llegados a este punto, lo mejor pasa por recordar que efectivamente, también el silencio es necesario.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

sábado, 15 de noviembre de 2014

EL FIN DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL. ¿CONSTATACIÓN DE LA IMPOSIBILIDAD DEL HOMBRE PARA ENFRENTARSE A SÍ MISMO?

Resulta una vez más que, fruto del proceso cifrado a partir de la observación atenta de algo tan aparentemente rutinario como podría llegar a considerarse el propio fenómeno del paso de el tiempo, podemos llegar de manera más o menos rotunda, de manera más o menos rápida, a la casi evidente aceptación de lo inexorable del relativismo del que el mismo se halla recubierto.

Así, constatando una vez más la eficacia de la letanía que redunda en pos de observar el inaudito paso del tiempo, proceso éste que queda maravillosamente implementado en el conciso gesto de ver cómo las hojas del calendario transitan, haciendo obvio que el tiempo, al menos el correspondiente al instante que vivíamos, es ya pasado, se empecina en arremolinarnos en torno a la concesión de los espacios necesarios para aceptar, no tanto para asumir, la contingencia de nuestra existencia; contingencia de la que somos conscientes solo en tanto que asumimos nuestro propio relativismo.

Porque al final, o quién sabe si al principio, es de eso y nada más de lo que se trata. De la contingencia, traducción evidente de nuestra necedad; último bastión al que puede optar a merecer un Hombre cada vez más sumiso, cada vez más derrotado. Un Hombre que se hace merecedor de semejante constancia de derrota precisamente en la medida en que sus débiles conatos de revuelta, implícitos en su cada vez mayor empeño de parecer ante sí mismo y los demás más lleno de verdad, refuerzan ahora ya sí de manera consciente, la evidencia de que el final se aproxima.

Prueba evidente de ello, el siglo que hemos dejado atrás. O para ser más certeros, la interpretación que del mencionado transitar del tiempo hemos sido capaces de extraer.
El Siglo de la Ciencia para unos, el Siglo de las Luces para otros, lo cierto es que el Siglo de la Guerra para todos. Lo único que podemos aseverar, quizá lo único en lo que unos y otros podemos llegar a estar de acuerdo, sea en que el pasado Siglo XX ha acumulado tanto por intensidad como por violencia del Hombre contra el Hombre, el mayor grado de violencia del que especie alguna ha sido nunca capaz a lo largo de todo el periodo de la Historia de la Humanidad.

Inmersos todavía en los ecos de las conmemoraciones del I.º Centenario del comienzo de la Primera Guerra Mundial; lo cierto es que precisamente en esta semana, concretamente el pasado día once, se cumplieron 96 años de la firma del armisticio que ponía fin al mencionado conflicto, a saber, el mayor conflicto que hasta ese momento había azotado a la especie humana. Y considero adecuado emplear estos términos sencillamente porque el conflicto alcanzó sin duda a dañar la esencia de lo que se supone debe ser un Ser Humano.

Pero como nada o casi nada ocurre por azar, el azar es a menudo una delación en la que la Razón cae a medida que evoluciona su vínculo para con el Hombre; lo cierto es que todo o casi todo lo que ocurrirá en el siglo XX después de los hechos acontecidos aquél miércoles 11 de noviembre de 1918,  estarán para siempre vinculados a los mismos, viniendo unas veces motivados por ellos, siendo en otras consecuencia propia y casi inexorable de los mismos.
Tenemos así que empezar, no por cuestiones cronológicas, más bien por una mera consideración de orden, a entender que si bien la Primera Guerra Mundial comienza en 1914, lo cierto es que no se tratará de la primera guerra del recién estrenado siglo XX. Es más, la propia existencia de la guerra, la contingencia en la que se ve reflejada, pone de manifiesto que más allá de la mera condición cronológica, de hacer caso a las emociones, dejándonos guiar por las sensaciones que éstas nos trasladan, bien podríamos decir no solo que el siglo XIX no ha llegado, sino que a la vista del contexto, sus realidades y contingencias están en aquel 1900 más vivos que nunca.

Las causas  no ya de estas aseveraciones, sino de que las mismas tengan en realidad sentido hay que buscarlas, como en la mayoría de ocasiones en las que el objeto de lo apremiante posee una verdadera importancia; en la contingencia derivada de la implementación de múltiples variables que inciden a la vez, creando éstas a la vez un escenario de potencialidades tan elevado, que convierten en casi anecdótico cualquier esfuerzo categórico por aproximarnos a la realidad.
Dentro de tamaña irrealidad, resulta no necesario, casi imprescindible, buscar un elemento categórico que por ende ser encuentre presente de una u otra manera en todos los escenarios, a la vez que en todos los tiempos, en los que se hayan desarrollado acontecimientos con alguna solvencia de cara a lo que estamos estudiando.

Vista la amplitud de los escenarios que se abren a partir de tamaña consideración, resulta casi evidente el marcado carácter de abstracción de los que habrán de gozar cualquiera de las directivas consideradas como dignas de ser tomadas en consideración a la hora de escenificar lo comentado.
Rebuscando pues entre los por otro lado tampoco muy numerosos catálogos en los que poder encontrar tamañas variables, acabamos por ceder a la conclusión de que solo factores estructurales, propiciatorios de la propia esencia del Hombre, pueden figurar como dignos elementos desencadenantes de tamaño conflicto.

Surgen así estructuras propias de la Razón, o a la sazón frutos de ésta, como responsable quién sabe si indirectos, no tanto del conflicto, cuando sí más bien del cúmulo de contingencias que tras evolucionar a realidades, terminaron por condicionar una realidad en la que solo el conflicto a escala mundial podía llegar a suponer ¿solución? a lo planteado.

Resulta así que, sin caer en la tentación de manipular el escenario, todos estaremos más o menos de acuerdo en declarar al XIX el Siglo del Romanticismo. Sin embargo, lejos de contradecirnos a nosotros mismos propiciando una suerte de neurosis, no es menos cierto que la velocidad con la que esta línea de pensamiento fue superada, concretamente por el Realismo, nos obligan a aceptar que las consecuencias que éste trajo para el pensamiento del XIX, a pesar de su al menos en apariencia corta duración, supusieron en realidad una trascendencia tan grande cuando no mayor, de lo que las premisas implementadas por el Romanticismo habían supuesto.

Asumidas como propias las premisas según las cuales resulta cada vez más difícil discernir la direccionalidad de las implicaciones surgidas entre realidad e idearios; o dicho de otra manera aceptando la imposibilidad de saber si la realidad genera las ideas, o son las ideas las que conforman la realidad; lo cierto es que a estas alturas ya casi resulta evidente la determinación de la transición que existe entre el desastroso arranque del siglo XIX, y la corriente de insatisfacción que tras el mismo se cierne, que puede quedar resumida en la constatación evidente de la existencia de una sensación en base a la cual la transición entre el XIX y el XX en realidad no se había producido.

¿La conmiseración de semejante certeza? La realidad en sí misma, o a lo sumo la asunción que de la misma hacía el Hombre de comienzos del XX.

El Hombre no se enfrenta a la realidad, lo hace a la interpretación que de la misma hace y…¿Qué realidad tenia ante sí el Hombre del primer cuarto del XX?
Basta un ligero vistazo a las encomiendas bajo las que se regía efectivamente no solo el tránsito, sino más bien todo el proceso desarrollado por el Hombre para posicionarse respecto de la realidad, y comprobaremos sin el menor esfuerzo como la transición del 1800 al 1900 fue ficticia, exclusivamente cronológica cuando menos.

Todo, absolutamente todo, Economía, Sociedad, Política, incluso la Religión, parecían conspirar en tal dirección. Una dirección que como en tantas otras ocasiones empuja al Hombre convenciéndole de su obligación para desarrollar procesos, a menudo utopías para las que no solo no está preparado. Y lo peor de todo no es solo eso, lo peor de todo es que las heridas que dejan estos fracasos, más concretamente su recuerdo, actuarán como freno limitando ostensiblemente las capacidades de las futuras generaciones en momentos imprescindibles.

Vamos consolidando así un escenario muy elaborado, cuyo elemento de cohesión, a saber el propio Hombre, se muestra no obstante como un ente un tanto débil, si no por acción, si por supuesto por omisión ya que, sin duda alguna, el Hombre de principios del XX es en realidad una suerte de continuidad del Hombre del XIX. Pero la pregunta es ahora ya inexcusable: ¿Ha llegado a haber un Hombre del siglo XX?
La pregunta, clara, requiere pues una respuesta clara. Lo cual no hace sino incrementar las dificultades propias, ya de por sí elevadas.
Si buscamos en sus logros, quién sabe si para encontrar en sus motivaciones un ápice de su esencia, y tirar de semejante hebra en pos de diligenciar una forma de aproximación, nos toparemos de frente con la paradoja que supone el comprobar hasta qué punto el Siglo de la Ciencia ha supuesto en realidad, el siglo de la deshumanización. Es como si cuanto más investigaba el Hombre del XX, más se alejaba de sí mismo. En el colmo de la perversión, haciendo del paroxismo otro modelo propio de VALLE-INCLÁN, el Hombre del XX se ha alienado voluntariamente entrando en una escala de decadencia inducida que se mueve en términos de proporcionalidad respecto del grado de aparente éxito que en su alocada carrera obtienen.

Así, de parecida manera a como el 11 de noviembre de 1918 no vio el fin de la I.ª Guerra Mundial, sino que alumbró lo inexorable de una segunda, es como la no consecución de los objetivos propios del XX parecen convertir en inexorable una forma de retorno no sabemos si sobre nuestros pasos, pero que en cualquier caso supongan cuando menos un instante de reflexión sobre lo alcanzado o no en estas décadas de alocada carrera.

El paso del tiempo supone poco más que lo que las huellas lo son para el camino; la conjunción de polvo y viento las hace estériles. Al final, lo único que importa es si hemos aprendido algo en el propio caminar.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.



sábado, 1 de noviembre de 2014

ENTRE BECQUER Y ZORRILLA. DE LAS TRADICIONES CASTELLANAS AL ROMANTICISMO ESPAÑOL.

Pasando, cómo no, por Halloween.

¿Tradición extranjera? ¿Quién sabe si renuncia a la propia? ¿O se trata más bien de algo mucho más profundo, de nuevo mucho más inconfesable? De nuevo, otra vuelta de tuerca. Una restauración desmembrada, propia no ya solo del siglo XIX, sino más bien algo incomprensible, de no ser porque en semejante caos se percibe palpitante la verdadera Historia de España; una historia que, como en tantas otras ocasiones, ha de ser sentida, por no ser conciliable con lo racional.

Y es por ello qué, a la par que nos alejamos de la razón, nos adentramos sin lugar a dudas en los escenarios propios de lo mítico, de lo inabordable; quién sabe si de lo eternamente español. Esos lugares en los que solo los más apócrifos se mueven con solturas, donde otras son las medidas que ciñen al Hombre, cuando medita la solvencia de sus azañas.

Lugares pues, extraños, donde convergen en uno solo corrientes antaño dispersas. Lugares carentes de ubicación, por no disponer de espacios a los cuales asemejarlos. Lugares atemporales, precisamente porque hablan de cosas tan propias, a la par que imprecisas, que todos los instantes resultan contemporáneos, quién sabe si porque en realidad en ellos descansa la esencia del tiempo, aquélla que tiene la pleitesía de responder siempre a cualquiera que tenga la fuerza, pues no resulta bastante con mostrar destreza, para hacer la pregunta adecuada.

Son entonces lugares y tiempos propios de otros Hombres, propios de otros tiempos. Lugares limitados en el tiempo por Espronceda, por Rosalía de Castro, y cómo no, por Becquer. Lugares asintomáticos de vida, quién sabe si porque en realidad en ellos se escondía no tanto la esencia de la vida, como si más bien la esencia del Hombre. Lugares llenos de inspiración, una inspiración inaudita por eterna, en la que la propia Historia acudía a jugar con los Hombres, a los que se permitía el lujo de tratar como a niños, al mostrarles sus miserias, perdonándoles a continuación todas sus deudas, justo un segundo antes de humillarles hasta el infinito, un infinito que el Hombre del Romanticismo Español reconoce en el instante previo a tener que esgrimir sus asuntos, una vez que éstos no tienen ya solución fundada.

Tiempos propios para la exaltación de un pasado, tan nacionalista unas veces, como regionalista otro, pero siempre y en todas lleno hasta la saciedad de borbotones. Borbotones en los que se reconoce el exceso con el que se reconoce además el Castellano que dará después, pese a quien pese, origen al Español.

Castellano unas veces, español otras, pero siempre hombre y a la sazón pasional. Y será por ello que la pasión se convertirá en la nave que, capitaneada desde la exaltación, permitirá a estos bravíos recorrer tierras cuando no mares hasta unos confines por la mayoría ni tan siquiera soñados. Confines de desazón unas veces, de triunfo otras. Pero siempre lugares prestos a la paradoja de saber que lo que hoy no es sino territorio límite en tanto que frontera ante lo desconocido, así mañana habrá de ser poco menos que un puente destinado a unir espacios para nada comprometedores.

Mas ahí reside otro de los encantos, si no el mayor, de cuantos residen en la esencia del Romanticismo Español. El encanto que pasa por la capacidad tantas y tantas veces demostrada de mostrarse especialmente hábil para negarse a sí mismo, consagrando de tamaña suerte de prestidigitación, el deleite del que se sabe preexistente, por no ser sus detractores capaces de delimitar ni tan siquiera el momento en el que nació. ¿Pues cómo hacer entonces para decidir cuándo ha muerto el que decimos a ciencia cierta que no ha vivido?

Y como prueba de tal paradoja, Gustavo Adolfo BÉCQUER. El que nació muerto, en tanto que es el primero, cuando no el único ser verdaderamente romántico que conjuga su existencia dentro del verdadero Romanticismo Español, precisamente cuando el Romanticismo ya ha muerto en Europa. De nuevo, cómo no, la paradoja española.
Paradoja que se repite, aunque ni por asomo amenaza con ser reiterante, toda vez que nada de lo que ocurre en España, tiene parangón con lo que ha ocurrido, ocurre, o está por ocurrir en Europa. Porque solo desde la incomprensión que supone aquél entonces, aquél allí, podemos llegar a intuir el cúmulo de desazones que como país predisponen todos los ingredientes en pos de satisfacer la demanda de una felicidad a todas luces imposible al estar esencialmente impregnada de una melancolía sutilmente contaminada no por la búsqueda de la libertad, sino por la exaltación de un yo incompatible con el propio Hombre. Un Hombre, un yo, incompatibles con el tiempo que les es propio, y que tiene en la contumaz persistencia del Individuo Español su última esperanza no de sobrevivir, cuando si de pervivir, aunque sea tan solo como eterna promesa porque, ¿Qué es el Hombre sino una eterna promesa? A lo sumo una realidad inabordable, intratable a la par que imposible de asumir hasta para los que compartimos genes, espacio e instantes.

Surge así el rechazo como forma de encajar lo inconmensurable del espacio, lo inabordable del tiempo. Es así como lo infinito, en su doble dimensión de continuidad espacial, de longitud temporal, aborda sus propios límites, superando con ello a los del Hombre, arrojándole a un torrente en el que el propio espacio y el propio tiempo son concebibles a lo sumo a partir de la integración que las emociones nos proporcionan. Es entonces cuando las últimas fronteras, los últimos límites, caen ante el impulso del nuevo Hombre, quién sabe si del Superhombre del que habló Zarathustra, o si en realidad incluso éste no fuera sino una vaga aproximación en tanto que éste es concebible.

Superado el Hombre, hemos de asumir la valía de sus contextos. Es entonces cuando la Naturaleza se vuelve trascendente, y su presencia, lejos de ser contextual, se redime en esencial. Es el momento de las confidencias, el momento en el que los lobos, sus aullidos; el viento y su ulular, se convierten en protagonistas tan importantes, cuando no más, de lo que pueden llegar a serlo aquéllos caballeros que sobre blancos e indomables corceles recorren El Moncayo el pos de la prenda que Beatriz perdiera. ¿O en realidad la dejó caer? Porque en definitiva de eso se trata, de eso se ha tratado siempre. De dirimir las grandes cuestiones, para tratar de localizar después al Hombre que de las mismas resulte. Un Hombre nuevo en tanto que viejo. Un Hombre que se recompone a sí mismo, en tanto que se reconoce en las tradiciones.

Tradición, el otro gran ingrediente. Una vez superada la Historia, aquí no tiene cabida lo objetivo, ¿Qué nos importa la Realidad pudiéndola suplir por una buena interpretación? Por ello, o quién sabe si a pesar de ello, la distorsión propia del dramatismo se adueña de todo, logrando lo imposible, haciendo el milagro, volver cultivables incluso los espacios que otrora resultaron estériles.

Y como siempre, como elemento integrador, como único referente en el que humanos y hombres se sienten cómodos, a la par que sirve para identificar a las bestias…El Lenguaje, efectista, recargado, exagerado como en ninguna otra ocasión, sirve, mediante la ordenación desordenada que prometen las antítesis violentas, para poner al Hombre frente a su paradoja. La de saber que lo único que diferencia al Hombre de las Bestias se resume en el conocimiento de lo inexorable, ni más ni menos que saber que va a morir. Lo que sin duda le condena a tener que vivir plenamente, aunque por ello se condene eternamente, en tanto que vivir plenamente no le lleve sino a enfrentarse con Dios.

Y como siempre, una vez más, la conclusión funesta, la que pasa no por la conclusión, como sí más bien por la eterna reformulación del siempre presente dilema, a saber el que enfrenta al Hombre Racional y frío, con el Hombre Pragmático, conocedor de las sensaciones, cadente con ello hacia lo pasional. KANT creyó haber logrado la restitución de ambos los dos Hombres. Sin embargo las pasiones del Don Juan de Zorrilla, o el cinismo mal disimulado de Isabel en El Monte de las Ánimas de Bécquer, no vendrán sino a reafirmarnos en nuestra convicción de que el Hombre del XIX, si es que existe, ha de buscar su esencia, cuando no el motivo de su existencia, más en las brumas del monte que hay cercano a las ruinas del Monasterio del Temple, que en las ruinas de una idea de España que es tan fruto de la imaginación, cuando no más, que el propio tañido de campanas que a unos y a otros sobrecoge.

Morir por una idea, acaso por una ensoñación. Por una locura. ¿Hay acaso forma más gratificante de morir? Si es que la muerte alguna vez fue grata.



Luis Jonás VEGAS VELASCO.